G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: mayo 2021

lunes, 10 de mayo de 2021

GEERTZ, REAL DE AZÚA Y FOUCAULT

 

ESPACIOS DEL SABER Y DEL PODER

(A propósito de Clifford Geertz, Carlos Real de Azúa y Michel Foucault)


La antropología nos manda el aviso: la inteligencia no es una conquista que llega con el tiempo, el cuerpo físico no es anterior al cuerpo psíquico. La evolución que alcanza al homo sapiens no es solo la serie de transformaciones corporales que llevan al aumento del tamaño y del peso del cerebro. Genética y cultura se inician juntas e influyen mutuamente, desde el principio, con la supervivencia como primer designio. Entre ellas prospera una tercera fuente modificadora, creativa o destructiva: la ideología.


Se ha superado el concepto según el cual el cuerpo y la mente son realidades autónomas que luego, y en la medida en que el cerebro cobra dimensiones diferentes a las de otras especies, se juntan para formar una sola. El complejo proceso a través del cual los hominoides se diferenciaron de los homínidos se esconde tras el indispensable intercambio de genética y socialización, por aquello de que “Sin hombres no hay cultura, por cierto, pero igualmente, y esto es más significativo, sin cultura no hay hombres.” (Geertz, 1973, 55).

Se confirma que el hombre, a expensas de su capacidad creativa o disposición cultural, contribuye en la configuración de lo que finalmente es. Se vuelve necesario reparar en cómo este fenómeno se reconoce en lo ontogenético merced al mutualismo entre genes y medio ambiente, del cual nace la facultad de conocer. Así como no habría cultura sin personas, tampoco habría personas sin cultura, porque solo el cuerpo y su cerebro no bastan tal como los conocemos para que surja la persona tal como la conocemos. Existe una vinculación de reciprocidad imprescindible para que la inteligencia se desarrolle y se consagre en su plenitud, en los hechos y realizaciones y de acuerdo a todas las posibles modalidades de vida entre humanos.

 

LO QUE ES DADO


Los antropólogos han estudiado la forma en que la especie conquista la inteligencia, el conocimiento, las habilidades y la posibilidad de realizaciones que constituyen la cultura. Se han modificado algunas teorías, ganando la idea de que lo innato y lo adquirido participaran en igualdad de condiciones. Hay un detalle en el análisis que está a punto de llamar la atención por sus destacadas connotaciones. Se trata de cómo se registra esa conquista en el individuo, en el desarrollo de la las transformaciones que desembocan en la personalidad, el saber que se enfrenta a lo cotidiano en el plano individual y la espiritualidad o dimensión emocional que no es ajena a la dimensión cognitiva.

Hace un siglo y medio que la filosofía clásica y la psicología emergente se atienen a la tradición de separar el conocimiento y los sentimientos. Responden a la inveterada tendencia a analizar, a examinar por partes, a dividir la inteligencia en secciones autónomas y enclavadas en órbitas que se han emplazado de acuerdo a interpretaciones que discriminan lo objetivo y lo subjetivo. Y no en vano se procede de esa manera, pues resulta notorio que el cuerpo siente de una manera completamente distinta a cómo siente la mente, el espíritu o como quiera llamarse a esa esfera intangible y, al mismo tiempo y con contundencia, presente; tan presente para los seres habilitados para conocer como están presentes las rocas o las montañas. Si se pudiera apañar un pensamiento que fuera capaz de reunir en una misma sensación lo físico y lo psíquico, entonces, ese pensamiento reuniría todo lo que al día de hoy se requiere para fundar una nueva filosofía.

Dios no juega a los dados, pensaba Einstein. Y se podría creer que tampoco se resigna a aburrirse sin hacer alguna cosa, aunque fuera crear una criatura a medias, que en parte se gesta sola en el vientre de la madre y en parte se termina de gestar afuera. Y que a esta criatura le influya el medio en que se cría y desarrolla y que además le conste el propio empeño que pueda poner en formarse y desafiar las condiciones con que el mundo le espera. Por cierto, resulta extraño que, entre miles y miles de especies cuyos individuos nacen ya hechos y completos, solo una se exonere de esa condición. Hay quien cree que se debe a que ha desarrollado un cerebro tan grande que la naturaleza, sabiamente, la manda al mundo antes, con lo que disminuye el sufrimiento en el parto.

