Resultan de especial interés algunas modificaciones que Baruch de Spinoza realizó en el campo de las ideas religiosas y políticas de su país y su tiempo. Se destacan por no resultar demasiado diferentes en ambos planos de la actividad humana y la convivencia. La inteligencia humana para Spinoza no sólo incluía a la razón sino también a las afecciones del alma.
Baruch de Spinoza (Países Bajos 1632-1677) es un descendiente de judíos españoles y portugueses que huyeron de España en 1492 y se establecieron en Ámsterdam: “si queremos fijar el origen de Spinoza, de acuerdo con el concepto de nacionalidad y el destino que ello supone, diríamos: Spinoza era marrano y su destino está determinado por el hecho de que su nación –como su religión– no fue para él una realidad sino un problema” (Gebhardt, 30).
Es suficiente para deducir que Holanda
y su religión, si bien fueron causa de los mayores problemas para el ciudadano
Spinoza, también le acarrearon otros problemas en el plano moral y en el del método
filosófico. Pero, veamos quién era el célebre filósofo del siglo XVII para
enseguida entrar en su pensamiento. Digamos someramente que pertenecía a una familia
acomodada, que nació en una casa espaciosa y que recibió una educación acorde a
la de los hijos de familias pudientes. Hablaba portugués y español, y a su
lengua holandesa agregó el hebreo y el latín, junto a sus estudios de religión,
la Biblia y sobre los comentaristas de la Biblia.
Se interesó por la medicina (se puede decir que fue un médico), la química,
la astronomía y en general las ciencias, especialmente la matemática. Sus
contemporáneos le reconocieron por sus conocimientos, especialmente por dos de sus
obras: la Ética y el Tratado teológico-político. Pero también por
un especial carisma que lo distinguió en el trato personal. Vivió austeramente,
evitó el tumulto de las muchedumbres, valoró la soledad y poseyó una biblioteca
que le permitió el acceso a los clásicos antiguos, griegos y latinos.
Entre los nombres de sus grandes amistades –y más conocidos hoy en día–
figuran el político Juan de Witt, también notable matemático, el celebérrimo pintor
Rembrandt, el físico Christian Huyghens, el químico Roberto Boyle y el gran Leibniz.
En lo filosófico, su época estuvo embargada por la filosofía de Descartes, cuya
obra estudió y comentó exhaustivamente, aunque también se interesó por Bacon, Hobbes
y Maquiavelo. Algunos pensadores marranos de su cofradía llegan a influirle al
principio en una puja entre los sefardíes y los askenazis. Algunos que se
destacan son Uriel da Costa, el médico Juan de Prado y el ilustrado humanista y
latinista rabino Saúl Levi Morteira (Gebhardt, 34 y ss.).
RELIGIÓN Y
GOBIERNO
No agradaron a Spinoza la religión y los principios y fundamentos de la
Iglesia que le trasmitiera su familia desde el nacimiento, y tampoco las formas
de gobierno de su país. Había sido expulsado de la comunidad judía en 1856 (escribe
su defensa en español), y fue excomulgado por la Iglesia calvinista de Holanda.
Su Tratado teológico-político fue prohibido cuatro años después de su
aparición en 1670. En el plano político le provocó innumerables conflictos su
amistad con Juan de Witt, el influyente Pensionario consejero de Holanda, principal
estadista de la república; un liberal que orientaba al partido aristocrático de
los regentes, enfrentado a los orangistas que dominaban las jefaturas del ejército
nacional.
El apogeo de Juan de Witt corrió en forma paralela a una época de grandes
brillos para el país, auge comercial, posición de dominio en Europa, expansión en
ultramar y respaldo a la libertad de expresión y de cultos. Los duros enfrentamientos
terminaron con su vida en 1672 al ser linchado junto a su hermano por una
multitud enfurecida. Este acontecimiento impactó al filósofo que quiso salir de
noche a la calle a colgar un letrero de protesta, lo que le hubiera acarreado la
muerte si su hospedero no le hubiera aconsejado.
Las ideas religiosas de Spinoza se fundan en la razón, pero de acuerdo a un
concepto depurado por él mismo y que se aplica a la religión tanto como a la política.
No consiste en obedecer ciegamente los dictámenes de las Escrituras ni las
prescripciones de teólogos y autoridades eclesiásticas y políticas, sino en
pensar libremente, evitando los prejuicios y trampas que son armadas para dominar
con facilidad a las masas. Es una razón inspirada en el orden de la naturaleza,
en definitiva, un orden prescrito por Dios.
