CREDOS Y ANATEMAS
Supone Juan Luis Segundo,
siguiendo a Gerhard von Rad[2], dos tipos de lenguaje que
denuncian la presencia del dogma: los credos y los anatemas. Por ejemplo, en
torno al diluvio (Génesis), sólo
existe una preocupación por el sentido de la narración, que es ficción y no
historia. El credo sería “no habrá más diluvio”; el anatema: “Dios puede enviar
otro diluvio a la tierra”. Segundo pone otro ejemplo típico, el relato del Deuteronomio: “Mi padre era un arameo
errante que bajó a Egipto y fue a refugiarse allí siendo pocos aún, pero se
hizo una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos
oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Entonces clamamos a Yahvé, Dios
de nuestros padres, y Yahvé escuchó nuestra voz…”, etcétera.
Esta narración, con más fuerza que la del diluvio, es un caso típico de
credo que alcanza un valor histórico “por ser una especie de resumen de la
tradición religiosa ‒de los ‘dogmas’‒ de Israel. La misma solemnidad cultural
en que la fórmula aparece, o es insertada (cuando pasa a formar parte de la
reforma religiosa de Josías en Jerusalén), le da un carácter de identificación
grupal (o nacional) hecha a base de un contenido histórico-religioso.” Porque las
narraciones bíblicas no pretenden reproducir los hechos verdaderamente
ocurridos sino “ordenar los materiales sueltos de una manera particular”, dando
lugar a un “credo histórico”, de modo que el relato se vuelve dogma y el género
literario se convierte en “desarrollo teológico”. No es más que un “lenguaje
teológico indirecto” en el que el “gran compilador” usa “como medio de
expresión los materiales de la tradición”, revelándose “otra intención más
honda o más alta”. De esta manera “lo narrado constituye, por voluntad misma de
su autor, un desarrollo teológico”.
El objetivo es claro, y puede considerarse como una explicación de la hermenéutica
bíblica: “para que una sucesión de hechos pase de lo insignificante ‒ser mera ‘materia’ histórica, algo puramente
acontecido, y basta‒ a tener una significación,
o sea, a volverse normativo para interpretaciones históricas subsecuentes, es
menester que, de ‘hecho’, pase a ‘paradigma’. Debe señalar un ‘porqué’ que una necesariamente la serie de hechos. Es
esta ‘trascendencia’ con respecto al dato material y empírico lo que lo eleva
por encima de otros hechos (el resto de las gestas de Salomón… por ejemplo).” De manera que se llega a lo mítico partiendo
de lo que podría ser el mero azar de los hechos para llegar a una “secuencia
necesaria y repetitiva” que “apunta a un sentido”. Acompaña a esta “estructura
de sentido” un “agente personificado”, cuya presencia se deja sentir, esto es, una
fuente “personal” de decisiones”, una “intervención sobrenatural” que organiza
“el caótico fluir de los sucesos”, con lo que se disuelve el indeseado efecto
del azar y todo resulta como si fuera el propósito de alguien[3].
Todo se reduciría a la definición del sentido que, siguiendo a Segundo, es el elemento
por el cual la narración cobra valor histórico, como en el caso del credo deuteronómico.
Pero, sin entrar en estas arduas cuestiones, se puede señalar un rasgo notable de
los diferentes logoi pertenecientes
al saber no religioso, para compararlos con el religioso. Se trata de cómo ese saber
secularizado admite, de una manera parecida a como lo hace la teología, ciertos
principios demasiado semejantes a los credos y anatemas a los cuales se refiere
Segundo. La matemática y la lógica admiten axiomas que no pueden pasarse por
alto ni ser objeto de debate, por lo que a todas luces contienen credos con sus
respectivos anatemas. No sería difícil mostrar cómo otros principios, de la
filosofía, de las ciencias sociales y naturales, contienen proposiciones consideradas
inicialmente como verdaderas, teoremas, teorías y paradigmas condicionantes que
no pueden modificarse sin desarticular la totalidad a la que pertenecen.
