G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: MIRANDO EL CIELO

jueves, 11 de abril de 2024

MIRANDO EL CIELO

                            "Estamos anclados en el presente cósmico, que es como el suelo que pisan nuestros pies, mientras el cuerpo y                                 la cabeza se tienden hacia el porvenir. Tenía razón el cardenal Cusano cuando allá, en la madrugada del                                         Renacimiento, decía: El ahora o presente incluye todo tiempo: el ya, el antes y el después." 
(José Ortega y Gasset)

De acuerdo con una primera impresión que puede tenerse mirando el cielo, surge la sospecha de que por allá arriba no hay momentos ni tiempo, y que aplicamos nuestras pautas de medición a una realidad que sobrepasa nuestro saber.

No estamos seguros de que en el universo haya momentos, y es probable que todo en él se mantenga por siempre, sin principio ni fin, como sostienen algunos cosmólogos (teorías estacionarias). Al sentido común le es difícil entender el tiempo: el pasado porque ya pasó, el presente porque es inapresable y el futuro porque aún no es. De acuerdo a la noción de tiempo prácticamente no existiríamos, lo que resulta absurdo.

Tomemos un fragmento del universo, una estrella, por ejemplo. Supongamos, sin que se trate de nada científico, que la estrella empieza a formarse, alcanza lo que tiene que alcanzar para ser estrella, existe como tal en tanto su energía se va transformando, su combustible nuclear se agota y tras un larguísimo proceso explota y muere. Todos esos estados relativos, las diferentes configuraciones de la estrella y del espacio en que se resuelve su suerte, así como las configuraciones de los diferentes componentes en torno a lo cual se define lo que llamamos estrella, ¿es su presente?

            Para un observador humano es la suma de todos los acontecimientos, los del presente y los del pasado. Pero, ¿de qué presente y de qué pasado? Es claro que es presente y pasado del observador, no se sabe si de la estrella. Desde que existen humanos sobre la Tierra la estrella Sol se mantiene incólume, posibilitando todos los presentes de todos los habitantes terráqueos de todos los tiempos. Si bien pensamos que el presente de cada momento humano se corresponde con el presente de cada momento solar, parecería que los tiempos no son los mismos.

Todo induce a desconfiar de estas comparaciones, pero es posible que el tiempo del Sol pueda ser medido en una escala diferente a la humana, no con nuestras unidades de medida sino con unidades cósmicas establecidas de acuerdo a movimientos, masas y otras relaciones interestelares diferentes. De lo que se sigue que la noción de transcurso de tiempo sería también diferente, y que, dadas las gigantescas distancias entre las entidades estelares, también serían gigantescos los tiempos. Y no hay más que dar un paso para concebir tiempos extremadamente extendidos, respecto a los cuales los humanos serían insignificantes. Aún más, se puede concebir un tiempo con duración prácticamente infinita, algo difícil de comprobar y que se refleja patentemente en algunas teorías cosmológicas de la más reciente astrofísica.

 

LA VARA DE MEDICIÓN

 

No podemos entrar en contacto con estos hechos cósmicos sin que nos parezca que se producen de acuerdo a una cadena de nacimientos, desarrollos, transformaciones y muertes. No disponemos de sentidos capaces de abarcar el fenómeno tal como es en su realidad, en forma independiente a las limitaciones perceptuales y cognitivas de los observadores terráqueos. Por otra parte, la relatividad induce a imaginar cuánto influye en nuestras observaciones y razonamientos la posición en que estamos, las consiguientes perspectivas, el movimiento y la clase de trayectoria que sigue el sistema Solar. ¿Cómo se podría imaginar que tales hechos se producen sin tener que acotarlos a la comprensión de la mente humana? No lo sabemos, pero se puede sospechar de cómo influyen esas limitaciones en nuestro conocimiento del Todo.

            Si fuera por cómo los percibimos y pensamos, no apreciaríamos desde la Tierra los mil estados en que conocemos ese Todo, los fenómenos del universo. Si sólo fuera por cómo apreciamos aquí las cosas, de las que sólo se nos aparece el estado en que están ahora, nos sería imposible entender nada del enorme espacio en que un insignificante planeta gira en torno a una modesta estrella. Ni de cómo resulta que nuestro sitio en el universo sirva de asiento para que se desarrolle la vida, que lo inorgánico se metamorfosee en orgánico y lo orgánico en inteligencia.

