Que la falta de educación es la principal
causa de los males sociales es una verdad reconocida por todos, e incluso es un
cliché que no reconoce autoría filosófica, ideológica o política. Entre los
uruguayos, fue José Pedro Varela (1845-1879) el primero en enfatizar la necesidad
de resolver este problema, pero lo hizo después de realizar un pormenorizado
estudio de la situación del país en relación a Europa y Estados Unidos, lugares
donde había confirmado la influencia benéfica y directa de la educación en la
vida de las personas y en el destino de las naciones. Varela descubre el porqué
de las crisis, un punto que explicaría los saltos de la abundancia a la
escasez, de la felicidad a la angustia, los que parecen ciclos de eternos
retornos que abruman especialmente a los más desvalidos, la dramática
alternancia del equilibrio y el desquicio, la abrumadora iteración de
revoluciones y golpes de Estado, el fasto y la desolación. Y el gigantesco peso
que el país no puede quitarse de encima, el ineluctable y terrible efecto de la
inacción o el volver siempre al mismo estado de inercia después de cada
sacudimiento de los problemas, se complementa con la pantalla que impide ver un
resquicio con la imagen capaz de mostrar un camino claro y prometedor en alguna
de las actividades ideacionales y prácticas.
LA MÁS
DAÑINA DE LAS DESPROPORCIONES
Varela parece descubrir una constante en la
historia nacional que, a la sazón, contaba con apenas medio siglo de existencia
soberana. Los males que describe en el famoso “Del estado actual y sus causas”[1]
se concentran en las tres crisis, económica, política y financiera, con el
propósito promovido sin reservas ni miramientos de subrayar la falla
fundamental en la que radica el más básico de los problemas nacionales: la “desproporción
entre las aspiraciones y los medios”. Decimos que parece descubrir una
constante, pues, quizá en este punto radique la irisación de un error, el
ensanchamiento de una fisura en el espíritu nacional, que se mantiene incluso hoy,
y que no cede en su persistencia como peligro flagrante de derrumbe general. Varela
se refiere a la discordancia entre lo que obligadamente nos arrogamos como nivel
de vida y la real posibilidad de que pueda corresponderse con lo que hemos
hecho para alcanzarlo.
Es
un asunto digno de destacar, sobre el cual los uruguayos suelen hablar poco, mediana
o completamente complacidos con la marcha de sus esfuerzos y afanes y con la
imagen de un destino que cada uno tiene para sí sin que se deje ver el punto donde
puedan confluir para que las fuerzas se apliquen en un único sentido. Si los
ejemplos externos sirven para comparar lo interno, no siempre se toman en sus
aspectos recónditos e invisibles. Varela los invoca así: “En contacto diario
con los grandes centros de población europeos y norteamericanos hemos querido
ser como ellos, y hemos copiado sus consumos excesivos, sus placeres opulentos,
su lujo fastuoso, sin copiar a la vez los hábitos de trabajo, la industria, la
capacidad productora que los hace posibles sin que sean causa de ruina […] Nuestros gustos,
nuestros placeres y nuestros gastos, no están, pues, en relación ni con nuestro
trabajo, ni con nuestra producción. Aquéllos han ido
desarrollándose rápidamente a medida que se presentaba más vívido ante nuestros
ojos el brillante cuadro que, aparentemente al menos, ofrece el lujo de las
sociedades europeas; ésta, la producción, ha caminado a paso lento, ya que le
falta la gran fuerza motriz: la inteligencia cultivada.”[2]
El
factor que más tarde hizo de Uruguay uno de los países de avanzada de América
del Sur, sobre todo por el impulso dado por este hombre a la educación, es
invocado así: “los hábitos de trabajo, ¿han seguido entre nosotros, sobre todo
en el elemento nacional, una progresión correlativa? Muy lejos de eso. Lo que
se ha desarrollado en proporción, no son los hábitos de trabajo, no es esa
paciente perseverancia que acumula el ahorro, para formar el capital, la
