G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: ALEXANDRE KOYRÉ, LA CIENCIA COMO "THEORIA"

sábado, 7 de septiembre de 2019

ALEXANDRE KOYRÉ, LA CIENCIA COMO "THEORIA"


En las últimas décadas del siglo pasado todavía se enseñaba historia de la ciencia bajo el signo del positivismo decimonónico. Se recomendaba Ensayos de historia de la ciencia (1968) de George Sarton, pionero en este ramo, o el Panorama general de historia de la ciencia (1950-1957) de Aldo Mieli, entre otras obras (así lo hacía el inolvidable profesor Carlos Etchecopar en el Instituto de Profesores “Artigas”, hacia 1970). El presupuesto principal consistía en considerar la continuidad progresiva del conocimiento científico a través de la historia, la acumulación de teorías y descubrimientos y el avance irrefrenable que tenía su máximo corolario en las múltiples y benéficas aplicaciones prácticas. El valor de estas obras y su enorme influencia en la formación de estudiantes e investigadores de todas las disciplinas fue y sigue siendo indiscutible.



HUECOS DE LA HISTORIA DE LA CIENCIA

Pero, como siempre ocurre, ya en aquella época se empezaba a sospechar de los fundamentos de esta forma de reconstruir el pasado, al menos en Europa. Había que atender el verdadero espíritu que anima a la ciencia teórica en el terreno en que se edifica su misma historia monumental. Algunos descubrimientos y refinadísimas investigaciones dejaron al descubierto vacíos y contradicciones, ciertas incongruencias que obligaron a relacionar lo estrictamente científico, que se inicia en tiempos de Galileo con la ciencia experimental, y lo que queda afuera, en el campo especulativo y en los terrenos de la intuición y la imaginación. Pero estos novísimos e inquietantes aspectos tardaron mucho en volverse serios y ganarse la aquiescencia de los historiadores.

Hubo un debate que dura hasta el día de hoy y pasa por el filtro de diferentes tendencias, entre ellas la francesa escuela de los Annales, la microhistoria italiana, el concepto de intrahistoria de Miguel de Unamuno. Arturo Ardao imprimió en Uruguay un carácter filosófico a su historia de las ideas, original y apasionante, A. Zum Felde historió la cultura, José P. Barrán la sensibilidad, Oddone y Paris la universidad, C. Real de Azúa lo visible y lo esotérico, J. E. Pivel Devoto los partidos políticos. No dejó por eso de prosperar el estilo tradicional aplicado a épocas o asuntos de carácter nacional, desde F. Bauzá a W. Reyes Abadie, y revisiones sociológicas y económicas (de la revolución artiguista incluida), con lo que se consolidó una sólida tradición historiográfica.

Las consecuencias que se extraían de la concepción canónica de la ciencia eran poco menos que ilimitadas y de carácter salvífico. Aún más, superaban en su alcance a las de cualquier otra concepción filosófica. Condescendían muy lateralmente con el intuicionismo y la fenomenología y barrían con la filosofía de Jasper y con la metafísica próxima a la teología natural de Blondel o Buber (la metafísica clásica ya había sido herida de muerte en el Renacimiento). Desdeñaba el tomismo y la scientia fidei de los católicos, que tendía puentes entre filosofía y teología (como tendió aquí Juan Luis Segundo). Se mostró impasible ante el fértil suelo sembrado por Kierkegaard y aún más con derivaciones como la teología dialéctica (con el tratamiento dado a la razón por K. Barth o de acuerdo al tomismo antropológico de K. Rahner). Sólo aguzó la oreja ante los magníficos sonidos de los valores de Scheler, la teoría del conocimiento de un N. Hartmann o un E. Cassirer, de la fenomenología y el psicoanálisis.
 
Si bien el materialismo obtuvo buena parte de sus ganancias ignorando al idealismo, éste las obtuvo criticando al materialismo. Pero, por encima de todo, los estudios encontraron en la ciencia el verdadero motor de la historia. Se echó a andar por gracia de dos combustibles opuestos: el idealismo que resaltaba la primacía de las ideas en la marcha y el avance del saber, y el materialismo que prefería poner el acento en hechos y circunstancias sociológicas y económicas.


