G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: febrero 2022

martes, 22 de febrero de 2022

RUDOLF HERMANN LOTZE.

La diferencia olvidada entre “saber” y “creer”.

Creer, tal como se pronuncia y se lee esta pequeña palabra, sin ninguna otra que la acompañe, es algo más amplio de lo que habitualmente se supone. Se refiere a un estado de conciencia que vale por sí mismo, independientemente de aquello en que se crea.

Nacido en Bautzen, Sajonia, el filósofo alemán Rudolf Hermann Lotze (1817-1881) perdió a su padre, un médico militar, cuando tenía doce años. Pese a las dificultades económicas cursó la secundaria y entró a la Universidad de Leipzig en la que se doctoró en filosofía y en medicina en 1838. Se casó con Ferdinande Hoffmann en 1844 con la que tuvo cuatro hijos, año en que fue nombrado sucesor de Herbart en la Universidad de Göttingen. Ferdinande murió en 1875, pérdida de la que nunca se recuperó y por la cual vivió retirado e insociable en la soledad de su casa ubicada en el campo. Murió en Berlín en 1881.

Nicolay Milkov (Internet Encyclopedia of Philosophy) nos recuerda que Lotze “es una figura clave en la filosofía de la segunda mitad del siglo XIX, que influyó en prácticamente todas las principales escuelas filosóficas de finales de ese siglo y principios del XX, incluidas las neokantianas, Brentano y su escuela, los idealistas británicos, el pragmatismo de William James, la fenomenología de Husserl, la filosofía de vida de Dilthey, la nueva lógica de Frege y la filosofía analítica temprana de Cambridge”. ¡Nada menos, por lo cual no es de aconsejar que se le olvide! Influyó, además, en Theodor Lipps (1851-1914) para que concibiera su famoso concepto de Einfühlung (proyección sentimental o empatía estética).

Para Lotze no tiene sentido afirmar que las cosas existen, pues solo se puede afirmar que están en relación entre sí. Con esto concibió una ontología fundada en la comprensión del cosmos a partir de la particular visión del microcosmos (del hombre). Entre 1856 y 1864 publicó un libro en tres volúmenes, hoy bastante olvidado, Microcosmos, en el cual defendió que pensar es una actividad en la que se establecen relaciones más que contenidos sustantivos. Su condición de médico se unió a la de filósofo, lo que produjo un resultado muy fértil en el campo de la psicología. Esbozó una metafísica que se atuvo a la ciencia, pero también una ética, una estética y un amplio campo que abarcó la política, la sociedad y la religión.

CREER Y CREER EN

Puede ayudar a entender el concepto lotziano de “creencia” si damos un rodeo y nos sometemos a un experimento mental. Pero, comencemos recordando a José Ortega y Gasset quien escribió: “el hombre no tiene más remedio que creer, y si esto le falla, casi-creer –con la más varia gradación de la credulidad– en una figura de lo que es el Mundo, lo que él es y su vivir.” (Ortega, 1958, 319).  ¿A qué nos lleva la reflexión del filósofo madrileño? Nos ubica en el centro de un asunto primordial de la vida de los seres humanos, de todos. Pues, ¿cómo podrían vivir sin creer? Preguntémonos, ¿creer en qué? Y la pregunta se formula porque “creer” es uno de esos verbos que piden obligatoriamente un acompañante: “creer en”, como otros verbos piden también que se les complemente: “hablar sobre”, “salir de”, “pensar en”, “juntarse con”, etc.  

Si se trata de creer, entonces, se trata de “creer en”, sin duda y, tratándose de personas, “creer a”, “creer lo que alguien dijo”. Pero, creer, sin más, ¿qué significa? Que alguien crea, ¿no basta para convencerse de que alguien hace algo cumplidamente? Creer es un verbo particular que lleva “en”, pero, en un contexto especial, el que nos proponemos descifrar aquí, no necesita “en” ni ninguna otra partícula, preposición o conjunción. Si se tiene en cuenta el sentido que emparenta creer con otros verbos del todo únicos, cuyo solo modo infinitivo es suficiente para significar satisfactoriamente lo que tienden a significar, se descubrirá algo sorprendente.

