G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: junio 2018

jueves, 21 de junio de 2018

JOAQUÍN TORRES GARCÍA y las leyes del Universo

Si hay un arte que represente la eliminación del tiempo y consagre la simbiosis de pasado y presente, es el de Joaquín Torres García (1874-1949). Reúne la historia personal en una sola estampa, todos los yoes en un solo efecto de presentes contiguos, la reconstrucción de toda la experiencia abarcable en un solo destello que descubre lugares y momentos, hechos y objetos “recuperados”. Marcel Proust supo reconstruir dimensiones ignotas de la memoria conectando mágicamente el pasado y el presente [1]. Torres García reconstruye el pasado y el presente, aunque no por la memoria sino reuniendo en un solo plano metafísico el yo y el mundo.

Estaba en el propósito de Torres García hacer que yo y mundo se reunieran en una sola dimensión para que, a partir de ella, lo sentido y el ser sintiente pudieran conectarse con el universo entero. Era la realización metafísica del arte, su más allá dispensado de toda racionalización restrictiva, aunque no totalmente, porque el arte sigue las leyes del universo. Y respondía a una larga historia. La Ilustración había terminado con el saber místico y sacerdotal e iniciado el acceso al saber despojado de los misterios del más allá. A partir de ese momento la modernidad se debatió en torno a un histórico despojo, aunque con promisorio alumbramiento. Escaso era lo que se sabía acerca de fundamentales interrogantes del hombre, que lo asediaban desde los tiempos remotos. Fue así que, por primera vez, el yo se quedó solo ante el universo, sin el aliento de la metafísica [2]. En consecuencia, era preciso entender el nuevo sentido de la trascendencia, la cual, a través de un fenómeno difícil de entender, “no viene de los individuos […] sino que se ofrece a los individuos, crece en ellos y se desarrolla a través de ellos, es decir, con su fuerza, por encima de ellos” [3].

Con esto se reaviva la inquietud que acuciaba a Torres García. El arte de su época, aunque había dado un gran paso hacia el universalismo, no lo había alcanzado todavía en su plenitud. Se había quedado en la mirada del yo, confinada al mundo conocido, sin dar el paso que abarcara el todo. Eso quería Torres, pero, ¿qué era el todo para él? ¿Era lo que veía un ser omnisapiente y todopoderoso? No, simplemente era el ver o el sentir de quien comprende más allá de los que le permiten los ojos, de quien busca más allá de los límites humanos, no importa si con racionalidad o sin ella, porque el arte, finalmente, pertenece a un dominio liberado de toda clase de cadenas. Ahora bien, no es del todo metafísico el sentimiento de Torres, porque responde a una concepción completamente razonable, si no racional: la de que las leyes del arte son las mismas que las del universo, identidad que, según él, no había sido advertida por el arte de su tiempo [4].

El arte no se define en los desarrollos temporales sino en el fenómeno por el cual lo real se ofrece directamente al yo, crece con él y se desarrolla por encima de él. Es inconducente, pues, buscar perspectivas, juegos de luz o planos, escorzos, distancias. La composición admite y aun necesita lo histórico, pero no exactamente en su proceso sino en su revelación completa y unidimensional. No se realiza a través del tiempo sino de una dialéctica con pasado, presente y futuro juntos, en un solo continente temporal. La pintura había logrado esta reducción, pero limitándola a la mirada del creador (el cubismo, el arte abstracto). Era la mirada del observador y no la del creador, aunque fuera original y deslumbrante. La objetividad en la mirada de Torres García está en la contundencia del objeto, pero no por la descomposición de la figura, y tampoco por la historia lineal, como por ejemplo en Cézanne, sino por la historia reunida en figuras de sección áurea y contiguas. El efecto es dado por las fronteras inmediatas que permiten absolutizar la duración en un solo tiempo ortogonal, sincrónico, que Torres denominaba “universalidad total”.

