G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: agosto 2018

sábado, 18 de agosto de 2018

ALBERTO METHOL FERRÉ: EL DOGMA QUE LIBERA


La expresión “el dogma que libera” corresponde al título de un libro de Juan Luis Segundo. En el comienzo de ese libro hay una reflexión en la que se pide no preguntar qué es un dogma “hasta después de haber trabajado mucho reflexionando sobre dogmas”. Se pregunta qué significa la palabra “dogma”, cuándo empezó a usarse y en qué idioma, si un dogma se puede cambiar, concluyendo que cualquier respuesta no podrá atenerse a un orden lógico. Segundo observa que la teología es más parecida al arte que a la ciencia o que, al menos, “responde a un designio humano que es distinto del que impulsa meramente a conocer la realidad”, por lo que “se inscribe dentro de una búsqueda de sentido para la existencia humana”. A su vez, “la palabra de Dios”, y “la pregunta (presuntamente normal) sobre por qué a determinada palabra humana se la llama así”, o “cómo llegó tal libro a formar parte de lo que hoy se llama la Biblia, esto es, el conjunto de ‘las palabras de Dios’”, permiten al teólogo “moverse con comodidad dentro de los límites que fija el dogma, sin tener que dar cuenta explícita de cómo lo hace”[1].

CREDOS Y ANATEMAS

Supone Juan Luis Segundo, siguiendo a Gerhard von Rad[2], dos tipos de lenguaje que denuncian la presencia del dogma: los credos y los anatemas. Por ejemplo, en torno al diluvio (Génesis), sólo existe una preocupación por el sentido de la narración, que es ficción y no historia. El credo sería “no habrá más diluvio”; el anatema: “Dios puede enviar otro diluvio a la tierra”. Segundo pone otro ejemplo típico, el relato del Deuteronomio: “Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y fue a refugiarse allí siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Entonces clamamos a Yahvé, Dios de nuestros padres, y Yahvé escuchó nuestra voz…”, etcétera.
Esta narración, con más fuerza que la del diluvio, es un caso típico de credo que alcanza un valor histórico “por ser una especie de resumen de la tradición religiosa ‒de los ‘dogmas’‒ de Israel. La misma solemnidad cultural en que la fórmula aparece, o es insertada (cuando pasa a formar parte de la reforma religiosa de Josías en Jerusalén), le da un carácter de identificación grupal (o nacional) hecha a base de un contenido histórico-religioso.” Porque las narraciones bíblicas no pretenden reproducir los hechos verdaderamente ocurridos sino “ordenar los materiales sueltos de una manera particular”, dando lugar a un “credo histórico”, de modo que el relato se vuelve dogma y el género literario se convierte en “desarrollo teológico”. No es más que un “lenguaje teológico indirecto” en el que el “gran compilador” usa “como medio de expresión los materiales de la tradición”, revelándose “otra intención más honda o más alta”. De esta manera “lo narrado constituye, por voluntad misma de su autor, un desarrollo teológico”.
El objetivo es claro, y puede considerarse como una explicación de la hermenéutica bíblica: “para que una sucesión de hechos pase de lo insignificante ‒ser mera ‘materia’ histórica, algo puramente acontecido, y basta‒ a tener una significación, o sea, a volverse normativo para interpretaciones históricas subsecuentes, es menester que, de ‘hecho’, pase a ‘paradigma’. Debe señalar un ‘porqué’ que una necesariamente la serie de hechos. Es esta ‘trascendencia’ con respecto al dato material y empírico lo que lo eleva por encima de otros hechos (el resto de las gestas de Salomón… por ejemplo).” De manera que se llega a lo mítico partiendo de lo que podría ser el mero azar de los hechos para llegar a una “secuencia necesaria y repetitiva” que “apunta a un sentido”. Acompaña a esta “estructura de sentido” un “agente personificado”, cuya presencia se deja sentir, esto es, una fuente “personal” de decisiones”, una “intervención sobrenatural” que organiza “el caótico fluir de los sucesos”, con lo que se disuelve el indeseado efecto del azar y todo resulta como si fuera el propósito de alguien[3].
            Todo se reduciría a la definición del sentido que, siguiendo a Segundo, es el elemento por el cual la narración cobra valor histórico, como en el caso del credo deuteronómico. Pero, sin entrar en estas arduas cuestiones, se puede señalar un rasgo notable de los diferentes logoi pertenecientes al saber no religioso, para compararlos con el religioso. Se trata de cómo ese saber secularizado admite, de una manera parecida a como lo hace la teología, ciertos principios demasiado semejantes a los credos y anatemas a los cuales se refiere Segundo. La matemática y la lógica admiten axiomas que no pueden pasarse por alto ni ser objeto de debate, por lo que a todas luces contienen credos con sus respectivos anatemas. No sería difícil mostrar cómo otros principios, de la filosofía, de las ciencias sociales y naturales, contienen proposiciones consideradas inicialmente como verdaderas, teoremas, teorías y paradigmas condicionantes que no pueden modificarse sin desarticular la totalidad a la que pertenecen.
Ahora bien, la teología no necesita que se la defienda con estos argumentos; los invocamos aquí sólo por lo que enseguida se verá, y para que, subsecuentemente, puedan relacionarse con un notable ejemplo de pensamiento social y filosófico. Su modalidad es la de, precisamente, defender principios que las ciencias sociales no desdeñarían, pero tampoco la filosofía ni la teología. Es el pensamiento del filósofo, historiador, teólogo y hombre de iglesia, ensayista, profesor, conferencista uruguayo, Alberto Methol Ferré (Montevideo, 1929-2009), hombre de extracción blanca y a la vez cofundador de la fórmula electoral de la izquierda en la década del setenta.