Por ejemplo, vivir, ser, existir, morir, nacer encierran significados completos, masivos, sin prolongaciones ni compañías, aunque pueden tenerlas. No las necesitan para cubrir un horizonte de sentido completo, suficiente para entender qué es lo referido. Estos verbos tienen un cometido parecido al de sustantivos como agua, aire, cielo, tierra, arena, fuego, lluvia, es decir, nombres cuyos significados aluden a entidades reales pero indeterminadas, materiales pero ilimitadas, que no incluye escala, magnitud, cantidad determinada sino un todo que no requiere más especificación.

A esos sustantivos se les llama términos de masa, y sus referencias son realidades materiales, concretas, perceptibles bajo una misma y única cualidad. Pero también existen palabras que se usan a diario con significados del todo presumibles, que se refieren a asuntos convencionales y predecibles, y una de ellas es el verbo creer. Es un término parecido a los de masa, aunque en general no se refiere a realidades concretas, cuantificables como cosas o hechos.  

Decir “Juan vive” o “Juan existe” es suficiente para ubicar a Juan en el mismo mundo en que vive y existe el que habla. Decir “murió”, también es suficiente, incluso “Juan es”, pero no es el caso decir “Juan cree” y nada más, sin indicar en qué cree o qué es lo que cree. Para acercarnos a lo que pensaba Lotze se puede decir que “Juan cree” tiene un significado claro con un sentido concreto. Porque Juan posee conciencia y voluntad, el poder y la iniciativa para ponerlas a ambas en funcionamiento. Puede pensar, pronunciarse, actuar de forma determinada, exponerse en cuerpo y alma ante los demás, comparecer ante sí mismo y ante el resto de las personas. Puede creer.

Juan vive, existe y es junto a los otros que viven, existen y son, como él, y que, como él, tienen conciencia, voluntad, iniciativa, conducta. Si se piensa en profundidad se tendrá que admitir que todo esto requiere una condición inicial, un requisito o prerrequisito sin el cual la conciencia resultaría un formidable instrumento, pero sin uso, un motor sin funcionar, un foco de luz sin encender. No porque sin creer la conciencia no pueda funcionar o iluminar el pensamiento y las conductas, sino porque no contaría con el mecánico que cree que el motor puede funcionar o con el electricista que cree que el foco puede iluminar. El creer está por abajo o por encima del funcionamiento y por abajo o por encima del encendido, aunque luego apliquemos ese creer a un motor o a un foco de luz determinados, y ya no tengamos cómo no creer en su funcionamiento o en su poder de iluminar. 

EN QUÉ CREER

Se puede creer en ideas, en personas, en formas de actuar o de conducirse, creer en Dios o en que solo hay materia o energía, o se puede creer solo en uno mismo o creer en algo no expresable con palabras. En fin, puede hacerse de la creencia lo que se quiera, pero se creerá de cualquier manera, porque no se puede pensar sin también creer. Pensar, se ha dicho, nos posesiona de una conciencia y nos pone en condiciones conscientes. Y, si se está con conciencia y consciente, se está también en disposición de atinar a pensar en asuntos determinados. Se está en condiciones de dirigir los pensamientos hacia algo, en querer disponer un orden en aquello que se piensa, en asumirlo ante sí mismo y ante los demás, ante el pensamiento de los demás. ¿Cómo se puede llamar a este imprescindible impulso personal e interior que gobierna la actividad de la persona y constituye la personalidad?

No consagramos el saber en tanto conocimiento sino merced a ciertos condicionantes iniciales del “ser consciente” que se coordinan y estructuran. Por lo que habría otro escalón en el proceso que lleva del simple “ser” al más complejo “ser consciente” e inmediato yo simultáneo ser algo, ser algo más que un ser que existe y nada más. Nadie es esto y todos son algo más que una entelequia, carne y hueso, cuerpo solamente.

Se ha dicho que tener conciencia es siempre tener conciencia de, es decir, de algo, pero, ¿cómo saber que se tiene conciencia si no se pone algo en ella, ante ella, algo que la llene y que la encienda o ponga en funcionamiento? Pues bien, ese algo se pone mediante la creencia o el creer; luego se pone la creencia en algo, el creer en algo, es decir, el tener conciencia de algo concreto, mental o material (así lo propusieron Franz Brentano y su discípulo Edmund Husserl por los mismos tiempos de Lotze).