EL TRATADO TEOLÓGICO-POLÍTICO
(primera parte teológica)
En esta obra
Spinoza termina de fundar las bases de lo que llama conocimiento natural
y a veces inteligencia natural (2024, II, 137). Su objetivo es denunciar
la superstición que predominaba entonces en el pueblo, acabar con el
instrumento ideal de quienes interpretaban las Escrituras, orientaban las
creencias y las conductas bajo un régimen de estricta obediencia, infundían el
temor y amenazaban con el castigo de Dios. Su trabajo crítico y analítico de la
Biblia, que para él no es un libro sino un conjunto de manuscritos
reunidos a través de los siglos, inaugura una singular hermenéutica, devastadora
para los intereses de la institución religiosa. La Iglesia católica había
procurado reafirmar su doctrina y sus prácticas convocando al Concilio de
Trento en 1545, cuyo destino fue contrarrestar la Reforma de Lutero en
Alemania, y en Holanda al calvinismo.
Detengámonos primero en el punto que interesa sobremanera en la filosofía
de Spinoza: el método. Tradicionalmente se ha llamado “geométrico” por pura
relación con el estilo formal de las más antiguas obras de los griegos y
latinos, especialmente de los Elementos de Euclides. Esta obra desarrolla
la sistematización de la geometría plana que ha dado lugar a que el método de
Spinoza se llame geométrico. Por aplicarse especialmente a la interpretación de
las Escrituras, el autor se refiere a él como “verdadero método de interpretar
la Escritura” que Domínguez llama método inductivo, antes que deductivo
y que perfectamente podría llamarse hermenéutico (en 2024, n. 183, 267).
Según Spinoza se trata del procedimiento correcto para interpretar la
naturaleza, también llamado por su creador “regla universal para interpretar la
Escritura” o “método natural”.
Es preciso conocer la historia del
elemento estudiado, por lo cual: primero, “Debe contener la naturaleza y
propiedades de la lengua en la que fueron escritos los libros de la Escritura y
que solían hablar sus autores”. Segundo, “Debe recoger las opiniones de cada
libro y reducirlas a ciertos temas capitales, a fin de tener a mano todas las
que se refieren al mismo asunto”. Tercero, “La historia de la Escritura debe
describir, finalmente, los avatares de todos los profetas, de lo que
conservamos algún recuerdo […] Debe contar además los avatares de cada libro [y]
Una vez que hayamos trazado esta historia […] será el momento de entregarnos a
investigar la mente de los profetas y del Espíritu Santo. Pero también para
esto se requiere un método y un orden, similar a aquel del que nos servimos
para interpretar la naturaleza a partir de su historia”. La exposición incluye
un análisis lingüístico de la lengua hebrea, con los problemas que presenta a
cualquier interpretación verídica de los textos (2024, VII, 240-260).
Confiado en este procedimiento, Spinoza arremete contra la profecía (2024,
I, 95) y denuncia el abuso de la imaginación en la mayoría de los profetas bíblicos
(I, 113). Sostiene que Dios nunca se apareció a Cristo, que sólo Cristo ha
recibido las revelaciones de Dios, y que, si Moisés habló con Dios “cara a
cara”, Cristo se comunicó con Dios “de alma a alma” (I, 103). Afirma sin
vacilar que la revelación es algo sumamente dudoso (II, 120), rechaza el antropomorfismo
(IV, 176) y aconseja no acreditar la fe que inspiran las historias (IV, 172; V,
203). Insiste en que el poder de Dios y de la naturaleza es el mismo (I, 115;
III, 145, etc.) y en el hecho de que la nación hebrea fue elegida por Dios por
su organización social y no por su inteligencia (III, 148). No cree que la ley
natural exija ceremonias (IV, 173; V, 197) y considera un error pensar a Dios
con atributos de la naturaleza humana (IV, 177). Afirma, inclinándose por la
democracia, que “La obediencia no tiene cabida en una sociedad cuyo poder está en
manos de todos” (V, 194), y que “por el milagro, es decir, por una obra que
supera nuestra capacidad, no podemos comprender ni la esencia ni la existencia de
Dios, ni nada, en general, acerca de Dios y de la naturaleza” (VI, 215).
Según Gebhardt, las ideas y sentimientos de Spinoza en esta materia contribuyeron
a modificar la tradición renacentista que la Contrarreforma había iniciado: “el
primer ensayo fundamental para establecer nuevas categorías en reemplazo de las
viejas se encuentra, por un lado, en el Tratado teológico-político, en
el que Spinoza no se limita a atacar la fe en la revelación con una crítica
negativa, sino que la supera con el concepto positivo de la evolución
histórica; y, por otro lado, en su Ética, en la que da expresión a la
sensibilidad de una nueva época” (Gebhardt, 118).
Si el Renacimiento separa la ciencia de la tradición religiosa, Spinoza
intenta unificarlas nuevamente, pero bajo un nuevo sentido. El fundamento de la
existencia ya no es para él la materia, su comparecencia y su extensión, sino la
actividad vital, la dinámica propia y exclusiva del mundo y la vida, el acto inacabable
por el cual se comprueba la verdadera esencia de las cosas. No hay nada
estático en el mundo sino infinito acontecer, ilimitada procesión de realizaciones.
