De acuerdo con una primera impresión que puede tenerse mirando el cielo, surge la sospecha de que por allá arriba no hay momentos ni tiempo, y que aplicamos nuestras pautas de medición a una realidad que sobrepasa nuestro saber.
No estamos seguros de que en el universo haya momentos, y es probable que todo en él se mantenga por siempre, sin principio ni fin, como sostienen algunos cosmólogos (teorías estacionarias). Al sentido común le es difícil entender el tiempo: el pasado porque ya pasó, el presente porque es inapresable y el futuro porque aún no es. De acuerdo a la noción de tiempo prácticamente no existiríamos, lo que resulta absurdo.Tomemos un
fragmento del universo, una estrella, por ejemplo. Supongamos, sin que se trate
de nada científico, que la estrella empieza a formarse, alcanza lo que tiene
que alcanzar para ser estrella, existe como tal en tanto su energía se va transformando,
su combustible nuclear se agota y tras un larguísimo proceso explota y muere.
Todos esos estados relativos, las diferentes configuraciones de la estrella y
del espacio en que se resuelve su suerte, así como las configuraciones de los
diferentes componentes en torno a lo cual se define lo que llamamos estrella, ¿es
su presente?
Para
un observador humano es la suma de todos los acontecimientos, los del presente
y los del pasado. Pero, ¿de qué presente y de qué pasado? Es claro que es
presente y pasado del observador, no se sabe si de la estrella. Desde que
existen humanos sobre la Tierra la estrella Sol se mantiene incólume,
posibilitando todos los presentes de todos los habitantes terráqueos de todos
los tiempos. Si bien pensamos que el presente de cada momento humano se corresponde
con el presente de cada momento solar, parecería que los tiempos no son los
mismos.
Todo induce a desconfiar
de estas comparaciones, pero es posible que el tiempo del Sol pueda ser medido
en una escala diferente a la humana, no con nuestras unidades de medida sino
con unidades cósmicas establecidas de acuerdo a movimientos, masas y otras relaciones
interestelares diferentes. De lo que se sigue que la noción de transcurso de
tiempo sería también diferente, y que, dadas las gigantescas distancias entre
las entidades estelares, también serían gigantescos los tiempos. Y no hay más
que dar un paso para concebir tiempos extremadamente extendidos, respecto a los
cuales los humanos serían insignificantes. Aún más, se puede concebir un tiempo
con duración prácticamente infinita, algo difícil de comprobar y que se refleja
patentemente en algunas teorías cosmológicas de la más reciente astrofísica.
LA VARA
DE MEDICIÓN
No podemos entrar en contacto con estos hechos
cósmicos sin que nos parezca que se producen de acuerdo a una cadena de nacimientos,
desarrollos, transformaciones y muertes. No disponemos de sentidos capaces de abarcar
el fenómeno tal como es en su realidad, en forma independiente a las limitaciones
perceptuales y cognitivas de los observadores terráqueos. Por otra parte, la
relatividad induce a imaginar cuánto influye en nuestras observaciones y
razonamientos la posición en que estamos, las consiguientes perspectivas, el
movimiento y la clase de trayectoria que sigue el sistema Solar. ¿Cómo se
podría imaginar que tales hechos se producen sin tener que acotarlos a la
comprensión de la mente humana? No lo sabemos, pero se puede sospechar de cómo
influyen esas limitaciones en nuestro conocimiento del Todo.
Si
fuera por cómo los percibimos y pensamos, no apreciaríamos desde la Tierra los
mil estados en que conocemos ese Todo, los fenómenos del universo. Si sólo
fuera por cómo apreciamos aquí las cosas, de las que sólo se nos aparece el
estado en que están ahora, nos sería imposible entender nada del enorme
espacio en que un insignificante planeta gira en torno a una modesta estrella.
Ni de cómo resulta que nuestro sitio en el universo sirva de asiento para que
se desarrolle la vida, que lo inorgánico se metamorfosee en orgánico y lo
orgánico en inteligencia.