fortuna; son las aspiraciones ilegítimas que anhelan conquistar el primer
puesto sin esfuerzo, el deseo enfermo que quiere elevarse de un salto hasta la
cima”. Y, sin bien no considera la especulación como digna de total censura, observa
que “lo es, sí, el exceso de especulación que en los últimos años se ha hecho
sentir entre nosotros, creando a la propiedad, a los títulos, y aun a todos los
valores en general, un valor ficticio que servía de base para más de una
fortuna levantada como la de la lechera de la fábula, y que han concurrido
eficazmente en sus resultados a la reagravación de la crisis económica.”[3]
Pero no es el
mejor ejemplo de exceso; hay otro más evidente: “el que se presenta con mayor
claridad y habla con más energía a todo espíritu despreocupado, se encuentra en
la fiebre de asaltar los puestos públicos y de vivir a costa del Estado, que se
ha apoderado de nuestro pueblo […] No hay por qué sincerar a los gobiernos que tienen
también su no pequeña parte de culpa en el advenimiento de ese estado de cosas;
pero necesario es reconocer que, si en los últimos años se ha hecho de modo que
una gran parte de nuestra población viva y viva bien sin trabajar, es algo por
la corrupción de los gobiernos, pero mucho porque hay en la masa de la población nacional una aspiración ilegítima de satisfacer las
necesidades reales y las ficticias sin producir nada para conseguirlo.”[4]
Y Varela anota, para comprobar su aserto, que se cuadruplica el gasto en
catorce años, mientras sólo se duplica la población (hoy día aumenta el gasto y
la población ni siquiera aumenta). No reproduciremos aquí el fenómeno de los
aumentos de sueldos de los jerarcas públicos y la burocracia, ¡a fines del
siglo XIX! Hay, sí, fenómenos cíclicos, pero no sobrenaturales ni debidos a
leyes inflexibles de la historia, sino determinados claramente por la voluntad
humana en estado de rarefacción.
LA FALTA DE
UNA IDEA
La situación en que Varela encuentra a la
República no puede compararse con la actual, después de un siglo y medio. De
todos modos, y aunque no se trate de la reiteración de los mismos hechos,
aparece el diagrama de una misma matriz, estructura o ecosistema sociocultural,
dependiente de la falla mencionada, del desequilibrio entre los afanes y la
efectividad real, entre la forma de vida y su correspondencia con las
posibilidades auténticas, es decir, “la desproporción entre las aspiraciones y
los medios”, como escribe Varela. La primera observación es más que
trasplantable al resto de las épocas nacionales, especialmente a la actual.
Puede deberse a que “muy a menudo ‒refiere‒ las
afirmaciones de los más audaces o de los más ignorantes son las que nos sirven
de base. Y si en ese desconocimiento de lo que más nos interesa saber tienen
mucha culpa los Poderes públicos, mucha tienen también los habitantes todos del
país que han seguido el pernicioso ejemplo, sin hacer esfuerzos para remediar
el mal.”[5]
La
observación de Varela es crucial, y pone en boca de Herbert Spencer[6]
las palabras que vienen a confirmarla y aun a profundizarla: “Todo proyecto es
una idea: todo proyecto más o menos nuevo implica una idea más o menos
original: todo proyecto puesto en ejecución implica una idea bastante justa
para ser puesta en ejecución: y todo proyecto que tiene éxito implica una idea
bastante justa y bastante completa para que los resultados se encuentren de
acuerdo con ella.”[7] Esto
es lo que encuentra: improvisación, falta de estudios relacionados con la
necesidades, aunque consistiesen en estudiar los descubrimientos de las
naciones desarrolladas, los que resultarán imprescindibles a cualquier efecto. Yendo
aun más allá en su denuncia, transcribe otra expresión de Spencer:
“Así como el invento del movimiento continuo
cree poder, con una ingeniosa disposición de las piezas, hacer dar a su máquina
más fuerza de la que ha recibido, el inventor político se imagina
