La diferencia olvidada entre “saber” y “creer”.
Creer, tal como se pronuncia y se lee esta pequeña palabra, sin ninguna otra que la acompañe, es algo más amplio de lo que habitualmente se supone. Se refiere a un estado de conciencia que vale por sí mismo, independientemente de aquello en que se crea.
Nacido en Bautzen, Sajonia, el filósofo alemán Rudolf Hermann Lotze (1817-1881) perdió a su padre, un médico militar, cuando tenía doce años. Pese a las dificultades económicas cursó la secundaria y entró a la Universidad de Leipzig en la que se doctoró en filosofía y en medicina en 1838. Se casó con Ferdinande Hoffmann en 1844 con la que tuvo cuatro hijos, año en que fue nombrado sucesor de Herbart en la Universidad de Göttingen. Ferdinande murió en 1875, pérdida de la que nunca se recuperó y por la cual vivió retirado e insociable en la soledad de su casa ubicada en el campo. Murió en Berlín en 1881.
Nicolay Milkov (Internet Encyclopedia of Philosophy) nos recuerda que Lotze “es una figura clave en la filosofía de la segunda mitad del siglo XIX, que influyó en prácticamente todas las principales escuelas filosóficas de finales de ese siglo y principios del XX, incluidas las neokantianas, Brentano y su escuela, los idealistas británicos, el pragmatismo de William James, la fenomenología de Husserl, la filosofía de vida de Dilthey, la nueva lógica de Frege y la filosofía analítica temprana de Cambridge”. ¡Nada menos, por lo cual no es de aconsejar que se le olvide! Influyó, además, en Theodor Lipps (1851-1914) para que concibiera su famoso concepto de Einfühlung (proyección sentimental o empatía estética).
Para Lotze no
tiene sentido afirmar que las cosas existen, pues solo se puede afirmar que
están en relación entre sí. Con esto concibió una ontología fundada en la
comprensión del cosmos a partir de la particular visión del microcosmos (del
hombre). Entre 1856 y 1864 publicó un libro en tres volúmenes, hoy bastante
olvidado, Microcosmos, en el cual defendió que pensar es una actividad en la
que se establecen relaciones más que contenidos sustantivos. Su condición de
médico se unió a la de filósofo, lo que produjo un resultado muy fértil en el
campo de la psicología. Esbozó una metafísica que se atuvo a la ciencia, pero
también una ética, una estética y un amplio campo que abarcó la política, la
sociedad y la religión.
CREER Y CREER EN
Puede ayudar a entender el concepto lotziano de “creencia” si damos un rodeo y nos sometemos a un experimento mental. Pero, comencemos recordando a José Ortega y Gasset quien escribió: “el hombre no tiene más remedio que creer, y si esto le falla, casi-creer –con la más varia gradación de la credulidad– en una figura de lo que es el Mundo, lo que él es y su vivir.” (Ortega, 1958, 319). ¿A qué nos lleva la reflexión del filósofo madrileño? Nos ubica en el centro de un asunto primordial de la vida de los seres humanos, de todos. Pues, ¿cómo podrían vivir sin creer? Preguntémonos, ¿creer en qué? Y la pregunta se formula porque “creer” es uno de esos verbos que piden obligatoriamente un acompañante: “creer en”, como otros verbos piden también que se les complemente: “hablar sobre”, “salir de”, “pensar en”, “juntarse con”, etc.
Si se trata
de creer, entonces, se trata de “creer en”, sin duda y, tratándose de personas,
“creer a”, “creer lo que alguien dijo”. Pero, creer, sin más, ¿qué significa?
Que alguien crea, ¿no basta para convencerse de que alguien hace algo cumplidamente?
Creer es un verbo particular que lleva “en”, pero, en un contexto especial, el
que nos proponemos descifrar aquí, no necesita “en” ni ninguna otra partícula,
preposición o conjunción. Si se tiene en cuenta el sentido que emparenta creer con
otros verbos del todo únicos, cuyo solo modo infinitivo es suficiente para significar
satisfactoriamente lo que tienden a significar, se descubrirá algo
sorprendente.