EL PUNTO DE VISTA DE KOYRÉ


La visión positivista no era del agrado del Alexandre Koyré, un joven ruso nacido en el mismo pueblo de Antón Chéjov. Koyré aprovechó su estadía en París hacia 1912 para estudiar con Bergson y leer a Husserl. Y, si al principio se interesó por el pensamiento religioso medieval, de san Anselmo especialmente, el giro que dio hacia la ciencia quizá pueda explicarse por el contacto con la intelectualidad selecta europea, que en esa época descollaba en todos los rubros. Pero comprobó que se interpretaba de modo diverso el fundamento de esos logros y no le convenció la visión del positivismo que invadía la filosofía por influjo de las ideas de Spencer, Comte y Marx. Ninguna tendencia que se aplicase a valorar el aspecto materialista de la historia ganó su consideración, aunque supo respetarlas y reconocerlas en algunos puntos.

La afición por el pensamiento antiguo condujo a Koyré a examinar los grandes acontecimientos que hicieron estallar la metafísica y la teología y que es regla atribuir al Renacimiento. Concluyó que la interpretación en boga era errónea y que todo había ocurrido al revés, por lo menos en los albores de la ciencia experimental, aunque, como enseguida veremos, ocurre siempre. Se expresó en contra de los historiadores de las ciencias experimentales y sociales en la convicción de que es el cambio de mentalidad lo que desencadena el desarrollo de la ciencia, sin la pretensión de extender esta tesis, como la de los positivistas y marxistas, al conjunto de los cambios en la historia. Entre los positivistas lógicos la misma palabra “mentalidad” era término propio de la “metafísica especulativa”. El fundador del movimiento, que se tenía por empirista auténtico, la evitó expresamente por considerarla fuera al menos de las ciencias sociales (Neurath, 1973, 27 y 154). Pero, la ciencia no es responsable de todo tal como lo ven los materialistas, sino como se ve desde las ideas. La obra de Koyré está llena de ejemplos que demuestran este supuesto, y mencionaremos sólo uno: el cambio que llevó del aristotelismo medieval al platonismo renacentista (Solís, Introducción a Koyré, 1994, 26).

Los dos enfoques se distanciaban principalmente porque había una diferencia en la interpretación de la historia de la ciencia en particular y de la historia en general. Se interponía el problema, difícil de resolver, que consiste en que el estudio de la historia depende de aquello que en su momento es elegido y jerarquizado para eventualmente convertirse en monumento histórico y representar en el futuro lo que a la sazón está de moda. Y el problema aumenta cuando más tarde el historiador selecciona a su antojo de ese material lo necesario para construir su discurso y comunicar su propia versión, no siempre de consenso. Porque “El historiador proyecta en la historia los intereses y la escala de valores de su tiempo: y a partir de las ideas de su tiempo ‒y de las suyas propias‒ emprende su reconstrucción.” (Koyré, 1997, 378)

En los siglos XVII y XVIII se consagra lo que venía preparándose en la baja Edad Media. A partir de cierto momento la historia logra ampliarse y ahondar en algunos de sus misterios. El estudio se diversifica y fragmenta en ramas y subramas, por lo que cada asunto merece su propia historia: antiguas civilizaciones, lenguas muertas, textos cifrados milenarios, revelaciones en astronomía, física, química y biología, innovaciones en matemática y lógica. Se multiplican las ramas de la ciencia y desarrollan sus respectivas historias. No cree Koyré que de la yuxtaposición de historias pueda derivarse una historia de la ciencia, pues la “reconstitución, la síntesis viene después. Si es que viene… (Koyré, 1997, 381). Lo importante es comprender cada época y liberarla de la cuadriculación que aplican sobre ellas las que la siguen. El estudio de la antigüedad ofrece esa posibilidad al historiador, para, por ejemplo, disipar la oscuridad atribuida a la Edad Media. Alguien de ideas parecidas a las de Koyré escribió: “Ya en el siglo IX se manifiesta un ‘renacimiento carolingio’ en la literatura y en las artes plásticas. Y la escuela de Chartres puede ser calificada como un ‘renacimiento medieval’.” (Cassirer, 1965, 167)