Por cierto, nos es
posible investigar la historia de un objeto o de un ser vivo en la Tierra,
porque también podemos apreciar muchos objetos y muchos seres vivos en ella, en
sus diferentes estados de desarrollo, y colegir cómo es la historia de cada
cosa y de cada ser vivo. Pero, ¿qué quiere decir “historia” en el infinito
dominio de la realidad que sabemos comprende infinidad de galaxias, sistemas de
galaxias y grupos de sistemas de galaxias? ¿Tienen historia o sólo es presente,
un presente que tendríamos que aprender a concebir, para no decir observar? Hay
historia en la Tierra, pero ¿qué hace la diferencia con la historia del
universo?
Hay una diferencia
y es la que determinan los sentidos humanos en plena actividad, la actividad
que consiste en vivir. En la medida en que vivimos entre las cosas y los seres
vivos, en esta pequeña zona del Todo, es necesario que se mantenga en armonía
con nosotros, que somos una de sus partes. Es preciso que nuestro hábitat
sea procesado por el entendimiento, sus diferentes manifestaciones, sus estados,
desarrollos, nacimientos y muertes, transformaciones de unas formas en otras. Satisfacemos
tal necesidad atribuyendo un cierto orden a lo que nos parece serie, un
orden que llamamos razón. Todo lo que conocemos se ha adecuado a ese
orden, ha sido puesto en el entendimiento gracias a él.
Ahora bien, el
cerebro funciona de acuerdo al mismo orden por él concebido. Se desarrolla
siguiendo la imperiosa necesidad de satisfacer los requerimientos de la vida, y
de tal manera que su poder de conocer, de cumplir con la misión vital que
consiste en hacer posible la vida, es el mismo poder de conservarse como tal,
el poder de vivir. Volver posible el conocer y volver posible la vida ha sido
uno y el mismo fenómeno que se nos aparece como dividido en dimensiones
diferentes, una corporal o palpable y otra mental e impalpable. Pero ambas
componen una misma y única actividad con los mismos procesos, que se enmarcan
en la misma naturaleza.
No tenemos otra
alternativa que aplicar nuestro cerebro para entender el universo, el mismo que
nos permite entender la vida y el mundo terreno y, además, al mismo cerebro. Tierra
y universo son dispuestos de tal manera que sus permanentes cambios, múltiples movimientos,
accidentes y cursos naturales, se disponen en una y otra de esas dimensiones. Y
en tanto series de transformaciones, como dimensión palpable y como dimensión
impalpable, como presente o como pasado. Pensamiento, materia, hechos, todo en
algunos de esos compartimentos estancos.
LA VARA
DEL TIEMPO
Nuestro cerebro se vale de la razón terrena
con el objetivo de comprender un universo que quizá requiera una razón más
poderosa para ser comprendido a cabalidad. Acostumbrado a funcionar fundándose
en el orden racional, en todos los grados posibles de sus posibles
aplicaciones, el sentido común, la intuición, la matemática, la física, la
filosofía, la psicología, ese cerebro espera encontrar, aún más allá de su
puesto de observación terreno, una realidad que responda al mismo orden en que
ha observado a la realidad local, porque no dispone de otro. Las magnitudes
locales no alcanzan y se conciben magnitudes cósmicas: el año luz, el parsec, la
unidad astronómica, los eones.
Justamente,
disponer de otro orden capaz de descifrar los misterios del universo –y de paso
los de la Tierra– es a lo que tiende la ciencia de hoy. Tiende a perfeccionar
el mismo orden sin desviarse de sus fundamentos racionales y sólo ampliándolos.
Con ello permite que la razón flexibilice sus principios o genere otros nuevos y
los acomode para que no contradigan y en cambio corroboren la veracidad de sus
supuestos, observaciones, teorías, comprobaciones y demás requisitos teóricos y
experimentales. Igualmente, la filosofía tiende a flexionar el rigor de sus
especulaciones respecto a la vida y a lo que abarca como mundo conocido.
Lo diferente entre apreciar el todo en el
universo y el todo en la Tierra, pues, consiste en que no nos es posible
flexionar ese orden, los principios y fundamentos racionales de modo que sean
capaces de abarcar la realidad cósmica. Esta realidad, aunque comprenda la
misma realidad que conocemos en nuestro entorno solar, se aprecia de otro
modo. Y el modo de apreciar humano es relativo a tamaños, a masas, a
movimientos celestes locales o a múltiples formas de manifestarse la energía. En
la escala del hombre todo se aplica de acuerdo a la razón, a la lógica, a la matemática,
a la ciencia. Pero no hay cómo aplicar la escala del universo al hombre, la que
se ajusta a tamaños, masas, movimientos, expresiones de la energía que
requieren una ampliación inusitada de la razón.