Por ejemplo,
vivir, ser, existir, morir, nacer encierran significados completos, masivos,
sin prolongaciones ni compañías, aunque pueden tenerlas. No las necesitan para cubrir
un horizonte de sentido completo, suficiente para entender qué es lo referido. Estos
verbos tienen un cometido parecido al de sustantivos como agua, aire, cielo, tierra,
arena, fuego, lluvia, es decir, nombres cuyos significados aluden a entidades reales
pero indeterminadas, materiales pero ilimitadas, que no incluye escala,
magnitud, cantidad determinada sino un todo que no requiere más especificación.
A esos sustantivos se les llama términos de masa, y sus referencias
son realidades materiales, concretas, perceptibles bajo una misma y única
cualidad. Pero también existen palabras que se usan a diario con significados
del todo presumibles, que se refieren a asuntos convencionales y predecibles, y
una de ellas es el verbo creer. Es un término parecido a los de masa, aunque en
general no se refiere a realidades concretas, cuantificables como cosas o
hechos.
Decir “Juan
vive” o “Juan existe” es suficiente para ubicar a Juan en el mismo mundo en que
vive y existe el que habla. Decir “murió”, también es suficiente, incluso “Juan
es”, pero no es el caso decir “Juan cree” y nada más, sin indicar en qué cree o
qué es lo que cree. Para acercarnos a lo que pensaba Lotze se puede decir que
“Juan cree” tiene un significado claro con un sentido concreto. Porque Juan posee
conciencia y voluntad, el poder y la iniciativa para ponerlas a ambas en
funcionamiento. Puede pensar, pronunciarse, actuar de forma determinada, exponerse
en cuerpo y alma ante los demás, comparecer ante sí mismo y ante el resto de
las personas. Puede creer.
Juan vive, existe y es junto a los otros que viven, existen y
son, como él, y que, como él, tienen conciencia, voluntad, iniciativa, conducta.
Si se piensa en profundidad se tendrá que admitir que todo esto requiere una
condición inicial, un requisito o prerrequisito sin el cual la conciencia
resultaría un formidable instrumento, pero sin uso, un motor sin funcionar, un
foco de luz sin encender. No porque sin creer la conciencia no pueda funcionar
o iluminar el pensamiento y las conductas, sino porque no contaría con el
mecánico que cree que el motor puede funcionar o con el electricista que cree
que el foco puede iluminar. El creer está por abajo o por encima del
funcionamiento y por abajo o por encima del encendido, aunque luego apliquemos
ese creer a un motor o a un foco de luz determinados, y ya no tengamos cómo no
creer en su funcionamiento o en su poder de iluminar.
EN QUÉ CREER
Se puede creer en ideas, en personas, en formas de actuar o de conducirse, creer en Dios o en que solo hay materia o energía, o se puede creer solo en uno mismo o creer en algo no expresable con palabras. En fin, puede hacerse de la creencia lo que se quiera, pero se creerá de cualquier manera, porque no se puede pensar sin también creer. Pensar, se ha dicho, nos posesiona de una conciencia y nos pone en condiciones conscientes. Y, si se está con conciencia y consciente, se está también en disposición de atinar a pensar en asuntos determinados. Se está en condiciones de dirigir los pensamientos hacia algo, en querer disponer un orden en aquello que se piensa, en asumirlo ante sí mismo y ante los demás, ante el pensamiento de los demás. ¿Cómo se puede llamar a este imprescindible impulso personal e interior que gobierna la actividad de la persona y constituye la personalidad?
No consagramos
el saber en tanto conocimiento sino merced a ciertos condicionantes iniciales
del “ser consciente” que se coordinan y estructuran. Por lo que habría otro escalón
en el proceso que lleva del simple “ser” al más complejo “ser consciente” e
inmediato yo simultáneo ser algo, ser algo más que un ser que existe y nada
más. Nadie es esto y todos son algo más que una entelequia, carne y hueso,
cuerpo solamente.
Se ha dicho que tener conciencia es siempre tener conciencia
de, es decir, de algo, pero, ¿cómo saber que se tiene conciencia si no se pone algo
en ella, ante ella, algo que la llene y que la encienda o ponga en funcionamiento?