Ahora bien, la teología no necesita que se la defienda con estos argumentos;
los invocamos aquí sólo por lo que enseguida se verá, y para que,
subsecuentemente, puedan relacionarse con un notable ejemplo de pensamiento social
y filosófico. Su modalidad es la de, precisamente, defender principios que las
ciencias sociales no desdeñarían, pero tampoco la filosofía ni la teología. Es
el pensamiento del filósofo, historiador, teólogo y hombre de iglesia,
ensayista, profesor, conferencista uruguayo, Alberto Methol Ferré (Montevideo,
1929-2009), hombre de extracción blanca y a la vez cofundador de la fórmula
electoral de la izquierda en la década del setenta.
COMUNICACIÓN CON EL UNIVERSO
Para entrar en cuestión
citemos a otro uruguayo, ya no enrolado en la religión sino perspicuo representante
de las huestes agnósticas: Roberto Ares Pons. Este hombre descubrió dos cosas
importantes, entre otras, relativas a nuestro país y a la región. En primer
lugar, “Descubrió que se extendía más allá de nuestros límites un mundo con
trazos comunes y en el que las fronteras quieren decir mucho menos que en
Europa y que, sobre todo, es el único ámbito geo-histórico respirable, el único
campo en que quepa una gran empresa capaz de imantar las vidas de hombres
presentes, poco dispuestos a luchar hasta el fin por ‘espacios’ patrios,
indigentes de todo lo que permite andar a una verdadera comunidad”. En segundo
lugar, descubrió dónde se escondía el secreto de esa gran empresa capaz de
imantar vidas: “Halló que yacía, desahuciado, arrinconado pero todavía latente,
resultando de una doble nutrición hispánica y nativa, un modo de vida en el que
la plenitud de una comunicación con el universo, la exaltación de una comunión
humana, la brújula de una intuición misteriosa, el señorío que nace de vencer
el ciego afán posesivo, la felicidad de una contemplación desinteresada valían
bastante más que las categorías dinámicas, racionalistas de la ‘izquierda
clásica’” [4].
Juan Luis Segundo, Roberto Ares Pons, Carlos Real de
Azúa, ¿estaban buscando la expresión de un sentimiento común, la fórmula que encerrara
una creencia inamovible, un paradigma misterioso o, con palabras ya discutidas,
un dogma? ¿A qué se refieren, concretamente? Por cierto, a algo que no estaba
en la conciencia de todos, o que estaba y no era advertido, un fantasma de cuyas
cadenas emergía un sonido demasiado humano para dejar que se desvaneciera a la
menor amenaza de racionalización. Pues bien, en esta búsqueda se inscriben
igualmente los afanes de Alberto Methol Ferré. Religiosos, laicos, agnósticos y
ateos, entre estos últimos muchos anarquistas y comunistas de viejo cuño,
experimentaron cada uno a su manera una común nostalgia de algo que el
progresismo, la prosperidad material, la mudanza de una tradición arraigada
durante más de cuatro siglos, el proceso de secularización o el avance
arrollador de las ciencias y la tecnología no podían ocultar durante mucho
tiempo.
Atengámonos a la palabra de Ares Pons: “El alma de un pueblo que, en su
desesperación trascendente, se hacía matar por lo blanco o lo colorado, ¿podía
compadecerse con una vida gris consagrada a los objetivos burgueses, a la consecución
de ‘un pasar’, una ‘posición hoy o mañana’? Los reformadores del siglo XX
quisieron convencernos de que al cabo de la vida humana se halla la jubilación,
cuando en verdad lo que se encuentra es la muerte, que nos impulsa a la
trascendencia como única posibilidad de victoria. Si un pueblo orientado hacia
la inmanencia puede llevar una existencia saludable sin el incentivo de algún
ideal que trascienda la mera prosperidad colectiva, esta ausencia es en cambio
fatal para los pueblos de índole mesiánica, tipo del español o el ruso, que
tradicionalmente se han sentido ungidos por la responsabilidad de una misión,
de una tarea histórica trascendente.”[5]
Estas alusiones muestran de manera palmaria una furtiva controversia respecto
tanto a la modernidad como a la tradición. Al revelarse deja al descubierto el
espíritu sobreviviente de la vieja colonia, eclesiástico y conservador, espiritualista
y tradicional, y al mismo tiempo el empuje de los nuevos tiempos, racionalista
y liberal, materialista y mundano. Ninguna de las posiciones coincide con
exactitud con las divisas políticas, que se enfrentaron ferozmente y que,
después de alcanzar la paz, disimularon como pudieron el viejo brío, apaciguándose
los rencores paulatinamente, más por el efecto del olvido que por obra de una conciliación
voluntaria. El tramo final de esta historia, con su constelación ideológica notoria
e inextricable, es la época en que le tocó vivir a Alberto Methol Ferré.