COMUNICACIÓN CON EL UNIVERSO

Para entrar en cuestión citemos a otro uruguayo, ya no enrolado en la religión sino perspicuo representante de las huestes agnósticas: Roberto Ares Pons. Este hombre descubrió dos cosas importantes, entre otras, relativas a nuestro país y a la región. En primer lugar, “Descubrió que se extendía más allá de nuestros límites un mundo con trazos comunes y en el que las fronteras quieren decir mucho menos que en Europa y que, sobre todo, es el único ámbito geo-histórico respirable, el único campo en que quepa una gran empresa capaz de imantar las vidas de hombres presentes, poco dispuestos a luchar hasta el fin por ‘espacios’ patrios, indigentes de todo lo que permite andar a una verdadera comunidad”. En segundo lugar, descubrió dónde se escondía el secreto de esa gran empresa capaz de imantar vidas: “Halló que yacía, desahuciado, arrinconado pero todavía latente, resultando de una doble nutrición hispánica y nativa, un modo de vida en el que la plenitud de una comunicación con el universo, la exaltación de una comunión humana, la brújula de una intuición misteriosa, el señorío que nace de vencer el ciego afán posesivo, la felicidad de una contemplación desinteresada valían bastante más que las categorías dinámicas, racionalistas de la ‘izquierda clásica’” [4].
            Juan Luis Segundo, Roberto Ares Pons, Carlos Real de Azúa, ¿estaban buscando la expresión de un sentimiento común, la fórmula que encerrara una creencia inamovible, un paradigma misterioso o, con palabras ya discutidas, un dogma? ¿A qué se refieren, concretamente? Por cierto, a algo que no estaba en la conciencia de todos, o que estaba y no era advertido, un fantasma de cuyas cadenas emergía un sonido demasiado humano para dejar que se desvaneciera a la menor amenaza de racionalización. Pues bien, en esta búsqueda se inscriben igualmente los afanes de Alberto Methol Ferré. Religiosos, laicos, agnósticos y ateos, entre estos últimos muchos anarquistas y comunistas de viejo cuño, experimentaron cada uno a su manera una común nostalgia de algo que el progresismo, la prosperidad material, la mudanza de una tradición arraigada durante más de cuatro siglos, el proceso de secularización o el avance arrollador de las ciencias y la tecnología no podían ocultar durante mucho tiempo.
Atengámonos a la palabra de Ares Pons: “El alma de un pueblo que, en su desesperación trascendente, se hacía matar por lo blanco o lo colorado, ¿podía compadecerse con una vida gris consagrada a los objetivos burgueses, a la consecución de ‘un pasar’, una ‘posición hoy o mañana’? Los reformadores del siglo XX quisieron convencernos de que al cabo de la vida humana se halla la jubilación, cuando en verdad lo que se encuentra es la muerte, que nos impulsa a la trascendencia como única posibilidad de victoria. Si un pueblo orientado hacia la inmanencia puede llevar una existencia saludable sin el incentivo de algún ideal que trascienda la mera prosperidad colectiva, esta ausencia es en cambio fatal para los pueblos de índole mesiánica, tipo del español o el ruso, que tradicionalmente se han sentido ungidos por la responsabilidad de una misión, de una tarea histórica trascendente.”[5]
Estas alusiones muestran de manera palmaria una furtiva controversia respecto tanto a la modernidad como a la tradición. Al revelarse deja al descubierto el espíritu sobreviviente de la vieja colonia, eclesiástico y conservador, espiritualista y tradicional, y al mismo tiempo el empuje de los nuevos tiempos, racionalista y liberal, materialista y mundano. Ninguna de las posiciones coincide con exactitud con las divisas políticas, que se enfrentaron ferozmente y que, después de alcanzar la paz, disimularon como pudieron el viejo brío, apaciguándose los rencores paulatinamente, más por el efecto del olvido que por obra de una conciliación voluntaria. El tramo final de esta historia, con su constelación ideológica notoria e inextricable, es la época en que le tocó vivir a Alberto Methol Ferré.