Las figuras contenedoras son autónomas y dependientes a la vez, y semejan escaques o casillas, como las del tablero de ajedrez, aunque irregulares, en las que a su vez aparecen otras figuras. No representan biografías ni cronologías y tampoco son narraciones. No aluden a cosas o seres particulares sino a anónimas e innominadas recreaciones de vivencias de un observador que puede ver más allá del tiempo. Dibujos, símbolos ancestrales, imágenes reconocibles, metonimias y metáforas se convierten en cualidades puras que parecen surgir de una milagrosa mezcla de imitación y abstracción. Sugieren lo que sugiere la idea y no lo que sugiere la cosa y el hecho. No sería del todo correcto suponer que se trata de un arte que por ir hacia la idea va también hacia la esencia. Por el contrario, se mantiene en la superficie del accidente y de lo eventual, de lo cotidiano, y hasta invoca lo apacible, convencionalmente sensual, monótono, alegorizando instantes cualesquiera, lugares indeterminados, circunstancias fortuitas, aunque todas reconocibles, familiares, latentes y, aún más, sentidas, adoradas, hasta glorificadas.

Un arte que se empeña proyectar, entre las intermitencias del plano, mensajes contundentes, cifrados pero adivinables, contra una penumbra de color crepuscular. Es una sustancia que se desarrolla hasta volverse supraindividual, independizada de la percepción para colectivizarse como las creencias. Si Torres García le llamaba arte universal, porque hacía descansar la novedad en la forma clásica, es universal también porque recrea el mito de una colectividad y no se limita al individuo. No busca la verdad del mundo sino, se diría, el mundo de la verdad: en esta casi imperceptible inversión consiste el secreto de su constructivismo.



Que lo interior escape del encierro de la conciencia equivale a una suerte de liberación, una especie de ascensión hacia la trascendencia. Para Torres no hay riesgo en el misterio, en el afán por contemplar el horizonte negado fuera del campo del arte. Esto se puede interpretar en el sentido místico, moral o religioso, o en todos estos sentidos a la vez. Pero hay algo único en la simultaneidad mística, moral y religiosa: cada fuente alimenta a la otra en un círculo recursivo o autopoiético. Sugiere más que otro el sentido de las transformaciones y estados de una larva de mariposa, el cambio que no sólo conduce a otra forma sino también a otra función. El indicio está para sugerir otro, porque solo no tiene mucho valor; y el otro indicio a su vez quiere registrarse y mostrarse, por lo que la percepción pasa de una figura a otra y las fronteras unen y completan en lugar de separar. La historia del yo, pues, no es una historia de circunstancias, aisladas, desconectadas o acumuladas, que el artista habría sugerido para captar el momento que une el pasado con el presente, como ocurre en el arte clásico. El arte clásico se afanaba en despertar de lo profundo aquello que deseaba volver perceptible. Torres busca el resultado último de toda conexión temporal en una síntesis de experiencias, en una unidad compacta asimilada a todo presente, con lo que se ha vinculado el yo y el mundo, se diría que reconciliándolos.

Wittgenstein estableció una relación entre la lógica y el mundo: “La lógica llena el mundo; los límites del mundo son también sus límites” [5]. En Torres García se establece una relación semejante: el arte llena el mundo; los límites del mundo son también los límites del arte. Quiere ir más allá del mundo, más allá de lo conocido, hacia el universo total. Quiere ir más allá de los límites, traspasar aquello que separa cada posibilidad de reconocimiento. Aparece así la subjetividad organizada en dos planos. Una, vivida en el pasado y transformada en conciencia reticular, plena de vivencias, huellas e indicios que registran el paso del hombre por el mundo. Otra, forjada en el presente, recuperada de la memoria y reunida en una sola dimensión temporal. No es más que la captación por parte de un sentido que nos falta en el cuerpo. Por lo que es factible encontrar en una sola obra la presencia de todos los yoes habidos, de todos los presentes de la historia personal, liberados al fin del tiempo, ya que no necesitan soluciones de continuidad ni retrospecciones.