UNA MIRADA MIXTA
Es uno de los pocos
pensadores uruguayos que consolidaron en una sola estrategia argumentativa esos
extremos opuestos, con un adicional componente difícil de encontrar en los
hombres de su generación. Nos referimos a la capacidad de reunir en un único punto
de vista, original y personalísimo, lo valioso de las interpretaciones
religiosa y secular, el aporte de los movimientos políticos (peronismo,
revolución cubana, herrerismo) y el de los acontecimientos religiosos
emergentes en América Latina a raíz del Vaticano II (especialmente las Conferencias
organizadas por el Celam después de Río, es decir, de Medellín y Puebla). Su formación
tomista es frecuentemente mencionada, pero poco explicada. Quizá se expresa en la
capacidad de servirse de la razón en parejo despliegue junto a la soberanía de
la fe, lo que imprime un sello distintivo en los resultados, una huella que
sólo Methol podía dejar en las argumentaciones y disquisiciones. Su rastro se
encuentra en toda la obra de análisis sobre el papel de la Iglesia en el
desarrollo histórico-cultural de las naciones del Plata, y de América, desde el
Descubrimiento, pasando por el largo período colonial y el posterior proceso de
independencia y constitución de las nuevas naciones, hasta llegar a nuestros
días. Se apoya en lo intelectual que, como es sabido, es la preferencia de la doctrina
de Tomás de Aquino, pero sin dejar de cuidar las razones “del corazón”,
características de Agustín de Hipona.
Por esta idoneidad integradora Methol supo delinear una nueva revisión de
la geohistoria sudamericana, y no sería exagerado afirmar que su desarrollo,
desgraciadamente mal recopilado hasta ahora (si exceptuamos un importante reportaje
hacia el final de su vida[6]), todavía necesitado de
una edición crítica, es poco o pobremente conocido en su poder de develamiento,
por su genuina penetración y juego de asociaciones rápidas pero contundentes. Su
influencia no es notoria en el ámbito de la politología en curso, al menos en
los medios de comunicación, pero es fuerte entre allegados, discípulos y
conocedores académicos y eclesiásticos, en el laicado y entre las mismas
autoridades de la Iglesia, incluido el Papa Francisco, que fue su amigo. De
carácter asistemático y abierto, con frecuentes tributos a los acontecimientos
del momento, pero relacionados elegante y muy oportunamente con hechos, ideas y
causas históricas (entre las que se destaca la integración latinoamericana), la
visión de Methol es de carácter multifacético y abarca los acontecimientos
europeos con sus reflejos en la zona meridional del mundo. Por momentos se
expresa con una espontaneidad tal que puede despertar sorpresa, y aun sospecha
por su carácter inaudito, que enseguida se traduce como serena meditación,
amojonada por una riqueza sin par de datos y lecturas. Logra esta proeza acomodando
en una sola inferencia lo económico y lo ideológico, el perfil original en su
génesis nórdica y el de sus vicisitudes en el rebote local, generalmente disímil
o diferente, aunando el análisis de la gestión de la Iglesia y la del Estado, con
frecuencia desmenuzando el proceso secular, la suerte corrida por la Ilustración
en el siglo XX y su impacto sobre la filosofía de la Iglesia.