Parece que nada se constituye en algo consciente sin que una voluntad de creer obre como carril en el que ese algo se desliza y desplaza, se mueve con la suficiente contundencia mental como para llenar la pantalla interior y colmar la atención. Podríamos decir, con tono más bien jocoso, que creer es algo más de lo que se cree. De ahí que Ortega y Gasset haya dicho que vivimos en las creencias, que las ideas las tenemos mientras que en las creencias estamos. Esa verdad capital, sencilla y completa, merece una meditación más respecto a cómo creemos, en qué consiste creer, qué representa creer para la criatura humana, qué relación se puede encontrar entre vivir y pensar y entre pensar y creer. Porque son las operaciones básicas de la vida, de la humana y quizá de las demás especies. Entre esas operaciones básicas, funciones vitales o facultades, se encuentra creer, una de las fundamentales. Bastante se ha discutido respecto a la relación entre vivir y pensar, pero en cuanto a la relación entre pensar y creer, mas bien se ha ocupado la teología.

SABER Y CREER

En todos los planos es necesario distinguir entre saber y creer. Examinemos “en cámara lenta” la siguiente situación (experimento mental). Se encuentra usted en una habitación de su casa, y sabe que puede salir de ella sin necesidad de escapar por la ventana ni de tirar abajo una pared. Usted sabe que hay una puerta que lo comunica con el resto de la casa. También sabe que tiene acceso al exterior, que puede salir al jardín o a la calle o, si vive en un apartamento, que puede caminar hasta la escalera o el ascensor y bajar, etcétera.

Sabe eso y mucho más, aunque lo sepa concentrado todo en un instante. Sabe que puede caminar hasta la puerta, que la puerta es algo que se abre, que el ascensor puede llevarlo hasta la planta baja, que la calle lo comunica con la ciudad y sus alrededores. Usted sabe todo eso como sabe que la Tierra es un planeta, que existen las células y los átomos o que el motor a explosión funciona con combustibles fósiles. Pero, ¿sabe usted todo eso? Aquí puede quedar al descubierto una diferencia entre saber y creer.

Su habitación tiene una puerta y usted lo sabe; sin embargo, la puerta puede estar con llave, o trabada, fuera de funcionamiento. Por supuesto, usted sabe que no es así, puesto que, aunque no ha comprobado todavía que puede abrirla, usted cree que puede abrirla. ¿Cómo lo sabría sin antes comprobarlo? En tal caso, es evidente que forma parte de su saber, de su estado de conciencia, el supuesto de que la puerta difícilmente no se abra, puesto que usted está seguro de que se abre y de que franqueándola puede salir de la habitación. Pero, no es, estrictamente hablando, un saber, es una creencia. El saber demanda otros fundamentos, y se puede saber mucho de muchas cosas sin la necesidad de creer en ellas.

¿Usted sabe que puede levantarse del sillón y caminar hasta la puerta? ¿O, más bien, está seguro de poder hacerlo, es decir, cree en poder caminar hasta la puerta, abrirla y salir de la habitación? Nadie le enseñó ni leyó en ningún libro que puede desempeñarse de esa manera; solo lo ha experimentado antes o, si lo ha experimentado, quizá no lo recuerde. Por lo que es más bien una creencia en que puede hacerlo, y no un saber que puede hacerlo. No quiere decir que no lo sepa y que solo lo crea, sino que, indudablemente, en el saber hay una creencia de fondo, una seguridad de conciencia en la que se apoya ese saber y todo saber. Hay un condicionante básico que gobierna el pensamiento, y una escala entre ponerse a pensar y llegar al saber, es decir, hay un creer. Obsérvense las dos primeras acepciones de la palabra “creer”: primera, “Aceptar alguien como verdad una cosa cuyo conocimiento no tiene por propia experiencia, sino que le es comunicado por otros”; segunda, “Pensar que cierta cosa es buena o eficaz”.

LO BUENO Y LO MALO

Saber es abarcador, elaborado y complejo, mientras que creer puede incluir el aceptar lo que defienden otros y también puede consistir en considerar solo lo bueno o solo lo eficiente en que usted cree. Creer no exige elaborar el pensamiento; saber sí lo exige. La diferencia entre pensar y creer, pues, estriba en que creer es un estado de conciencia alerta y sin necesario contenido preciso, un estado inicial dispuesto a llenarse con algo, aun a complementarse con el saber.

