G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: agosto 2017

miércoles, 30 de agosto de 2017

EN TORNO A CARLOS REAL DE AZÚA (I): EL OTRO "FRENO"

Una opinión de Carlos Real de Azúa sobre el proceso de desarrollo de los últimos tiempos del país, desde las postrimerías del siglo XIX hasta el momento en que escribe, en la década del sesenta del siglo pasado, tiene una triste claridad: “Salvo esos veranillos de dignidad y pulso que fueron el artiguismo, las revoluciones campesinas blancas y el período de Batlle, el Uruguay es un ente social predestinado a la sostenida, cotidiana maceración de la mediocridad, la desvergüenza y el sinsentido.”[1] Actualmente, ¿qué se puede decir de este diagnóstico? ¿Qué se puede corregir? ¿Acaso algo ha cambiado, desde los sesenta? ¿Algo ha logrado conmocionar al país para merecer una deconstrucción, como la mereció y experimentó entonces?

UN DESARROLLO INIGUALADO


El Uruguay se desarrolló en una variedad de aspectos durante e inmediatamente después de los períodos presidenciales de José Batlle y Ordóñez: agropecuaria, comercio, industria, comunicaciones, servicios, pero, fundamentalmente, cultura, educación, artes, pensamiento, jurisprudencia. Se dio el último paso en un proceso en ciernes que parecía llevar al país a un estado de avanzada, reflejo de las grandes naciones del mundo. Se debe sumar, en períodos de profunda crisis política y jurídica, en las décadas del treinta y del setenta, la sólida base de conciencia y madurez política y jurídica que sustentó el rechazo al quebrantamiento institucional. Representó una acendrada aspiración democrática y el afán de trascendencia moral y cívica. Más allá de estas grandes renovaciones del espíritu nacional, no hay algo digno de exaltar, aunque pueda mencionarse.

Al no ocurrir nada importante se fue confirmando el diagnóstico de Real de Azúa, por efecto de esa “maceración de la mediocridad” propia de la cultura uruguaya. El advenimiento de un nuevo país, con otra mentalidad, fue socavando las bases del anterior, criollo y patricio. Se asentó sobre una tradición emocional apenas modificada por los duros y complejos procesos posteriores a la independencia, siempre bajo la tutela de ideales europeos, y un eclecticismo económico rayano en el calco y en el trasplante de fórmulas no siempre adecuadas a la realidad local. El debate, antes acendrado y aun fratricida, fue adoptando la forma de radicalismos a la larga contemporizadores, más pragmáticos que ideológicos. Hegemonizó vida y costumbres una mezcla de honor hispánico, religiosidad contraída, provincianismo e individualismo. Sobrevino otro país que con el tiempo se hizo tan sólido como el primero, tan auténticamente nacional y enraizado como el anterior.
El Uruguay moderno, cuyo prolongado génesis comprende el paso de un siglo a otro, sustituyó las insurrecciones civiles con el enfrenamiento de las divisas, el celo entre campo y ciudad, la transformación de la vida rural por la tecnificación y de la vida urbana por la inmigración. Por un buen tramo del siglo XX no se distingue con claridad si el país se renueva o se estanca. Pasado el medio siglo fue evidente que retrocedía económica y socialmente. Los intelectuales, los pensadores, los escritores y filósofos, la generación del 900, los educadores que fueron al norte y volvieron cargados de ideas que acoplaron inteligentemente a las propias, no lograron impedir un efecto negativo que ensombreció el porvenir.

El intento de superación colectiva, el esfuerzo por enfrentar los grandes retos de la modernidad, el influjo cada vez más grande ejercido por los países desarrollados, la incertidumbre provocada por la carencia de un trazado concreto y orientador de la producción nacional, y el sentimiento de quedar por el camino, todo esto desembocó en un fenómeno paradojal que se vivió colectivamente y paralizó a los uruguayos. No hizo sino repetir una y otra vez, bajo nuevas circunstancias, ideas y actitudes que representan una constante, a la cual se refiere Real de Azúa, lo que ahogó a todos, al pueblo y a los gobernantes. El primero siempre se las arregla para sobrevivir, pero los segundos, quienes tienen la responsabilidad de resolver la situación, a veces pierden el rumbo y se ahogan, aunque el buque siga penosamente a flote.