Es curioso que podamos
“tocar” la radiación de fondo de microondas, pero que no podamos hacerlo con restos
de la energía consumida en nuestro nacimiento. Sólo contamos con relatos de
nuestros padres, con fotografías o filmaciones que nos remiten
irremediablemente a un pasado del cual nosotros somos el rastro. Porque nos
vemos restringidos a confirmar como existente sólo lo que se puede percibir, o lo
que se capta mediante instrumentos que hemos inventado para potenciar los
sentidos. La fotografía de un bebé es uno de esos instrumentos.
Lo que aquí se nos aparece en pequeño lo pensamos
como posible en grande. En la misma Tierra se nos presenta al entendimiento la oposición
entre lo grande y lo pequeño, así como otras oposiciones como lo que existe y
lo que no existe, lo que tiene vida y lo que no la tiene, lo que es posible percibir
y lo que no, lo que tiene movimiento y lo que está en reposo, etcétera. En
cuanto a todo esto, la razón aplica un mecanismo funcional a la comprensión: lo
perceptible, es decir, lo que queda al alcance de los sentidos, se dice que
responde al estado de cosas del presente, mientras que lo que ha dejado de ser
perceptible responde al estado del pasado, así como lo que se supone que alguna
vez será perceptible responde al estado del futuro.
Por otra parte, si algo
deja de ser perceptible, sea un ser vivo porque ha muerto, una nube porque se
la ha llevado el viento o un navío porque ha desaparecido tras el horizonte, sabemos
que se ha convertido en otra cosa o que está en alguna otra parte o que algo interfiere
nuestra percepción. La remisión de las cosas a las tres dimensiones del tiempo
no es todo con lo que contamos: también poseemos la noción de cambio. Ha
cambiado de ser vivo en ser muerto, la nube ha cambiado de lugar, el navío se ha
ocultado a nuestros ojos. Algo que se remite al pasado, sin embargo, de algún
modo se mantiene en el presente merced a una transformación que cambia su
apariencia, pero no cambia en su esencia ni pasa a otra dimensión del tiempo.
PARA
EL UNIVERSO NO HAY TÉRMINOS DE COMPARACIÓN
Por esta razón decíamos que en el universo
apreciamos el tiempo de manera diferente a como la apreciamos en la Tierra. Parecería
que para el universo no existe la posibilidad humana de aplicar pautas de
medición, y que “todo depende del cristal con que se mire”. Los diferentes estados
físicos transmitidos por la percepción son conocidos a través de las pautas de
la escala humana. Estas pautas se desdibujan en la escala cósmica o no sirven a
la comprensión inmediata, aunque sirven a la matemática. Luego, la matemática nos
ayuda a comprender esos estados físicos, aunque no a percibirlos como los de la
escala humana.
No parece posible confiar
en términos de comparación al mirar y admirar el universo. Sea, por ejemplo,
una estrella; es muy difícil determinar su pasado, su presente e igualmente su
futuro. ¿En qué estado de la estrella nuestra percepción descubre lo que llega
a conocer de ella? ¿Coinciden los presentes temporales? El tiempo de una
estrella medido de acuerdo a la escala humana sólo tiene sentido para la
ciencia, la que “traduce” su conocimiento para que pueda asociarse a nuestra
vida, a nuestro mundo, a nuestra comprensión.
¿Se podría pensar
en una clase de conocimiento de orden universal, en una razón
elevada a la potencia cósmica, en un conocimiento diríase absoluto
desprovisto de cálculos? Algunos descubrimientos científicos, como los
de última generación en materia de cosmología estacionaria, corroboran el
supuesto de que todo está ahí desde siempre. Por lo que, sin tomar esta
referencia como algo definitivo, deberíamos conocerlo y comprenderlo sin
traducción ni cálculo. Pero decimos “desde siempre” sin conocer con exactitud
el significado de esta expresión. Porque se aprecia claramente que a grandes
escalas no hay tiempo terrestre, no hay “siempre” ni “nunca” al menos como
concebimos estas nociones a escala humana.