Por cierto, nos es posible investigar la historia de un objeto o de un ser vivo en la Tierra, porque también podemos apreciar muchos objetos y muchos seres vivos en ella, en sus diferentes estados de desarrollo, y colegir cómo es la historia de cada cosa y de cada ser vivo. Pero, ¿qué quiere decir “historia” en el infinito dominio de la realidad que sabemos comprende infinidad de galaxias, sistemas de galaxias y grupos de sistemas de galaxias? ¿Tienen historia o sólo es presente, un presente que tendríamos que aprender a concebir, para no decir observar? Hay historia en la Tierra, pero ¿qué hace la diferencia con la historia del universo?

Hay una diferencia y es la que determinan los sentidos humanos en plena actividad, la actividad que consiste en vivir. En la medida en que vivimos entre las cosas y los seres vivos, en esta pequeña zona del Todo, es necesario que se mantenga en armonía con nosotros, que somos una de sus partes. Es preciso que nuestro hábitat sea procesado por el entendimiento, sus diferentes manifestaciones, sus estados, desarrollos, nacimientos y muertes, transformaciones de unas formas en otras. Satisfacemos tal necesidad atribuyendo un cierto orden a lo que nos parece serie, un orden que llamamos razón. Todo lo que conocemos se ha adecuado a ese orden, ha sido puesto en el entendimiento gracias a él.

Ahora bien, el cerebro funciona de acuerdo al mismo orden por él concebido. Se desarrolla siguiendo la imperiosa necesidad de satisfacer los requerimientos de la vida, y de tal manera que su poder de conocer, de cumplir con la misión vital que consiste en hacer posible la vida, es el mismo poder de conservarse como tal, el poder de vivir. Volver posible el conocer y volver posible la vida ha sido uno y el mismo fenómeno que se nos aparece como dividido en dimensiones diferentes, una corporal o palpable y otra mental e impalpable. Pero ambas componen una misma y única actividad con los mismos procesos, que se enmarcan en la misma naturaleza.

No tenemos otra alternativa que aplicar nuestro cerebro para entender el universo, el mismo que nos permite entender la vida y el mundo terreno y, además, al mismo cerebro. Tierra y universo son dispuestos de tal manera que sus permanentes cambios, múltiples movimientos, accidentes y cursos naturales, se disponen en una y otra de esas dimensiones. Y en tanto series de transformaciones, como dimensión palpable y como dimensión impalpable, como presente o como pasado. Pensamiento, materia, hechos, todo en algunos de esos compartimentos estancos.

 

LA VARA DEL TIEMPO

 

Nuestro cerebro se vale de la razón terrena con el objetivo de comprender un universo que quizá requiera una razón más poderosa para ser comprendido a cabalidad. Acostumbrado a funcionar fundándose en el orden racional, en todos los grados posibles de sus posibles aplicaciones, el sentido común, la intuición, la matemática, la física, la filosofía, la psicología, ese cerebro espera encontrar, aún más allá de su puesto de observación terreno, una realidad que responda al mismo orden en que ha observado a la realidad local, porque no dispone de otro. Las magnitudes locales no alcanzan y se conciben magnitudes cósmicas: el año luz, el parsec, la unidad astronómica, los eones.

Justamente, disponer de otro orden capaz de descifrar los misterios del universo –y de paso los de la Tierra– es a lo que tiende la ciencia de hoy. Tiende a perfeccionar el mismo orden sin desviarse de sus fundamentos racionales y sólo ampliándolos. Con ello permite que la razón flexibilice sus principios o genere otros nuevos y los acomode para que no contradigan y en cambio corroboren la veracidad de sus supuestos, observaciones, teorías, comprobaciones y demás requisitos teóricos y experimentales. Igualmente, la filosofía tiende a flexionar el rigor de sus especulaciones respecto a la vida y a lo que abarca como mundo conocido.