No es la única característica diferenciadora y sería tedioso mencionar otras como la columna erguida, el lenguaje o la oposición del pulgar. Pero hay una que se destaca por la decisiva importancia que algunas ciencias sociales vienen atribuyéndole desde hace bastante tiempo: la capacidad de simbolización y con ella la de generar cultura. Es la facultad de organizar la vida, individual y social, no solo en torno a los requisitos para satisfacer necesidades primarias, alimento, abrigo, seguridad, reproducción, sino también en torno a otras inquietudes como combatir el miedo o resolver misterios.

 

LO QUE ES CREADO

 

Se sabe que algo es necesario y urgente, y ese saber se siente en carne viva y todavía como deber para consigo mismo y para con el grupo (aunque en principio raso, interesado y quizá egoísta). Con solo esas tres condiciones ya están en marcha los ingredientes humanos más preciados: lógicos, éticos y estéticos, de manera que se activan en coordinación armoniosa los recursos formales, morales y perceptivos. Con ellos surge la habilidad para conseguir el alimento adecuado, encontrar el mejor abrigo, asegurar la continuidad de la prole, evitar a los depredadores, procurarse la salud o combatir las enfermedades.

A la realidad asumida por nacimiento se asocia la realidad desencadenada por el encuentro con el medio, con sus dádivas y mezquindades, bondades y contingencias insospechadas. Si no cuenta con todo lo necesario para afrontar el mundo, para adaptarse a él espontáneamente, como parece que cuentan otras especies, ¿qué hace el individuo humano? ¿Cómo procede? Pues, siente el mundo, sabe o tiene conciencia de ese sentir y articula el saber y el sentir como deber, de cuyo cumplimiento depende la supervivencia propia, la de la prole y el grupo. Esto no es sino crear una realidad virtual que se asocia a la realidad asumida por nacimiento y a la realidad del entorno. Con lo que ya queda dispuesta una constelación de creencias, símbolos y referentes de carácter sagrado. Para que no desaparezca enseguida o se pierda con el paso de las generaciones, se eterniza en objetos, cosas y hechos, relatos orales, pinturas, estatuillas o creaciones que contienen un sentido agregado al de su materialidad simple. Junto a las primeras herramientas creadas para un fin práctico, hachas, filos y percutores, pieles de abrigo, y armas como garrotes o lanzas, esas creencias y símbolos van a integrar el universo de la cultura.

El desarrollo intrauterino se complementa con la creación semiautónoma y externa de recursos para insertarse en el mundo. Una actividad creadora que no sería posible sin la conciencia de sí, sin tener en cuenta el mundo y sin tenerse en cuenta a sí mismo como función creadora. El ser consciente se divide en dos burbujas (ámbitos cerrados, estrechos, y casi aislados), aunque exista solo una: la que conoce y la que es conocida, que cooperan o se inhiben mutuamente. La primera burbuja se ocupa de la información que viene de los sentidos, cifrada en un paquete de códigos que el cerebro tiene que trascribir al lenguaje con el que se entienden las grandes trabajadoras del cerebro, las neuronas, y con el que configuran la segunda burbuja.

En la consumación de ese trabajo de traducción es donde se genera una clase de fenómenos extraordinarios, no bien conocidos por la ciencia. Estos fenómenos se asimilan a inquietudes que se proyectan más allá de las urgencias inmediatas y que se sienten como si fueran información sensible. Porque no se comprenden entre los datos de los sentidos, se elaboran solo para quedar atrapados en el sí mismo y para terminar consolidando la esfera interna ‒introvertida‒ de la cultura personal. Una esfera que no debe confundirse con la externa, la cultura en su significado general, el de las realizaciones de la mano del hombre, el de las ideas, conceptos, imágenes, representaciones mentales o intelectuales.