Pues bien, ese algo se pone mediante la creencia o el creer; luego se pone la
creencia en algo, el creer en algo, es decir, el tener conciencia de algo
concreto, mental o material (así lo propusieron Franz Brentano y su discípulo Edmund
Husserl por los mismos tiempos de Lotze).
Parece que nada
se constituye en algo consciente sin que una voluntad de creer obre como carril
en el que ese algo se desliza y desplaza, se mueve con la suficiente contundencia
mental como para llenar la pantalla interior y colmar la atención. Podríamos
decir, con tono más bien jocoso, que creer es algo más de lo que se cree. De
ahí que Ortega y Gasset haya dicho que vivimos en las creencias, que las ideas
las tenemos mientras que en las creencias estamos. Esa verdad capital, sencilla
y completa, merece una meditación más respecto a cómo creemos, en qué consiste
creer, qué representa creer para la criatura humana, qué relación se puede
encontrar entre vivir y pensar y entre pensar y creer. Porque son las
operaciones básicas de la vida, de la humana y quizá de las demás especies. Entre
esas operaciones básicas, funciones vitales o facultades, se encuentra creer, una
de las fundamentales. Bastante se ha discutido respecto a la relación entre
vivir y pensar, pero en cuanto a la relación entre pensar y creer, mas bien se
ha ocupado la teología.
SABER Y CREER
En todos los planos es necesario distinguir entre saber y creer. Examinemos “en cámara lenta” la siguiente situación (experimento mental). Se encuentra usted en una habitación de su casa, y sabe que puede salir de ella sin necesidad de escapar por la ventana ni de tirar abajo una pared. Usted sabe que hay una puerta que lo comunica con el resto de la casa. También sabe que tiene acceso al exterior, que puede salir al jardín o a la calle o, si vive en un apartamento, que puede caminar hasta la escalera o el ascensor y bajar, etcétera.
Sabe eso y mucho más, aunque lo sepa concentrado todo en un
instante. Sabe que puede caminar hasta la puerta, que la puerta es algo que se
abre, que el ascensor puede llevarlo hasta la planta baja, que la calle lo
comunica con la ciudad y sus alrededores. Usted sabe todo eso como sabe que la
Tierra es un planeta, que existen las células y los átomos o que el motor a
explosión funciona con combustibles fósiles. Pero, ¿sabe usted todo eso? Aquí
puede quedar al descubierto una diferencia entre saber y creer.
Su
habitación tiene una puerta y usted lo sabe; sin embargo, la puerta puede estar
con llave, o trabada, fuera de funcionamiento. Por supuesto, usted sabe que no
es así, puesto que, aunque no ha comprobado todavía que puede abrirla, usted
cree que puede abrirla. ¿Cómo lo sabría sin antes comprobarlo? En tal caso, es
evidente que forma parte de su saber, de su estado de conciencia, el supuesto
de que la puerta difícilmente no se abra, puesto que usted está seguro de que
se abre y de que franqueándola puede salir de la habitación. Pero, no es, estrictamente
hablando, un saber, es una creencia. El saber demanda otros fundamentos, y se
puede saber mucho de muchas cosas sin la necesidad de creer en ellas.
¿Usted sabe
que puede levantarse del sillón y caminar hasta la puerta? ¿O, más bien, está
seguro de poder hacerlo, es decir, cree en poder caminar hasta la puerta,
abrirla y salir de la habitación? Nadie le enseñó ni leyó en ningún libro que
puede desempeñarse de esa manera; solo lo ha experimentado antes o, si lo ha
experimentado, quizá no lo recuerde. Por lo que es más bien una creencia en que
puede hacerlo, y no un saber que puede hacerlo. No quiere decir que no lo sepa
y que solo lo crea, sino que, indudablemente, en el saber hay una creencia de
fondo, una seguridad de conciencia en la que se apoya ese saber y todo saber.