Lo mismo ocurre en el dominio espiritual: no hay nada en él que sugiera lo inmóvil
e invariable.
Spinoza incurre en explicaciones propias de la ciencia en procura de
esclarecer los problemas de la mente y el espíritu. En sus definiciones, axiomas,
proposiciones y corolarios, que caracterizan un método de investigación llamado
geométrico, se resume la convicción determinante de su pensamiento: el
rango de todas las cosas es lo ilimitado, en permanente desarrollo y evolución,
una propiedad exclusiva de la divinidad, una propiedad de lo infinito; pero
no se trata del infinito como lo concibe hoy el saber común o el científico. Es
el poder de Dios –y de la naturaleza– que decide una sola vez y para siempre,
que asoma apenas en los humanos, pero que forma parte de su condición:
“El alma, ya en cuanto tiene ideas claras y distintas, ya en cuanto las
tiene confusas, se esfuerza por perseverar en su ser con una duración
indefinida, y es consciente de ese esfuerzo suyo” (Spinoza, 1980, Parte
Tercera, proposición IX, 193). La condición humana es, pues, perseverar; no
detenerse ni estacionarse en una idea determinada para permanecer en ella sin plena
consciencia del devenir ilimitado del pensamiento y de los sentimientos. Esta
proposición revolucionaria vale tanto para la filosofía y la ciencia como para
la religión. Funciona igualmente como equiparación entre ellas, encuentro entre
sus objetivos y planes, metodologías y diferentes ámbitos de realización.
PRINCIPIOS EVIDENTES
En el escolio que
sigue a la citada proposición IX, afirma: “Este esfuerzo, cuando se refiere al
alma sola, se llama voluntad, pero cuando se refiere a la vez al alma y
al cuerpo, se llama apetito; por ende, éste no es otra cosa que la
esencia misma del hombre, de cuya naturaleza se siguen necesariamente aquellas
cosas que sirven para su conservación, cosas que, por tanto, el hombre está
determinado a realizar.” (Ib., 194) Es posible que le haya influido la
noción de apetición de Leibniz, con quien se carteaba. Afirma el
filósofo alemán: “La acción del principio interno que realiza el cambio o el
paso de una percepción a otra puede llamarse Apetición: es cierto que el
apetito no puede alcanzar siempre y por entero toda la percepción a la que
tiende, mas siempre consigue algo de ella y alcanza percepciones nuevas.” (Leibniz,
15, 30)
Apetecer, en el buen sentido de desear o querer, pues, es el
principio que rige la naturaleza humana: “El deseo es la esencia misma
del hombre en cuanto es concebida como determinada a hacer algo en virtud de
una afección cualquiera que se da en ella.” (Spinoza, 1980, Parte Tercera,
Definiciones de los afectos, 244) Obrar, vivir y conservarse significan lo
mismo: “Nadie puede desear ser feliz, obrar bien y vivir bien, si no desea al
mismo tiempo ser, obrar y vivir, esto es, existir en acto.” (Ib.
Proposición XXI, 287)
En la Parte Quinta de la Ética, que,
bajo el lema de la libertad se ocupa de la potencia de la razón, Spinoza hace una
crítica demoledora de Descartes. Es sabido que el filósofo francés atribuía al
alma (o ánima) la facultad de determinar las funciones del cuerpo por
estar unida al cerebro a través de la que llamó “glándula pineal”. Las
afecciones del alma pueden controlarse a voluntad por estar conectadas con esa
glándula. Por lo que es posible adquirir “un imperio absoluto sobre nuestras
pasiones”. Aquí encontramos en qué difieren las nociones de razón por
parte de Spinoza y Descartes.
Declara terminantemente el primero: “Tales son las opiniones de este
preclarísimo varón (según puedo conjeturarlas por sus palabras), y difícilmente
hubiera podido creer que provenían de un hombre tan eminente, si no fuesen tan
ingeniosas. Verdaderamente, no puede dejar de asombrarme que un filósofo que
había decidido firmemente no deducir nada sino de principios evidentes por sí,
ni afirmar nada que no percibiese clara y distintamente, y que había censurado tantas
veces a los escolásticos el que hubieran querido explicar cosas oscuras
mediante cualidades ocultas, parta de una hipótesis más oculta que cualquier
cualidad oculta. Pues ¿qué entiende, me pregunto, por ‛unión del alma y el
cuerpo’.” (Ib., Parte Quinta, prefacio, 355)
LA RAZÓN EN
SPINOZA
Spinoza funda una
nueva idea de razón en la larga historia sobre un concepto que ha
inquietado a generaciones enteras de filósofos de todas las épocas. No sólo
porque le preocupaba el problema teórico de este concepto sino, principalmente,
porque la preocupación se extendía al plano práctico desde que se pretendía mediar
con ella en la política y en la religión. La idea de Spinoza es compatible con
la noción de razón de nuestro tiempo, según la cual se perfila como una función
de la inteligencia y no como el gobierno absoluto del entendimiento. Spinoza llama
modo a las diferentes formas en que la razón desemboca en los múltiples dominios
en los que es aplicada.