En ella se esconde el secreto de la personalidad, pues, si bien la cultura material e intelectual caracteriza al conjunto de las personas y a la sociedad, y se desarrolla según ciertas normas de convivencia (de derecho y de hecho), la cultura interna depende en gran parte de lo que cada sí mismo haga con sus inquietudes y sentimientos. Se refleja de una manera diferente en cada persona, aunque dispersa sus destellos ‒y también sus sombras‒ en el plano en que se confunden y mezclan las costumbres, hábitos, ideas consensuadas y conceptos compartidos, con la figura que cada uno imprime en la percepción de los demás. Este departamento de la cultura es el que atañe a la educación, porque, como se desprende de su carácter subjetivo, es el que es necesario asistir en su generación y en su desarrollo.


SIMBOLIZACIÓN E IDEOLOGÍA


La especie, decíamos, posee la capacidad de simbolización y con ella la de generar los bienes culturales. Pues bien, la simbolización es el tema que interesa a los antropólogos, pues en la posibilidad de producir símbolos radica la generación de cultura. Y las diferentes culturas del mundo y de la historia son el centro de interés de los estudios antropológicos y etnográficos. Los símbolos son entidades sociales que reúnen ingredientes compartidos, sea porque representan significaciones capaces de alinear inquietudes de la esfera privada o pública, y de aliviar tensiones derivadas de ellas, o porque ofician de instrumentos para salvaguardar intereses particulares o nacionales, individuales, de países y de sociedades de países. Lo que parece cierto es que invaden el terreno de las creencias y, sutil y sigilosamente, el de las convicciones y el de las conductas.

A las burbujas de sujeto cognoscente y objeto conocido se agrega una tercera burbuja de ideología. Es una dimensión independiente en cuanto se escabulle entre las otras dos, se infiltra en la información proveniente de los sentidos y se oculta entre las inquietudes internas, el sí mismo o mundo autoconsciente. Escondidas, estas inquietudes internas pertenecen al contrabando que evade el control de los receptores externos y de la conciencia, discurriendo por las vías comunicantes en que fluye el impulso neural. Libre de cualquier control de naturaleza instintiva o intuitiva, se expande y toma por sorpresa al pensamiento.

No es saber, no es sentir, intuir, pálpito, inducción, nada que se relacione con la voluntad, tampoco traducción de un lenguaje a otro. Es pura infiltración, “ruido”, transmisión por la vía subliminal, curso y corriente que invita, sin que se sepa, a pensar y a obrar bajo impulsos furtivos y vagarosos que siguen las sugestiones silenciosas de un polizón que viaja a bordo. Una red de significaciones contumaces, de simplificaciones ideológicas y reacciones automatizadas e intrusas que navegan sin que lo sepa el capitán: el sistema simbólico que se glorifica y petrifica en la ideología.

La facultad de crear instrumentos para enfrentar lo adverso tiene sus aspectos contradictorios que aparecen cuando lo sensible se confunde con lo mental, se encaran problemas de un plano como si fueran de otro. Lo que debería ser pensado es actuado, y lo que debería ser actuado, llevado a lo real, es solo pensado de manera desordenada y lábil. Muestra de esta anomalía se revela cuando frente a un problema se dice “no hay que pensar tanto”, “no hay que darle tantas vueltas al asunto”. Se registra cierta renuncia a “trabajar” el problema, a realizar un esfuerzo para comprenderlo. Surge así un conflicto crucial que se reproduce en todos los niveles de la actividad social y por el que lo adverso, sin dejar de constituir un problema, se enfrenta con la ayuda inconsciente de la ideología.

Es estudiado principalmente como fenómeno social y planteado a través de variedad de explicaciones. Las tensiones sociales estarían en sus motivaciones profundas, ya porque la ideología obraría ante ellas como catarsis, u obraría como alivio al reforzar la moral, negándolas o legitimándolas. Podría funcionar como fuerza aglutinante y generadora de solidaridad, y también como medio de solucionar tales tensiones por obra de ideólogos que las revelan y hacen públicas (Geertz, ob. cit., 180). En torno a la década de 1930 se divulgan teorías que marcan la relevancia del tema e incluso agotan el análisis que venía siendo objeto de especulación por parte de Marx, Durkheim, Weber y otros, y que continúa en la obra de los fundadores de la sociología del saber y de quienes la recomponen en lo que se llamó arqueología del saber (Scheler, Mannheim, Foucault), los antropólogos (Malinowski, Lévi-Strauss, Bateson) y los sociólogos funcionalistas anglosajones (Parsons, Merton, Radcliffe-Brown).


EL CLISÉ DE LA DESESPERACIÓN

 

Interesa destacar un punto observado por Clifford Geertz, a saber, que la tensión social, además de constituir un conflicto social, “se manifiesta en el nivel de la personalidad individual ‒que es ella misma inevitablemente un sistema mal integrado de deseos en conflicto, de sentimientos arcaicos y de improvisadas defensas‒ como tensión psicológica. Lo que se ve colectivamente como incongruencia estructural se siente individualmente como inseguridad personal, pues es en la experiencia del actor social donde se encuentran y se exacerban recíprocamente las imperfecciones de la sociedad y las contradicciones de carácter. Pero, al mismo tiempo, el hecho de que la sociedad y la personalidad sean sistemas organizados (cualesquiera sean sus deficiencias), antes que meros conjuntos de instituciones o puñados de motivos, significa que las tensiones sociopsicológicas que la sociedad y la personalidad producen son también sistemáticas, que las ansiedades derivadas de la interacción social tienen una forma y un orden que le son propios. En el mundo moderno por lo menos, la mayor parte de los hombres vive vidas de desesperación configurada.” (ob. cit., 179)

“El pensamiento ideológico es pues considerado como (una especie de) respuesta a esa desesperación”, concluye Geertz. Es una “salida simbólica a las agitaciones emocionales generadas por el desequilibrio social”, por lo que la interpretación de la ideología desvía su anterior punto de vista, inspirado en la conducta militar, en la que no encuentra sitio la voluntad propia en las decisiones, y en la que predomina la obediencia debida. Entra a servir como referente el “modelo médico” que se patentiza hasta como caricatura en el hábito de comerse las uñas ‒la misma ideología resulta de una caricaturización de las “opiniones rígidas y siempre erróneas” (175). El cuadro que mostraba la ideología entendida como “parcialidad, ultra simplificación, lenguaje emotivo y adaptación a los prejuicios públicos” (171), en una caracterización “despectiva” de pensamiento “sospechoso, dudoso, como algo que deberíamos superar y expulsar de nuestra mente” (173), cambia de hermenéutica sociológica.

Vienen a decirnos los pensadores sociales que la ideología es una incrustación que parasita en la burbuja interior y que proviene de la alucinante cosecha de los sentidos. O es, lo que resulta patético, una construcción derivada de la desesperación causada por las tensiones sociales. Sin perjuicio de que la descripción puede convalidarse en cantidad de casos, y sin olvidar que Kierkegaard la aplicó al hombre como rasgo irreductible, la ideología resulta algo más cotidiano. Se diría que no es una situación límite, un malestar que hace sufrir como una enfermedad. Que hasta parece típico en las muchedumbres, aunque valetudinario y amoral, epidémico. Parece gravitar extrañamente y moverse en el aire como una semilla de cardo que germina, crece y se ramifica obstruyendo las ventilaciones de la burbuja.

En lo individual es el suplente del yo quien la experimenta, cuyo rostro lleva el antifaz (o la interfaz) que oculta lo que podría ser sin los recambios, prescindiendo de los reflejos que hacen las veces de persona en el mundo y ente los semejantes. Es la conciencia vicaria del mercado de la convivencia, la actitud de indefensión capaz de generar toda ofensiva, interesada, devota, perseverante, especularmente solidaria e incondicional ante un símbolo o ante un conjunto de símbolos y significaciones con los que pacta un nuevo “contrato social”. No es la enajenación, exactamente, sino el abandono, el laissez faire psicológico y ético. El dejar hacer está en la base de la mayoría de sus emprendimientos y conductas.


INFILTRACIONES ELECTIVAS

 

Sería oportuno considerar cómo se forma la persona a través de las tres grandes explicaciones prevalecientes en la teoría. Todas referidas a unos planos y volúmenes estructurados en torno a otras tantas fuentes de formación de conciencia: el trabajo, la convivencia, la tan mentada “microfísica del poder”. Cómo, por tales vías de intermediación, se formarían las burbujas del yo cognoscente, del mundo conocido y de la ideología que altera a las otras dos burbujas. Y cómo esas burbujas se constituirían por la enajenación del trabajo y/o efectos de una lógica social exclusiva (Marx, Durkheim), por la neutralización de la actividad consciente y soberana (Geertz, Ricoeur) o por la acción del poder social, no político, económico o administrativo, que modificaría el sueño del contrato social (Foucault, Real de Azúa).

Intentemos aplicar un cierto pulido a estas reflexiones. Los pensadores vienen a decirnos cuáles son los factores que incurren en la configuración del poder, el máximo productor de ideología y, disimuladamente, de persona y personalidad. A saber a) el origen social; b) la relación económica; c) la pertenencia étnica, nacional, regional, local; d) el reclutamiento respecto a la posición social; e) las calidades y habilidades requeridas; f) las carreras, el orden de profesionalidad o amateurismo; g) la cultura, esencialmente en el aspecto de la formación educativa y el nivel intelectual alcanzado; h) la ideología, “entendida especialmente en su aspecto de creencias justificativas sistematizadas, de valores básicos profesados, de perspectivas, metas, objetivos y fines. El coligante religioso y el más impreciso de concepción del mundo”; i) el estilo de vida; j) los contactos físicos y sociales; k) el grado de poder (Real de Azúa, 1990, 235).

No se pueden pasar por alto “los dos magnos fenómenos, desplegados en viva interacción, de la masificación de la sociedad y del creciente poder de los medios técnicos ‒materiales y simbólicos‒ que se hallan en condición de modelarla. Desde una línea de análisis que parte de Tocqueville, sigue a través de Ortega y Gasset, Hanna Arendt, Marcuse y tantos otros, la primera menta el proceso resultante de la destrucción de los ‘grupos intermediarios’ entre la persona y el Estado, el desarraigo del hombre de sus cuadros originarios por obra de la industria y la urbanización, la ‘anomia’ derivada de la erosión crítica ‒primera‒ y la destrucción ‒más tarde‒ de todo sistema firme de valores y de pautas de comportamiento, el automatismo creciente de sus reflejos al impulso de una economía de ‘promoción y ventas’ implacable, su total ‘exposición’ a los influjos provenientes del poder social con visa a anular la singularidad de sus actitudes y la indocilidad posible de su conducta. El resultado de la acción conjunta de todas estas fuerzas: conformismo, pasividad, puerilización axiológica y cultural impotencia, irresponsabilidades, como resulta fácil entenderlo” (ib., 283).

“El concepto de elite funcional o categoría dirigente explica el ‘cómo’ funciona una sociedad moderna y compleja. El concepto de sector dirigente ‘real’ en la cima unificada de poder explana a su vez en qué dirección y provecho sustancial de quiénes lo hace. Ambos tipos de conformaciones minoritarias funcionan al mismo tiempo y coinciden, se trasladan o divergen total o parcialmente. Parodiando a George Orwell diríase que ‘todos son dirigentes’, unos ‘son más dirigentes que otros’ o, lo que es diversa manera de expresarlo, que si unos pertenecen al sector dirigente real los restantes quedan fuera de él. Si esto ocurre de tal modo es porque se da habitualmente el siguiente clivaje: una parte de las elites funcionales: la empresaria, la de medios de difusión de masa, la política (parcialmente) coinciden en ese sector dirigente entrelazado y visible; en cambio, diferentes zonas de aquellas: la elite sindical, la intelectual, la técnica, presionan por lo habitual desde fuera sobre el sector dirigente político y/o propietario de los medios de producción.” (ib., 306)


ESTRATIFICACIÓN E IDEOLOGÍA

 

La microfísica del poder explora diversos estratos de la sociedad en los que asoman diferentes fuentes de autoridad con pretensiones de dominio. Marcan a fuego sus jurisdicciones, ejercen presión, reclaman por derechos y particiones, pujan entre ellas o configuran círculos organizados que se pliegan o se enfrentan al poder dominante. Se trata de una “geohistoria”, con destacados desarrollos en la filosofía (Ardao, 1998, 13, 91) o de una “antropogeografía” que han desarrollado historiadores como Lucien Febvre y Fernand Braudel. Se trata de estudiar las relaciones entre espacio y poder o estudiar las relaciones entre espacio y saber.

Michel Foucault descubre “las relaciones que puede haber entre poder y saber. Una vez que el saber puede analizarse en términos de región, dominio, implantación, desplazamiento, transferencia, se puede discernir el proceso mediante el cual el saber funciona como un poder y prolonga sus efectos. Hay una administración del saber, una política del saber, relaciones de poder que pasan a través del saber y que, con toda naturalidad, si queremos describirlas, nos remiten a las formas de dominación a las cuales se refieren nociones como campo, posición, región, territorio, Y el término político-estratégico indica la manera en que lo militar y lo administrativo se inscriben efectivamente, sea en un suelo, sea en formas de discurso. Quien solo considere el análisis de los discursos en términos de continuidad temporal se verá necesariamente encaminado a analizarlos y considerarlos como la transformación interna de una conciencia individual. Construirá aun así una gran conciencia colectiva dentro de la cual pasarían las cosas.” (Foucault, 2019, 200)

“Mi hipótesis es que el individuo no es el dato sobre el cual se ejerce y se abate el poder. El individuo, con sus características, su identidad, en su fijación a sí mismo, es el producto de una relación de poder que se ejerce sobre cuerpos, multiplicidades, movimientos, deseos, fuerzas […] me parece que la formación de los discursos y la genealogía del saber tienen que analizarse no a partir de los tipos de conciencia, de las modalidades de percepción o de las formas de ideología, sino de las tácticas y estrategias del poder […] si bien es cierto que en estos años pasados nos encontramos a menudo, al menos a nivel superficial, con toda una temática: ‘nada de saber, sino la vida’, ‘nada de conocimientos, sino lo real’, me parece que debajo de ella, a través de ella, en ella misma vimos producirse lo que podríamos llamar la insurrección de los ‘saberes sometidos’. Y por ‘saberes sometidos’ entiendo dos cosas. Por un lado, quiero designar contenidos históricos que fueron sepultados, enmascarados en coherencias funcionales o sistematizaciones formales […] En segundo lugar […] me refiero a toda una serie de saberes que resultaban descalificados como saberes no conceptuales, insuficientemente elaborados, ingenuos, inferiores desde un punto de vista jerárquico, por debajo del nivel del conocimiento o de la cientificidad exigidos […] saberes de abajo, de esos saberes no calificados y hasta descalificados: el del psiquiatrizado, el del enfermo, el del enfermero, el del médico ‒pero paralelo y marginal con respecto al saber médico‒, y un saber que yo llamaría ‘saber de la gente’, y que no es en absoluto un saber común, un buen sentido sino, al contrario, un saber particular, local, diferencial, incapaz de unanimidad y cuya fuerza solo se debe al filo que opone a todos los que lo rodean […] Pues bien, creo que en esa conjunción entre los saberes enterrados de la erudición y los saberes descalificados por la jerarquía de los conocimientos y la ciencia se jugó efectivamente lo que dio su fuerza esencial a la crítica de estos últimos años.” (ib., 205, 209, 217, 218)

Las fuentes originarias de la genética y la cultura, como decíamos al principio, se inician y desarrollan juntas, en paralelo o fundidas en una unidad indisoluble. Ahora bien, no pueden evitar la generación de una interferencia brutal que, sin abandonar el designio de la supervivencia, conspira contra su hegemonía y libre desempeño: la ideología, una tercera fuente de transfiguración e interferencia, de saber y poder, creativa o destructiva, evitable o inevitable y cuya realidad puede ser tan reconocida como ignorada.

Mayo de 2021

REFERENCIAS:

ARDAO, Arturo (1993). Espacio e inteligencia, Montevideo, FCU/Marcha.

FOUCAULT, Michel (2019). Microfísica del poder, Buenos Aires, Siglo XXI.

GEERTZ, Clifford (2003). La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa.

REAL DE AZÚA, Carlos (1990). El Poder, Montevideo, Celadu.

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