ordinariamente que una máquina administrativa bien montada y hábilmente
manejada marchará sin gastarse. Cree obtener de un pueblo estúpido los efectos
de la inteligencia, y de ciudadanos inferiores una calidad de conducta
superior.” Agrega el reformador uruguayo (o, más que reformador, creador de la escuela uruguaya, como ha
dicho Jesualdo[8]):
“está presentado con claridad el sueño que persiguen las Repúblicas
sudamericanas desde la época de la independencia. Quieren transformar sus
condiciones sin transformarlas, o lo que es lo mismo, pretenden cambiar el
estado actual de la sociedad cambiando los gobiernos, que son efecto de ese
estado, en vez de transformar las condiciones de la sociedad para que cambien
como consecuencia los gobiernos. Por eso su trabajo es el de Penélope, con la
agravación de que para realizarlo tienen que derramar a torrentes la sangre de
sus propios hijos.”[9]
Así,
pues, hay dos grandes conclusiones en la reflexión de José Pedro Varela: que
existe una letal falta de correspondencia entre la ambición de vida y las
condiciones necesarias para poner las posibilidades a su misma altura, y que no
se cuenta con una idea o proyecto que respalde la acción. Hay una tercera, y la
de mayor calado por su trascendencia, y por haber sido descuidada en todas las
épocas: la de que es inútil seguir esperando soluciones mágicas, como por
ejemplo las que generalmente se esperan con los cambios de gobierno, y que
depende enteramente de cada persona y del caudal que cada una de ellas pueda
reunir para por sí misma hacer conciencia de la realidad y de lo que se debe
hacer. Para Varela la única solución creíble es la educación, empezando por la
Escuela, y se abocará por entero a llevar a la práctica su plan. Guste o no,
pudo consagrarlo bajo la dictadura de Latorre y gracias a la feliz mediación de
José María Montero[10],
con lo que se promulga la Ley de Educación Común apenas dos años antes de su temprana
muerte.
Pero,
¿cuál es la idea que busca Varela, en definitiva, y dónde debe cultivarse para
que se pueda restablecer el equilibrio entre la realidad y la ilusión, la
acción y el beneplácito, el goce obtenido en préstamo y alcanzado en forma
genuina? La idea, proyecto y acción, al mismo tiempo, es una sola: producir inteligencia. “Lo que se ve del
trabajo, en sus formas elementales al menos, es material, por eso se olvida muy
a menudo que el gran productor es la inteligencia, y que no es posible
desarrollar de una manera notable la fuerza productora de un pueblo cualquiera,
sin desarrollar su inteligencia por la educación, dándole a la vez los medios
de gobernarse a sí mismo, gobernando las pasiones.”[11]
Varela se dirige, ya desde entonces, a quien crea que se puede demorar a los
jóvenes con asuntos superficiales, aunque los atraigan, con el entretenimiento infértil
o con habilidades aptas para el empleo rápido.
LA EDUCACIÓN
PRODUCE INTELIGENCIA
La mitología griega refiere que Tántalo, rey de Lidia e hijo de Zeus, robó
néctar y ambrosía de la mesa de los dioses, por lo que fue precipitado a un
inframundo destinado al castigo de los malvados. Allí fue condenado a sufrir un
terrible tormento: sumergido en el agua hasta la barba, no podía alcanzar los
manjares que se ofrecían a su alrededor, pues al intentarlo se desvanecían, y
su sed no podía colmarse pues el agua se secaba. Esta imagen invoca Varela al
referirse a las tentaciones en que se puede caer por efecto del deslumbramiento
y la ignorancia.
Cree que “presentar ante la vista asombrada de un
pueblo ignorante el espectáculo de otra sociedad rica por su trabajo e
industria, sin robustecer a la vez su inteligencia para que pueda seguir
procederes semejantes, laboriosos e industriales, es no civilizarlo, sino
tantalizarlo”[12],
es decir, provocarle deseos irrealizables. Las crisis políticas, por ejemplo,
se producen debido al estado de general ignorancia de la población y el
desacuerdo que se impone respecto a las instituciones políticas que deben regirla.