UNA MIRADA MIXTA

Es uno de los pocos pensadores uruguayos que consolidaron en una sola estrategia argumentativa esos extremos opuestos, con un adicional componente difícil de encontrar en los hombres de su generación. Nos referimos a la capacidad de reunir en un único punto de vista, original y personalísimo, lo valioso de las interpretaciones religiosa y secular, el aporte de los movimientos políticos (peronismo, revolución cubana, herrerismo) y el de los acontecimientos religiosos emergentes en América Latina a raíz del Vaticano II (especialmente las Conferencias organizadas por el Celam después de Río, es decir, de Medellín y Puebla). Su formación tomista es frecuentemente mencionada, pero poco explicada. Quizá se expresa en la capacidad de servirse de la razón en parejo despliegue junto a la soberanía de la fe, lo que imprime un sello distintivo en los resultados, una huella que sólo Methol podía dejar en las argumentaciones y disquisiciones. Su rastro se encuentra en toda la obra de análisis sobre el papel de la Iglesia en el desarrollo histórico-cultural de las naciones del Plata, y de América, desde el Descubrimiento, pasando por el largo período colonial y el posterior proceso de independencia y constitución de las nuevas naciones, hasta llegar a nuestros días. Se apoya en lo intelectual que, como es sabido, es la preferencia de la doctrina de Tomás de Aquino, pero sin dejar de cuidar las razones “del corazón”, características de Agustín de Hipona.
Por esta idoneidad integradora Methol supo delinear una nueva revisión de la geohistoria sudamericana, y no sería exagerado afirmar que su desarrollo, desgraciadamente mal recopilado hasta ahora (si exceptuamos un importante reportaje hacia el final de su vida[6]), todavía necesitado de una edición crítica, es poco o pobremente conocido en su poder de develamiento, por su genuina penetración y juego de asociaciones rápidas pero contundentes. Su influencia no es notoria en el ámbito de la politología en curso, al menos en los medios de comunicación, pero es fuerte entre allegados, discípulos y conocedores académicos y eclesiásticos, en el laicado y entre las mismas autoridades de la Iglesia, incluido el Papa Francisco, que fue su amigo. De carácter asistemático y abierto, con frecuentes tributos a los acontecimientos del momento, pero relacionados elegante y muy oportunamente con hechos, ideas y causas históricas (entre las que se destaca la integración latinoamericana), la visión de Methol es de carácter multifacético y abarca los acontecimientos europeos con sus reflejos en la zona meridional del mundo. Por momentos se expresa con una espontaneidad tal que puede despertar sorpresa, y aun sospecha por su carácter inaudito, que enseguida se traduce como serena meditación, amojonada por una riqueza sin par de datos y lecturas. Logra esta proeza acomodando en una sola inferencia lo económico y lo ideológico, el perfil original en su génesis nórdica y el de sus vicisitudes en el rebote local, generalmente disímil o diferente, aunando el análisis de la gestión de la Iglesia y la del Estado, con frecuencia desmenuzando el proceso secular, la suerte corrida por la Ilustración en el siglo XX y su impacto sobre la filosofía de la Iglesia.
El intento de un nuevo enfoque sobre la historia, integrador y enérgico, rebelde y a la vez respetuoso del credo católico, vuelve a dibujarse en el panorama local desde que Francisco Bauzá le diera el primer espaldarazo en el siglo XIX. Se integra en su análisis la política partidaria, la ideología, las religiones, las instituciones, la cultura, y especialmente la influencia de algunos de los grandes acontecimientos de la época que, en el universo religioso, y si se exceptúa a Juan Luis Segundo, hasta entonces carecía de interpretaciones soberanas. Se junta lo que hasta entonces solía justipreciarse por vías separadas, incluso en Arturo Ardao[7]. Se despliegan en una sola mirada la visión del sentir incrédulo y la de la fe, y la historia y la sociología se vuelven una sola ciencia mixta, haciéndose uno lo que hasta entonces e incluso hoy es dos: una ciencia creyente y otra no creyente. La solución de esta dualidad no da lugar a contradicciones ni ambigüedades, como podría esperarse y no resultaría extraño en una mente menos original, erudita y cohesionada como la de Methol.