  Lo diferente entre apreciar el todo en el universo y el todo en la Tierra, pues, consiste en que no nos es posible flexionar ese orden, los principios y fundamentos racionales de modo que sean capaces de abarcar la realidad cósmica. Esta realidad, aunque comprenda la misma realidad que conocemos en nuestro entorno solar, se aprecia de otro modo. Y el modo de apreciar humano es relativo a tamaños, a masas, a movimientos celestes locales o a múltiples formas de manifestarse la energía. En la escala del hombre todo se aplica de acuerdo a la razón, a la lógica, a la matemática, a la ciencia. Pero no hay cómo aplicar la escala del universo al hombre, la que se ajusta a tamaños, masas, movimientos, expresiones de la energía que requieren una ampliación inusitada de la razón.

Es curioso que podamos “tocar” la radiación de fondo de microondas, pero que no podamos hacerlo con restos de la energía consumida en nuestro nacimiento. Sólo contamos con relatos de nuestros padres, con fotografías o filmaciones que nos remiten irremediablemente a un pasado del cual nosotros somos el rastro. Porque nos vemos restringidos a confirmar como existente sólo lo que se puede percibir, o lo que se capta mediante instrumentos que hemos inventado para potenciar los sentidos. La fotografía de un bebé es uno de esos instrumentos.

   Lo que aquí se nos aparece en pequeño lo pensamos como posible en grande. En la misma Tierra se nos presenta al entendimiento la oposición entre lo grande y lo pequeño, así como otras oposiciones como lo que existe y lo que no existe, lo que tiene vida y lo que no la tiene, lo que es posible percibir y lo que no, lo que tiene movimiento y lo que está en reposo, etcétera. En cuanto a todo esto, la razón aplica un mecanismo funcional a la comprensión: lo perceptible, es decir, lo que queda al alcance de los sentidos, se dice que responde al estado de cosas del presente, mientras que lo que ha dejado de ser perceptible responde al estado del pasado, así como lo que se supone que alguna vez será perceptible responde al estado del futuro.

Por otra parte, si algo deja de ser perceptible, sea un ser vivo porque ha muerto, una nube porque se la ha llevado el viento o un navío porque ha desaparecido tras el horizonte, sabemos que se ha convertido en otra cosa o que está en alguna otra parte o que algo interfiere nuestra percepción. La remisión de las cosas a las tres dimensiones del tiempo no es todo con lo que contamos: también poseemos la noción de cambio. Ha cambiado de ser vivo en ser muerto, la nube ha cambiado de lugar, el navío se ha ocultado a nuestros ojos. Algo que se remite al pasado, sin embargo, de algún modo se mantiene en el presente merced a una transformación que cambia su apariencia, pero no cambia en su esencia ni pasa a otra dimensión del tiempo.

 

PARA EL UNIVERSO NO HAY TÉRMINOS DE COMPARACIÓN

 

Por esta razón decíamos que en el universo apreciamos el tiempo de manera diferente a como la apreciamos en la Tierra. Parecería que para el universo no existe la posibilidad humana de aplicar pautas de medición, y que “todo depende del cristal con que se mire”. Los diferentes estados físicos transmitidos por la percepción son conocidos a través de las pautas de la escala humana. Estas pautas se desdibujan en la escala cósmica o no sirven a la comprensión inmediata, aunque sirven a la matemática. Luego, la matemática nos ayuda a comprender esos estados físicos, aunque no a percibirlos como los de la escala humana.

No parece posible confiar en términos de comparación al mirar y admirar el universo. Sea, por ejemplo, una estrella; es muy difícil determinar su pasado, su presente e igualmente su futuro. ¿En qué estado de la estrella nuestra percepción descubre lo que llega a conocer de ella? ¿Coinciden los presentes temporales? El tiempo de una estrella medido de acuerdo a la escala humana sólo tiene sentido para la ciencia, la que “traduce” su conocimiento para que pueda asociarse a nuestra vida, a nuestro mundo, a nuestra comprensión.

¿Se podría pensar en una clase de conocimiento de orden universal, en una razón elevada a la potencia cósmica, en un conocimiento diríase absoluto desprovisto de cálculos? Algunos descubrimientos científicos, como los de última generación en materia de cosmología estacionaria, corroboran el supuesto de que todo está ahí desde siempre. Por lo que, sin tomar esta referencia como algo definitivo, deberíamos conocerlo y comprenderlo sin traducción ni cálculo. Pero decimos “desde siempre” sin conocer con exactitud el significado de esta expresión. Porque se aprecia claramente que a grandes escalas no hay tiempo terrestre, no hay “siempre” ni “nunca” al menos como concebimos estas nociones a escala humana.

