Hoy es difícil adherir a los principios fundamentales del
idealismo, en cualquiera de sus variedades en la historia del pensamiento. Y aún
más difícil si se acompaña de otras cualidades reñidas con el sentir actual más
extendido, espiritualmente incrédulo, estereotipado e irreverente. El
aficionado a lo práctico, material y utilitario puede privarse de la belleza
propia de algunas concepciones idealistas, quedar al margen del vigor y el
optimismo que transmiten, e ignorar algunas proposiciones que vuelven a cobrar
vigencia y hasta admite el rigor antiespeculativo de la ciencia fáctica, aunque
parezca paradójico.
Resulta
lamentable privarse de esa faceta, que ocupa buena parte de la historia del
pensamiento, al quedar marginadas muchas expresiones estupendas, imágenes
armoniosas que iluminan concepciones y teorías. Es posible admirarlas, aunque
no se suscriban, como labor honesta y producto superior de la inteligencia. Por
otra parte, suelen presentarse en moldes literarios brillantes aplicados con
felicidad a argumentos y animados con vehemencia por sentimientos entrañables y
convicciones intuitivas. ¿Acaso lo bello no integra el complejo de la verdad?
Con frecuencia se relaciona lo verdadero, lo bello y lo bueno, haciendo que
cobre la figura de una totalidad satisfactoria y sintética lo lógico, lo ético
y lo estético. Si sólo falta uno el sistema renguea, la persuasión se vuelve
difícil y el encanto se esfuma. Como la obra de arte renueva el aire del
espíritu, la obra de pensamiento renueva el que respira la mente común, con lo
que logra generar novedades y producir descubrimientos.
IDEALISMOS
¿Quién hoy no admira a Platón, el primero y más exigente de
los idealistas? Sin embargo, es difícil admitir que percibamos sólo la sombra
de las cosas y no su cuerpo, cuya esencia el filósofo griego encontraba sólo en
las ideas. Esto es refinado y profundo, pero a la vez sencillo puesto que se
refiere a la cualidad primera de toda cosa, algo que resulta bello por donde se
lo mire. En gran parte, esta belleza se desprende de la sencillez de la teoría,
porque despeja de las cosas sus complejas facetas y múltiples reflejos y
colores. Quizá es por esto que aún se admire a Platón, no sólo por la
proverbial capacidad para razonar y extraer conclusiones inesperadas y
luminosas, aunque parezca rendir mejores créditos el materialismo de las
circunstancias. Algunos pensadores, en una época todavía impactada por la
Ilustración, defendieron la idea como fundamento de todas las cosas sólo por
desafiar el imperio de la realidad cruda e impositiva, la fuerza incoercible de
la vanidad y el mal, los defectos congénitos de la condición humana, en primer
lugar, la ociosidad y la aversión al trabajo propias del espíritu inconstante e
inconsecuente. A propósito, hemos enumerado algunos de los ítems del ideario de
Thomas Carlyle (1795-1881), inscripto en una filosofía capaz de contrarrestar
los materialismos y realismos excesivos antiguos y modernos. Éstos responden
más a las suspicacias del bolsillo que a las del conocimiento, una de las
causas por las que proliferan idealismos y espiritualismos vulgares,
desviaciones supersticiosas de toda índole, como las que son objeto de sagaz
crítica por parte de Carlyle.
¿En qué consiste su idealismo?
Según José Ferrater Mora (Diccionario),
consiste en la reacción y el combate inteligente y directo ante “las
orientaciones materialistas y naturalistas y, sobre todo, el utilitarismo”. Ese
combate es su principal objetivo, y puede preguntarse qué haría aquel que deseara
liberarse del fervor por los bienes terrenos, del celo inconsciente que produce
el estatus social y el afán desmedido por prestaciones y privilegios reservados
a unos pocos. Pues, hay una respuesta y consiste en la contrapartida: los bienes
espirituales. En Carlyle no significan indiferencia ante la pobreza ni ante la realidad
obrera o las desgracias de su tiempo. Sin embargo, no suscribe ninguna teoría
política novedosa ni adhiere a la corriente humanizadora de la economía, para
entonces en boga, como la que encontró Marx en La filosofía de la miseria de Proudhon, que calificó de falsa en su
Miseria de la filosofía.