No sabemos por qué la historia de la
filosofía ha resaltado tan poco esta nueva y revolucionaria razón que en
nuestro tiempo fertiliza las investigaciones lógicas y sobre las ciencias teóricas
y experimentales. Koyré, por ejemplo, aunque observe las inexactitudes científicas
de Descartes, Leibniz y Spinoza, no advierte esta gran corrección en la historia
del pensamiento humano, aunque en su lugar atribuye a Pascal la apreciación de la
geometría de los griegos con resultados provechosos para su filosofía (Koyré,
352).
A estos modos, o para decir mejor, a esta manera –o maniera– filosófica,
Gebhardt llama “barroco”. “El estilo de una época es la expresión visible de
las fuerzas morfogénicas que han moldeado esa época. En este sentido, el espinocismo,
como auténtica expresión de su tiempo, es barroco […] El Renacimiento es la
época de la forma y del límite […] El estilo barroco es la negación de la
limitación: la exaltación de lo amorfo […] Si la infinitud ha de hallar
expresión no sólo en la fantasmagoría de los interiores de las iglesias sino
también en cada uno de sus elementos, sólo puede ser representada
potencialmente; no cuantitativa, sino cualitativamente, no como extensión, sino
como fuerza. Por eso el estilo barroco es dinámico.” (Gebhardt, 119)
Con acierto Gilles Deleuze caracteriza a esos modos como “expresionismo”. La
expresión, declara este autor, “es un concepto propiamente filosófico, de
contenido inmanente, que se inmiscuye en los conceptos trascendentes de una
teología emanativa o creacionista. Trae consigo el peligro propiamente
filosófico: el panteísmo o la inmanencia, inmanencia de la expresión en lo que
se expresa, y de lo expresado en la expresión” (Deleuze, 320)
RAZÓN Y RELIGIÓN
La idea de razón
en Spinoza, y en los demás filósofos de su tiempo, descansa en Dios. Es Dios
quien tiene la razón primera y última; no exactamente porque “la tenga", sostiene
el filósofo, sino porque “es”, porque Dios es la razón. Que no haya relaciones
entre la divinidad y lo humano, sino unidad determinada por la razón, es una particularidad
exclusiva del espinocismo (o espinosismo). Para la escolástica, la razón se
desprendía de Dios, pero no era Dios. Según Santo Tomás, el entendimiento y la
cosa entendida se identifican en Dios, pero no son Dios (Santo Tomás, “Suma
contra los gentiles”, IV, c. 11, 261). “Dios quiere que el hombre tenga razón para
que sea hombre” (ib., I, c. 86), pero no para que sea Dios.
La relación entre la divinidad y lo humano en Spinoza adquiere cualidades
especiales: la determina la espiritualidad personal, no la autoridad
eclesiástica o rabínica. La razón comprende toda la actividad humana y no es restringida
por las constricciones de la lógica medieval ni por las nuevas leyes de la
ciencia renacentista. No hacen mella los nuevos criterios de experimentación de
Galileo, el Nuevo Organon de Bacon ni las reglas aplicadas al
arte por León Battista Alberti. Spinoza no niega nada de esto; todo lo
contrario, hace la apología de la razón aun en el terreno de la religión y de
los sentimientos; pero rechaza la idea de que solas estas nociones puedan servir
de asiento a la nueva fe por él fundada. La fuerza de su expresión y la
estructura lógica de la Ética dan lugar a una nueva filosofía, así como implican
una teología renovada.
Esto ocurre sólo tres siglos después de que Tomás de Aquino fundara las
suyas valiéndose de Aristóteles, y con mucha carga de San Agustín, Boecio y
Platón. Spinoza funda una filosofía y una teología con conceptos que serán
valorados solo con el advenimiento de la Ilustración. Criticó el teísmo incondicional
y se adelantó a los esfuerzos de D’Alambert por demostrar el valor de la
ciencia para la comprensión del mundo y de la vida, y aun de Voltaire por combatir
el fanatismo, pero sin correr el riesgo de ateísmo como corrió el francés.