La especialización es el precio a pagar, se vuelve imposible escribir la historia de la ciencia unificada y Koyré se confiesa también él incapaz de escribirla, en el marco de lo que a todas luces parece un estancamiento. Así, pues, rechaza la concesión reinante que erige a la ciencia en “factor histórico”. No niega el avance gigante de la ciencia a partir del siglo XVIII, como observaban sus colegas, pero, en la polémica de si es la ciencia pura (teórica) o la ciencia aplicada la que mueve la historia, se le reprochaba a Koyré inclinarse por la primera. También esto reconoce, pues sostenía que la ciencia pura no es más que “teoría encarnada”. Sin embargo, es un fenómeno que se registra más bien en los tiempos modernos, no en la antigüedad ni en la Edad Media, períodos durante los cuales se construyeron obras magníficas, templos, catedrales, grandes canales, puentes, y se desarrollaron la metalurgia y la cerámica “sin poseer un conocimiento científico o poseyendo sólo rudimentos de éste”. Grandes civilizaciones, como Persia o China, carecieron de ciencia casi completamente (ib., 383).

Por otra parte, es verdad que son necesarias las condiciones sociales adecuadas para que algunos hombres dispongan de tiempo para dedicarse a la ciencia y lograr que nazca (ib., 384). Pero todo esto no basta, ni siquiera es suficiente cuando se advierte la necesidad de resolver problemas prácticos. Por ejemplo, la geometría fue inventada por los griegos, que no tenían necesidad como tenían los egipcios obligados a medir los valles del Nilo. Las estructuras sociales no explican la ciencia antigua ni la actual. Igualmente, las aplicaciones prácticas no explican la naturaleza ni la evolución de la ciencia (ib., 385). Pero, ¿qué la explica?

No hay que buscar la explicación para la ciencia fuera sino dentro: “la ciencia, la de nuestra época como la de los griegos, es esencialmente theoria, búsqueda de la verdad y que por esto tiene y siempre ha tenido una vida propia, una historia inmanente y que sólo en función de sus propios problemas, de su propia historia, puede ser comprendida por sus historiadores” (ib., 385). Se queja de que no se haya reparado en “el esfuerzo tecnológico de la Edad Media y en la actitud espiritual de la alquimia, y que se valore la ciencia sólo por los beneficios que le reporta a la práctica y a la solución de problemas concretos: “Sin duda la ciencia cartesiana y galileana benefició al ingeniero y fue utilizada por la técnica con el éxito por todos conocido. Pero no fue creada ni por los técnicos ni para la técnica.” (Koyré, 1998, 2, n. 7) El factor histórico no está en la ciencia ni ésta tiene el suyo en el campo estricto de sus principios.

No niega a Sarton, Mieli, Taton, Guerlac (éste fue quien le tachó de idealista) ni a otros historiadores; pero la ciencia sigue un “itinerario” que, además, “no se da anticipadamente” porque “el espíritu no avanza en línea recta. El camino hacia la verdad ‒sigue Koyré‒ está lleno de obstáculos y sembrado de errores, y los fracasos son en él más frecuentes que los éxitos”. El camino “da vueltas y rodeos, se mete en callejones sin salida, vuelve atrás, y ni siquiera es un camino, sino varios”. Por eso, “necesitamos proseguir todos estos caminos en su realidad concreta, es decir, en su separación históricamente dada y resignarnos a escribir historias de las ciencias antes de poder escribir la historia de la ciencia” (Koyré, 1997, 386).


LA ENSEÑANZA NÚMERO UNO


Hay que estudiar los sistemas de pensamiento del pasado sin proyectar las propiedades del nuestro, las ideas que tenemos y las creencias en que estamos, como decía Ortega y Gasset. La observación estricta de este requisito, hasta donde lo estricto es posible, caracteriza la historiografía en general y el método de Koyré. La historia de la ciencia fue particularmente impactada por sus ideas y de esta manera se le considera hoy como el padre de la historia de la ciencia. “Koyré leía directamente a los autores en sus idiomas originales y los citaba extensamente a la vez que los analizaba y comentaba, de manera que la lectura de sus libros es una inmersión en el mundo de esas personas que capacita al lector para ver las cosas a través de las categorías del pasado. El procedimiento de captar la estructura del alma a los autores posee raigambre diltheyana y recuerda el método de la ‘re-actualización subjetiva’ de R. G. Collingwood, ya que entraña una difícil gimnasia mental por parte del historiador” (Solís, en Koyré, 1994, 27-28).