EL IDEALISMO DE CARLYLE
No es prédica religiosa ni autoayuda inspirada en la Biblia,
desdén por el goce corporal ni estoicismo o escepticismo de los que se hallan en
todas las épocas. Hay mucha religión en Carlyle, pero no desprecio de las
dádivas que puede ofrecer la vida sensible. La fe se acompaña de la razón y su austera
moral se inscribe en el puritanismo moderado de la época y el lugar, que predica
el trabajo como el mayor de los valores
humanos. Dedica un acendrado elogio a este punto y se refiere con insistencia a
su importancia en la consagración de la personalidad y la gestión vital del ser
humano. Hace su apología con la célebre sentencia “trabajar es orar”[1].
El procedimiento consiste en aconsejar el camino señalado por las grandes consignas
del idealismo si se anhela la felicidad que puede encontrarse en la vida.
La principal consigna en este sentido,
símbolo de su concepción filosófica, es la siguiente: “Todas las cosas visibles
son emblemas. Nada de lo que ves existe por su propia voluntad, de manera que
en rigor no existe realmente, pues la materia no tiene realidad sino para
representar y dar cuerpo a una idea.” Contribuye con una nota de neoplatonismo
cuando agrega que la existencia terrenal del hombre, no más que un emblema, es
en definitiva “un vestido que se hace visible a su Yo divino”, “semejante a una
chispita de luz que desprendiéndose del cielo viene a caer en la tierra”.
Carlyle, pues, no escapa a la cosmovisión de su tiempo y a una religiosidad que
impregna completamente su ontología, con lo que paga un fuerte tributo a la vieja
tradición cristiana en tanto ve al hombre como reflejo de altos poderes
sobrenaturales, y al universo como “el pensamiento de Dios hecho forma”[2].
Una nota emanatista, digna de Plotino, influye en Carlyle a través de los
filósofos y poetas románticos alemanes como Fichte, Schelling, Goethe y Schiller
(conocía bien su lengua). Rinde pleitesía a un ser eterno, sólo inteligible, del
cual deriva todo lo sensible. Pero, si desatendemos esta nota por un momento
veremos surgir una notable perspectiva: la crítica de la apariencia. No sería exageración
afirmar que esta crítica sobresale por sobre todas las otras y resulta lo más admirable en la
obra del filósofo y consagra su vigencia, aunque hay otras muy significativas
de carácter ético. La realidad no responde a lo que percibimos por los sentidos
corporales, pues “toda apariencia es como una vestimenta para la idea divina
del universo, para aquello que mora en el fondo de esa apariencia”. Pero
Carlyle no se limita a la “idea divina del universo” y va una y otra vez a la
idea humana con el fin de encontrar en ella la verdad oculta por los sentidos.
No le inquieta sólo el fundamento celestial sino, y quizá con mayor fuerza, el
fundamento filosófico.
La idea es imprescindible a la
acción, a los actos y a sus resultados concretos: “No se hizo un ladrillo sin
que antes un hombre pensase en hacerlo”. La realidad es la idea; lo que
corrientemente tomamos como realidad no es más que un emblema, un signo, una
señal de que hay otra cosa que está por encima, o por debajo, de todas las
otras y que constituye lo real, en el
sentido de lo verdadero o de la verdad. Esta palabra debe ser tomada en lo que
se refiere a lo que existe sin lugar a ninguna incertidumbre. La crítica de la
apariencia, o de la realidad sensible, aproxima a Carlyle a la crítica
kantiana, que no se ocupa del objeto sino de la forma en que se lo discute. Por
momentos es un crítico social interesado en la verdad que importa al hombre individual
en su vida práctica.
LA REALIDAD VERDADERA
El ser humano es frágil y su fuerza instintiva insuficiente
para enfrentar lo que le espera en la vida. Necesita prepararse con ahínco y
librar una lucha sin cuartel durante toda su existencia, pero es víctima de
tendencias que lo anquilosan en la ociosidad y lo enajenan en la maldad. En
general, no es consciente del camino que debe transitar y, así como los
emblemas de la apariencia le engañan en el conocimiento que cree adquirir,
también le engañan las luces de la vida en sociedad y las propias de su yo interior.
Todo es apariencia. Este inconveniente, cuya solución depende de sí mismo, y no
de Dios[3],
lo convierte en psicólogo más que en predicador, en filósofo más que en
teólogo.