Al parecer se trata
de un recurso forjado por la mente (Kant) a través de la evolución (Darwin), para
reducir la apariencia a las exigencias de la comprensión, el recurso que llamamos
“razón” o, mejor, razón pura. Un recurso que acomoda la apariencia en
arreglo a la realidad terrenal, que es comunicada y elaborada por el sistema
nervioso, pero que todavía no ha evolucionado lo suficiente como para adaptarse
a la realidad cósmica –así como el cuerpo humano no está adaptado originalmente
a la vida en el espacio. Si decimos que la luz recibida desde una estrella
lejana puede ser la luz de una fuente que ya no existe, porque la luz tarda en
recorrer la distancia que la separa de nosotros, que quizá se haya extinguido, ¿en
verdad ya no existe? Queremos decir que su estado no es el estado de la
estrella en su plenitud. Pero ¿cómo es que no existe? ¿Qué es de lo que en ella
ya no existe?
El pasado es una
invención con la que resolvemos el inconveniente de no poder percibir el
proceso en su integridad. Es más convincente, aunque no definitiva, la idea de
que no hay pasado y que todo está aquí y allá, sólo que transformado. Que la idea
de que algo pasó y no pertenece ya al dominio de la percepción es del todo
cuestionable. El problema remite al reino de los problemas de grado. Quiere
decir que no se suspende la percepción por una desaparición de lo percibido, lo
que sigue en pie, pero cambian sus estados físicos en una escala de grados que
va de lo que para la percepción en su inicio es plenamente perceptible a lo apenas
perceptible y hasta a lo imperceptible.
Existiría una cisura
que dividiría la comprensión en el plano de unas grandes dimensiones, o que la
reduciría en el plano de unas muy pequeñas, como las del mundo cuántico. Podríamos
esperar, para ser modestos, una mayor probabilidad de que se debiera a la
insuficiencia de nuestra capacidad de conocimiento y no a la ingente complejidad
para nosotros de la realidad del universo. Desde un punto de vista espacial, y
en relación a lo que cuantitativamente representamos para el universo, ¿qué
representamos como observadores y conocedores en cuanto a los misterios de ese
universo? Quizá muy poco.
EN
EL TRABAJO DE LA MENTE NO HAY MOMENTOS
Estamos llenos de imágenes e ideas, de deseos
y proyectos, de sentimientos y emociones, y todo se combina con la información
empírica o teórica recibida por la mente. Pero para conocer, para llegar a disponer
de una verdad personalmente definitiva, nos valemos de algunas pautas generalmente
refrendadas en la experiencia. Así como en la memoria de trabajo no hay
momentos, y cada contenido está a disposición de cualquier circunstancia de
vida, también, los que fueron momentos en la actividad espontánea de la mente se
disponen ahora para el trabajo en lo concreto bajo cualquier circunstancia.
Por cierto, la vida
de cada persona está cifrada por los años, meses, semanas, días y momentos
diferentes que componen cada día. Y si la persona puede recordar los hechos
vividos en cada una de estas unidades temporales, aplicando sólo la activación
de su memoria y recomponiéndolos hasta donde puede en sus desarrollos cronológicos,
también encuentra en ellos una funcionalidad no exactamente temporal. Se
disponen en la mente como chispazos, como destellos que asoman aleatoriamente
ya no para para servir a la memoria. Son rémoras de los hechos y procesos de
vida que no repiten la historia, que son nuevos, que han impreso en la mente
enseñanzas y habilidades que se asocian operativamente a las circunstancias
presentes.
Estos
chispazos se desprenden de sus fuentes originarias, de las determinaciones
espaciotemporales en que surgieron, de las circunstancias específicas en que se
produjeron por primera vez en tanto hechos de experiencia. Y entran a formar
parte de la inteligencia como atributos particulares, idoneidades individuales o
saber personal. Ya no se los puede remitir ni al pasado ni al presente,
porque ahora son parte de la inteligencia y están a la disposición de la voluntad
de la persona bajo las condiciones de cualquier eventualidad. Su consolidación como
facultad inteligente parece descubrir, y hasta comprobar, inadvertido entre las
insondables potestades de la mente, el rango de las escalas temporales ajustadas
a otro orden de la razón, a otra de sus escalas de grados referida al tiempo y no
operativa conscientemente.