El principal aporte a la historiografía es “este procedimiento minucioso y exacto de recuperación de los sistemas pasados de pensamiento, por la fidelidad textual a los autores, por la cuidadosa evitación de proyectar anacrónicamente sobre ellos nuestras ideas y creencias o nuestros intereses, por no cercenar ni seleccionar su pensamiento para hacer hincapié en lo que andando el tiempo sería importante; en una palabra, por ponernos ante los ojos el mundo de los personajes del pasado tal como ellos lo veían, entendían, abordaban y valoraban” (Solís, ob. cit., 28-29). Es raro que, aunque los historiadores reconocieran y aceptaran la validez de este método, de todos modos, algunos insistieran en los criterios sociologistas y materialistas que el maestro habría relegado a un segundo plano.

Eso ocurre con el mismo Thomas S. Kuhn, su discípulo, quien, observa Carlos Solís, a pesar de aprender de Koyré lo principal de su teoría, bordea las ideas de Robert K. Merton, sociólogo principal e historiador de la ciencia de Estados Unidos, país que Koyré alterna con Francia en el desarrollo de su carrera (Solís, en ob. cit., 15). El mundo de las ideas es independiente de los hechos naturales y sociales (Solís, ib., 29). Paradojalmente, quienes defendieron su dependencia no se apartaron de Koyré, y algunos, como A. R. Hall, valoraron la historia interna de la ciencia. ¿A qué se debe?


METAFÍSICA E HISTORIA INTERNA


La razón de este acogimiento general es desmenuzada por Carlos Solís. El estado en que Koyré encuentra la historia de la ciencia está dominado por el modelo sociologista, centrado en los hechos externos a la teoría de la ciencia. “Mientras que los sociólogos ponían de manifiesto los factores externos no racionales, los estudios intelectualistas de Koyré, con su hincapié en la filosofía y en las ideas, se tomaron como estudios internos”. Esto se vio como si se tratase de idealismo contra materialismo, mal visto éste en Estados Unidos por su asociación con el marxismo. Fue así que las ideas de Koyré fueron apreciadas.

El cuadro que pinta Solís puede acompañarse por algunos planos paralelos al de Koyré que venían enriqueciendo esos “estudios internos” por diferentes vías. Alfred N. Whitehead advertía que “el estudio de la historia como simple serie de hechos sucesivos y de su causación se destruye a sí misma. Es un prejuicio y una ilusión. Hay océanos de hechos. Buscamos el hilo que los coordine” (Whitehead, 1944, 29). El ya citado Cassirer distinguía entre razón teórica y razón práctica, y acusaba al racionalismo del siglo XVIII con la responsabilidad de congelar algunas de las mayores aspiraciones. No porque traicionara a la razón sino porque renunciara a perfeccionarla mediante la cultura, a sobrevolar los logros superficiales de la actividad humana y evitar el estudio de la actividad misma, los actos por dentro, que son aquello por lo cual el hombre llega a ser lo que es: “Lo que la cultura promete al hombre, lo único que puede darle, no es la dicha misma, sino lo que le hace digno de merecerla” (Cassirer, ob. cit., 156).