UNA PESADA CARGA

Volvamos a la hoy otra vez vigente curiosidad sobre lo que “yacía, desahuciado” pero “todavía latente”. Indaguemos un poco más la emanación o “doble nutrición hispánica y nativa”, así como la potestad que “nace de vencer el ciego afán posesivo, la felicidad de una contemplación desinteresada” y que, como subraya Real de Azúa a propósito de Ares Pons, valían más que las categorías racionalistas prevalecientes en la intelectualidad montevideana de entonces. El mismo Ares la representa en una primera etapa de su vida intelectual y, a la vez, y también en su primera etapa, el mismo Real de Azúa caracteriza la versión opuesta debido a su simpatía por el proceso antirrepublicano en España, revertida a la vuelta de su estadía en ese país. Este asunto domina el pensamiento de Methol, sensibilizado al extremo, quizá como ningún otro intelectual del momento, ante el advenimiento de lo que llamó “ateísmo libertino”. Una mentalidad que supone representada sobre todo en la obra del marqués de Sade.  Contrastaba este ateísmo libertino con el que llamaba “ateísmo mesiánico”, correspondiente a la promesa de felicidad del socialismo y del marxismo, siempre latente pero nunca cumplida.
            Relacionó la caída del comunismo soviético, en 1989, con el auge de las sectas religiosas en todo el mundo. Estas sectas aprovecharon el desconcierto general de quienes sólo encuentran un camino a seguir en las congregaciones cerradas e interesadas que marcan el destino con el fin de cumplir su cometido comercial a expensas de los pobres. Existe hoy, pensaba Methol, un nuevo sujeto, también nuevo como enemigo de la Iglesia. “El ateísmo mesiánico era una contaminación judeo-cristiana, el ateísmo libertino no tiene esta herencia, o la tiene mínimamente. El ateísmo mesiánico se proponía cambiar el mundo, el libertino es orgánico al poder. En regímenes democráticos desmoviliza al demos con una característica: lo transforma en reivindicación, ante todo del placer. El hedonismo en su límite se desentiende del otro; es la multitud de los solos […] Coloca la satisfacción universal como razón de libertad. Pero esto es contradictorio con un trabajo de construcción de la sociedad porque el fundamento radical de una colectividad es siempre el primado del tú y de la amistad.”[8]
             