Quien se mantiene en un estatus más o menos digno no se afana por renovarse, no quiere revoluciones ni grandes reformas. Se adscribe a lo que le parece suficiente, si es suficiente, y abomina del cambio. Lucha por perseverar en lo mismo. La condición que nos viene del Estado de bienestar, consagrado a partir de la época de Batlle, mal administrada, succionada por intereses espurios, desaprovechada como base de lanzamiento al futuro, no dejó oír una alarma que se podría haber escuchado y que advertía sobre la necesidad de un cambio. Quienes gobernaron a partir del segundo cuarto del siglo, cualesquiera fuesen, vivieron enfrascados en luchas políticas intestinas infértiles, sin tiempo ni deseos de ver un poco más allá, abroquelados en sus prerrogativas y preeminencias, vuelta la mirada hacia un adentro de partido, contrariando aquello de que “primero está el país”.


PLANOS NO PARALELOS


El desarrollo necesario era el del pensamiento, no tanto el de la cultura, que tuvo un florecimiento indiscutible, como veremos enseguida. Esta diferencia no está debidamente señalada en la historiografía nacional. El desarrollo de la inteligencia reflexiva prodigándose en la conciencia nacional, en lo social y político, se registra como una de las tareas inconclusas, y el país experimenta hoy las consecuencias inevitables de una omisión crucial, que produjo el estancamiento señalado reiteradamente ya en la década del sesenta por Real de Azua y también por otros analistas e investigadores. El país navegaba confiado y sin brújula, sin una razón de fondo que justificase su existencia institucional y sin certezas históricas. Se reduce todo, en este sentido, como producto de un proceso que lleva inevitablemente la actividad cotidiana al esparcimiento, el sentimiento de felicidad superficial, vacío de sentido. Se corta la visión, activa y persistente antes, por la que se puede lograr algo sólido, con bases amplias, esto es, un destino no tan vicario, supeditado a lo externo, entendiendo por externo lo que no nace de un impulso interior por medio del esfuerzo y de la convicción total.

Y, sin embargo, todos admiramos y exaltamos a los grandes pintores, escultores y músicos, a los escritores que figuran entre los mejores de América, a la educación oficial; nos vanagloriamos por el acceso de todos a la escuela, a la educación media, a la Universidad. ¿A qué viene, pues, el pesimismo de Real de Azúa? ¿No captó el estallido cultural que caracterizó principalmente al siglo XX en sus primeras décadas? Asoma cierta contradicción, pero no hay duda de que se estanca la evolución del país, limitándose a algunas de carácter transitorio. Se comprueba la debilitación del entramado social en lo que tiene que ver con su necesaria y periódica renovación y superación, paralela a la económica, a pesar de que lo llevaran a un nivel inigualado algunos pioneros que nos pusieron a la cabeza de América del Sur.

Aunque pensadores y escritores, sociólogos y periodistas dispuestos a dejar todo de sí, profesionales, educadores y religiosos denunciaran y difundieran el estado de cosas e intentaran prepararnos para enfrentar las consecuencias nefastas que sobrevendrían, de todos modos, falló el sistema de reflexión nacional. Hacia mitad del siglo se expandió el hábito de las infracciones morales en la esfera oficial, omisión de los controles de por sí frágiles: había comenzado a degenerar la burocracia administrativa, con lo que ganaba la condescendencia y el agregado de prácticas parecidas entre políticos y jerarcas. A veces se olvida esta pequeña historia.

Esto no significa que hayamos carecido de personas que reflexionaran debidamente, incluso superando los logros del siglo anterior. Pero, en lo general hubo un achatamiento que agravó la eficacia de la actividad pública y abarcó a la burocracia intelectual. Hizo estragos la ambición personal y una verdadera corrupción contenida, no dimensionada, casi anónima, menos delictiva que moral. Si bien los personajes de la etapa primitiva dieron de sí al país más de lo que recibieron de él, los de la moderna le quitaron, a cambio de nada. Tomaron todo de la organización existente, construida con sacrificio, hasta agotarla.

El viejo foco que dispersaba luz y que intentaba advertir sobre los peligros en asecho, se apagó. El resto agonizante no podía más que transitar por los márgenes, mientras que, promocionada por el mercado comercial, estallaba en el centro la liviandad y la guarangada. Los medios de comunicación, en auge en todo el mundo, terminaron aquí vaciándose en programas advenedizos, sermones, trivialidad y desgracia, robos, asesinatos, drogadicción en auge, bagatelas. Comienza una lenta decadencia, envuelta por algunos brillos del deporte, el humorismo, el carnaval y la propaganda[2], logros económicos aislados, implantación de ritmos y hábitos de vida propios de la globalización. Y se instala una nueva especie de distribución de la menguada riqueza fiscal mediante el amiguismo y el nepotismo.

Conviene, entonces, advertir con Real de Azúa el hecho de que, entre todos los prodigios y beneficios civilizatorios que nos dejó el Uruguay de la modernización, quedó una veta en sombras. ¿A qué se debió? El lado oscuro que hoy crece con fuerza, dañándonos en las entrañas, quizá fue el resultado final de una omisión importante en el plano de la reflexión, obnubilada por los destellos y atractivos de un país que por su naturaleza física es generoso e inagotable. No fuimos lo suficientemente hábiles para advertir este efecto indeseado del largo y complejo proceso posterior a la institucionalización y ordenación política. Real de Azúa encuentra algunas causas en la espiritualidad perdida, la religión menoscabada, el laicismo extremo, la pérdida de valores caros al patriciado. Habrían sido barridos por el crecimiento de una burguesía que termina apoltronada e intelectualmente arruinada. De esta manera, se dio la paradoja de que el bienestar terminó en perjuicio.


FALLA EN EL PROYECTO


Pero, ¿se trata sólo del mencionado y conflictivo pasaje de un país viejo a otro nuevo? Es evidente que la transformación introdujo nuevos problemas, como ocurre con toda transformación. Pero en ella se puede advertir una falla de base que, por ejemplo, no se padeció en el siglo XIX. Nos referimos a un error en el proceso de desarrollo del pensamiento, en el fenómeno de reflexión que sostiene toda cultura, toda ideología, toda política, toda economía. Afecta no sólo a la intelectualidad, no sólo a la intelligenstia, sino también al proceso global de inseminación que implica a toda la sociedad. Esta falla consistió en un descuido al ocuparnos de las cosas del momento.

Si el Uruguay estuvo a la cabeza en advertir la transformación del mundo, o al menos igualó al resto de los países de la región en sensibilidad y capacidad de asimilación de la modernidad, hubo un aspecto que pasó por alto: un acervo de pensamiento que bordeó las costas sin entrar a puerto. En el campo intelectual faltó trabajo, empeño, dedicación. Como siempre, ocupados en la contemplación del espectáculo global, en el que nos especializamos, y en el cual procuramos influir, nos distrajimos respecto a un punto crucial que acompaña la evolución de todas las sociedades y civilizaciones históricas: el fundamento de ideas, de principios, de apoyos de base, místicos, religiosos, ideales, o prácticos, consuetudinarios, materiales o de ficción. Siempre los atendimos, pero, para entonces, en pleno despegue mental (que acompaña al despegue físico y económico), nos faltó llenar, en nuestro seguimiento del acontecer mundial, el espacio que produjo Europa, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, al cual se sumó Norteamérica ‒nutrida por la diáspora que generó el nazismo‒, y que contenía lo necesario para transitar del medio siglo diecinueve al medio siglo veinte. “Rifamos” el advenimiento de la nueva Ilustración.

Nos transformamos de una manera poco clara, haciendo que de colonos españoles y criollos nos volviéramos orientales europeizados y canarios continentalizados, es decir, uruguayos, si se suman los descendientes de pueblos originarios, mestizos y afroamericanos que participan de la misma nacionalidad y padecen el mismo problema identitario. Esto irrita a quienes encuentran que tendríamos que ser los generadores de una nueva cultura salida de una nueva emancipación. No erran al desear una nueva emancipación; pero sí en pedir una nueva cultura, puesto que la cultura no se fabrica, ni el pensamiento que la acompaña puede surgir de la sola voluntad de emancipación cultural y mental.

¿Qué deberíamos ser? Sencillamente, americanos o uruguayos sin importar la herencia de los ancestros, inmodificable y variada, y sin perjuicio de que sigamos alimentándola de su fuente de origen. No importó a los griegos heredar la cultura de los egipcios, y a los romanos no ofendió heredar la griega, así como no se sintieron molestos los europeos por recibir de los árabes parte sustancial de la cultura clásica, y otros muchos ejemplos podrían ilustrar este fenómeno. Se nos encuentra dependientes de un eurocentrismo cultural, y es innegable porque culturalmente somos el suburbio de Europa (y la periferia de Estados Unidos). Se procura liberarnos, pero ¿de qué? Lo necesitamos económica y políticamente, pero quizá no culturalmente. Pesada resultaría una nueva nacionalidad cultural, aislada, con la que, como está demostrado, no sabríamos qué hacer. Todo se reduce a que, por encontrarnos demasiado europeos, se exhorte a americanizarnos, si nos atenemos a los fundamentos generales de un marco de pensamiento que se centra en la filosofía de la liberación. Pero, ¿debemos dejar de ser como somos, culturalmente? Por lo demás, todo el mundo está europeizado y también norteamericanizado, orientalizado y hasta africanizado. Si se excava un poco bajo algunas metáforas se hallarán otras invasiones con sus respectivos legados y culturas.


LA IMAGINACIÓN LOCAL


Pero, volvamos al centro del problema: ¿cómo se puede definir esto que nos pasó? ¿Nos faltó lo que se supone que puede faltar a un pueblo marcado por el laicismo, la tradición batllista, atea o agnóstica en la que predominó el afán de bienestar material, con el cual se supuso que se arreglaba todo? Es necesario apreciar cómo saltamos ciertas etapas en la evolución como pueblo. El siglo XIX registra una acendrada lucha de pensamiento, corrientes ideológicas, encuentros y desencuentros, dando lugar de todos modos a la convivencia de posiciones radicalmente opuestas, en un continuo más o menos equilibrado de reconocimientos recíprocos, con avances y retrocesos que a la postre se neutralizaban entre sí. Se trataba de un país en formación, con una constitución de apenas medio siglo de vigencia. Las rivalidades, la puja de intereses, la lucha por el poder y la competencia subterránea entre lo privado y lo público, lograron a la larga un concierto del cual salió airoso un naciente siglo XX cargado de novedades y esperanza.

En torno a la década del 50 del mencionado siglo, sin embargo, el país avanzó salteándose etapas de maduración. Pasó, sin mirar al costado, de la estancia montaraz a la cabaña, los frigoríficos y las exportaciones en pie, sin tardar en prefigurarse como desarrollismo. El plano del pensamiento es desplazado por el de una imaginación exaltada, sin mucha base reflexiva, embargada por el paso de la precariedad a la abundancia. Cruza las barreras por las cuales transita el tren de la “imaginación liberal”[3], la economía política de posguerra, sufriente pero avasallante, y el brillo embriagador y resbaladizo del neoliberalismo, que es abrazado por la élite ganadera y bancaria. Al mismo tiempo, nos llega tardíamente el viejo materialismo europeo, constipado y nostálgico, en una mezcla con el nuevo de Estados Unidos, triunfal y avasallante, que se adueña de las conciencias del mundo. En el Uruguay despierta la “imaginación sociológica” [4], desplegada sin rumbo por organizaciones no gubernamentales e iniciativas privadas oportunistas, que se presentan como alternativa de las plataformas reivindicativas políticas y sindicales. Por una intervención quirúrgica sin anestesia, el órgano incompatible es trasplantado a ciegas, en el intento de coligar lo imposible: lineamientos teóricos de la decimonónica Comuna francesa envueltos en un liberalismo renovado, esto es, en un nuevo laissez faire que hace las delicias y la desesperación del empresariado: el crecimiento sustentable.

Con esto se diluye buena parte de lo que Real de Azúa encontraba en la aristocracia ruralista del Río de la Plata y en el catolicismo (en el "ethos católico" de que hablaba A. Methol Ferré) que, si bien actúa primero como promotor de un material a reponer, oneroso y difícilmente sustituible en una sociedad prefigurada como de masas, luego se repliega silenciada por una clase media fortalecida, una burguesía floreciente, y el laicismo promovido por el Estado. El batllismo que, según Real de Azúa, en su versión original ya contenía en germen el “freno”, poco a poco y a medida en que se aleja en el tiempo respecto a su progenitor, señaladamente después de 1933, termina funcionando como congelador de la modernización que había promovido. Es vencido por el rival que lo secundó durante casi un siglo, el partido de Luis A. de Herrera, en 1959. Pero este partido no logró recuperar para el país el viejo espíritu nacional opacado, según Real de Azúa, por el Estado benefactor.

Es difícil refutar esta teoría y, además, no hay por qué hacerlo, porque deja enseñanzas inéditas y sugerencias que podrían dar lugar a un nuevo método de investigación. Hubo, en efecto, un “freno”, y no se puede desconocer el acervo de los valores traspapelados entre los expedientes de la democracia burocrática, pero fertilizada por la obra en beneficio de la población, de la familia, de las mujeres, de los pobres, de los trabajadores, los niños y los estudiantes, aunque muchas conquistas fueron minimizadas por el autor de El impulso y su freno[5]. Los valores se perdieron definitivamente y hasta último momento conservados en el seno de una colectividad creyente y enriquecida, verdadera aristocracia desapercibida de las exigencias de los tiempos. Y también es claro que se perdió la oportunidad que sólo brindaba el “país de las cercanías”[6], en el cual se podía hacer algo más que atender los propios intereses.


PROYECCIÓN DE LA CULTURA


Sin embargo, la teoría no alcanza para explicar un fenómeno de masas, la consagración de una mentalidad nacional que la historia confirma sin mucha dificultad, y que, además, suele mentarse para caracterizar a todos los uruguayos. Lo que puede explicar la pérdida de “dignidad y pulso” es el letargo que caracterizó a los uruguayos durante cierto período histórico. Este período se centra sobre la misma década del sesenta desde la cual escribe el profesor de literatura Carlos Real de Azúa, que por entonces tenía unos cincuenta años. Se registra una cierta lateralización de los intereses intelectuales, dominados por la situación política del continente y del mundo: el imperialismo, Vietnam, Cuba, el 68 francés. No se trata de un pasmo total sino, específicamente, de cierta ceguera ‒acompañada de cierto ensimismamiento ideológico‒ respecto a lo que surgía en Europa, desde donde siempre llegó la mayor parte de las sugerencias e iniciativas que gravitaron en nuestras inspiraciones y creaciones más originales.

Piénsese en el arte, en la gama variadísima de influencias recibidas por varias formaciones de pintores locales, especialmente francesas; investíguense las influencias en la obra de Joaquín Torres García, consagrado en Europa. Por su parte, la creación musical no puede concebirse aquí sin Debussy, Ravel o Schönberg. El desembarazo de la literatura respecto al agotado pintoresquismo se debió en gran parte a la atención prestada a las nuevas generaciones de escritores de Europa y Estados Unidos, fuesen Malraux, Joyce o Faulkner. Piénsese en cómo llegó aquí el influjo, sobre todo de la forma, proveniente de poetas como Jiménez o Machado, de ingleses como Eliot y franceses como Apollinaire o Mallarmé, de italianos como Ungaretti. El teatro uruguayo se pone al día con representaciones de Beckett, Lorca, Brecht, Pirandello, Albee, opacando momentáneamente a Sánchez. Se trata de un ancestro sin el cual no. Esa matriz europea o nórdica, que inspira tanto arte original, uruguayo, inconfundible y reconocido en todo el mundo, representó también el impulso y el despliegue de un espíritu que envolvió el sentir general, al punto de que pensar en el arte, para el uruguayo, era ‒y es‒ pensar en el arte propio más que en el de Miguel Ángel, Rembrandt o Matisse. Se constituyó, casi desde la formación escolar, en un esquema típico del cual se ha apropiado todo ser pensante y sintiente que haya nacido en Uruguay.

Alimentamos el conocimiento sobre la historia nacional merced al bagaje escolar y liceal, primeramente, y parece prefigurarse como algo bastante homogéneo, en casi todos, con los baches correspondientes, exageraciones y omisiones. Es muy importante el caudal de la historiografía local, su jerarquía, capacidad y vocación; hacia finales del siglo pasado se hacen cargo de las tendencias, métodos y conceptos renovadores de esta ciencia, especialmente los surgidos en Francia, Italia, Gran Bretaña y Estados Unidos, brillantemente captados con cierta anticipación por Real de Azúa, y también por Juan Pivel Devoto, Arturo Ardao, José Pedro Barrán, Juan Oddone y otros. La renovación en historia, especialmente por su análisis económico de la revolución artiguista, tuvo su correspondiente diseminación entre lectores que recibieron con agrado el producto, las innovaciones y descubrimientos. Un punto particularmente alto alcanzó el género biográfico.


LA TIERRA BALDÍA


En cambio, hay dos tierras de cultivo que, aunque feraces, no se cosecharon a tiempo: el de la política y el del pensamiento, éste último con amplias derivaciones sociológicas, filosóficas, económicas. Sufrieron un colapso singular: si bien los políticos, sociólogos e intelectuales influyentes se refrescaban en las teorías en boga en el norte, llegadas de los puntos de influencia mencionados, no es elaborada sino tomada en su versión original. De la misma manera es difundida y a medias asimilada por la masa recipientaria. Se implanta en Uruguay, en primer lugar y en Montevideo, una filosofía de carácter social y político que barre con todo: el marxismo en el nivel intelectual y sus prácticas ortodoxas en el nivel militante. En segundo lugar, el germen de una teoría económico-política dividida tajantemente en estatismo y liberalismo, cuyas únicas concreciones parecían limitarse al socialismo a secas o a la democracia a secas, esto es, sin especificaciones ni distinciones.

Dentro de este esquema bipartito, que define las estrategias nacionales e internacionales de las grandes potencias del mundo, se derrite toda alternativa, se descarta todo grado intermedio, considerado ingenuo o inconducente, incluido el tercerismo que, según algunos, surge de la exigencia de alineación que impone la puja entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante la llamada “guerra fría”. No existen Gramsci, Mariátegui, Lukács, por nombrar algunas de las versiones heterodoxas del marxismo, filosofía que consideraron dogmática. Podrían haber impresionado al espectro revolucionario que enjuiciaba severamente el reformismo de la tradición democrática uruguaya, acreedor sin embargo de mucha conquista social.

Las teorías llegadas y asimiladas en crudo no fueron remozadas, como lo habían sido las concepciones artísticas y literarias. Llegaron sólo las que emblemáticamente habían restituido el entusiasmo del siglo XIX europeo. Así como se acordonó el “marxismo occidental”, fueron desterradas otras vertientes de pensamiento con fuertes influencias en la elaboración de teorías, incluso políticas, como el marxismo analítico, el existencialismo y algunas ideas renovadoras del personalismo, de Sartre y de Foucault. Aquí Marx se interpretó apasionadamente, lo que llevó a la recreación de la aciaga “teoría del foco”.

Por su parte, el liberalismo económico, resurgido como neoliberalismo y con aplicación expansiva bajo el llamado “capitalismo radical”, empresarial, multinacional, delicuescente respecto a la democracia, se defendió de los embates de una izquierda mejor posicionada en la ciencia social e inspirada en conceptos entonces removedores, como los de la sociología de Durkheim, hoy superados. La reacción ante el neoliberalismo, aquí en Uruguay, que comienza por la época en que se fundaba el semanario Marcha, a finales de la década del treinta, fue la única posición con ideales convincentes de justicia social, dispuesta a reformular la distribución inicua de la riqueza. Aunque en unas pocas décadas, con la reacción de las izquierdas organizadas como partido unificado acercándose al poder, ayudándose con una participación parlamentaria de peso, todo se deja inundar y ganar por los mismos preconceptos contra los cuales se había luchado y justificado un nuevo programa político-moral.

¿Qué se omitió, pues? No pesó, por otra parte, la izquierda no marxista, aliada electoralmente con la marxista, ni tampoco la Iglesia ni la democracia cristiana. No lograron rescatar el tesoro perdido. No se sintió que la Iglesia, después de convivir sin pena ni gloria con la dictadura, sacudiera a sus fieles al pulso de su modernización por el Concilio Vaticano II, pero no se opuso a que se siguiera el camino de la reinstitucionalización que había emprendido el movimiento popular y la estructura político-partidaria que quedaba, con parte de su cabeza proscripta. Se había evitado la entrada al país del pensamiento fructífero y renovador, posterior a la última gran guerra. Con lo que se desaprovechó la oportunidad para generar espacios de análisis y reflexión en el nivel general, al menos en el de la militancia. La izquierda democrática se fundió con la corriente tradicional, que había heredado regaladamente el acceso al poder y el reparto de cargos del pasado bipartidista.

Las ideas y el pensamiento se ahogaron en el vacío intelectual. La tarea imprescindible quedó virtualmente proscripta, carente de buena parte de filosofía política, de sociología, de psicología social, de economía humana, o sea, de ciencia social y económica. De estas vertientes debió surgir una elaboración teórica y estratégica, orientada hacia el quehacer político y económico, que habría servido de orientación a la pujante actividad de sindicatos, partidos políticos y organizaciones civiles. Le habría cabido a la Universidad suscitarla y promoverla, pero también quedó atrapada en la lateralización general que padeció el pensamiento. Las numerosas formaciones intelectuales y políticas nacidas en la década en que escribe Real de Azúa, e incluso en la del setenta, reunían inmejorables condiciones para hacerse de un recaudo teórico que hiciera de ellas algo original y genuino. Sin embargo, prefirieron las plataformas del siglo XIX, el Manifiesto, Trotsky, Rosa Luxemburgo, el anarquismo, el maoísmo. Tenían exuberante material para inspirarse en Latinoamérica y en el mismo Uruguay, desde Martí hasta Quijano, pero no prosperó la frescura en ningún pensamiento.

REFERENCIAS:

[1] Citado por Valentín Trujillo, Real de Azúa. Una biografía intelectual, Montevideo, Ediciones B, 2017, p. 248 (extraído de "Legatarios de una demolición", en "Marcha" Nº 1188, 27 de diciembre de 1963, p. 7).
[2] Vance Packard, Las formas ocultas de la propaganda, Buenos Aires, Sudamericana, 1977.
[3] Lionel Trilling, La imaginación liberal, ensayos sobre la literatura y la sociedad, Buenos Aires, Sudamericana, 1956: ser liberal consiste en alinearse con la cultura progresista mientras se es partidario de una política retrógrada.
[4] C. Wright Mills, La imaginación sociológica, México, FCE, 1961. Este autor criticó otro tipo de “imaginación”: la de los sociólogos norteamericanos que descuidaban la realidad, enfrascados en sus estadísticas, encuestas y diagramas. Aquí se cultivó esta imaginación hasta el hartazgo, consiguiendo el descrédito de una ciencia que fue rescatada después por la politología.
[5] Carlos Real de Azúa, El impulso y su freno, Montevideo, Clásicos Uruguayos, Vol. 179, 2008, p. 30.
[6] Carlos Real de Azua, obra citada, p. 22.

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