Una primera evidencia cruza el
arco completo de su reflexión: estamos hechos de la misma materia de que está
hecho el universo y, como correlato, el pensamiento y la acción de los
individuos humanos provienen de los demás humanos. Asoma aquí lo moderno en Carlyle,
en medio de su vocación religiosa, pero sin adherirse del todo a la tendencia
secularizadora iniciada en el Renacimiento. Desaprueba algunas aristas de la
Ilustración, a la par de las quejas de Montesquieu al respecto, desconfía de la
democracia, sin llegar a la intransigencia pro monárquica de Louis de Bonald,
estimando la poesía y la literatura por sobre la razón abstracta, en un estilo
semejante al de Gianbattista Vico[4];
y no aprueba el fervor mecanicista de la Revolución Industrial. Para no
confundir estos rasgos con los de otros idealismos, conviene desvincularlo del individualismo al pie de la letra, reivindicado
por la Ilustración en lo que atañe a los derechos del ciudadano, pues no niega la
influencia de la estructura social y del statu
quo sobre las partes, aproximándose así a lo que en el siglo XX se
consolidará como personalismo, sobre todo en Francia (Mounier, Maritain
y otros). También es ajeno al inmanentismo
moderno, ya que, si bien insiste en el poder de la conciencia, su credo admite
la participación de lo que está más allá de ella, lo trascendente. Su
pensamiento, pues, cabe dentro del marco de una crítica de la razón que
constituye incluso hoy la cara perdurable del idealismo. Es la obra de una vida
sacrificada, combinación de experiencia concreta y reflexión auténtica forjada
a sangre y fuego debido a las pesadas condicionantes de su origen humilde[5].
Una segunda convicción de Carlyle
se encuentra en la idea de tiempo. A
su intuición respecto al parentesco entre el cosmos y la naturaleza humana se
agrega una especial interpretación de este concepto. No le convence como categoría
inherente al hombre (Kant), pero tampoco la noción física que se desprende de
la ciencia (Newton). Sugiere cierto relativismo al sostener que el mundo es “un
mundo del tiempo”, de lo que se desprende que hay un tiempo que es mundo, vale
decir, una dimensión no sólo habitada sino también modelada por el hombre, y espacial
como se piensa hoy y después de Einstein. Resulta verdaderamente notable su
predilección por el concepto de cambio frente
al de flujo: lo que se percibe no es
el paso del tiempo, de alguna cosa que de todas maneras no se ve ni se oye ni
se puede tocar; lo que se percibe es el cambio: “Verdaderamente, no existe en
este mundo cosa muerta; lo que llamamos ‘muerto’ no ha hecho más que cambiar de
estado”.
La misma vida es un
desprendimiento del tiempo, con lo que Carlyle dibuja una teoría novedosa en la
que este debatido concepto es tratado a la manera del siglo XX. Invoca la
percepción del observador haciéndola responsable del fenómeno, pues para la
naturaleza no hay pasados, presentes o futuros: “La vida es tejida en el
maravilloso telar del tiempo y está formada, por así decirlo, por una cadena de
luces, interrumpida en ocasiones por la oscuridad misteriosa de la noche, de
modo que solamente aquel que la ha creado la puede comprender.” Tras el tiempo
está escondido el saber humano, que no es cosa del pasado ni de nada que se
haya ido a otra dimensión. La conciencia individual debe advertirlo; es un todo
que está aquí y ahora: “Porque, quiero insistir en ello, todo lo pasado implica
la posesión de lo presente; lo pasado siempre tuvo algo de verdadero, y
constituye un dominio precioso. En época y lugar distintos siempre fue [hubo] alguna fase de nuestra
común naturaleza humana que, desarrollándose, se ha manifestado a sí misma. Lo verdadero actual es la suma
de todas ellas; ninguna constituye por sí sola lo que fue desenvolviéndose de
la humana naturaleza y manifestándose hasta estos momentos. Y deben conocerse
todas para no interpretarlas mal.” El hombre es “hijo del tiempo.”