“LA NECESIDAD DE TRASCENDER AL URUGUAY”

Este subtítulo es el de uno de los capítulos del libro más conocido de Methol: El Uruguay como problema, de 1967. Responde a una pregunta clave: “¿Puede el Uruguay actual desarrollarse solo? Es una pregunta capciosa, porque parece insinuar que no puede desarrollarse solo, como, precisamente, pensaba Methol. Le acosa la sospecha de que Uruguay no cuenta con lo básico, esto es, con una cultura consolidada; este problema también se encuentra formulado en las páginas de Marcha por el doctor Carlos Quijano. Otra de las preguntas insidiosas: “¿Somos un país viable, con futuro propio, tal como hemos sido?” Se refiere a si es posible para nuestro país la independencia real, si es que algo así existe en el mundo, aclara enseguida.
Desea rememorar viejas tradiciones pesimistas al respecto, entre las que se cuenta la de Ángel Floro Costa, en el siglo XIX. Asimismo, es famosa la posición en la misma época de Juan Carlos Gómez, quien aspiraba a la reunificación con Argentina. Sin embargo, el Uruguay despegó con energía en las tres primeras décadas del siglo siguiente. Methol retrotrae estas incertidumbres al siglo XX: “Así recientemente Carlos Quijano volvía a preguntarse inquieto por la viabilidad del Uruguay. Era una respuesta que venía postergando desde 1952, desde un artículo titulado ‘El cuarto de los juguetes’, si la retentiva no me es infiel. Ahora nos lo dice tajante: ‘El Uruguay no tiene posibilidades de un desarrollo autónomo y cuanto hemos intentado ‒sobre todo en los últimos años‒ a veces con heroísmos, otras con sagacidad y cuanto intentemos, tiene el signo de la precariedad, y está condenado a la frustración. En endeble e incompleto’. Allí están a la vista, signo de los nuevos caminos históricos, Alalc, el Mercado Común, Cepal, Celam, las guerrillas, la Fip, la revolución de liberación latinoamericana tanteando en ciernes, la industria pesada, etc.”[9]
            “Quijano termina como Floro Costa agobiado por el Nirvana ‒prosigue Methol‒, aunque a veces le ponga el nombre consolador de Revolución. Tan visceralmente arraigado está en el Uruguay que acaba, que el uso de la Revolución como mito le permite, desde esa altura abstracta, encubrir su crítica, hecha verdaderamente desde el mismo Uruguay solitario que afirma no puede continuar, de todo aquello que se mueva en el sentido de romper el status vigente. Quijano expresa hoy, como nadie, ese Nirvana que amenaza al Uruguay, tardía resurrección de Ángel Floro Costa al revés. El uno sufría por la Banda Oriental, y su espejo invertido el Uruguay. El otro padece la contradicción, por el Uruguay a secas.”[10]
            El capítulo 4, pues, un capítulo más de otro libro entre tantos, tiene que señalarse como referencia inequívoca de un pasado sostenido a través de los tiempos y llegado hasta hoy, como si fuera un elástico y eterno presente. Nada es pretérito ni ha pasado agua bajo los puentes: porque el gran problema del Uruguay sigue hoy más vigente que nunca. Después de cincuenta años, con la misma propiedad de Methol Ferré y aunque se refiera a una época un poco anterior a la suya, se puede señalar “la muy notoria singularidad rioplatense: una sociedad fundamentalmente agropecuaria, exportadora de materia prima con consumos y hábitos de sociedad industrial. Su ‘subdesarrollo’ no impedía adquirir un nivel ‘desarrollado’ […] Toda la cuestión se centraba ‒como aún entre nosotros‒ en la distribución democrática de la renta agraria […] Cada grupo de presión quiere su denario de la renta diferencial. Y nada más. Tal el sentido fundamental de nuestras luchas políticas y gremiales hasta hoy. Tal el esquema fundamental de nuestra situación.”[11]