Asociadas de esta manera las dos subjetividades permiten que el arte se establezca como un dominio nuevo, una realidad supraindividual que resulta de transformar y metamorfosear lo que fueran dos objetividades paralelas. No se transforman por dejar de cumplir con algunas imposiciones de la subjetividad: incredulidad, horror, superstición, miseria, ensoñación, candidez, amor. Todo se transforma en estados mentales que anegan la experiencia concreta: sospecha, intuición, elección, voluntad, negación. No hay vivencias: hay resultado de vivencias. El hombre quiere perseverar y acrecentarse en una transformación que sólo se logra por la unificación del entramado.




La conciencia estética trasplanta valores del campo estricto de la subjetividad al campo de la objetividad real. Este fenómeno se conoce con el nombre de proyección sentimental (Einfühlung). Si se encuentra en Torres esta clase de transferencia es lograda por las figuras que, si bien son pura forma interior, intrinsiqueza o intimidad (reúnen lo ensalzado, simbolizan lo glorificado), se proyectan nuevamente hacia lo exterior, alcanzando estatus universal, semiologizados (entran a formar parte de un sistema de signos), con lo que son devueltos al más mundanal de los mundos. Ahora son estereotipos, signos socializados, reconocibles no por su espaciotemporalidad sino por su valor intrínseco: la silueta humana, la de la casa o la fábrica, la rueda, el florero, la llave, las letras. A veces sugieren la ciudad, el trabajo, los viajes, el puerto, el barco, la calle, el personaje anónimo que la cruza, el carro tirado por un caballo, el tranvía. Nunca un carro, un personaje, una llave, una silueta de persona determinada. Asimismo, el reloj, el ancla, la botella, y otros símbolos no tan mundanos como la balanza, el sol, el pez. Sentir y transmitir el sentir es crear figuras, y la figuración no es el objeto de la subjetividad (como en el cubismo y el expresionismo) sino sólo un medio para organizarla. La figuración y su correspondiente transfiguración es algo que logra Torres García hacia el final de su vida (y constituye su emergente filosófico), el objeto final que traspone al yo y se hace universal por la unión de dos empirias diferentes, pasada y presente, unificadas en una sola.

El sentir del hombre no se sostiene en ningún tiempo, no permanece ni “pasa por”, no es más subjetivo que objetivo ni más objetivo que subjetivo. El sentir que crea una nueva dimensión intemporal es el sentir estético. Esta dimensión del presente puntual, en determinado momento del tiempo físico, es la dimensión en que se condensan todas las veces estrictamente necesarias para volver sensible la otra realidad escondida, nueva. Debido a que la conciencia vive en tal dimensión, aunque no viva en ella el cuerpo, es necesaria una actividad cada vez, sin que tenga que ser permanente, para estar en coordinación con el mundo y evitar toda sorpresa, ya que todo se contendrá en lo conocido.

Cada división muestra una vez oculta en la serie, no en momentos ni locaciones. Una piedra, una cosa, un ser vivo cualquiera muestra sólo aquello que es en el momento y lugar. Un elemento en la serie vale por su carácter de sucesor, pero en este caso no hay serie y por lo tanto no hay sucesores. Sólo hay una organización de elementos reunidos en el mismo paradigma temporal, con lo que se establece una nueva clase de tiempo. Los objetos animados expresan la evolución; los inanimados, la expansión del universo; tiempos pausados, lentos, disímiles, inadvertidos para el hombre. La realidad estética no responde a la lógica cronológica sino a la no cronológica. La estructura ortogonal es la exaltación del tiempo, un intento de resolver su misterio como realidad humana, universal y necesariamente lógica. Se vislumbra la universalidad en el propio ser, en el simple objeto, y también se advierte que se ha vivido a ciegas, en compartimientos estancos, encasillados, en un mundo siempre igual.