Esto es inevitable, y se suma el hecho de que las instituciones democráticas
requieren cada vez más inteligencia para ser conducidas con acierto, tanto como
una máquina requiere cada vez más conocimientos por parte de quien la opera. Si
la forma de gobierno es la democrático-republicana, entonces, demanda un grado
de ilustración cada vez más perfeccionado.
Por
esta razón cree que “todo pueblo ignorante está sujeto a ser mal gobernado”[13].
Se podría pensar que un cambio de gobierno o el personal en el gobierno podrían
transformar “las condiciones esenciales de la vida de un pueblo”. “No es eso,
sin embargo, lo que natural y lógicamente puede deducirse de las leyes que
presiden el desenvolvimiento de las sociedades, ni lo que con vívidos
caracteres presenta la historia de todos los países. Las transformaciones
sociales son lentas y se producen regularmente, a despecho de las mutaciones
transitorias de los gobiernos, mientras continúan obrando las causas
generadoras que las producen: en tanto que dejan de producirse cuando esas
causas desaparecen, sin que los cambios de gobierno influyan más que de una
manera secundaria, sea en el sentido del bien o del mal. Y la razón de esto es
bien sencilla: los gobiernos no son causa del estado social, sino efecto de ese
mismo estado”[14]
El factor
principal, pues, reside en otra parte de la que generalmente se cree, si se
toma ese factor en su casuística profunda y si no se exonera al político, cuya
responsabilidad es mayor ante el deber de obrar sobre las causas antes que
nadie. Prevenir la producción de inteligencia es el único camino, y se logra a
través de la educación. Si fueran los gobiernos la causa de las desgracias,
pregunta Varela, “¿cómo se explica que diez y seis millones de hombres, que se
dividen en catorce repúblicas y ocupan toda la extensión de la América del Sur,
no hayan conseguido hasta ahora, en sesenta años de vida independiente,
instalar un solo gobierno bueno, que sea viable a pesar de sus cambios
constantes, de sus agitaciones, de sus luchas, de su anarquía? […] ¿no debiéramos reconocer que la desaparición de los malos gobiernos
es imposible, mientras no desaparezcan los pueblos ignorantes, atrasados y
pobres, que los hacen posibles, que los levantan, los sostienen y los
explican?” “Es en la sociedad misma, en su constitución, en sus hábitos, en su
educación y en sus costumbres donde deben buscarse las causas permanentes y
eficientes de la felicidad o la desgracia de los pueblos.”[15]
Por lo que, allí se encontrará la inteligencia buscada, que debe despertarse a
través de la educación. Es el único factor que influye sobre el destino del
pueblo si se desea que sea el mejor.
La inteligencia
no puede hacer nada si no se ha desarrollado; y esta insuficiencia se refleja
sobre todo en la situación política en crisis. Varela la remite a dos causas
fundamentales: “Ignorancia en los elementos de campaña y en las capas
inferiores de la sociedad, e ilustración insuficiente y extraviada en las
clases educadas.”[16]
En cuanto a la situación financiera, Varela, adelantándose a todos en materia
de denuncia de acomodos, prebendas y abusos de todo tipo en la cosa pública,
enumera las causas de lo que delicadamente es llamado “crisis” pero que, en
realidad, es el resultado de “satisfacer pretensiones exageradas y de alimentar
parásitos”[17].
Se trata de lo que actualmente suele entenderse como “mala gestión” o
“administración irresponsable”, que se vale de los dineros públicos para satisfacer
intereses que nada tienen que ver con el interés general y que sólo responde a
la demagogia más evidente. Sin embargo, se trata de una crisis que no puede
achacarse a la ignorancia del pueblo.