Al parecer se trata de un recurso forjado por la mente (Kant) a través de la evolución (Darwin), para reducir la apariencia a las exigencias de la comprensión, el recurso que llamamos “razón” o, mejor, razón pura. Un recurso que acomoda la apariencia en arreglo a la realidad terrenal, que es comunicada y elaborada por el sistema nervioso, pero que todavía no ha evolucionado lo suficiente como para adaptarse a la realidad cósmica –así como el cuerpo humano no está adaptado originalmente a la vida en el espacio. Si decimos que la luz recibida desde una estrella lejana puede ser la luz de una fuente que ya no existe, porque la luz tarda en recorrer la distancia que la separa de nosotros, que quizá se haya extinguido, ¿en verdad ya no existe? Queremos decir que su estado no es el estado de la estrella en su plenitud. Pero ¿cómo es que no existe? ¿Qué es de lo que en ella ya no existe?

El pasado es una invención con la que resolvemos el inconveniente de no poder percibir el proceso en su integridad. Es más convincente, aunque no definitiva, la idea de que no hay pasado y que todo está aquí y allá, sólo que transformado. Que la idea de que algo pasó y no pertenece ya al dominio de la percepción es del todo cuestionable. El problema remite al reino de los problemas de grado. Quiere decir que no se suspende la percepción por una desaparición de lo percibido, lo que sigue en pie, pero cambian sus estados físicos en una escala de grados que va de lo que para la percepción en su inicio es plenamente perceptible a lo apenas perceptible y hasta a lo imperceptible.

Existiría una cisura que dividiría la comprensión en el plano de unas grandes dimensiones, o que la reduciría en el plano de unas muy pequeñas, como las del mundo cuántico. Podríamos esperar, para ser modestos, una mayor probabilidad de que se debiera a la insuficiencia de nuestra capacidad de conocimiento y no a la ingente complejidad para nosotros de la realidad del universo. Desde un punto de vista espacial, y en relación a lo que cuantitativamente representamos para el universo, ¿qué representamos como observadores y conocedores en cuanto a los misterios de ese universo? Quizá muy poco.

 

EN EL TRABAJO DE LA MENTE NO HAY MOMENTOS

 

Estamos llenos de imágenes e ideas, de deseos y proyectos, de sentimientos y emociones, y todo se combina con la información empírica o teórica recibida por la mente. Pero para conocer, para llegar a disponer de una verdad personalmente definitiva, nos valemos de algunas pautas generalmente refrendadas en la experiencia. Así como en la memoria de trabajo no hay momentos, y cada contenido está a disposición de cualquier circunstancia de vida, también, los que fueron momentos en la actividad espontánea de la mente se disponen ahora para el trabajo en lo concreto bajo cualquier circunstancia.

Por cierto, la vida de cada persona está cifrada por los años, meses, semanas, días y momentos diferentes que componen cada día. Y si la persona puede recordar los hechos vividos en cada una de estas unidades temporales, aplicando sólo la activación de su memoria y recomponiéndolos hasta donde puede en sus desarrollos cronológicos, también encuentra en ellos una funcionalidad no exactamente temporal. Se disponen en la mente como chispazos, como destellos que asoman aleatoriamente ya no para para servir a la memoria. Son rémoras de los hechos y procesos de vida que no repiten la historia, que son nuevos, que han impreso en la mente enseñanzas y habilidades que se asocian operativamente a las circunstancias presentes.

            Estos chispazos se desprenden de sus fuentes originarias, de las determinaciones espaciotemporales en que surgieron, de las circunstancias específicas en que se produjeron por primera vez en tanto hechos de experiencia. Y entran a formar parte de la inteligencia como atributos particulares, idoneidades individuales o saber personal. Ya no se los puede remitir ni al pasado ni al presente, porque ahora son parte de la inteligencia y están a la disposición de la voluntad de la persona bajo las condiciones de cualquier eventualidad. Su consolidación como facultad inteligente parece descubrir, y hasta comprobar, inadvertido entre las insondables potestades de la mente, el rango de las escalas temporales ajustadas a otro orden de la razón, a otra de sus escalas de grados referida al tiempo y no operativa conscientemente.