Los recuerdos a
veces se enlazan con la actualidad sin motivos aparentes, a veces por querer o
necesitar que vuelvan a la memoria. También reaparecen por no se sabe qué razón
que los impulsa a recrearse imprevistamente. Se trata ahora de identificar una
clase de legado de la historia personal que vale por su funcionalidad, por
haberse integrado no como recuerdo sino como medio de conocimiento, como forma
aplicable en la actualidad y surgida a través de la experiencia individual.
En ese sentido, además
de la posibilidad de que la persona cuente con el poder de recordar todos o
casi todos los momentos vividos, de lo cuales le es posible extraer enseñanzas útiles
para resolver problemas en el momento presente en que vive, también puede
apelar a una capacidad propia forjada en el encuentro con el mundo y a partir
de un material no propiamente memorístico. Esta posibilidad es la que tiene que
ver con su posicionamiento respecto a la realidad del mundo, a lo verdadero del
mundo, es decir, al concepto personal acerca de qué es verdad y qué no es
verdad en el mundo.
LA VERDAD
EN CONSTRUCCIÓN
Los sentidos se ocupan de confirmar la
existencia, lo que hay, lo que se comprende en el espacio y el tiempo. Pero no
pueden ocuparse de confirmar el resto, lo que “existe” en el dominio del
pensamiento y de los sentimientos de toda clase. ¿De dónde extrae el hombre el conocimiento
al respecto? Comprueba la existencia mediante los sentidos, pero la existencia
se presenta de muchas maneras al entendimiento y, sea cual fuere su manera de
presentarse, el entendimiento necesita confirmarla al menos de acuerdo a un grado
de verdad. Este grado de verdad consiste sólo en establecer una relación
de amistad con la existencia, una correspondencia entre lo que existe de por
sí, las cosas, los hechos, los seres, la naturaleza, la tierra, el mar y el
aire, en fin, y lo que de todo ello conviene al hombre.
Lo que no se sabe y
quizá no importa si conviene o no al hombre es la realidad, pero la verdad es algo
diferente, bastante complejo y amplio. Es el impulso por discriminar en la
existencia lo que en ella se nos aparece, lo que resulta en tanto apariencia y
en tanto ilusión y fantasía. Y es también lo que conviene al hombre en una gama
muy amplia de asuntos fundamentales: entender la existencia, implicarse en
ella, intercambiar con ella, contribuir con ella en el sentido de atribuirle un
sentido, justificarla, aprovecharla o rechazarla si no es conveniente, y determinar
cuál es la realidad definitiva, la realidad real. ¿Conveniente para qué? Pues,
para sobrevivir, pero también y especialmente para vivir sin la urgencia de
sobrevivir.
Verdad,
por consiguiente, es algo fundamental para quien existe y es real, tanto como
las cosas, los hechos y los seres vivos o animales. Desde que el hombre es una
existencia como cualquiera otra, el conocimiento que tiene de sí mismo también está
expuesto a la fantasía y a la ilusión. Forma parte de la apariencia como toda
existencia sometida al entendimiento, y por ello necesita de la verdad para no
caer en un conocimiento erróneo de lo que es él mismo en tanto contribuye a
aparejar la existencia del mundo. El conocimiento pulido por la verdad es la
realidad real, por más que debe perfeccionarlo permanentemente, recrear y
ajustar una y otra vez su propia imagen y la imagen del mundo.
El
hombre modifica el mundo y el mundo lo modifica a él, y a través de esa
reciprocidad encuentra la confirmación de la realidad como existencia conveniente,
es decir, como realidad verdadera. Por supuesto, puede confirmarla también a
través de deducciones o supuestos no experimentales; puede confirmarla en la
práctica y luego realizar la proyección de sus confirmaciones por vía de hipótesis,
inferencias e intuiciones sugeridas por la práctica. Da con una red de
relaciones en lo sustancial libre de los engaños de la apariencia, y en eso
consiste su saber personal y, de manera más compleja, el conocimiento general.