RAZÓN Y POLÍTICA
Lo político para
Spinoza es un “ámbito natural conformado por un juego dinámico de pasiones y de
razones, de conflictos y de concordancias, de servidumbre y de libertad; una
composición de potencias cuyo despliegue se opera en virtud de pasiones comunes
–o más bien de afectos comunes– y de nociones comunes que serán la sustancia
misma de la comunidad” (Tatián, 199). La razón política, pues, si se puede
llamar así, y también la razón en general, es una razón afectiva.
Los Estados se fundan en el derecho,
pero con sólo el derecho no basta para que el Estado permanezca incólume,
afirma Spinoza: “Porque el alma del estado son los derechos. Y, por tanto, si
éstos se conservan, se conserva necesariamente el Estado. Pero los derechos no
pueden mantenerse incólumes, a menos que sea defendidos por la razón y por el
común afecto de los hombres; de lo contrario, es decir, si sólo se apoyan en la
ayuda de la razón, resultan ineficaces y fácilmente son vencidos.” (Spinoza,
1986, cap. X, § 9, 217)
No es posible manejarse
exclusivamente en base a la razón, obrar en plena libertad incluso cuando es
preciso esforzarse por conservar el ser. Ahora bien, la naturaleza “no está
encerrada dentro de las leyes de la razón humana que tan sólo buscan la
verdadera utilidad y la conservación de los hombres”. En cambio, “se rige por
infinitas otras [leyes], que se orientan al orden eterno de toda la naturaleza,
de la que el hombre es una partícula, y cuya necesidad es lo único que
determina a todos los individuos a existir y a obrar de una forma fija. Por
consiguiente, cuanto nos parece ridículo, absurdo o malo en la naturaleza, se
debe a que sólo conocemos parcialmente las cosas y a que ignoramos casi por
completo el orden y la coherencia de toda la naturaleza y a que queremos que
todo sea dirigido tal como ordena nuestra razón” (ib., cap. II, § 8, 89).
La posición política de Spinoza, pues, responde a un criterio propio de organización
social, de acuerdo a la voluntad de los ciudadanos de la comunidad toda, y difiere
de la concepción tradicional fundada en el derecho natural y en prescripciones radicales
de la razón: “Por consiguiente, un Estado cuya salvación depende de la buena fe
de alguien y cuyos negocios sólo son bien administrados, si quienes los dirigen
quieren hacerlo con honradez, no será en absoluto estable. Por el contrario,
para que pueda mantenerse, sus asuntos públicos deben estar organizados de tal
modo que quienes los administran, tanto si se guían por la razón como por la
pasión, no puedan sentirse inducidos a ser desleales o a actuar de mala fe.
Pues para la seguridad del Estado no importa qué impulsa a los hombres a
administrar bien las cosas, con tal que sean bien administradas. En efecto, la
libertad de espíritu o fortaleza es una virtud privada, mientras que la virtud
del Estado es la seguridad.” (Spinoza, 1986, cap. I, § 6, 82)
El Estado democrático no tiene salvación sin la lealtad de los gobernantes,
sin su honradez y probidad y, lo más decisivo, sin la capacidad crítica y
selectiva de los ciudadanos. Así como su mecanismo fundamental depende de la
voluntad de todos, su eficacia, su permanencia y su futuro también depende de
todos. Esto no siempre es bien entendido. No solamente porque todos gozan de
los derechos del elector sino especialmente porque ese derecho se corresponde
íntimamente con la seriedad, el compromiso –de los gobernantes y de los
gobernados– y una ética aplicada con esmero y por encima de los intereses
particulares que tiendan hacia la desmesura y el egoísmo. Si los deshonestos conocieran las ventajas de la honradez,
procederían honradamente sólo para saciar sus apetitos deshonestos.
Se
debe a estas particularidades del régimen republicano el hecho de que Spinoza
encuentre el estrecho lazo entre la política y la religión, disponiéndose a
investigarlo en el Tratado teológico-político de 1670. No
hay Estado, colectividad organizada racionalmente, si no hay individuos
conscientes y sensibles, racionales y además afectivos. Las prioridades
doctrinarias, institucionales, jurídicas, administrativas, de los poderes
públicos, marchan en forma imprescindiblemente paralelas a las éticas, al punto
que lo ético las comprende a todas las demás. Por esta razón Spinoza había
concentrado su pensamiento de fondo en una Ética y no en una Metafísica o en
una Política.
LAS IDEAS Y LAS
COSAS
Spinoza equipara
a Dios con la naturaleza, y algunos intérpretes han asimilado esta ecuación a un
supuesto panteísmo. “En Dios está la plenitud del ser; a su esencia pertenece
la existencia, es decir, es la causa de sí mismo; es infinito, porque en la
infinitud reside sin más la afirmación de la existencia; como toda realidad se
manifiesta en atributos que expresan su esencia, Dios es la esencia que
consiste en infinitos atributos”, afirma Gebhardt. Pero “Naturaleza” en Spinoza
“no significa, de ningún modo, el mundo visible, sino la total plenitud del
ser” (Gebhardt, 129). El panteísmo en él es algo que no está completamente
configurado.