El intento de un nuevo enfoque sobre la historia, integrador y enérgico, rebelde
y a la vez respetuoso del credo católico, vuelve a dibujarse en el panorama
local desde que Francisco Bauzá le diera el primer espaldarazo en el siglo XIX.
Se integra en su análisis la política partidaria, la ideología, las religiones,
las instituciones, la cultura, y especialmente la influencia de algunos de los
grandes acontecimientos de la época que, en el universo religioso, y si se
exceptúa a Juan Luis Segundo, hasta entonces carecía de interpretaciones soberanas.
Se junta lo que hasta entonces solía justipreciarse por vías separadas, incluso
en Arturo Ardao[7].
Se despliegan en una sola mirada la visión del sentir incrédulo y la de la fe,
y la historia y la sociología se vuelven una sola ciencia mixta, haciéndose uno
lo que hasta entonces e incluso hoy es dos: una ciencia creyente y otra no
creyente. La solución de esta dualidad no da lugar a contradicciones ni
ambigüedades, como podría esperarse y no resultaría extraño en una mente menos
original, erudita y cohesionada como la de Methol.
UNA PESADA CARGA
Volvamos a la hoy otra
vez vigente curiosidad sobre lo que “yacía, desahuciado” pero “todavía latente”.
Indaguemos un poco más la emanación o “doble nutrición hispánica y nativa”, así
como la potestad que “nace de vencer el ciego afán posesivo, la felicidad de
una contemplación desinteresada” y que, como subraya Real de Azúa a propósito
de Ares Pons, valían más que las categorías racionalistas prevalecientes en la
intelectualidad montevideana de entonces. El mismo Ares la representa en una
primera etapa de su vida intelectual y, a la vez, y también en su primera
etapa, el mismo Real de Azúa caracteriza la versión opuesta debido a su
simpatía por el proceso antirrepublicano en España, revertida a la vuelta de su
estadía en ese país. Este asunto domina el pensamiento de Methol, sensibilizado
al extremo, quizá como ningún otro intelectual del momento, ante el advenimiento
de lo que llamó “ateísmo libertino”. Una mentalidad que supone representada sobre
todo en la obra del marqués de Sade. Contrastaba
este ateísmo libertino con el que llamaba “ateísmo mesiánico”, correspondiente
a la promesa de felicidad del socialismo y del marxismo, siempre latente pero
nunca cumplida.
Relacionó la caída del comunismo soviético, en 1989, con
el auge de las sectas religiosas en todo el mundo. Estas sectas aprovecharon el
desconcierto general de quienes sólo encuentran un camino a seguir en las
congregaciones cerradas e interesadas que marcan el destino con el fin de
cumplir su cometido comercial a expensas de los pobres. Existe hoy, pensaba
Methol, un nuevo sujeto, también nuevo como enemigo de la Iglesia. “El ateísmo
mesiánico era una contaminación judeo-cristiana, el ateísmo libertino no tiene
esta herencia, o la tiene mínimamente. El ateísmo mesiánico se proponía cambiar
el mundo, el libertino es orgánico al poder. En regímenes democráticos
desmoviliza al demos con una
característica: lo transforma en reivindicación, ante todo del placer. El
hedonismo en su límite se desentiende del otro; es la multitud de los solos […]
Coloca la satisfacción universal como razón de libertad. Pero esto es
contradictorio con un trabajo de construcción de la sociedad porque el
fundamento radical de una colectividad es siempre el primado del tú y de la
amistad.”[8]
“LA NECESIDAD DE TRASCENDER AL URUGUAY”
Este subtítulo es el de
uno de los capítulos del libro más conocido de Methol: El Uruguay como problema, de 1967. Responde a una pregunta clave:
“¿Puede el Uruguay actual desarrollarse solo? Es una pregunta capciosa, porque
parece insinuar que no puede
desarrollarse solo, como, precisamente, pensaba Methol. Le acosa la
sospecha de que Uruguay no cuenta con lo básico, esto es, con una cultura
consolidada; este problema también se encuentra formulado en las páginas de Marcha por el doctor Carlos Quijano. Otra
de las preguntas insidiosas: “¿Somos un país viable, con futuro propio, tal
como hemos sido?” Se refiere a si es posible para nuestro país la independencia
real, si es que algo así existe en el mundo, aclara enseguida.