Usted cree que hay una puerta que se abre y que puede abrir y, si además lo sabe, mejor. Puede fallarle el saber y encontrarse con el cerrojo descompuesto, alternativa que no destruye el saber, puesto que el saber se recompone cuando se recompone el cerrojo. Y puede fallarle la creencia y experimentar la misma suerte, pero la creencia no se recompone y solo es sustituida por otra. Viene a confirmar esta diferencia el hecho de que, en lo sucesivo, usted sabrá que el cerrojo ha sido reparado, pero de algún modo puede llegar a creer (siquiera por un momento) que el cerrojo ha vuelto a romperse (¡ah, ojalá pueda abrir la puerta sin inconvenientes!). Por una fracción de segundo puede centellear en su mente lo peor, es decir, lo bueno y lo malo. ¿Por qué se da esta sospecha?

 Lo bueno y lo malo es el centro respecto al cual giran las creencias, sustentando todo lo demás. En nuestro pensamiento fulgura casi siempre el tratamiento de lo trivial tanto como de lo trascendente de acuerdo al juego inevitable de lo bueno y de lo malo. El saber, pues, se sacude sobre la creencia, y la creencia es el creer a secas, el simple creer, no importa en qué, el saber que danza y gira en torno a nada, una dirección ciega que adopta la conciencia hasta dejar de temblar y sacudirse para sustentarse en el suelo más firme (solo más firme) del saber. El pensamiento tiende a girar y a danzar hasta alcanzar un estado casi absoluto del saber, un conocimiento firme, una idea, un concepto, una hipótesis, una teoría, una concepción general, etcétera, algo que se supone conduce a lo bueno. Lo que a usted ocurre en la mente mientras está sentado en la habitación de su casa es algo diferente, nada en estado de equilibrio o seguridad. Está activo y bulle sin que se deje ver el vapor, sin que vea la condensación de las creencias en el aire.

El temblar y el danzar de los pensamientos que tienden a alcanzar un estado absoluto del saber con el solo giro en torno a valores, en grados intermedios que son los grados de la creencia, es lo que Carlos Vaz Ferreira formuló para atenuar la diferencia abismal entre los estados absolutos del saber, lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, lo bello y lo feo. En este sentido, distinguió entre sistemas e ideas para tener en cuenta. Escribió que “se tiene un sistema hecho y se lo aplica en todos los casos, porque solo se tiene en cuenta una idea y se piensa con esa idea sola; pero cuando se piensa con muchas ideas, cuando se piensa con todas las ideas posibles, entonces surgen inmediatamente las cuestiones de grados.” (Vaz Ferreira, 2020, 145) Lo que quiere decir que usted no anda despistado, señor, porque es seguro que usted piensa con todas las ideas o en su lugar cree, más bien, y no solo sabe que puede salir por la puerta como si aplicara todas las ideas posibles al respecto. Creer en ello es más amplio y, si usted se atiene solo al saber acerca de la puerta, puede terminar dando con su nariz en ella.

 CREER COMO IR HACIA EL BIEN

 Estamos ahora en óptimas condiciones para entender a Lotze, para quien habría una especie de “mediación” entre el saber y la especulación o, con otras palabras, habría lo que comúnmente llamamos creencia. Las diferentes interpretaciones sobre el mundo y la vida no se fundan solo en el saber (en el conocimiento) sino también en la creencia (en la especulación). Y ambas se mezclan atinadamente en un todo masivo, como cuando decimos “agua” o “aire”. Descubrimos entre el saber y la creencia una suerte de verdad universal, un fundamento espiritual unificador.

Valiéndonos de nuestro ejemplo, usted hace de su saber y de su creer una misma verdad que se adueña de su conciencia y de la voluntad de su conciencia, de manera que salir de la habitación de su casa deja de constituir un problema. Que la naturaleza tenga leyes necesarias para Lotze “es un hecho bruto de por sí incomprensible, pero se hará comprensible si se admite que no es un hecho definitivo, sino solo un medio que manifiesta y revela en su misma organización el objetivo último que está destinado a realizar: el del bien” (Abbagnano, 1994, 338).

Todo tiende hacia el bien según Lotze. Indirectamente, esto equivale a decir que algo lo beneficiará a usted, que unificará su estado mental referido a la realidad circundante por una operación de afirmación y de creencia, pero no de un estricto saber, en el sentido referido a las leyes de la naturaleza (ib., 339). Usted cree y sabe sobre la situación como si fuera un todo, de manera semejante a como se piensa en términos de masa.