Ahora bien, si estos idearios aceptan factores sociales, se trata de factores sociales internistas, con el correspondiente rechazo de los factores externos materialistas (Solís, ob., cit., 34). Koyré no quiere explicar la ciencia mediante sólo ideas y filosofía, pero cree en una “subestructura” filosófica que también llamó “horizonte filosófico” al cual atribuía el poder de influir directamente en teorías como la de Copérnico. Pero se ocupó de precisar que “la influencia de las concepciones filosóficas sobre el desarrollo de la ciencia ha sido tan grande como el de las concepciones científicas en el desarrollo de la filosofía” (Koyré, 1997, 48). Hubo grandes filósofos influidos por la ciencia como Descartes, Leibniz y Kant, pero, lamentablemente, se ha omitido mencionar las “huellas de especulación metafísica” que registran sus respectivos pensamientos. Las hay incluso en Newton. Y, si se admite la presencia de tales huellas, es para reafirmar la esterilidad de la ciencia antigua y medieval. Koyré apunta que la liberación de la ciencia mediante la experimentación no se logró de golpe y sólo se consolida en el siglo XX.


VARIACIONES SOBRE EL MISMO TEMA


Reiteremos la pregunta: ¿por qué historiadores de tendencias tan diferentes, algunas sociologistas y psicologistas, otras materialistas, positivistas y marxistas, e historiadores de la ciencia influidos de manera directa por Koyré, guardan la misma consideración por las ideas de este hombre y se atienen a los mismos principios, como variaciones sobre un tema? El fondo filosófico que sustenta las ideas de Koyré, el tema que sugiere variaciones, asoma en el plano de la historia y de la historia de la ciencia no sólo en Kuhn, que construye su principal teoría de los “paradigmas” en base a las ideas de su maestro (aunque también de E. Meyerson y otros). Aparece también en Feyerabend y Popper, en Hempel y Geymonat, en Dewey y Russell, por citar a algunos. Entre ellos están quienes no vacilaron en dar otro nombre a la subestructura de Koyré, no por copiarle sino por ensayar soluciones novedosas y ahondar en el problema. Buscaron los huecos y vacíos del racionalismo, no para demonizarlo sino para perfeccionarlo. Hasta los matemáticos y lógicos se abren a nuevos horizontes de operatividad, los primeros con nuevos campos numéricos, los segundos con lógicas divergentes y extendidas. 

“Paradigma” o “ciencia normal”, explica Thomas S. Kuhn, “significa investigación basada firmemente en una o más realizaciones científicas pasadas, realizaciones que alguna comunidad científica particular reconoce, durante cierto tiempo, como fundamento para su práctica posterior” (Kuhn, 1981, 33). Es “teoría aceptada” en un momento dado. A los paradigmas de Kuhn se suman otras nociones en el intento de delimitar campos de investigación como las “subestructuras” de Koyré.

Gastón Bachelard, por ejemplo, siguiendo el criterio según el cual la evolución de la ciencia no es continua ni acumula conocimientos, llamó “obstáculo epistemológico” al fenómeno por el cual en diferentes épocas se originan modelos conceptuales diferentes, con sus propias creencias y prácticas consensuadas, incomparables cuantitativa y cualitativamente con los anteriores y posteriores: “Será, sobre todo, profundizando la noción de obstáculo epistemológico cómo se otorgará su pleno valor espiritual a la historia del pensamiento científico. Demasiado a menudo la preocupación por la objetividad, que lleva al historiador de las ciencias a hacer el repertorio de todos los textos, no llega a la apreciación de las variaciones psicológicas en la interpretación de un mismo texto. ¡En una misma época, bajo una misma palabra, hay conceptos tan diferentes! Lo que nos engaña es que la misma palabra designa y explica al mismo tiempo. La designación es la misma; la explicación es diferente.” (Bachelard, 2000, 20). 

Bachelard profundizó este concepto con el de “perfil epistemológico”. La ciencia se vale de fundamentos no científicos y no observacionales o experimentales; por ejemplo, la aritmética no se funda en la razón; es ésta la que se funda en la aritmética. Se trata de apreciar cómo la ciencia pasa de una explicación basada en palabras y metáforas, la filosofía del como si, a otra que niega un concepto y afirma otro, la filosofía del no (Bachelard, 1981, 142).