Desea rememorar viejas tradiciones pesimistas al respecto, entre las que se
cuenta la de Ángel Floro Costa, en el siglo XIX. Asimismo, es famosa la
posición en la misma época de Juan Carlos Gómez, quien aspiraba a la
reunificación con Argentina. Sin embargo, el Uruguay despegó con energía en las
tres primeras décadas del siglo siguiente. Methol retrotrae estas incertidumbres
al siglo XX: “Así recientemente Carlos Quijano volvía a preguntarse inquieto
por la viabilidad del Uruguay. Era una respuesta que venía postergando desde
1952, desde un artículo titulado ‘El cuarto de los juguetes’, si la retentiva
no me es infiel. Ahora nos lo dice tajante: ‘El Uruguay no tiene posibilidades
de un desarrollo autónomo y cuanto hemos intentado ‒sobre todo en los últimos
años‒ a veces con heroísmos, otras con sagacidad y cuanto intentemos, tiene el
signo de la precariedad, y está condenado a la frustración. En endeble e
incompleto’. Allí están a la vista, signo de los nuevos caminos históricos,
Alalc, el Mercado Común, Cepal, Celam, las guerrillas, la Fip, la revolución de
liberación latinoamericana tanteando en ciernes, la industria pesada, etc.”[9]
“Quijano termina como Floro Costa agobiado por el Nirvana
‒prosigue Methol‒, aunque a veces le ponga el nombre consolador de Revolución.
Tan visceralmente arraigado está en el Uruguay que acaba, que el uso de la
Revolución como mito le permite, desde esa altura abstracta, encubrir su
crítica, hecha verdaderamente desde el mismo Uruguay solitario que afirma no
puede continuar, de todo aquello que se mueva en el sentido de romper el status
vigente. Quijano expresa hoy, como nadie, ese Nirvana que amenaza al Uruguay,
tardía resurrección de Ángel Floro Costa al revés. El uno sufría por la Banda
Oriental, y su espejo invertido el Uruguay. El otro padece la contradicción,
por el Uruguay a secas.”[10]
El capítulo 4, pues, un capítulo más de otro libro entre
tantos, tiene que señalarse como referencia inequívoca de un pasado sostenido a
través de los tiempos y llegado hasta hoy, como si fuera un elástico y eterno
presente. Nada es pretérito ni ha pasado agua bajo los puentes: porque el gran
problema del Uruguay sigue hoy más vigente que nunca. Después de cincuenta
años, con la misma propiedad de Methol Ferré y aunque se refiera a una época un
poco anterior a la suya, se puede señalar “la muy notoria singularidad
rioplatense: una sociedad fundamentalmente agropecuaria, exportadora de materia
prima con consumos y hábitos de sociedad industrial. Su ‘subdesarrollo’ no
impedía adquirir un nivel ‘desarrollado’ […] Toda la cuestión se centraba ‒como
aún entre nosotros‒ en la distribución democrática de la renta agraria […] Cada
grupo de presión quiere su denario de la renta diferencial. Y nada más. Tal el
sentido fundamental de nuestras luchas políticas y gremiales hasta hoy. Tal el
esquema fundamental de nuestra situación.”[11]
No nos detendremos en la naturaleza profética de las
reflexiones que siguen a estas citas. Apenas rendiremos cuenta del problema central
que para Methol estaba en otro lado, y quizá siga estándolo. Alude al
“principio de placer” de Freud, que para cumplir con el “principio de realidad”
tuvo que ceder su lugar a la ascética. Sin ésta, dice, “no ha sido viable
ninguna empresa cultural de aliento”. La cultura europea la ha tenido en las
órdenes religiosas, el capitalismo originario en el puritanismo, el marxismo y
la revolución socialista en los bolcheviques; ahora bien, “¿Ha conocido nuestro
país un ascetismo creador? ¿Tenemos reservas de ejemplaridad?”. Todo indica que
no, y “Se ha dicho respecto a nosotros que ‘en
el principio fueron las vacas’.”[12]
Methol, que no era un economista, advertía con claridad dónde estaba el
mal. “La renta diferencial prohijó el desarraigo y el idealismo, en casi todos
los aspectos de la vida nacional. Desde nuestros estudiantes hasta el opio
monetario […] A través del Estado se realizó la democratización de la renta
diferencial, aunque sin objetivos congruentes de reinversión y eficacia. Las
estatizaciones de servicios públicos e industrias se efectuaron bajo el
criterio ‘libre empresismo estatal’ que atomizó en entes autónomos al Estado,
pero a la vez los sujetó a un doble fin contradictorio: ser el receptáculo de
la política de clientelas y de servicios baratos al pueblo sin contar con la
capitalización. El resultado ha sido progresivamente acelerado: un estado administrativamente
caro, descapitalizado e ineficaz.”[13]
Sin embargo, el problema estaba ‒y sigue estando‒ en la cultura. “En un
artículo ya famoso Samuel
Huntington, director del Centro de Estudios Estratégicos de la Universidad de
Harvard, uno de los mayores expertos en política internacional, sostiene que
los nuevos modelos de conflicto mundial post-89 son ante todo culturales. Es
decir, que la fuente de conflicto entre las grandes culturas existentes es de
valores, no económica.”[14]
Methol no resuelve el dilema acerca
de si Uruguay tiene salida en el futuro como país independiente y soberano, con
la situación geopolítica en el foco de la incertidumbre y la inestabilidad económica
en la periferia. Pero lanza una señal que puede servir de guía, hoy más que
nunca, y que si se atiende puede contribuir en la solución ansiada.
Pone en claro la contradicción flagrante que surge del choque entre dos
procesos históricos que convergen en un conflicto. Uno, que marcha victorioso
hacia la modernidad, anula paulatinamente al otro, del cual provenía la cultura
originaria y que mantenían las instituciones antiguas. En el empeño por
alcanzar su máxima conquista, el primer proceso mata el corazón mismo del segundo.
La cultura auténtica, si es que alguna vez se tuvo plenamente, estaba y sigue
en crisis. La cultura que sobreviene, empero, con su carga positiva, de
progreso y modernización, opaca o definitivamente oculta a la otra. Este
problema da lugar al dilema. El Occidente entero, en realidad, sufre los
efectos de esta encrucijada, primero a raíz de la obra avasalladora de los
mesianismos (religiosos o ideológicos), luego, es decir actualmente, por la
crisis de la Ilustración.
CÓMO DEFINIR LO QUE FALTA
La crisis de la Ilustración,
desde el siglo XVIII el mayor sostén ideológico, lógico y moral de Occidente, ha
sido bautizada con el nombre de posmodernismo[15]. Se trata de la fase
última que había resultado del juego dialéctico entre los dos procesos
históricos mencionados. Methol intenta rendir cuenta de este fenómeno a su
manera, es decir, teológicamente. Apoyándose en antecedentes teóricos disimiles,
desde Santo Tomás al misticismo teosófico, reivindicará la importancia de la
Ley divina en el Derecho natural y en el positivo. La Ilustración se encargó de
separar lo jurídico de lo teológico, dando lugar al Derecho natural profano, el
cual desemboca en las primeras Declaraciones de Derechos Humanos. Incluso, y
por obra de Pedro Bayle, también se separa la moral de la teología.
La realidad total era concebida según tres niveles: la
naturaleza material vital, el hombre y Dios como fundamento. Como efecto de la
Ilustración, el fundamento pasa al “antropos” y, en lo más alto de su ser, la
razón, pero una razón instrumental o utilitaria. Confluyen en esta razón el
positivismo, el pragmatismo y el marxismo, sostiene Methol. Algunas sociedades
pluralistas, ya a partir de Locke, incorporan esta concepción a sus
constituciones, consolidando lo que llama “derecho de dos escalones”
(naturaleza y hombre), confrontado al de “tres escalones” (naturaleza, hombre y
Dios como fundamento). Pero para Methol no hay nada “más precario, nada más
frágil que el Derecho de dos escalones, mera sobrevivencia implícita del
Derecho de tres escalones”. Sostiene que el primero es un parásito del segundo,
y que, si bien “permite un gran avance en la conciencia jurídica”, y también
permite el “espacio de libertades y derechos civiles”, sin embargo, “el jus pierde sentido, fundamento”, y “el
Derecho de dos escalones se disuelve rápidamente en el Derecho de un escalón o
positivismo historicista.
Es así que, sobre todo gracias a Samuel Pudenforf, con su Derecho Natural de gentes, de 1672, la dignidad humana se pone en el centro del sistema jurídico, lo que
ya estaba esbozado por Santo Tomás. Ahora bien, pregunta Methol, “¿Qué es la
dignidad? ¿Acaso sólo un fenómeno de la naturaleza?” Le falta algo, lo que se
nota en el derecho positivo puro, de “una racionalidad formalista” que termina
en “un normativismo vacío”, en un “voluntarismo humano radical, donde el
derecho se identifica meramente con el poder”, dice, llegando a lo que desde el
principio quería establecer. “El puro Derecho positivo se invierte
necesariamente en su contrario: el imperio de la pura voluntad de poder.” Como
afirmó Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”. “No hay otra
dignidad que la que proviene del poder.” Falta Dios o algo semejante en su
lugar, según parezca al creyente o al incrédulo, pero es de convenir en que falta.
Para Bordas Demoulin[16] ‒afirma Methol‒ falta la
Iglesia, que ha ido “inculcando en el hombre la fraternidad con el hombre”,
socavando las estructuras de dominación, logrando la socialización de las “exigencias
de igualdad y libertad” que tomaron expresión política con la Revolución
Francesa. Pero con un alto costo: “la Iglesia se contaminó de las antiguas
estructuras de dominación”, lo que le impidió reconocer su propio fruto, es
decir, “el movimiento de libertad e igualdad modernos”, con lo que “decayó en
el tradicionalismo”. A su vez, la nueva revolución política y social renegó de
sus orígenes y desconoció a la Iglesia. Aquí es donde damos con el “drama de la
civilización moderna”. Methol no quiere
discutir esta hipótesis, pero concuerda en “el sentido global de esa
perspectiva”, y menciona el Vaticano II como la “asunción de lo mejor de la
Ilustración por el conjunto de la Iglesia, desde su propia lógica”.
El panorama que se sugiere desde esta perspectiva teológica no puede
descuidarse. Asume el mayor reto que afronta la posmodernidad, época actual
caracterizada por el primer gran resquebrajamiento de los ideales y principios
del Iluminismo y de la moral romántica heredada de Kant. Este reto habrá de ser
afrontado por el espíritu de nuestra época con la misma firmeza con que lo
afrontó el gobernado por el Derecho de tres escalones, puesto que sea lo que
fuere lo que falta al sentido de la inteligencia actual, tendrá en algún
momento que llenarse otra vez, para ponerse a la altura de la historia. Su
solución podrá surgir quizá de lo que se presente a cada persona y que prefigure
el futuro promisorio: esperanza, actitud positiva, imágenes vivificadoras,
estímulos, convicción, fe, como si dijéramos, dogmas que liberan.
***
[Transcripción de un fragmento de
la entrevista de Alver Metalli a Alberto Methol Ferré, en La América Latina del siglo XXI, Buenos Aires, Edhasa, 2006,
capítulo 5.]
A. M. ‒
A un adversario, a un enemigo se lo vence
superándolo, es decir, encontrando los límites de su posición y yendo más allá.
Es una idea suya…
A. M. F.
‒ Así fue con la reforma protestante, así fue con el iluminismo secular y luego
con el marxismo mesiánico. Podríamos decir que se vence a un enemigo asumiendo
lo mejor de sus intuiciones y yendo más allá de ellas. El error siempre hunde
su raíz en una insuficiencia que los hombres acusan a nivel de la experiencia
sensible.
A. M. ‒
¿En qué sentido?
A. M.
F. ‒ En que un error se vuelve exigente y sólo puede atraer por el bien que contiene,
ya que los hombres, en el fondo, tienen un inextirpable deseo de bien. Se creen
que en el error hay un bien, lo asumen así como es, como mezcla de lo justo y
lo errado, de verdad y mentira, no exclusivamente como error. El mal carece de
consistencia propia. El error es un bien que se busca realizar en prejuicio de
un bien superior. En este sentido, se transforma en la privación de un bien
superior…
A. M. ‒
¿Qué significa esta consideración para un
historiador, o simplemente para quien quiera entender el presente de América
latina?
A. M.
F. ‒ Señala la necesidad imprescindible de comprender el núcleo de bien que
puede generar males. Un buen historiador debe entender el valor del error, o se
condena a no entender la historia. En el fondo, así es en la vida de todos los
días: si no me entiendo con mi mujer y pienso que ella comete errores de
valoración al relacionarse conmigo, debo darme cuenta del fundamento de su
equívoco, si quiero tener alguna posibilidad de sanar el error que comete. Si
es que hay error.”
[2] Teólogo alemán (1901-1971) a quien se debe una interpretación del
Antiguo Testamento basada en la historia del pueblo de Israel y no sólo en su
religión.
[3] Juan Luis Segundo, obra citada, pp. 61-66.
[4] Carlos Real de Azúa,
“Roberto Ares Pons”, en Antología del
ensayo uruguayo contemporáneo, Montevideo, Udelar, 1964, T. II, las dos
citas en p. 537.
[5] Roberto Ares Pons,
“Pérdida y recuperación de la trascendencia”, en Carlos Real de Azúa, obra
citada, p. 541.
[6] Alberto Methol Ferré y Alver Metalli, La América Latina del siglo XXI, Buenos Aires, Edhasa, 2006.
[7] Quien encara, por un
lado, la historia de las ideas en general, en Espiritualismo y positivismo (1950) y, por otro, las implicaciones
ideológicas y religiosas en Racionalismo
y liberalismo (1962).
[8] Alberto Methol Ferré y Alver
Metalli, obra citada, p. 116.
[9] Alberto Methol Ferré, El
Uruguay como problema, 1ª ed. Montevideo, Diálogo, 1967, 2ª ed. Montevideo,
Banda Oriental, 1971, p. 43.
[10] Alberto Methol Ferré, El Uruguay, obra citada, p. 44. Ángel Floro Costa, ensayista,
defensor del positivismo, docente en ciencias y político colorado publicó, en
1880, una célebre recopilación de reflexiones bajo el título de Nirvana. Escritos sociales, políticos
y económicos sobre la República Oriental del Uruguay; por las cuales
hizo conocer visión sobre un Uruguay divorciado de su región y deslumbrado por
Europa.
[11] Alberto Methol Ferré, El
Uruguay, obra citada, pp. 47-50. Methol escribe en 1967, y quizá bastante
antes.
[12] Alberto Methol Ferré, El
Uruguay, obra citada, p. 51.
[13] Alberto Methol Ferré, El
Uruguay, obra citada, pp. 52-53.
[14] Alberto Methol Ferré y Alver Metalli, obra citada, p. 20.
[15] Alberto Methol Ferré, “Derechos humanos e inactualidad de la
filosofía”, Segunda Parte, en MARCHA, Tercera Época, Año IX, Nº 103, abril de
1995, p. 16.
[16] Juan Bautista Bordas
Demoulin (1798-1859), católico galicano que Methol asocia a filósofos como
Rosmini y Gioberti.