“Ese grande arcano que llamamos tiempo es cosa ilimitada, silenciosa, infatigable. El tiempo corre
rodando, lanzándose rápido, callado como las mareas de los océanos, que avanzan
abarcándolo todo y sobre las cuales nosotros y el universo entero flotamos como
exhalaciones, como apariciones fugaces dotadas de un breve instante de vida.” Esta
imagen se alterna con la más famosa del río: “Lo que una vez ha sucedido,
existe, confundiéndose ya con el universo infinito, sin dejar de ser activo
eternamente, pues actúa ya en todo tiempo, de manera franca o encubierta, para
el bien o para el mal. Así la vida del hombre, de todo hombre, puede ser
comparada con el curso de un torrente, en que los prístinos hilos de agua que
le dan origen son para todos perfectamente visibles, pero no así la última
parte del curso, donde el torrente se hunde por fin en la llanura, pues
entonces su curso solamente será visible para el omnisciente.”
La imagen aparece en Mauricio Merleau-Ponty un siglo
después, aunque sin seres omniscientes: “El tiempo supone una visión, un punto
de vista […] No es, pues, una corriente, no es una sustancia que fluye. Si esta
metáfora pudo conservarse desde Heráclito hasta nuestros días es porque, en la
corriente, ubicamos subrepticiamente un testigo de su curso […] Si el
observador, situado en una barca, sigue el hilo del agua, bien puede decirse
que desciende con el curso del agua hacia su futuro, pero el futuro son los paisajes
nuevos que le esperan en el estuario, y el curso del tiempo no es ya la
corriente misma: es el desenvolvimiento de los paisajes para el observador en
movimiento. El tiempo no es, luego, un proceso real, una sucesión efectiva que
no me limitaría a registrar. Nace de mi relación
con las cosas. En las mismas cosas, el futuro y el pasado están en una especie
de preexistencia y de supervivencia eternas; el agua que pasará mañana está
en estos momentos en sus fuentes, el agua que acaba de pasar está ahora un poco más abajo, en el
valle. Lo que es pasado o futuro para mí es presente para el mundo.”[6] No
hay cosas que fluyan sino sólo cambios, y se trata del río de Heráclito tanto
como del ahora de Parménides, en el
que está todo lo que es y lo que se supone que ya no es. La fórmula de este
relativismo sería: nada pasa y se va,
sólo cambia y se queda. Merleau-Ponty subraya es en está para denunciar
la presencia del pasado.
LA OBLIGACIÓN DE SER VALIENTE
“Existe un deber sempiterno, constante, así en nuestros
tiempos como en los pasados, como en todas las épocas: el deber ser valientes […] El primer deber del hombre
es y debe ser siempre el de dominar, el de subyugar el temor. Presa de los
lazos del temor no podremos jamás obrar libremente ni de modo alguno.
Bajo el influjo del miedo, las acciones todas del hombre lo son del esclavo, no
verdaderas sino aparentes”. Concibe el desempeño del hombre bajo la sola tutela
de la autonomía individual, y espera de ella todo lo que se necesita para
resolver los problemas y encontrar el camino correcto. No hay lugar a
expectativas respecto al prójimo ni a los gobernantes, a quienes no dirige
reclamo alguno. El hombre de Carlyle es un ser solitario, autosuficiente y poderoso,
y se dice que influyó fuertemente en Nietzsche y en Unamuno[7].
Basta un solo aforismo para comprobarlo: “¿Qué es el hombre fuerte? Es el
hombre dotado de cualidades de método, de conciencia y de valor, que son la
base de la sabiduría; es el ojo que ve y es el brazo que actúa.”
Este elogio
del valor no se refiere, como sería de esperar, al arrojo del guerrero o del
aventurero sino, en un sentido menos extremo, al valor que corresponde a
cualquier individuo en la vida corriente: “El hombre valeroso que lucha como un
bravo obtiene siempre, aunque sólo sea de tarde en tarde, algún pequeño
triunfo, y ya es bastante para alentarle a proseguir.” No valora la intrepidez
ante la muerte sino algo que tiene que ver con su opuesto: “El valor que
apreciamos y que para todos deseamos no es el valor de morir dignamente, sino
el valor de vivir virilmente.”