AL DIA DE HOY


Para Michel Foucault la ciencia no evoluciona ni regular ni homogéneamente, pues debe superar diferentes “umbrales”: autonomía, poder de verificación, estructura normativa, acceso a la formalización, de modo que logra el nivel de la episteme, es decir, “el conjunto de las relaciones que pueden unir, en una época determinada, las prácticas discursivas que dan lugar a unas figuras epistemológicas, a unas ciencias, eventualmente a unos sistemas formalizados”. La episteme “no es una forma de conocimiento o un tipo de racionalidad que, atravesando las ciencias más diversas, manifiesta la unidad soberana de un sujeto, de un espíritu o de una época; es el conjunto de las relaciones que se pueden descubrir, para una época dada, entre las ciencias cuando se las analiza al nivel de las regularidades discursivas” (Foucault, 1972, 323).

Paul Feyerabend ha insistido en desbaratar la antigua creencia de que las ciencias y el arte van en continuo progreso: no hay tal progreso sino mero cambio, y cambio en el modo de pensar, en los “estilos de pensamiento” en el ámbito de los cuales se construyen diversas modalidades de las creencias: “verdad es lo que afirma el estilo de pensar que es verdad. Así es como en un tiempo fue verdad que existían dioses griegos, pero hoy esto es un absurdo para muchas personas” (Feyerabend, 1987, 143 y 188). Se pregunta si existen “reglas y criterios que sean ‘racionales’ en el sentido de que concuerden con algunos principios generales plausibles y hayan de ser observados en cualquier circunstancia, a los cuales obedezcan todos los buenos científicos cuando hacen buena ciencia”, y responde con un rotundo no.

Por ejemplo: “La ‘revolución copernicana’ no se produjo por una única razón, ni tampoco por un único método, sino por múltiples razones activadas por múltiples actitudes diferentes”, por lo que “es inútil tratar de explicar la totalidad del proceso por los efectos de reglas metodológicas un tanto simplistas”. Agrega que en todas las épocas se estructura un lenguaje y una explicación de la realidad de modo diferente, lo que induce a error y a que “los filósofos de la ciencia se hayan contentado con estudiar fórmulas y simples reglas y de que hayan creído que tal estudio acabaría revelando cuanto es preciso saber acerca de las teorías científicas”. “El gran mérito de Wittgenstein estriba en haber reconocido y criticado este proceder, así como el error en que se basa, y en haber puesto de relieve que la ciencia no sólo contiene fórmulas y reglas para su aplicación sino tradiciones completas.” (Feyerabend, 1982, 73)

El tema de Koyré no sólo se oye en los filósofos no materialistas. Lo encontramos en un anarquista como Feyerabend, pero también se improvisa entre los marxistas. Gustavo Bueno, por ejemplo, fundándose en su condición de lógico se interesa por los problemas epistemológicos. Alejado del marco teórico promovido en su tiempo por los soviéticos, reestructura el materialismo dialéctico; no sólo en lo que tiene que ver con la ideología sino también con el saber en general. En este sentido, sostiene que “la filosofía milenaria y académica está llamada a jugar un papel capital a la hora de ‘geometrizar las ideas’ y elevar la futura sociedad socialista a un plano superior” (Guy. 1985, 489). Entre sus propuestas para encaminarse hacia ese plano, Bueno propone el concepto de “cierre categorial”, que se podría describir como la separación entre dos planos de la estructura de la ciencia: el objetual y el proposicional. Éste recubre al primero con semánticas diferentes, por lo que se establecen diversas líneas de relaciones entre el objeto y su explicación, y aparecen incompatibilidades que terminan separando los planos. La ciencia, pues, se va cerrando en sus horizontes explicativos en vez de irse abriendo (Bueno, 1978, conferencias II y III).

Recientemente, Carlo Rovelli se congratula de que la ciencia hoy se reconcilie con la filosofía. La ciencia “necesita nuevamente una conciencia filosófica desarrollada Esto también es cierto desde un punto de vista metodológico: un científico siempre orienta su investigación en función de ideas de carácter epistemológico” Descubre que Anaximandro, Copérnico, Bruno, Kepler obraron a pura intuición, un arte como cualquier otro que produce el indefinible placer y la inquietud esperanzada del conocimiento superado desde dentro. Faraday, Maxwell y Einstein, como muchos científicos actuales, procedieron a partir sólo de intuiciones, sin la correspondiente experimentación, al mejor estilo de los sabios antiguos (Rovelli, 2018, 50). Abandonemos aquí estas variaciones, que podrían seguir. Es claro que se entrelazan dos líneas en el estudio del pensamiento antiguo y moderno. Una que viene de Platón y otra de Aristóteles.