            No nos detendremos en la naturaleza profética de las reflexiones que siguen a estas citas. Apenas rendiremos cuenta del problema central que para Methol estaba en otro lado, y quizá siga estándolo. Alude al “principio de placer” de Freud, que para cumplir con el “principio de realidad” tuvo que ceder su lugar a la ascética. Sin ésta, dice, “no ha sido viable ninguna empresa cultural de aliento”. La cultura europea la ha tenido en las órdenes religiosas, el capitalismo originario en el puritanismo, el marxismo y la revolución socialista en los bolcheviques; ahora bien, “¿Ha conocido nuestro país un ascetismo creador? ¿Tenemos reservas de ejemplaridad?”. Todo indica que no, y “Se ha dicho respecto a nosotros que ‘en el principio fueron las vacas’.”[12]
Methol, que no era un economista, advertía con claridad dónde estaba el mal. “La renta diferencial prohijó el desarraigo y el idealismo, en casi todos los aspectos de la vida nacional. Desde nuestros estudiantes hasta el opio monetario […] A través del Estado se realizó la democratización de la renta diferencial, aunque sin objetivos congruentes de reinversión y eficacia. Las estatizaciones de servicios públicos e industrias se efectuaron bajo el criterio ‘libre empresismo estatal’ que atomizó en entes autónomos al Estado, pero a la vez los sujetó a un doble fin contradictorio: ser el receptáculo de la política de clientelas y de servicios baratos al pueblo sin contar con la capitalización. El resultado ha sido progresivamente acelerado: un estado administrativamente caro, descapitalizado e ineficaz.”[13]
Sin embargo, el problema estaba ‒y sigue estando‒ en la cultura. “En un artículo ya famoso Samuel Huntington, director del Centro de Estudios Estratégicos de la Universidad de Harvard, uno de los mayores expertos en política internacional, sostiene que los nuevos modelos de conflicto mundial post-89 son ante todo culturales. Es decir, que la fuente de conflicto entre las grandes culturas existentes es de valores, no económica.”[14] Methol no resuelve el dilema acerca de si Uruguay tiene salida en el futuro como país independiente y soberano, con la situación geopolítica en el foco de la incertidumbre y la inestabilidad económica en la periferia. Pero lanza una señal que puede servir de guía, hoy más que nunca, y que si se atiende puede contribuir en la solución ansiada.
Pone en claro la contradicción flagrante que surge del choque entre dos procesos históricos que convergen en un conflicto. Uno, que marcha victorioso hacia la modernidad, anula paulatinamente al otro, del cual provenía la cultura originaria y que mantenían las instituciones antiguas. En el empeño por alcanzar su máxima conquista, el primer proceso mata el corazón mismo del segundo. La cultura auténtica, si es que alguna vez se tuvo plenamente, estaba y sigue en crisis. La cultura que sobreviene, empero, con su carga positiva, de progreso y modernización, opaca o definitivamente oculta a la otra. Este problema da lugar al dilema. El Occidente entero, en realidad, sufre los efectos de esta encrucijada, primero a raíz de la obra avasalladora de los mesianismos (religiosos o ideológicos), luego, es decir actualmente, por la crisis de la Ilustración.