CAUSAS CIVILIZADAMENTE
DISIMULADAS
Varela consigna igual importancia como
causa de las crisis, y otorga el mismo valor negativo en su consolidación, a la
ignorancia de las clases populares como al extravío de las clases ilustradas, centradas
éstas principalmente en la esfera universitaria. Situar las causas de la
pobreza en la escasez de inteligencia es una novedad incluso para nuestros días,
desde que, en general, tales causas se remiten al bajo índice de natalidad, la escasez
de empleo, los salarios bajos, la inequidad en la distribución de la riqueza,
etcétera, aunque sin duda son también causas decisivas. Hoy nadie habla de un
posible extravío de las clases ilustradas, como habló Varela, lo que equivaldría
a un verdadero suicidio intelectual para quien lo hiciera.
No
hay duda de que estaba decidido a desenmascarar el antiguo sistema del
disimulo, por llamarlo así, que caracteriza no sólo a los uruguayos sino a la
mayoría de las colectividades latinoamericanas a través de la historia. Las
crisis, sean de la índole que sean, constituyen coyunturas casi permanentes que
reúnen condiciones inmejorables para sustituir causas inconfesables por vagos y
oscuros motivos que pretendidamente las desencadenan. La misma palabra crisis encierra un significado ambiguo,
mitad con el sentido de conflicto o mal trance y mitad con el sentido de cambio
o transformación, por lo que puede prestarse tanto para denominar lo malo como
lo bueno. Las clases cultas están en el centro de la atención de Varela en su
propósito de dilucidación de las crisis de su tiempo.
“Si
recorremos las páginas de nuestra corta historia ‒escribe‒, y recordamos lo que
personalmente hemos podido observar, veremos que es el espíritu de la
Universidad el que, desde nuestra emancipación, ha llevado la voz y tenido la
dirección, aparente al menos, en la prensa, en las asambleas, en los consejos
de gobierno, en todas partes. Los pomposos programas revolucionarios de los
caudillos, los decretos firmados por esos mismos caudillos, las leyes puestas
en vigencia por dictaduras militares más o menos disfrazadas, toda la
decoración civilizada con que se cubren entre nosotros aún los actos oficiales
que menos civilización revelan, han sido y son aún obra de los que recibieron
su espíritu y su ilustración en las bancas universitarias […] las clases ilustradas
de la sociedad […] son las que hablan, las que formulan las leyes, las que
cubren de dorados la realidad, las que ocupan la administración de justicia.
Pero son las influencias de campaña las que gobiernan. ¿Cómo podría explicarse
este fenómeno si no fuera porque el espíritu universitario encuentra aceptable
ese orden de cosas, en el que reservándose grandes privilegios y
proporcionándose triunfos de amor propio, que conceptúa grandes victorias deja
entregado el resto de la sociedad al gobierno arbitrario de influencias
retrógradas?”[18]
Este
argumento dirigido al mayor centro de cultura del país se cuenta entre los
primeros atisbos de crítica de peso a la gestión de la Universidad. Hoy se
podrían transcribir las palabras de Varela sin practicar ningún cambio
significativo: “La Universidad, con sus privilegios, es la única institución de
cultura superior que hemos tenido, y tenemos; no hay por qué sorprenderse,
pues, de que las ideas dominantes en ella se hayan esparcido en la sociedad
entera, y de que sean necesarios grandes esfuerzos para demostrar su falsedad.”[19]
Es frecuente la
referencia a la obra de Varela en lo que se refiere a su aspecto principal, la
planificación teórica y la organización administrativa de la Escuela Primaria. Suele
señalarse de esta obra el gran influjo como herramienta para combatir el
analfabetismo, la ignorancia y la pobreza, todo lo que sin duda representa el
mayor impulso a favor de las clases más desfavorecidas de la sociedad. Pero
Varela fue también un severísimo crítico de las clases privilegiadas, y no dudó
en denunciar a caudillos y doctores en lo que les atribuía como
faceta negativa para la paz, la concordia y el buen gobierno del país: “Los
caudillos, entregando a los hombres inteligentes e ilustrados la redacción de
los documentos públicos, la mentira de las palabras oficiales, la falsedad de
las doctrinas que jamás ponen en práctica; los hombres inteligentes e
ilustrados, auxiliándose con su esfuerzo, y entregándoles el dominio de la
realidad”[20].