La más famosa de todas las
proposiciones de la Ética formula la equiparación del pensamiento y el
mundo o realidad de la manera en que podría haberlo hecho el primer
Wittgenstein en el siglo XX: “El orden y conexión de las ideas es el mismo que
el orden y conexión de las cosas” (1980, Parte Segunda, VII, 114). Pero Spinoza
no dice que las ideas reproduzcan las cosas como reflejos o imágenes de una
manera coordinada y exacta –y tampoco que las cosas sean reflejos de las ideas,
como podría decirlo el idealismo radical. No dice que las ideas se correspondan
con las cosas, sino que el orden que guardan entre sí es el mismo. El
estudio razonado de este orden es su objetivo principal, la formulación de
carácter rigurosamente deductivo o “geométrico”, como el de Euclides y sus Elementos.
Encuentra algo común entre el
pensamiento y las cosas o, en otras palabras, un modo de ser que es el mismo.
Es el modo lo que le interesa porque permite inteligir cómo se forman las ideas
acerca de las cosas. Spinoza nos había dicho que “Por modo entiendo las
afecciones de una substancia, o sea, aquello que es en otra cosa, por medio de
la cual es también concebido” (1980, Parte Primera, Definición V, 51). Mundo conocido
y pensamiento, en consecuencia, están unidos por los modos.
Por esta razón define enseguida dos
conceptos perfectamente relacionados: la libertad y la necesidad. Dice: “Se
llama libre a aquella cosa que existe en virtud de la sola necesidad de
su naturaleza y es determinada por sí sola a obrar”, “y necesaria, o
mejor compelida, la que es determinada por otra cosa a existir y operar,
de cierta y determinada manera” (ib., VII). Es claro que Spinoza no redacta
un diccionario de filosofía, que todas sus definiciones vienen a introducir su
reacción ante el estado de cosas. El objetivo es contrarrestar el influjo de la
tradición filosófico-teológica que remitía todo a la trascendencia, dejando
para el hombre sólo el sometimiento y la obediencia. Dios, piensa Spinoza, concede
al hombre la posibilidad de la libertad a través del modo, se diría de la
manera en que Dios es en el hombre.
LOS AFECTOS
“La mayor parte
de los que han escrito acerca de los afectos y la conducta humana parecen
tratar no de cosas naturales que siguen las leyes ordinarias de la naturaleza,
sino de cosas que están fuera de ésta […] Pues creen que el hombre perturba,
más bien que sigue, el orden de la naturaleza, que tiene una absoluta potencia
sobre sus acciones y que sólo es determinado por sí mismo” (1980, Parte
Tercera, Prefacio, 181). “Por afectos entiendo las afecciones del
cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la
potencia de obrar de ese mismo cuerpo, y entiendo, al mismo tiempo, las ideas
de esas afecciones” (ib., def. III, 183).
El hombre cuenta con la posibilidad de la libertad, pero es una posibilidad
condicionada por la necesidad, es decir, por las constricciones a las que nos
somete la vida. Las afecciones del cuerpo, y de las ideas de esas afecciones,
componen un todo y no la entelequia de dos partes separadas. Hay en Spinoza una
teoría de la libertad que vincula a Dios con el hombre, la religión con el
diario vivir, la fe con la razón. Acota Gebhardt: “Con tal fin Spinoza no se
eleva al espacio rarificado de la abstracción, sino que se queda en el terreno
de la experiencia. En su teoría formula una dinámica de los afectos que hasta
hoy es considerada ejemplar” (Gebhardt, 142).
Spinoza no desdeña la razón, como podría desprenderse por la importancia
que otorga a los afectos. Por el contrario, y como ya se dijo, entiende por
razón algo diferente a como era de uso entenderla de acuerdo a los cánones
cartesianos. No redacta una teoría específica al respecto y prefiere mostrarla
sólo observando que la razón de nada sirve si no se acompaña por las afecciones
del cuerpo que son también las del alma. Y hay algo más en esa asociación: “si podemos
ser causa adecuada de alguna de esas afecciones, entonces entiendo por ‛afecto’
una acción, en los otros casos, una pasión” (Spinoza, ib., def. III).
Entra a tallar la actividad, un principio fundamental relativo a la dinámica
que no distingue razón, afección y acción. Todo es una misma substancia que se
manifiesta a través de esos diferentes modos. Se da la plena razón a Gebhardt cuando
dice que Spinoza “se queda en el terreno de la experiencia”. Quizá, por primera
vez en la historia de la filosofía se intenta dar solución al antiguo problema
de las dos dimensiones, que Descartes había separado.
LA REFORMA DEL
ENTENDIMIENTO
Spinoza expone rigurosamente
su método en otra obra: el Tratado de la reforma del entendimiento, publicado
unos meses después de su muerte. Dice Atilano Domínguez que la Ética y
el Tratado político “se limitan a señalar que también el mundo de las
pasiones humanas forma parte del orden universal y que, por lo mismo, puede ser
estudiado con el rigor del método matemático. En cuanto al Tratado
teológico-político recuerda sus principios a fin de aplicarlos al estudio
crítico de las Escrituras, que él concibe como un fenómeno puramente natural”
(Spinoza, 2022, Introducción general por A.D, 12).
¿Cuál es el propósito del autor de este libro, que para colmo está sin terminar? El plan intenta encontrar el “camino que debe seguir la mente para comenzar correctamente, el cual consiste en efectuar la investigación conforme a leyes fijas y siguiendo la norma de cualquier idea verdadera dada” (2022, I, 119). La “idea verdadera” es el fundamento del método de Spinoza; “reformar el entendimiento” consiste en encontrar el mejor “modo de percepción” y, el mejor es comparar con la naturaleza, observar cómo pueden encadenarse los hechos, incluso los del hombre, aquellos por los cuales fue asentándose su conocimiento, sus técnicas y sus ideas: cómo evolucionaron. Esta es la forma de dar con la esencia de las cosas.
Spinoza aplica al barrer principios,
tipos de inferencias y fórmulas de la ciencia teórica de su tiempo, a la cual
añade componentes de la vida psíquica o fenómenos psíquicos, como los
llamó Franz Brentano dos siglos más tarde. Inaugura esta oportuna combinación, sin
duda vaga, aunque no hay cómo evitar porque es la que se descubre
en todas las expresiones del conocimiento, ciencias fácticas y del espíritu; incluso
en la física, como lo anunció después Henri Poincaré, y hasta en la lógica,
como lo estableció Jan Łukasiewicz en el siglo XX.
El hombre, “usando instrumentos innatos”, consigue fabricar “objetos
fáciles”; luego confecciona otros “más difíciles con menos esfuerzo y más
perfección”. De modo que “avanzando gradualmente”, de lo más simple a lo más
complejo, los hombres “consiguieron efectuar con poco trabajo tantas cosas y
tan difíciles; así también el entendimiento, con su fuerza natural, se forja
instrumentos intelectuales, con los que adquiere nuevas fuerzas para realizar otras
obras intelectuales y con éstas consigue nuevos instrumentos, es decir, el
poder de llevar más lejos la investigación, y sigue así progresivamente, hasta
conseguir la cumbre de la sabiduría” (ib., I, 111).
El plan de Spinoza es encontrar el
vínculo entre el conocimiento, las leyes de la naturaleza y el poder que surge
de la revelación. No son dimensiones opuestas y mucho menos fuerzas que tiendan
a eliminarse entre sí, puesto que todas y cada una a su modo proporcionan habilidad
para la supervivencia, conocimiento acerca del mundo y la vida y finalmente
consolación. Lamentablemente, su obra no fue comprendida y el hecho lo pagó recibiendo
una severa humillación que para nada merecía el más piadoso e inteligente de
los creyentes.
EL TRATADO
TEOLÓGICO-POLÍTICO (segunda parte política)
A partir del
capítulo XVI Spinoza se ocupa del Estado sin dejar de relacionar sus
reflexiones sobre este tema con las implicaciones religiosas, morales y
políticas de la acción de los gobiernos. El hombre ha intuido el poder de Dios,
pero sin mantener con él una comunicación directa. Moisés, por ejemplo, había recibido
el don de establecer esa comunicación, y era el que gobernaba y no el pueblo. Dios
demanda obediencia, pero no reina; por lo que es preciso erigir el Estado –en un
sentido amplio–, que reúne las condiciones para recibir y comunicar el mandato
divino. Quienes reinan, pues, son los que poseen y ejercen el poder del Estado.
Con posterioridad a Moisés, el
pueblo encuentra el don de Dios en la voz de los profetas, pero Spinoza se
ocupa de demostrar, a través de una minuciosa investigación filológico-hermenéutica
de las Escrituras, que la mayoría de ellos sólo imaginaba. Confronta, pues, la
profecía con la “luz natural” o razón. Para Spinoza, este concepto responde al sólo
orden de la naturaleza, y no se diferencia en mucho de la concepción de
Descartes, de Hobbes o de Bacon, el conocimiento desprendido del saber interesado
de los gobernantes y los escritores que convirtieron los libros sagrados en un
instrumento al servicio de la persuasión, del dominio ideológico y moral de los
inexpertos. Vislumbra Spinoza un orden diferente, y en algunos aspectos opuesto,
al de los autores, intérpretes y comentadores bíblicos. Y demuestra que estos
libros fueron escritos en diferentes épocas, por un numeroso grupo de escritores
de todas las categorías y que se manejaron en diferentes lenguas.
De una manera poco frecuente en el
siglo XVII, Spinoza defiende el sistema democrático ante las tiranías, las
monarquías y las teocracias, sin para nada dejar de profesar su fe y la correspondiente
profesión religiosa y teológica, aun respetando la libertad de cultos. No
importa, afirma, “cómo haya sido revelado tal culto, con tal que adquiera la
categoría de derecho supremo y se convierta en la máxima ley para los hombres”
(2024, XIX, 482).
Ha
sido necesario que ellos renunciaran al derecho natural para mancomunarse de
acuerdo al derecho divino y en beneficio de todos. Pues, bajo el derecho
natural todos tienen derecho a todo y por lo tanto propenderán al caos y a la
anarquía: “la justicia y, en general, todas las enseñanzas de la verdadera
razón y, por tanto, la caridad hacia el prójimo, sólo adquieren fuerza de
derecho y de mandato por el derecho estatal, es decir, por decisión de quienes
poseen el derecho del Estado. Y como el reino de Dios sólo consiste en el
derecho de la justicia y la caridad o de la verdadera religión, se sigue, como
queríamos, que Dios no ejerce ningún reinado sobre los hombres, sino por
aquellos que detentan el derecho del Estado” (ib., XIX, 483; obsérvese
que el traductor escribe “detentan” no sabemos si consciente del correcto
significado de la palabra; más adelante traduce “poseen”).
Es
concluyente la demostración de estos supuestos: “La misma experiencia lo
confirma, puesto que el sello de la justicia divina sólo se halla donde reinan
los justos, mientras que (por repetir las palabras de Salomón) vemos que la
misma suerte recae sobre el justo y el injusto, sobre el puro y el impuro” (ib.,
XIX, 486). Comprobamos, pues, que Spinoza somete el problema de la injusticia entre
los hombres a un análisis ajeno al espíritu de las Escrituras al dejar que la responsabilidad
recaiga sobre los hombres y no sobre Dios. El propósito, empero, no pasa por
excusar a Dios sino por descargar su doctrina en la mente de las personas de la
manera más convincente, ajena a las invenciones de la imaginación y la
superstición, de los intereses de sacerdotes y levitas y de la influencia de las
autoridades religiosas y políticas.
Hay
una revisión exhaustiva del Antiguo Testamento de la cual sorprende la
concepción de Spinoza sobre la salvación. Es una noción íntimamente emparentada
con la supervivencia (ib., I, 102 y 107; III, 143; V, 205; VII, 260),
aunque no utilice ese término. La razón o luz natural no rinde cuenta de la
obediencia como único camino hacia la salvación. Por lo que tiene lugar la
revelación, esto es, “una singular gracia de Dios” inalcanzable para la fuente
natural de la razón. De esto “se sigue que la Escritura ha traído a los
mortales un inmenso consuelo (ib., XV, 404). La distinción entre luz
natural y revelación fundamental en el método y se confirma en numerosos pasajes
del tratado (ib., XII, 362; XIV, 383; XV, 399, etc.).
Entiende
que la salvación es la suprema ley del Estado y del gobierno, pero “del pueblo
y no del que manda” (ib., XVI, 417). “De esta doctrina se sigue, pues,
que la salvación del pueblo es la suprema ley a la que deben responder todas
las demás, tanto humanas como divinas” (ib., XIX, 488). Lo que viene a
confirmar plenamente la idea de salvación de Spinoza, y al respecto se puede
confirmar igualmente el poco trato dispensado a la culpa. En relación al
pecado, entiende que, más que la desobediencia directa del mandato de Dios es,
ante todo, la contravención del precepto y de la ley; porque “sin precepto y
ley no hay pecado” (ib., III, 158). Lo que ilustra sobre el designio de
consolidar la fe y el derecho como entidades complementarias y no
contradictorias.
REFERENCIAS:
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la expresión, Barcelona, Muchnik.
GEBHARDT, Carl (2007). Spinoza, Buenos
Aires, Losada.
KOYRÉ, Alexandre (1997). Estudios de historia
del pensamiento científico, México, Siglo XXI.
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Aguilar.
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del ser, Antología Filosófica, Madrid, Tecnos.
SPINOZA, Baruch (1980). Ética, edición de
Vidal Peña, Madrid, Editora Nacional.
SPINOZA, Baruch (2022). Tratado de la reforma
del entendimiento, edición de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza.
SPINOZA, Baruch (1986). Tratado político, edición
de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza.
SPINOZA, Baruch (2024). Tratado teológico-político,
edición de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza.
TATIÁN, Diego (2001). La cautela del salvaje.
Pasiones y política en Spinoza, Buenos Aires, Adriana Hidalgo.