CÓMO DEFINIR LO QUE FALTA

La crisis de la Ilustración, desde el siglo XVIII el mayor sostén ideológico, lógico y moral de Occidente, ha sido bautizada con el nombre de posmodernismo[15]. Se trata de la fase última que había resultado del juego dialéctico entre los dos procesos históricos mencionados. Methol intenta rendir cuenta de este fenómeno a su manera, es decir, teológicamente. Apoyándose en antecedentes teóricos disimiles, desde Santo Tomás al misticismo teosófico, reivindicará la importancia de la Ley divina en el Derecho natural y en el positivo. La Ilustración se encargó de separar lo jurídico de lo teológico, dando lugar al Derecho natural profano, el cual desemboca en las primeras Declaraciones de Derechos Humanos. Incluso, y por obra de Pedro Bayle, también se separa la moral de la teología.
            La realidad total era concebida según tres niveles: la naturaleza material vital, el hombre y Dios como fundamento. Como efecto de la Ilustración, el fundamento pasa al “antropos” y, en lo más alto de su ser, la razón, pero una razón instrumental o utilitaria. Confluyen en esta razón el positivismo, el pragmatismo y el marxismo, sostiene Methol. Algunas sociedades pluralistas, ya a partir de Locke, incorporan esta concepción a sus constituciones, consolidando lo que llama “derecho de dos escalones” (naturaleza y hombre), confrontado al de “tres escalones” (naturaleza, hombre y Dios como fundamento). Pero para Methol no hay nada “más precario, nada más frágil que el Derecho de dos escalones, mera sobrevivencia implícita del Derecho de tres escalones”. Sostiene que el primero es un parásito del segundo, y que, si bien “permite un gran avance en la conciencia jurídica”, y también permite el “espacio de libertades y derechos civiles”, sin embargo, “el jus pierde sentido, fundamento”, y “el Derecho de dos escalones se disuelve rápidamente en el Derecho de un escalón o positivismo historicista. 
Es así que, sobre todo gracias a Samuel Pudenforf, con su Derecho Natural de gentes, de 1672, la dignidad humana se pone en el centro del sistema jurídico, lo que ya estaba esbozado por Santo Tomás. Ahora bien, pregunta Methol, “¿Qué es la dignidad? ¿Acaso sólo un fenómeno de la naturaleza?” Le falta algo, lo que se nota en el derecho positivo puro, de “una racionalidad formalista” que termina en “un normativismo vacío”, en un “voluntarismo humano radical, donde el derecho se identifica meramente con el poder”, dice, llegando a lo que desde el principio quería establecer. “El puro Derecho positivo se invierte necesariamente en su contrario: el imperio de la pura voluntad de poder.” Como afirmó Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”. “No hay otra dignidad que la que proviene del poder.” Falta Dios o algo semejante en su lugar, según parezca al creyente o al incrédulo, pero es de convenir en que falta.
Para Bordas Demoulin[16] ‒afirma Methol‒ falta la Iglesia, que ha ido “inculcando en el hombre la fraternidad con el hombre”, socavando las estructuras de dominación, logrando la socialización de las “exigencias de igualdad y libertad” que tomaron expresión política con la Revolución Francesa. Pero con un alto costo: “la Iglesia se contaminó de las antiguas estructuras de dominación”, lo que le impidió reconocer su propio fruto, es decir, “el movimiento de libertad e igualdad modernos”, con lo que “decayó en el tradicionalismo”. A su vez, la nueva revolución política y social renegó de sus orígenes y desconoció a la Iglesia. Aquí es donde damos con el “drama de la civilización moderna”.  Methol no quiere discutir esta hipótesis, pero concuerda en “el sentido global de esa perspectiva”, y menciona el Vaticano II como la “asunción de lo mejor de la Ilustración por el conjunto de la Iglesia, desde su propia lógica”.
El panorama que se sugiere desde esta perspectiva teológica no puede descuidarse. Asume el mayor reto que afronta la posmodernidad, época actual caracterizada por el primer gran resquebrajamiento de los ideales y principios del Iluminismo y de la moral romántica heredada de Kant. Este reto habrá de ser afrontado por el espíritu de nuestra época con la misma firmeza con que lo afrontó el gobernado por el Derecho de tres escalones, puesto que sea lo que fuere lo que falta al sentido de la inteligencia actual, tendrá en algún momento que llenarse otra vez, para ponerse a la altura de la historia. Su solución podrá surgir quizá de lo que se presente a cada persona y que prefigure el futuro promisorio: esperanza, actitud positiva, imágenes vivificadoras, estímulos, convicción, fe, como si dijéramos, dogmas que liberan.

***

[Transcripción de un fragmento de la entrevista de Alver Metalli a Alberto Methol Ferré, en La América Latina del siglo XXI, Buenos Aires, Edhasa, 2006, capítulo 5.]