Este sentir pertenece a un saber que escapa al poder del conocimiento sistemático y que se mezcla con el diario vivir, con la toma aleatoria de decisiones y elecciones. Es discretamente caótico y, por eso mismo, activo y pujante. En los dominios en que las decisiones no dependen directamente de la ciencia, de la política, del saber consuetudinario, la energía caótica de la vida psíquica decide la marcha de la humanidad. Lo hace a espaldas de la conciencia cotidiana. Es el problema de la ciencia de la historia, a la cual escapa el saber, tapado por los hechos. A Torres le interesó siempre revelar esa otra historia que nos pertenece y que no “pasó” sino que está aquí: la historia concentrada y siempre presente que abarca el pasado y el futuro. El tiempo de los hechos esconde la humanidad del saber y del sentir. La historia no cronológica nos pasa inadvertida, de manera que debemos reconstruirla cada vez consciente o inconscientemente, lo que parece el eterno retorno; pero es sólo eterna reconstrucción, esforzada electividad en lo múltiple de la experiencia.

A todos ocupa hoy el tema de los nuevos tiempos, la forma de insertarse en ellos con felicidad. Se piensa que ha llegado algo diferente al planeta; no que el planeta ha llegado a otro lugar del universo. Ante lo que no se ve, es preferible pensar en lo que probablemente no existe. Este afán moviliza y aun dirige los planes y doctrinas en todos los estamentos de la sociedad. También debería ocupar a todos la búsqueda de un principio fundamental relativo a cómo escapar o a cómo liberarse de estos tiempos, para que en el intento pueda permanecer algo que ellos no se lleven. Este dilema, estar en el tiempo o salirse de él, fue uno de los asuntos que invadieron la mente de Joaquín Torres García, hacia 1932, cuando descubrió la necesidad de unir el origen con su realidad actual, con la marcha de lo moderno. Decía: “no hay que dejarse arrastrar por la corriente del siglo” [6]. Se diría que intuyó la conexión inextricable entre dos fuentes del sentir y del saber que nacen a partir de la objetividad radical, que la vida y el arte sintetizan cada una a su manera. Torres buscaba cómo desempeñarse, cómo expresarse fuera del tiempo. Quería la “vuelta a los rituales del saber, desde donde poder retomar el hilo de una tradición cortado en algún momento de la historia” [7].

El logro de Torres es, como afirma Juan Fló, “aproximarse a los valores de la gran tradición” a través de una pintura “que se vuelve cada vez más simple y más austera, cada vez menos suntuosa y fruíble”[8]. Encontramos así, en algunas de sus obras, sobre todo en sus pinturas constructivas, la huella de la objetividad original tanto como la de la objetividad transfigurada o metamorfoseada en arte moderno u objetividad en mutación. Está en ellas un mismo yo oculto tras la acción de la experiencia vicisitudinaria, la reunión en un solo punto virtual de las veces constitutivas esenciales tanto como de las concretas. Porque su propósito no es pintar la apariencia sino “lo que es”. “El arte ignora el objeto. Ni quiere la ficción de la perspectiva. Quiere lo que ES; no lo aparente” [9]. Estas palabras contienen “una nueva concepción del mundo” [10]. Es una concepción vicisitudinaria, que entraña el sincretismo de la historia personal y de la memoria episódica. En ella la historia se reduce a un signo icónico, como el que aparece de vez en cuando entre los rectángulos del cuadro constructivo. Algo que sólo tiene como efecto el arraigo de la obra en la realidad, “figuraciones de objetos cotidianos” que hacen “volver a la obra algo familiar al mundo de los hombres” [11].

La historia en el fenómeno vicisitudinario no es más que la imprimación de la experiencia dotada de aspiración y superación, es decir, de trascendencia. Porque de ella no obtenemos un almacén sino una química espiritual, no un registro de todas las miradas sino una sola, no una narración sino una idea, no una fábula con una enseñanza sino la misma enseñanza en el anonimato o en la indeterminación del saber. Se trata del ingrediente concreto, de la objetividad del arte y no de la apariencia (para Torres lo “concreto” es lo contrario a lo “aparente” [12]).