Junto a la apoteosis del valor,
sin embargo, Carlyle recomienda la humildad y rinde culto a dos tipos de virtud
para él decisivas en una vida encauzada en el sentido de la felicidad: la
obediencia y la admiración. En cuanto a la primera, cuya defensa Carlyle
ejerció dentro del marco firmemente puritano al que adhería casi
inconscientemente, parece necesario advertir la intención de hacer jugar el par
de opuestos obediencia-deber. No se
puede volcar el peso de esta convicción, sin más, en el cuenco del calvinismo a
la sazón en boga, aunque Carlyle lo haya aceptado, el espíritu religioso que en
el siglo XVI hubo de llevar a muchos ingleses a rebelarse contra el anglicanismo
reinante y reivindicar la humildad y la obediencia primitivas: “Obedecer es el
deber nuestro, es nuestro destino, y aquel que no quiere someterse a la
obediencia será necesariamente despedazado. No será nunca demasiado pronto para
imprimir en nuestra mente, de la manera más profunda, la máxima de que nuestra voluntad en este mundo, enfrentada al deber, no cuenta absolutamente para
nada, y esto en la mayoría de los casos.”
Carlyle desprecia el pesimismo:
“Es el corazón el que ve, antes que los ojos puedan ver; sepámoslo; y sepamos
además que solamente el bien es inmortal y siempre victorioso, y que la
confianza es cosa firme y cierta en esta mansión de la esperanza.” El optimismo
y la fe en la justicia son sellados por muchos aforismos, por ejemplo: “nada de
lo que es injusto puede en este mundo durar”, o “la injusticia es el peor mal
de todos, y algunos dicen que es el único mal”. Porque “¿Qué es la injusticia?
Es un nuevo nombre del desorden, de la falta de verdad, de la irrealidad”. Se
oye una nota moral que parece vibrar en armonía con otra epistemológica, como
en casi todos los argumentos del filósofo, consagrando un intento de
integración del saber. Ante el pesimismo opone la admiración: “Siente el hombre la más viva de sus alegrías en la
admiración, apenas se le ofrece motivo para ella. Nada lo levanta tan por
encima de las mezquindades de su vida cotidiana como admirar, sea lo que sea o a quienquiera que sea.” A la humildad y
la obediencia agrega la paciencia y la perseverancia: “Trata de reconocer el
valor de la paciencia, la perseverancia, la obediencia pronta, la humildad en
reconocer los propios errores, con la resolución de mejorar: sólo harás tuyas
estas virtudes luchando con las fuerzas de la realidad.” Obsérvese aquí también
el sutil lazo entre espíritu y materia.
Dios, la omnipotencia divina y la
remisión al origen superior de todo lo que existe están presentes a lo largo y
ancho del discurso, pero no en el estilo en que podría hacerlo un escritor
ortodoxo que se abandonara al proselitismo generando una conversión disimulada
o falsa. Carlyle es más fino e interpone siempre la voluntad del hombre, como
podría hacerlo un filósofo agnóstico. Entre teólogos, esta particularidad
excepcional, que humaniza el culto y reconcilia a creyentes y no creyentes,
puede encontrarse, por ejemplo, en el teólogo uruguayo Juan Luis Segundo. El
principal objetivo es advertir sobre las trampas no sólo de la fe adventicia o
copiada sino de la acción de los mismos hombres, de la sociedad y de los
gobernantes. “Se puede afirmar que el hecho de que los charlatanes logren el
predominio indica ya que el corazón del mundo está falseado. El impostor es
falsedad; pero su víctima tampoco es la sinceridad: la primera y la mayor de sus víctimas es él mismo, en
realidad la más falsa de todas.” “Jamás la impostura ni el charlatanismo dieron
vida a nada, sino que llevaron gérmenes de muerte a todo.”
Es incorrecto identificar al
barrer todo idealismo con lo ingenuo o con la fe divorciada de la razón
(fideísmo, salvación sólo por la fe), convirtiéndolo en una construcción
abstracta, como suele hacerlo el materialismo vulgar, un acérrimo
antropomorfismo o la ceguera, causante de fanatismos y debates inútiles.
Aunque, sin duda, existen idealismos infértiles y aun nefastos, algunos como el
de Carlyle tiene los pies puestos en la tierra y no se enfrenta al materialismo
con vehemencia sino, más bien, al utilitarismo: “La utilidad benthamista es la
virtud por la regla de tres, por la partida de ganancias y pérdidas, reduciendo
la creación divina a una inanimada máquina de vapor, o bien el alma infinita y
celestial del hombre a una balanza que de igual modo sirve para pesar el heno y
los cardos, como inclina el fiel al depositar en ella la carga de dolores y
placeres.” El hombre se define por algo más que la utilidad: “el hombre de
verdadero talento, según yo opino y sostengo, es al mismo tiempo el hombre de
corazón noble: el hombre justo, humano, valiente, en fin.” No hay desprecio por
la realidad terrestre y social sino, todo lo contrario, denuncia de sus facetas
corrompidas por la acción de los charlatanes e hipócritas.