Los recuerdos a veces se enlazan con la actualidad sin motivos aparentes, a veces por querer o necesitar que vuelvan a la memoria. También reaparecen por no se sabe qué razón que los impulsa a recrearse imprevistamente. Se trata ahora de identificar una clase de legado de la historia personal que vale por su funcionalidad, por haberse integrado no como recuerdo sino como medio de conocimiento, como forma aplicable en la actualidad y surgida a través de la experiencia individual.

En ese sentido, además de la posibilidad de que la persona cuente con el poder de recordar todos o casi todos los momentos vividos, de lo cuales le es posible extraer enseñanzas útiles para resolver problemas en el momento presente en que vive, también puede apelar a una capacidad propia forjada en el encuentro con el mundo y a partir de un material no propiamente memorístico. Esta posibilidad es la que tiene que ver con su posicionamiento respecto a la realidad del mundo, a lo verdadero del mundo, es decir, al concepto personal acerca de qué es verdad y qué no es verdad en el mundo.

 

LA VERDAD EN CONSTRUCCIÓN

 

Los sentidos se ocupan de confirmar la existencia, lo que hay, lo que se comprende en el espacio y el tiempo. Pero no pueden ocuparse de confirmar el resto, lo que “existe” en el dominio del pensamiento y de los sentimientos de toda clase. ¿De dónde extrae el hombre el conocimiento al respecto? Comprueba la existencia mediante los sentidos, pero la existencia se presenta de muchas maneras al entendimiento y, sea cual fuere su manera de presentarse, el entendimiento necesita confirmarla al menos de acuerdo a un grado de verdad. Este grado de verdad consiste sólo en establecer una relación de amistad con la existencia, una correspondencia entre lo que existe de por sí, las cosas, los hechos, los seres, la naturaleza, la tierra, el mar y el aire, en fin, y lo que de todo ello conviene al hombre.

Lo que no se sabe y quizá no importa si conviene o no al hombre es la realidad, pero la verdad es algo diferente, bastante complejo y amplio. Es el impulso por discriminar en la existencia lo que en ella se nos aparece, lo que resulta en tanto apariencia y en tanto ilusión y fantasía. Y es también lo que conviene al hombre en una gama muy amplia de asuntos fundamentales: entender la existencia, implicarse en ella, intercambiar con ella, contribuir con ella en el sentido de atribuirle un sentido, justificarla, aprovecharla o rechazarla si no es conveniente, y determinar cuál es la realidad definitiva, la realidad real. ¿Conveniente para qué? Pues, para sobrevivir, pero también y especialmente para vivir sin la urgencia de sobrevivir.

            Verdad, por consiguiente, es algo fundamental para quien existe y es real, tanto como las cosas, los hechos y los seres vivos o animales. Desde que el hombre es una existencia como cualquiera otra, el conocimiento que tiene de sí mismo también está expuesto a la fantasía y a la ilusión. Forma parte de la apariencia como toda existencia sometida al entendimiento, y por ello necesita de la verdad para no caer en un conocimiento erróneo de lo que es él mismo en tanto contribuye a aparejar la existencia del mundo. El conocimiento pulido por la verdad es la realidad real, por más que debe perfeccionarlo permanentemente, recrear y ajustar una y otra vez su propia imagen y la imagen del mundo.

            El hombre modifica el mundo y el mundo lo modifica a él, y a través de esa reciprocidad encuentra la confirmación de la realidad como existencia conveniente, es decir, como realidad verdadera. Por supuesto, puede confirmarla también a través de deducciones o supuestos no experimentales; puede confirmarla en la práctica y luego realizar la proyección de sus confirmaciones por vía de hipótesis, inferencias e intuiciones sugeridas por la práctica. Da con una red de relaciones en lo sustancial libre de los engaños de la apariencia, y en eso consiste su saber personal y, de manera más compleja, el conocimiento general.