REFERENCIAS

BACHELARD, Gaston (2000). La formación del espíritu científico, México, Siglo XXI [1938].
BACHELARD, Gaston (1981). La philosophie du non, Paris, PUF.
BUENO, Gustavo (1976). Idea de ciencia desde la teoría del cierre categorial, Santander, Universidad Menéndez Pelayo.
BUENO, Gustavo (1978) Ciclo de conferencias en: https://www.march.es/conferencias/anteriores/voz.aspx?p1=21019&l=1
CASSIRER, Ernst (1965). Las ciencias de la cultura, México, FCE.
FEYERABEND, Paul (1982). La ciencia en una sociedad libre, Madrid, Siglo XXI.
FEYERABEND, Paul (1987). Adiós a la razón, Madrid, Tecnos.
FOUCAULT, Michel (1972) La arqueología del saber, México, Siglo XXI.
GUY, Alain (1985). Historia de la filosofía española, Barcelona, Anthropos.
KOYRÉ, Alexandre (1994). Pensar la ciencia, Introducción de Carlos Solís, Barcelona, Paidós (el libro es una selección de textos del original francés Études d’histoire de la pensée philosophique, 1961, Paris, Gallimard).
KOYRÉ, Alexandre (1997). “Perspectivas de la historia de la ciencia”, en Estudios de historia del pensamiento científico, México, 1997, Siglo XXI.
KOYRÉ, Alexandre (1998). Estudios galileanos, México, Siglo XXI.
KUHN, Thomas S. (1981). La estructura de las revoluciones científicas, México, FCE.
NEURATH, Otto (1973). Fundamentos de las ciencias sociales, Madrid, Ediciones Josefina Bentancor [1944].
ROVELLI, Carlo (2018). ¿Y si el tiempo no existiera?, Barcelona, Herder.
WHITHEAD, Alfred North (1944). Modos de pensamiento, Buenos Aires, Losada.


Alexandre Koyré nació en 1892 en Taganrog, Rusia, se educó en Tiflis, Georgia, comprometiéndose en las revueltas estudiantiles de 1905 que le valieron la cárcel. Hacia 1908 marchó hacia el este a estudiar en Gotinga con Husserl y en París con Bergson y otros maestros, período en el que escribió un ensayo sobre san Anselmo. Intervino como soldado en la primera gran guerra, y posteriormente rechazó los principios de la revolución de octubre, por lo que regresó a París en 1919. Se casó con Dora Reybermann y dio comienzo a su actividad como pensador con un trabajo sobre Descartes. Advirtió las recónditas relaciones entre los sistemas de pensamiento religioso y los de la ciencia, lo que le convirtió en historiador de la ciencia. Ya reconocido en ese terreno, empero, discrepó con sus colegas que acogían directa o indirectamente el materialismo en boga, no porque se opusiera radicalmente a ellos sino porque sus investigaciones descubrían una importante carga metafísica en los científicos antiguos, medievales y aun en los renacentistas. No tuvo éxito, pues, en los ámbitos universitarios ni en la Academia de ciencias, en lo que no habrá influido poco su condición judía. A los treinta y cuatro años fue nombrado director de estudios en la Escuela de Práctica dedicada a las ciencias religiosas y dictó clases hasta poco antes de enfermar de leucemia. La invasión de Francia lo sorprendió en El Cairo, cuando ya había publicado en sus Estudios galileanos, en 1940. De Gaulle lo envía ante el gobierno de Estados Unidos para intentar que ese país retirara su adhesión a Petain. No se sabe cómo le fue al respecto, pero mantuvo una intensa actividad académica durante la guerra, en universidades de varias ciudades estadounidenses, regresando a París al finalizar la guerra, aunque sin lograr el mismo reconocimiento. Murió en 1964, después de publicar el resto de su obra. (Fuente: C. Solís.) 


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