TESIS SOBRE LA HISTORIA
Carlyle remite el origen y desarrollo de la historia humana
a la gestión de lo que llama “grandes hombres” o “héroes”. Nada de causas
biológicas (“Poca importancia doy al progreso
de las especies”), de factores sociales (cree más en el individuo que en la
sociedad y sus manifestaciones masivas), económicos o ideológicos; quienes han
producido, gestionado y desarrollado la aventura humana han sido unos pocos, a
quienes Carlyle dedica intensa y extensa reflexión en describir y explicar. La
tesis número uno es la siguiente: “A mi modo de ver, la historia universal, lo
realizado por el hombre aquí abajo, es, en el fondo, la historia de los grandes
hombres que entre nosotros laboraron. Modelaron la vida general grandes
capitanes, ejemplos vivos y creadores en vasto sentido de cuanto la masa humana
procuró alcanzar o llevar a cabo; todo lo que vemos cumplido y atrae nuestra
atención es el resultado material y externo, la realización práctica, la forma
corpórea, el pensamiento materializado de los grandes hombres que vivieron. Su
historia, para decirlo claro, es el alma
de la historia del mundo entero.”
Enmarca
esta tesis en el cuadro de su concepción del “héroe”, la encarnación del factótum de la historia, gran asunto
desplegado en la pintura mural de los grandes hombres. Pero es de rigor
establecer algunas precisiones al respecto, porque para Carlyle el héroe tiene
rasgos exclusivos. Si bien gravita en estos rasgos todo el peso de la tradición
clásica, con la noción de héroe homérico en el sentido de las hazañas, y
shakespeariano en el sentido de las pasiones, sin embargo, media entre ellos
una nota mental que podría provenir de su gran admiración por Dante: “Héroe es
aquel que vive dentro de la esfera íntima de las cosas, en lo verdadero, en lo
divino, en lo eterno, en lo invisible para los más pero cuya existencia es
perenne”; ahora bien, el héroe tiene que descifrar este misterio y hacerlo
público, pero, ¿cómo lo hace? Afirma que “lo hace público por obra o de la
palabra, o como mejor juzgue declararse al mundo”. El mito puede brindar la
ilustración perfecta, por ejemplo, Odín: “un gran maestro, un capitán de cuerpo
entero”, así como muchos de los personajes de la literatura. Es un ejemplo de
héroe el escritor, el sabio, aquel que “viene adornado de aquellas ingenuas
cualidades que constituyen el más precioso don de la misma naturaleza: la
sinceridad, el espíritu de realidad y la buena fe…”; sostiene que ellos han
forjado la historia. Nada de lamarckismo ni de teorías de la evolución, nada
del empirismo cultivado por sus paisanos escoceses Ferguson o Hume, nada de
darwinismo social, aristotelismo o nominalismo; nada de materialismo
mecanicista, de Gassendi o de Feuerbach. Y, si llegó hasta él, no figura en el
marco teórico el materialismo dialéctico. Carlyle es una isla que vive en otra
isla.