¡Cómo no se va a ampliar el mundo y el yo! El yo nos lleva al mundo. Decía Torres: “sin esa parte humana, honda, nada de grande y fuerte puede hacerse. Por esto, hoy nuestra reacción en tal sentido es bien categórica: decimos que nuestra verdad y realidad es el espíritu; el alma, si se quiere. Y, de acuerdo con esto, no vamos en busca de lo externo de las cosas, sino de la idea (en el sentido platónico) de las cosas. De ahí, pues, una pintura mental y no visual (no digo intelectual). Y, tal concepción de la pintura, nos lleva a lo universal; a considerar el kosmos; el mundo.” [13] Esta idea, como acota Torres “en el sentido platónico”, no debe confundirnos: pertenece al cosmos y no a la dimensión de las verdades.
Torres no defiende el idealismo ni el mentalismo ni el espiritualismo ni el personalismo. Su mira está puesta en lo concreto, y se comprueba en la mención del kosmos griego. Su atención se fija en una esencia que sólo puede investigarse en el arte a partir de lo subjetivo, íntimo pero concreto, que no desdeña la verdad objetiva original de la tradición más venerada, pero que se vuelve a armar y a organizar a través del esfuerzo y de la inteligencia. Este gesto o actitud, perseverante y firme, parece gobernar toda la trayectoria de Torres García. No se trata sólo del despojamiento del arte en su evolución formal, o en sus evoluciones, camino a la idea, en el sentido de Erwin Panofsky [14], sino también del despojamiento respecto a todo lo que es superfluo, reiterativo, infecundo.

El arte de Torres intenta atrapar lo concreto en una época en que en Uruguay los mayores talentos andaban en su búsqueda: Vaz Ferreira, el forjador de la lógica concreta o viva, pero también Luis Gil Salguero, Carlos Benvenuto, José Pedro Massera, Clemente Estable, y hasta filósofos ajenos a Vaz Ferreira, como Eduardo Dieste y Fernando Beltramo, buscaban la “base folklórica del conocimiento” y el “espíritu en acto”, respectivamente. No es una búsqueda de novedad sino el intento de abrir una ventana hacia la autenticidad y la originalidad, porque esos hombres estaban abrumados por el artificio y la imitación que reinaban en su época. Buscaban la síntesis de lo histórico, de la historia personal y de la experiencia emocional y moral humana. Es necesario advertir, además, que esta búsqueda aun hoy es vigente y estalla en los espíritus más lúcidos: “Debemos enfrentar la realidad de que en América Latina la peor pobreza, que es el origen de todas las demás, ha sido la de las ideas de buena parte de sus intelectuales y dirigencias políticas que, en general, desde el comienzo de la Guerra Fría, han vivido con sistemas ideológicos prestados.” [15]

Somos aquello que ha resultado de transformar el simple permanecer, el durar simple o estarse sin desaparecer, en lo que trasciende el individuo; en algo universal. Si el universum es una hipótesis según la cual la existencia es una entidad separada de quien la contempla, el multiversa es la posibilidad de que existencia y ser sintiente creen una verdad en otros versa, pues para la subjetividad “cada versum del multiversa es igualmente válido”, y el arte reclama “un versum común a través de una coexistencia de aceptación mutua” [16], reclamo de carácter ético que subyace en el constructivismo de Torres. Somos, pues, lo que tiende a algo en tanto en cuanto ese algo es otra cosa más amplia y más profunda. Algo que conecta en un instante fugaz nuestra relación con el kosmos o, para decir mejor, todo el contacto que hemos tenido con la vida, del cual ha surgido nuestro mundo y nosotros mismos, porque somos nuestro mundo y fuera de él estamos solos. El querer ser, es decir, el seguir esa tendencia, no es representación, como decía Torres García; es lo que es; es querer lo que ES; no las ficciones, no las apariencias. Estamos cansados de las apariencias. Pero en arte nadie se cansa de algo si no dispone de otro universo de complacencia y exaltación.

El secreto de la existencia para nosotros, pues, es dar con el querer y esforzarnos por ponerlo en claro, aunque nos lleve la vida, como le llevó a Torres. Él no tuvo las cosas claras desde el principio y se debatió entre el abanico multifacético de posibilidades, sugerencias, magnetismos y revoluciones que se cruzaron en su camino por varios continentes culturales y países estéticos e ideológicos. Sólo un gran esfuerzo interior le permitió consolidar un arte en el cual está, en cada obra, la experiencia selecta experimentada en toda su vida y elaborada bajo forma de mágica ecuación, sencilla, breve, despojada, inmediata, y a la vez viva, rítmica, insondable y permanente. Algo que pudo más que el tiempo inútil o fallido, se transformó en tiempo verdadero.
Junio de 2018.


REFERENCIAS:

[1] Ver Remo Bodei, Destinos personales, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2006. Vale la pena evocar el texto de Proust: “Sin duda, es la existencia de nuestro cuerpo, semejante para nosotros a un vaso en el que estuviera nuestra espiritualidad, lo que nos induce a suponer que todos nuestros bienes interiores, nuestros goces pasados, todos nuestros dolores están perpetuamente en nuestra posesión. Acaso es también inexacto creer que se van o vuelven. En todo caso, si permanecen en nosotros es, generalmente, en un dominio desconocido donde no nos sirven de nada y donde hasta las más usuales son repelidas por recuerdos de orden diferente y excluye toda simultaneidad con ellas en la conciencia. Pero, si volvemos a dominar el cuadro de sensaciones donde se conservan, tienen a su vez el mismo poder de expulsar todo lo que les es incompatible, de instalar, solo en nosotros, el yo que las vivió. Ahora bien, como el que yo acababa súbitamente de volver a ser no había existido desde aquella lejana noche en que mi abuela me desnudó a mi llegada a Balbec, muy naturalmente, no después de la jornada actual, que mi yo ignoraba –como si en el tiempo hubiera series diferentes y paralelas- sin solución de continuidad, inmediatamente después de la primera noche de aquel tiempo, me situé en el minuto en que mi abuela se inclinó hacia mí.” (En busca del tiempo perdido, tomo 4, “Sodoma y Gomorra”, Madrid, Alianza, 1967, p. 184.)
[2] Peter Sloterdijk, Crítica de la razón cínica, Madrid, Siruela, 2007, p. 507.
[3] Peter Sloterdijk, obra citada, n. 138, p. 777.
[4] Joaquín Torres García, Lo aparente y lo concreto en el arte, Montevideo/Buenos Aires, CEDAL, 1969, p. 13.
[5] Ludwig Witttgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, Madrid, Alianza, 1973, 5.61, p. 163.
[6] Gabriel Peluffo Linari, Historia de la pintura uruguaya, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1999, Tomo 2, p. 44. Ver también p. 47.
[7] Gabriel Peluffo Linari, obra citada, p. 43.
[8] Juan Fló, “Significación de Torres García”, en Testamento artístico, estudios críticos de vv. aa., Montevideo, Vaconmigo, Biblioteca de Marcha, 1974, p. 22.
[9] Juan Fló, obra citada, p. 27. El texto de Torres pertenece a Hechos, un manuscrito de 1919 rescatado por Fló, que obra en poder de la familia del pintor.
[10] Juan Fló, obra citada, p. 28.
[11] Juan Fló, obra citada, p. 36.
[12] Joaquín Torres García, Escritos, Montevideo, Arca, 1974, Nº 21, p. 21, selección analítica y prólogo de Juan Fló (la expresión procede de La recuperación del objeto).
[13] Joaquín Torres García, Lo aparente y lo concreto en el arte, Buenos Aires, CEDAL, 1969, p. 26.
[14] Erwin Panofsky, Idea, Madrid, Cátedra, 1998.
[15] Luis Alemañy, La rebelión de la inteligencia, Montevideo, Ediciones de la Plaza, 2005, p. 81.
[16] Humberto Maturana y Francisco Varela, De máquinas y seres vivos, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1973.

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