Hay un condicionante básico que gobierna el pensamiento, y una escala entre
ponerse a pensar y llegar al saber, es decir, hay un creer. Obsérvense las dos
primeras acepciones de la palabra “creer”: primera, “Aceptar alguien como
verdad una cosa cuyo conocimiento no tiene por propia experiencia, sino que le
es comunicado por otros”; segunda, “Pensar que cierta cosa es buena o eficaz”.
LO BUENO Y LO MALO
Saber es abarcador, elaborado y complejo, mientras que creer puede incluir el aceptar lo que defienden otros y también puede consistir en considerar solo lo bueno o solo lo eficiente en que usted cree. Creer no exige elaborar el pensamiento; saber sí lo exige. La diferencia entre pensar y creer, pues, estriba en que creer es un estado de conciencia alerta y sin necesario contenido preciso, un estado inicial dispuesto a llenarse con algo, aun a complementarse con el saber.
Usted cree
que hay una puerta que se abre y que puede abrir y, si además lo sabe, mejor.
Puede fallarle el saber y encontrarse con el cerrojo descompuesto, alternativa
que no destruye el saber, puesto que el saber se recompone cuando se recompone
el cerrojo. Y puede fallarle la creencia y experimentar la misma suerte, pero
la creencia no se recompone y solo es sustituida por otra. Viene a confirmar
esta diferencia el hecho de que, en lo sucesivo, usted sabrá que el cerrojo ha
sido reparado, pero de algún modo puede llegar a creer (siquiera por un
momento) que el cerrojo ha vuelto a romperse (¡ah, ojalá pueda abrir la puerta
sin inconvenientes!). Por una fracción de segundo puede centellear en su mente
lo peor, es decir, lo bueno y lo malo. ¿Por qué se da esta sospecha?
Lo bueno y lo malo es el centro respecto al cual giran las creencias, sustentando todo lo demás. En nuestro pensamiento fulgura casi siempre el tratamiento de lo trivial tanto como de lo trascendente de acuerdo al juego inevitable de lo bueno y de lo malo. El saber, pues, se sacude sobre la creencia, y la creencia es el creer a secas, el simple creer, no importa en qué, el saber que danza y gira en torno a nada, una dirección ciega que adopta la conciencia hasta dejar de temblar y sacudirse para sustentarse en el suelo más firme (solo más firme) del saber. El pensamiento tiende a girar y a danzar hasta alcanzar un estado casi absoluto del saber, un conocimiento firme, una idea, un concepto, una hipótesis, una teoría, una concepción general, etcétera, algo que se supone conduce a lo bueno. Lo que a usted ocurre en la mente mientras está sentado en la habitación de su casa es algo diferente, nada en estado de equilibrio o seguridad. Está activo y bulle sin que se deje ver el vapor, sin que vea la condensación de las creencias en el aire.
El temblar y
el danzar de los pensamientos que tienden a alcanzar un estado absoluto del
saber con el solo giro en torno a valores, en grados intermedios que son los
grados de la creencia, es lo que Carlos Vaz Ferreira formuló para atenuar la
diferencia abismal entre los estados absolutos del saber, lo bueno y lo malo,
lo verdadero y lo falso, lo bello y lo feo. En este sentido, distinguió entre
sistemas e ideas para tener en cuenta. Escribió que “se tiene un sistema hecho
y se lo aplica en todos los casos, porque solo se tiene en cuenta una idea y se
piensa con esa idea sola; pero cuando se piensa con muchas ideas, cuando se
piensa con todas las ideas posibles, entonces surgen inmediatamente las
cuestiones de grados.” (Vaz Ferreira, 2020, 145) Lo que quiere decir que usted
no anda despistado, señor, porque es seguro que usted piensa con todas las
ideas o en su lugar cree, más bien, y no solo sabe que puede salir por la
puerta como si aplicara todas las ideas posibles al respecto. Creer en ello es
más amplio y, si usted se atiene solo al saber acerca de la puerta, puede terminar
dando con su nariz en ella.