Sabe
adornar el carisma, pese a la reciedumbre atribuida al héroe: “Lejos de
nosotros pretender que una seriedad
exagerada sea condición esencial de la grandeza, que todo hombre deba siempre
guardar un aire severo, sin permitirse nunca la menor alegría.” Le asigna “la
facultad de amar y de admirar”, asunto muy importante para quien gusta
humanizar todo lo que en el mundo encuentra de frío y frívolo, o corrompido por
la tendencia que suele llamar mefistofélica. Pero no hay paz para el héroe y le
espera, como contrapartida de su humanidad acendrada, “una marcha fatigosa, una
batalla con príncipes y potentados”. Su, vida no es “una danza alegre” ni “un
paseo placentero a través de un aromático bosque”. A los atributos del héroe
convencional agrega “la agudeza del intelecto”, y véase si con esto Carlyle no
introduce algunos de los rasgos del culto romántico al genio, el héroe de Goethe y Schiller, sobre el cual Harold Bloom
señaló una diferencia esencial: “El talento
no debe ser original, el genio, debe serlo.”[8]
“Cuando
leemos bien a un poeta, somos todos poetas. La imaginación caldeada por influjo
de la lectura del Infierno, en la Divina
Comedia, ¿no tiene una facultad parecida a la del Dante, exceptuando la
intensidad?” A través de su incursión por el “otro mundo más sublime y
misterioso […] Dante aparecía con la rigurosa certidumbre de una demostración
científica […] rompió al fin su corazón el helado cerco que lo oprimía y se
desbordó en un torrente de voces y cantos místicos”. La “condición primordial”
que tenía que resolver, el “espíritu de todo heroísmo: penetrar a través de las
cosas, hasta la esencia de las cosas mismas”. El héroe debe dejar de lado “el
uso, la costumbre, la tradición, la fórmula”, asuntos muy respetables, pero,
“¿hemos de considerar buenas o no estas cosas?” Porque si no se corresponden con
ni reflejan “algo con que deben corresponderse” y “no cumplen esta condición”,
entonces, “por muy respetables que tales cosas sean, resultarán a la postre, y
sin término medio, idolatrías, trozos de madera pintados con pretensión de
figurar dioses, escándalo y abominación de toda alma recta y devota de verdad.”
[1] Thomas Carlyle, Apuntes
sobre la vida heroica, Biblok Book Esport, s.l., Ingenios, España, 2017,
edición de Pedro Gómez Carrizo, traducción de Eusebio Heras; todas las
transcripciones pertenecen a este libro. Debe señalarse que es una antología
con algunas erratas comprometedoras. Otra edición en español: Sobre los héroes: el culto al héroe y lo
heroico en la historia, España, Athenaica Ediciones Universitarias, 2017,
traducción de Pedro Umbert.
[2] El poeta y filósofo
uruguayo Emilio Oribe se mira en el mismo espejo: “Que una sola Idea resplandezca en mí, y os devolveré el
universo que habéis construido en mí, oh sentidos engañosos, ¡máscaras
adorables!”; “Poco
importa ser hombre; lo que vale es ser una idea encarnada”, en La Dinámica del Verbo, Montevideo,
Impresora Uruguaya, 1953, p. 134.
[3] Carlyle responsabiliza al
hombre toda vez que, como cultor de la fe, habría podido remitir su suerte a
los secretos de la providencia. Incluso, prefiere fijarse en los problemas que
le presenta su entorno (como podría hacerlo un filósofo, por ejemplo, José
Ortega y Gasset): “es el hombre el artífice de su propia felicidad. Esta verdad
tiene, sin embargo, un segundo aspecto, y es que las circunstancias que rodean
al hombre están formadas por los elementos en que éste vive y actúa, de modo
que a su vez son las circunstancias que rodean al hombre las que le prestan su
apariencia y le modifican en cada una de sus manifestaciones prácticas. Así
puede decirse también, en otro sentido, aunque tan cierto como lo primero, que
las circunstancias hacen al hombre”, ib., p. 141.
[4] Cf., Tzvetan Todorov, El espíritu de la ilustración,
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017, pp. 27 y ss., y p. 80.
[5] Vivió su infancia y
primera juventud en la pobreza, en el pequeño pueblo de Ecclefechan, en el
condado de Dumfries, Escocia, y nunca llegó a gozar de la holgura económica que
merecía por sus esfuerzos. Eso no le impidió estudiar toda su vida, concurrir a
la universidad y llegar a ser nombrado rector honoris causa de la Universidad de Edimburgo. Fue reconocido en
Europa principalmente por su novela, Sartor
Resartus, publicada por entregas entre 1833 y 1834, título aproximado: El sastre remendado, en la que se burla del idealismo en boga y denuesta al
utilitarismo. Su copiosa obra incluye la Historia
de la revolución francesa, de 1837 y una autobiografía, Recuerdos, publicada el año de su
muerte.
[6] Mauricio Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción¸
Barcelona, Península, 1975, p. 419.
[7] Carlos Clavería, Unamuno
y Carlyle, http:/www.cervantesvirtual.com/descargaPdf/unamuno-y-carlyle.
[8] Harold Bloom, Ensayistas y profetas, Madrid, Páginas
de espuma, 2010.