A. M. ‒ A un adversario, a un enemigo se lo vence superándolo, es decir, encontrando los límites de su posición y yendo más allá. Es una idea suya…
A. M. F. ‒ Así fue con la reforma protestante, así fue con el iluminismo secular y luego con el marxismo mesiánico. Podríamos decir que se vence a un enemigo asumiendo lo mejor de sus intuiciones y yendo más allá de ellas. El error siempre hunde su raíz en una insuficiencia que los hombres acusan a nivel de la experiencia sensible.
A. M. ‒ ¿En qué sentido?
A. M. F. ‒ En que un error se vuelve exigente y sólo puede atraer por el bien que contiene, ya que los hombres, en el fondo, tienen un inextirpable deseo de bien. Se creen que en el error hay un bien, lo asumen así como es, como mezcla de lo justo y lo errado, de verdad y mentira, no exclusivamente como error. El mal carece de consistencia propia. El error es un bien que se busca realizar en prejuicio de un bien superior. En este sentido, se transforma en la privación de un bien superior…
A. M. ‒ ¿Qué significa esta consideración para un historiador, o simplemente para quien quiera entender el presente de América latina?
A. M. F. ‒ Señala la necesidad imprescindible de comprender el núcleo de bien que puede generar males. Un buen historiador debe entender el valor del error, o se condena a no entender la historia. En el fondo, así es en la vida de todos los días: si no me entiendo con mi mujer y pienso que ella comete errores de valoración al relacionarse conmigo, debo darme cuenta del fundamento de su equívoco, si quiero tener alguna posibilidad de sanar el error que comete. Si es que hay error.”



REFERENCIAS:

[1] Juan Luis Segundo, El dogma que libera, Santander, Sal Terrae, 1989, pp. 31-32. 
[2] Teólogo alemán (1901-1971) a quien se debe una interpretación del Antiguo Testamento basada en la historia del pueblo de Israel y no sólo en su religión.
[3] Juan Luis Segundo, obra citada, pp. 61-66.
[4] Carlos Real de Azúa, “Roberto Ares Pons”, en Antología del ensayo uruguayo contemporáneo, Montevideo, Udelar, 1964, T. II, las dos citas en p. 537.
[5] Roberto Ares Pons, “Pérdida y recuperación de la trascendencia”, en Carlos Real de Azúa, obra citada, p. 541.
[6] Alberto Methol Ferré y Alver Metalli, La América Latina del siglo XXI, Buenos Aires, Edhasa, 2006.
[7] Quien encara, por un lado, la historia de las ideas en general, en Espiritualismo y positivismo (1950) y, por otro, las implicaciones ideológicas y religiosas en Racionalismo y liberalismo (1962).
[8]  Alberto Methol Ferré y Alver Metalli, obra citada, p. 116.
[9] Alberto Methol Ferré, El Uruguay como problema, 1ª ed. Montevideo, Diálogo, 1967, 2ª ed. Montevideo, Banda Oriental, 1971, p. 43.
[10] Alberto Methol Ferré, El Uruguay, obra citada, p. 44. Ángel Floro Costa, ensayista, defensor del positivismo, docente en ciencias y político colorado publicó, en 1880, una célebre recopilación de reflexiones bajo el título de Nirvana. Escritos sociales, políticos y económicos sobre la República Oriental del Uruguay; por las cuales hizo conocer visión sobre un Uruguay divorciado de su región y deslumbrado por Europa.
[11] Alberto Methol Ferré, El Uruguay, obra citada, pp. 47-50. Methol escribe en 1967, y quizá bastante antes.
[12] Alberto Methol Ferré, El Uruguay, obra citada, p. 51.
[13] Alberto Methol Ferré, El Uruguay, obra citada, pp. 52-53.
[14] Alberto Methol Ferré y Alver Metalli, obra citada, p. 20.
[15] Alberto Methol Ferré, “Derechos humanos e inactualidad de la filosofía”, Segunda Parte, en MARCHA, Tercera Época, Año IX, Nº 103, abril de 1995, p. 16.
[16] Juan Bautista Bordas Demoulin (1798-1859), católico galicano que Methol asocia a filósofos como Rosmini y Gioberti.

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