Una
vez que el ser humano es visto a través de este cuadro, en el cual la
individualidad es un fenómeno estrechamente ligado a la experiencia, y la
experiencia a la historia personal, empieza a despejarse el problema del
conocimiento de que se pueda disponer. Nos referimos especialmente al saber de
cada persona y que se va asentando a través de la experiencia, no sólo al conocimiento
acumulado por la colectividad o conocimiento establecido y consensuado del cual
igualmente el sujeto puede valerse. En materia de experiencia conviene
distinguir con claridad la experiencia individual y, en lo que a ella concierne
especialmente, la vivencia. La vivencia es el contacto íntimo de la persona con
el entorno, el encuentro particular con cada una de las vicisitudes que le
acechan en el curso de la vida, la clase única de impacto que los hechos tienen
en la mente y en el espíritu y, a su vez, la clase de resultados impresos en
los hechos y en las cosas.
LA
MENTE DE TRABAJO
Se trata de la dialéctica por la cual en el
sujeto del saber se va trazando el mapa de una verdad probable, la más cercana a
la que puede concebirse como ideal. De una verdad inicialmente establecida sólo
para él y en la circunscripción de la actividad con consecuencias sólo para él
y por él impresas en el entorno. Una verdad personalizada y forjada a través de
la actividad concreta, las conductas en el trabajo, en las relaciones familiares
y sociales, en las aficiones, obligaciones, simpatías y antipatías, etcétera. En
el entorno de una experiencia en construcción, siempre inacabada, perentoria,
provisoria, aunque operativa teórica y prácticamente, se resuelve una verdad
bajo las mismas limitaciones y condicionantes.
La mente en tanto trabajo funciona de una forma
especial cuando se trata de responder a los requerimientos complejos de la
circunstancia, a las circunstancias cuando acarrean problemas y a los problemas
cuando solicitan soluciones que literalmente hay que inventar en el momento o
que, fuera del momento en que se presenta el problema, hay que encontrar contando
con espacios y tiempos suficientes. Hay una mente de trabajo, como hay
una memoria de trabajo, aunque es preciso señalar una diferencia
importante. La mente de trabajo no almacena información ni la procesa, como en
el caso de la memoria de trabajo. Ya hemos visto que apela a una derivación
histórica de información, no a la información en forma directa; al resultado de
procesos ya terminados en torno a la información y a lo que en la vivencia se
ha hecho con ella.
En
cuanto a la indiscernible conjunción de memoria y mente de trabajo, en mutua y estrecha
colaboración, se observa y resulta notorio en la práctica que las personas
aplican la segunda, la mente de trabajo. Parece ser la que gobierna el proceso
de resolución de problemas y la que suele conducirlo a un fin con resultados
positivos. Todos resolvemos nuestros problemas de manera personal, aunque
apliquemos las mismas fórmulas, las mismas instrucciones o las mismas habilidades
adquiridas. Pero en el modo como las aplicamos se definen tales resultados en
una cantidad de veces, veces eventualmente exitosas o parcialmente satisfactorias
y a veces del todo fallidas.
No podría explicarse, de lo contrario, que
diferentes individuos obtengan tan diversos resultados aplicándose en realizar
las mismas tareas con la misma clase e igual cantidad de dificultades en
oportunidades en que el entorno presenta las mismas condiciones, adversas o
favorables. En tales casos no sólo se activan las carencias o los dones
naturales, la vertiente genética, lo biológicamente hereditario, pues esto
también pasa ineluctablemente por el filtro de la experiencia personal al
manifestarse. Y esa experiencia es una sola, única para cada individuo. Del
mismo modo, lo proveniente del entorno y que contribuye al éxito o al fracaso
de la gestión, no funciona sin antes pasar por el tamiz de lo personal,
subjetivo y espiritual, el gran asimilador y acondicionador que se ha fogueado
en la experiencia.
Una conclusión
posible que se desprende de todo lo anterior es la siguiente: observado el
universo de la manera como lo observamos los humanos desde aquí, resulta que para
nuestro saber no es posible dar con momentos tales como los que detectamos en
nuestro entorno e involucramos con el tiempo. Tal particularidad sugiere que el
tiempo y sus momentos terrestres tienen que estar afectados por alguna clase de
distorsión o de omisión o de complementación por parte de nuestra mente. Y que
no hay una verdad para el tiempo que no sea la que surge de la conveniencia de
los humanos de refrendarse a través de su pasaje por el mundo, quizá la única verdad
de la cual se pueda hablar, además de la verdad establecida por la ciencia.