            Una vez que el ser humano es visto a través de este cuadro, en el cual la individualidad es un fenómeno estrechamente ligado a la experiencia, y la experiencia a la historia personal, empieza a despejarse el problema del conocimiento de que se pueda disponer. Nos referimos especialmente al saber de cada persona y que se va asentando a través de la experiencia, no sólo al conocimiento acumulado por la colectividad o conocimiento establecido y consensuado del cual igualmente el sujeto puede valerse. En materia de experiencia conviene distinguir con claridad la experiencia individual y, en lo que a ella concierne especialmente, la vivencia. La vivencia es el contacto íntimo de la persona con el entorno, el encuentro particular con cada una de las vicisitudes que le acechan en el curso de la vida, la clase única de impacto que los hechos tienen en la mente y en el espíritu y, a su vez, la clase de resultados impresos en los hechos y en las cosas.

 

LA MENTE DE TRABAJO

 

Se trata de la dialéctica por la cual en el sujeto del saber se va trazando el mapa de una verdad probable, la más cercana a la que puede concebirse como ideal. De una verdad inicialmente establecida sólo para él y en la circunscripción de la actividad con consecuencias sólo para él y por él impresas en el entorno. Una verdad personalizada y forjada a través de la actividad concreta, las conductas en el trabajo, en las relaciones familiares y sociales, en las aficiones, obligaciones, simpatías y antipatías, etcétera. En el entorno de una experiencia en construcción, siempre inacabada, perentoria, provisoria, aunque operativa teórica y prácticamente, se resuelve una verdad bajo las mismas limitaciones y condicionantes.

             La mente en tanto trabajo funciona de una forma especial cuando se trata de responder a los requerimientos complejos de la circunstancia, a las circunstancias cuando acarrean problemas y a los problemas cuando solicitan soluciones que literalmente hay que inventar en el momento o que, fuera del momento en que se presenta el problema, hay que encontrar contando con espacios y tiempos suficientes. Hay una mente de trabajo, como hay una memoria de trabajo, aunque es preciso señalar una diferencia importante. La mente de trabajo no almacena información ni la procesa, como en el caso de la memoria de trabajo. Ya hemos visto que apela a una derivación histórica de información, no a la información en forma directa; al resultado de procesos ya terminados en torno a la información y a lo que en la vivencia se ha hecho con ella.

            En cuanto a la indiscernible conjunción de memoria y mente de trabajo, en mutua y estrecha colaboración, se observa y resulta notorio en la práctica que las personas aplican la segunda, la mente de trabajo. Parece ser la que gobierna el proceso de resolución de problemas y la que suele conducirlo a un fin con resultados positivos. Todos resolvemos nuestros problemas de manera personal, aunque apliquemos las mismas fórmulas, las mismas instrucciones o las mismas habilidades adquiridas. Pero en el modo como las aplicamos se definen tales resultados en una cantidad de veces, veces eventualmente exitosas o parcialmente satisfactorias y a veces del todo fallidas.

             No podría explicarse, de lo contrario, que diferentes individuos obtengan tan diversos resultados aplicándose en realizar las mismas tareas con la misma clase e igual cantidad de dificultades en oportunidades en que el entorno presenta las mismas condiciones, adversas o favorables. En tales casos no sólo se activan las carencias o los dones naturales, la vertiente genética, lo biológicamente hereditario, pues esto también pasa ineluctablemente por el filtro de la experiencia personal al manifestarse. Y esa experiencia es una sola, única para cada individuo. Del mismo modo, lo proveniente del entorno y que contribuye al éxito o al fracaso de la gestión, no funciona sin antes pasar por el tamiz de lo personal, subjetivo y espiritual, el gran asimilador y acondicionador que se ha fogueado en la experiencia.

Una conclusión posible que se desprende de todo lo anterior es la siguiente: observado el universo de la manera como lo observamos los humanos desde aquí, resulta que para nuestro saber no es posible dar con momentos tales como los que detectamos en nuestro entorno e involucramos con el tiempo. Tal particularidad sugiere que el tiempo y sus momentos terrestres tienen que estar afectados por alguna clase de distorsión o de omisión o de complementación por parte de nuestra mente. Y que no hay una verdad para el tiempo que no sea la que surge de la conveniencia de los humanos de refrendarse a través de su pasaje por el mundo, quizá la única verdad de la cual se pueda hablar, además de la verdad establecida por la ciencia.

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