La creencia posee una consistencia propia, axiomática, que no pide demostraciones prácticas y, por su parte, el saber cuenta con una consistencia consensuada, aceptada al menos por la mayoría de quienes con rigor científico se ocupan de él. El pensamiento es una corriente, según William James, un torrente, con “lugares” que se suceden unos a otros, algunos como simple tránsito y otros como descanso (partes transitivas y sustantivas). De lo que deduce que “el fin principal de nuestro pensamiento es en todo momento alcanzar alguna otra parte sustantiva diferente de la que nos acaban de desalojar. Y podemos decir que la aplicación principal de las partes transitivas es llevarnos de una conclusión sustantiva a otra” (James, 1989, 195).

Esa corriente fluye, pues, a veces enlenteciéndose, a veces como un torrente incesante, sin obstáculos que la dificulten u obstruyan. Pero no todo su curso es visible para el observador (para usted que está pensando en salir de la habitación por la puerta). No son verificables todos los grados infinitesimales en los que bien puede valer un valor, actuar un actor sobre el conjunto, un estado intermedio o porción en apariencia insignificante de todo el caudal, una de las posibles bifurcaciones como las llamó Ilya Prigogine. La comparación puede servir de ilustración: “Llamamos bifurcación al punto crítico a partir del cual se hace posible un nuevo estado. Los puntos de inestabilidad alrededor de los cuales una perturbación infinitesimal es suficiente para determinar el régimen de funcionamiento macroscópico de un sistema, son puntos de bifurcación.” (Prigogine, 1990, 192)

 QUÉ SE PUEDE SABER

 Así como se habla de saber sin necesidad de aclarar saber qué, por ejemplo, en el caso de alguien que “sabe mucho”, es posible hablar del creer sin necesidad de aclarar creer que o creer en. Creer, pues, es la pista por la cual transita la creencia, es una potestad como vivir, como existir; es una propiedad, una facultad, o como se llame, puramente soberana de la inteligencia. Lotze creía que la noción de ser humano no se puede reducir a la composición de mente y alma, como lo venía haciendo la tradición filosófica de su tiempo. Prefería hablar de sentimiento y corazón, algo incompatible con esa tradición y también con el materialismo mecanicista que nacía y se fortalecía en su época.

No es posible responder la pregunta de Kant “qué se puede saber” en abstracto, sino en relación con algo concreto y en función de circunstancias determinadas. Lo ideal, pensaba Lotze, necesita de lo material para ser pensado, por lo que tampoco despreciaba el idealismo ni el empirismo o la materia. Algo de esto se trasmite a Bertrand Russell y a Ludwig Wittgenstein más adelante. Las leyes de la naturaleza describen, pero no explican; son teoría o abstracción. Se debe investigar en lo que los hechos tienen como fines últimos (teleología), de tal manera que el saber se constituye como orientación de las ideas más que lo que pretenden ofrecer como contenido.

En este sentido Lotze desdeña el mecanicismo y el materialismo inspirados en la revolución científica e industrial, para aplicar un “análisis regresivo”. Este análisis consiste en recoger la cultura humana del pasado tomada como un todo, porque creía que proporciona una “perspectiva más elevada de las cosas”, esto es, el punto de vista del “corazón”. La ciencia responde a otro punto de vista referido al mundo que se vuelve inteligible y útil para los humanos solo en conexión con los valores históricamente desarrollados y las formas de escolarización y educación características de una cultura desarrollada (Milkov, obra citada).

El punto de vista del corazón se encuentra a través de las “idealidades” orientadoras en todas las ramas del saber. Estas idealidades son puramente mentales, pero necesitan de la experiencia para servir al conocimiento y a la actividad práctica. Permiten “notar” la realidad como un telón de fondo, pero no como materialidad en sí. No se trata de idealismo ni de materialismo sino de “idealismo teleológico”. De modo que la filosofía puede ocuparse de la creencia y del creer, así como se ocupa la teología.

REFERENCIAS:

ABBAGNANO, Nicolás (1994). Historia de la filosofía, Barcelona, Hora, V. III.
JAMES, William (1989). Principios de psicología, México, FCE.
MILKOV, Nicolay. “Rodolfo Hermann Lotze”, en IEP (Internet Encyclopedia of Philosophy).
ORTEGA Y GASSET, José (1958). La idea de principio en Leibniz¸ Madrid, Alianza.
PRIGOGINE, Ilya (1990). La nueva alianza, Madrid, Alianza.
VAZ FERREIRA, Carlos (2020). Lógica viva, Montevideo, Ediciones Cruz del Sur.

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