Así criticaba la mala gestión de unos y otros.
Su
enorme capacidad intelectual y gran afición al trabajo contribuyó a que se
formara autodidácticamente, evadiéndose “de los condicionamientos de una
Universidad que según él generaba en sus egresados una mentalidad ‘más vana que
sabia y más divagadora que fecunda’ (caracterización de 1874), y que producía
un pernicioso acostumbramiento del espíritu ‘a sofismar, en vez de razonar,
creando a la vez una presunción tanto más exagerada cuando que se cree
poseedora de la suprema sabiduría’ (caracterización de 1876)”[21].
Es verdad que la Universidad, hasta 1876, contó sólo con la carrera de Derecho,
y esa limitación “forzosamente tuvo que haber producido una suerte de estrechez
intelectual capaz de inficionar el periodismo, la producción literaria, el
ensayo, la teorización política, la visión de los problemas sociales y hasta la
filosofía nacionales”[22].
Debe tenerse en cuenta que, si bien Varela pertenecía a una familia
antiguamente acomodada, y estuvo trabado en parentesco político con figuras
notables (tenía entre sus ancestros a Dámaso A. Larrañaga y a Bernardo P. Berro,
como suegro a E. Acevedo Maturana y era cuñado de Alfredo Vásquez Acevedo), su
condición económica era pobre, como él mismo lo reconoció.
Sin
dejar de confiar en la inteligencia humana y sin apartarse nunca de un claro optimismo
respecto a la cultura y la educación, Varela desafió la ignorancia y superó la
simplificación civilización-barbarie de
Sarmiento, remitiendo el problema a la la “ignorancia de las masas y los
caudillos y a la soberbia de quienes habían realizado la carrera profesional de
Derecho”[23].
Parece retomar la precisión hecha por Bernardo P. Berro unas décadas antes:
“Una lucha se ve, es verdad, que influye en los progresos de la civilización;
pero no es la de ella con la barbarie, sino la del saber con la ignorancia y
la preocupación. Esta lucha es
inseparable de la existencia de las sociedades humanas; porque siempre ha de
haber preocupados e ignorantes en abundancia aun en las naciones que más lleguen
a civilizarse, y por bien organizadas que estén, aquéllos han de lograr alguna
influencia y han de oponerse muchas veces a los que más saben.”[24]
Si el hombre descubre que no está en el centro del universo, que desciende del
mono y que buena parte de su inteligencia vive en la sombra del inconsciente,
parece descubrir también que la humanidad no es todo lo milagrosa que parecía
en la pintura que venían trazando las grandes apologías diferenciadores y
comparaciones con el resto de las especies características de la Ilustración.
Varela se cuenta
entre quienes asumen el desafío de poner esta triste realidad en claro y de
mostrar el camino más apto para lograr la felicidad de todos, contribuyendo con
esto en el gran desarrollo del pensamiento antropológico que se inicia en su
época y que desembocará en diversas tendencias y filosofías en el siglo XX. En
el Uruguay retomarán esta tradición, en épocas reincidentes, hombres como Roberto
Fabregat Cúneo, Emilio Oribe, Carlos Quijano. Washington Lockhart, Roberto Ares
Pons, Carlos Maggi, Gustavo Beyhaut, Ángel Rama, Alberto Methol Ferré, Luis Pedro
Bonavita, Roque Faraone y otros.
Observación,
análisis y crítica parecen surgir espontáneamente del quehacer de Varela, y
esta actitud de sensibilidad y reflexión se cuenta como uno de los fenómenos
que introducen el pensamiento uruguayo en la nueva era intelectual, la cual
explosionará con Vaz Ferreira y Rodó. Evoluciona de acuerdo a dos etapas que, según
Arturo Ardao, representan en su maduración filosófica el mismo proceso que
experimenta el país en la segunda mitad del siglo XIX. La inicial proviene de Francia,
trasmitida en la región por Francisco Bilbao, inspirada en Michelet, Quinet y
Renan y centrada en el racionalismo y el rechazo del catolicismo eclesiástico.
Otra, representa la transición hacia una más fuerte influencia anglosajona, que
en nuestro país se impuso a través del positivismo y el evolucionismo de
Herbert Spencer y Charles Darwin, que le impacta hacia el final de su vida[25].
En buena parte explica su firme actitud como crítico de la sociedad o, de
acuerdo a lo que sostiene Carlos M. Rama, “como primer sociólogo uruguayo”[26].
Las nuevas corrientes filosóficas impulsan el remozamiento y la consolidación de
las modernas ciencias sociales.
Setiembre de
2018.
[1] José Pedro Varela, De nuestro
estado actual y sus causas, Primera Parte de La legislación escolar, Montevideo,
Arca, 1969, precedido de “Actualidad del pensamiento de Varela”, por Manuel A.
Claps.
[2] J.P.V., De nuestro…, obra citada, pp. 57-58.
[3] J.P.V., De nuestro…, obra
citada, pp. 59-60.
[4] J.P.V., De nuestro…, obra citada, p. 60,
[5] J.P.V., De nuestro…, obra
citada, pp. 32-33.
[6] La filosofía de Herbert
Spencer y el positivismo tuvieron en el país un influjo muy importante, junto a
las ideas de Ch. Darwin sobre la evolución de las especies. José Pedro Varela
se encuentra entre sus introductores principales y quizá el primero.
[7] J.P.V., De nuestro…, obra citada, p. 38.
[8] Jesualdo, Formación del pensamiento racionalista de
José Pedro Varela, Montevideo, FHyC, Publicaciones del Departamento de
Literatura Iberoamericana, Universidad de la República, 1958, p. 5.
[9] J.P.V., De nuestro…, obra citada, p. 53.
[10] Alberto Zum Felde, Proceso histórico del Uruguay,
Montevideo, Arca, 1967, p. 252.
[11] J.P.V., De nuestro…, obra citada, p. 66.
[12] J.P.V., De nuestro…, ogra
citada, en la misma página.
[13] J.P.V., De nuestro…, obra citada, p. 98.
[14] J.P.V., De nuestro…, obra citada, pp. 19-20.
[15] J.P.V., De nuestro…, obra citada, pp. 23-24.
[16] J.P.V., De nuestro…, obra citada, p. 131.
[17] J.P.V., De nuestro…, obra citada, p. 132.
[18] J.P.V., De nuestro…, obra
citada, pp. 103-104.
[19] J.P.V., De nuestro…, obra citada, p. 105.
[20] Palabras de Varela en el
ágape político “El banquete de la juventud”, citado por Carlos M. Rama, José Pedro Varela Sociólogo, Montevideo,
Editorial Medina, 1957, p. 24.
[21] Agapo Luis Palomeque, “La
Obra Educadora de José Pedro Varela”, Sección XI de la Historia de la Educación Uruguaya, Montevideo, Ediciones de la
Plaza, 2001, Tomo 2, p. 376.
[22] Agapo Luis Palomeque, “La
Obra Educadora…”, obra citada, p. 377.
[23] Agapo Luis Palomeque, “La
Obra Educadora…”, obra citada, p. 398; la observación es de Vázquez Romero.
[24] Bernardo P. Berro,
“Civilización y barbarie”, en El Uruguay
y sus problemas en el siglo XIX (antología), Buenos Aires, CEAL, Capítulo
Oriental, selección de Carlos Real de Azúa, p. 22.
[25] Arturo Ardao, Racionalismo y liberalismo en el Uruguay,
Montevideo, Universidad de la República, 1962, p. 225.
[26] Carlos M. Rama, José Pedro Varela Sociólogo, obra
citada, p. 5.