Valiéndonos de nuestro ejemplo, usted hace de su saber y de
su creer una misma verdad que se adueña de su conciencia y de la voluntad de su
conciencia, de manera que salir de la habitación de su casa deja de constituir
un problema. Que la naturaleza tenga leyes necesarias para Lotze “es un hecho
bruto de por sí incomprensible, pero se hará comprensible si se admite que no
es un hecho definitivo, sino solo un medio que manifiesta y revela en su misma
organización el objetivo último que está destinado a realizar: el del bien” (Abbagnano,
1994, 338).
Todo tiende hacia el bien según Lotze. Indirectamente, esto equivale
a decir que algo lo beneficiará a usted, que unificará su estado mental
referido a la realidad circundante por una operación de afirmación y de
creencia, pero no de un estricto saber, en el sentido referido a las leyes de
la naturaleza (ib., 339). Usted cree y sabe sobre la situación como si fuera un
todo, de manera semejante a como se piensa en términos de masa.
La creencia posee una consistencia propia, axiomática, que
no pide demostraciones prácticas y, por su parte, el saber cuenta con una
consistencia consensuada, aceptada al menos por la mayoría de quienes con rigor
científico se ocupan de él. El pensamiento es una corriente, según William
James, un torrente, con “lugares” que se suceden unos a otros, algunos como
simple tránsito y otros como descanso (partes transitivas y sustantivas). De lo
que deduce que “el fin principal de nuestro pensamiento es en todo momento
alcanzar alguna otra parte sustantiva diferente de la que nos acaban de
desalojar. Y podemos decir que la aplicación principal de las partes
transitivas es llevarnos de una conclusión sustantiva a otra” (James, 1989, 195).
Esa corriente
fluye, pues, a veces enlenteciéndose, a veces como un torrente incesante, sin
obstáculos que la dificulten u obstruyan. Pero no todo su curso es visible para
el observador (para usted que está pensando en salir de la habitación por la
puerta). No son verificables todos los grados infinitesimales en los que bien
puede valer un valor, actuar un actor sobre el conjunto, un estado intermedio o
porción en apariencia insignificante de todo el caudal, una de las posibles bifurcaciones
como las llamó Ilya Prigogine. La comparación puede servir de ilustración: “Llamamos
bifurcación al punto crítico a partir del cual se hace posible un nuevo estado.
Los puntos de inestabilidad alrededor de los cuales una perturbación
infinitesimal es suficiente para determinar el régimen de funcionamiento
macroscópico de un sistema, son puntos de bifurcación.” (Prigogine, 1990, 192)
No es
posible responder la pregunta de Kant “qué se puede saber” en abstracto, sino
en relación con algo concreto y en función de circunstancias determinadas. Lo
ideal, pensaba Lotze, necesita de lo material para ser pensado, por lo que
tampoco despreciaba el idealismo ni el empirismo o la materia. Algo de esto se
trasmite a Bertrand Russell y a Ludwig Wittgenstein más adelante. Las leyes de
la naturaleza describen, pero no explican; son teoría o abstracción. Se debe
investigar en lo que los hechos tienen como fines últimos (teleología), de tal
manera que el saber se constituye como orientación de las ideas más que lo que
pretenden ofrecer como contenido.
En este
sentido Lotze desdeña el mecanicismo y el materialismo inspirados en la
revolución científica e industrial, para aplicar un “análisis regresivo”. Este
análisis consiste en recoger la cultura humana del pasado tomada como un todo,
porque creía que proporciona una “perspectiva más elevada de las cosas”, esto
es, el punto de vista del “corazón”. La ciencia responde a otro punto de vista
referido al mundo que se vuelve inteligible y útil para los humanos solo en
conexión con los valores históricamente desarrollados y las formas de
escolarización y educación características de una cultura desarrollada (Milkov,
obra citada).
El punto de
vista del corazón se encuentra a través de las “idealidades” orientadoras en
todas las ramas del saber. Estas idealidades son puramente mentales, pero
necesitan de la experiencia para servir al conocimiento y a la actividad
práctica. Permiten “notar” la realidad como un telón de fondo, pero no como
materialidad en sí. No se trata de idealismo ni de materialismo sino de
“idealismo teleológico”. De modo que la filosofía puede ocuparse de la creencia
y del creer, así como se ocupa la teología.
REFERENCIAS: