G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: enero 2021

domingo, 31 de enero de 2021

VIGENCIA DE JAIME LUCIANO BALMES

El gran metafísico español del siglo XIX Jaime Luciano Balmes (1810-1848) dice que “al observador no le será posible discernir si es él quien se mueve o bien el objeto; de lo que resulta que la simple visión no es suficiente” (Balmes, 1942, T. I, 159). Nacido en Vich, provincia española de Barcelona, filósofo y teólogo, ¿intuyó este hombre la gran revelación que solo Einstein dio a conocer en 1915? Es fácil comparar valiéndose de ideas apenas aproximadas, pero, solo se trata de dar con el hilo oculto que une las búsquedas y hallazgos de los pensadores de todas las épocas.

La necesidad de encontrar razón entre los hechos parece satisfacerse con los solos datos de la visión, sin más trámite, sin tener en cuenta el estado de movimiento del sistema asociado. Decidir qué es lo que se mueve, si el objeto o el observador, es igual o muy semejante a despejar la incógnita de una ecuación o a dar con la solución en una regla de tres. Pero no es así. La deducción simple no alcanza, y tampoco inferir de la validez de un hecho comprobado la validez de todos los hechos por comprobar (inducción).

            Hay un sentir absoluto y un sentir relativo, y no pasó por alto esta evidencia al filósofo y teólogo catalán de corta y prolífica vida. Pero ya Leibniz había escrito en el año 1686: “el movimiento, si no se considera en él más que lo que comprende precisa y formalmente, es decir, un cambio de lugar, no es una cosa enteramente real, y cuando varios cuerpos cambian de situación entre sí, no es posible determinar por la sola consideración de esos cambios a cuál de ellos debe atribuirse el movimiento o el reposo” (Leibniz, 1986, 80).

            En Balmes la discusión va inserta en otra sobre las sensaciones y tiene, entre otros propósitos, el de encarar de lleno un asunto central: “¿Qué es sentir?” (ib., 163) La pregunta anuncia el deseo de diferenciar dos clases de sentires, el de la sensación y el del sentimiento. Esta clase de discusión cabe en un tratado de filosofía más que en uno de física, pero en la época de Balmes iba todo junto, metafísica, psicología, lógica, estética, gramática, teodicea.

Lejos de representar un problema, esta mezcla de disciplinas constituye un deleite para el curioso, pues encuentra el saber unificado, cosa que hoy día exigiría un esfuerzo descomunal y sólo posible si se compartiera en forma multidisciplinaria o como lo intentan ahora las neurociencias, en nuestro preciso tiempo presente. Balmes apela a toda clase de razones acompañadas de ejemplos que las aclaran con un inobjetable uso del sentido común y que facilita la comprensión del lector.

            ¿Qué es sentir? “En la acepción más ordinaria ‒responde Balmes‒ expresa percibir la impresión que se nos trasmite por alguno de los órganos de los cinco sentidos.” Pero a veces “se dice ‘La noticia causó una sensación profunda.’ ‘No puedo resistir al impulso de sensaciones tan vivas, etc., etc.’ En cuyos casos es evidente que no se trata de ver, oír, oler, gustar y tocar, sino de un orden de afecciones del alma totalmente diverso.” Por lo que “a más de las afecciones de los cinco sentidos, experimentamos muchas otras causadas por impresiones orgánicas. ¿Qué son las pasiones sino afecciones del alma nacidas de cierta disposición de los órganos? El amor, la ira, la compasión, la alegría, la tristeza y tantas otras que nos agitan y perturban, ¿no son excitadas muchas veces por la simple presencia de un objeto?”

            La diferencia entre unos y otros radica en que las impresiones de los sentidos “prescinden de toda idea anterior, de toda reflexión”, mientras que las impresiones de la pasión se “suponen siempre más o menos desenvueltas” (ib., 164), es decir, impregnadas de experiencia ya vivida. Aunque veamos, por ejemplo, un mismo objeto, y siempre de la misma manera, sin embargo, “unas veces excitará en nosotros una pasión, otras otra, a veces ninguna, y casi siempre con mucha variación en sus grados de intensidad”. Pues, no es “la simple presencia del objeto lo que nos afecta” sino, más bien, lo que se presenta cuando se percibe como “el recuerdo de un beneficio o de una injuria, la idea de sus padecimientos, etcétera”. Se aprecia, pues, la diferencia esencial entre las dos clases de impresiones.

           

LOS DOS SENTIDOS DEL SENTIR

 

“Las sensaciones en sí mismas no son más que afecciones del alma, y en lo exterior no tienen otra cosa que les corresponda sino la existencia y la extensión de los cuerpos” (ib., 166). Pero, sentimos más que lo producido por estas sensaciones de los cinco sentidos, y “hay correspondencias tan misteriosas entre el alma y los objetos externos, que son totalmente inexplicables, atendiendo tan sólo a las simples sensaciones por cuyo medio se ha establecido la comunicación”.

            “Notemos ‒sigue Balmes‒ lo que sucede con los mágicos efectos de la música. Reflexionando sobre ellos se descubre que son de dos órdenes: el puramente auditivo y el intelectual y moral; el uno se detiene, por decirlo así, en el tímpano; el otro llega al cerebro y al corazón” [sin saber que la música, definitivamente, se oye en el cerebro y no el tímpano, como se sabe hoy (Maojo, 2018, 31 y ss.)]. Y algún oyente podrá disponer de una organización a propósito para lo uno, aunque no para lo otro. “Dos sujetos oyen una sonata, ambos perciben igualmente la música material; mas no experimentan los mismos efectos intelectuales y morales. Ambos advertirán el más mínimo desliz de la voz, de un instrumento, del compás; ambos admirarán el arte y el acierto del compositor; ambos gozarán con el mágico embeleso; pero mientras el cerebro y el corazón del uno habrán salido apenas de su estado ordinario y no percibirán más que un placer material, se habrán exaltado sobremanera el corazón y el cerebro del otro”.

            De lo que se deduce la diversidad de las sensaciones que, claramente, son más que las de los sentidos del cuerpo. Lo interesante radica en que, tanto las sensaciones externas, materiales, como las que se activan en lo interno, en el corazón, como dice Balmes, se producen a partir de los órganos de los sentidos. La vía es una sola y las sensaciones dependen de ella, aunque unas se envuelven en la subjetividad y otras en la objetividad, se den en estado de sonido desnudo o se vistan sirviéndose del ajuar que encuentran dentro. Las sensaciones, como los órganos que las reciben y en ellas se envuelven, dependen de los estados internos, fisiológicos y anímicos.

            ¿No existirían, entonces, sin esos estados internos? ¿No habría sensaciones, percepciones, sensibilidad o percepción sensible sin que existiera antes un órgano que pusiera de manifiesto y revelara su existencia? Lo que existe en el mundo está ahí, sea o no sea percibido, y es todo lo que sabemos. Parece razonable pensar que las sensaciones no están ya preparadas en el mundo externo a nosotros, esperando a los sentidos para que se activen. Y, aunque las cosas del mundo dispongan de existencia, extensión y movimiento, las bañe la luz del sol y contengan lo que descubre el olfato y el paladar, no producen por sí solas las sensaciones. Se supone que el mundo no necesita de nosotros para ser lo que es y, en consecuencia, sólo dispone de la materia, llamémosle así, es decir, de aquello que funciona como el objeto de las sensaciones.

            Pero, debido a que ese objeto es más amplio que la materia, o al menos, a lo que se percibe como más amplio, surge la sospecha de si los estados de ánimo, espirituales y variados, que multiplican las cinco sensaciones simples, no suponen ya algo de fuera, o sea algo objetivo que los provoque o ayude a provocar desde dentro. Es una pregunta que se ha formulado alguna vez inquiriendo acerca de si el mundo está hecho para y en función de los humanos, según el arrogante principio antrópico. Limitémonos a la siguiente pregunta: ¿qué hay de sensación fuera de los sentidos? Balmes afirma: “la extensión es lo único que para nosotros existe en lo exterior” (Balmes, ob. cit., 167), disponiéndose a examinar qué es la extensión, sobre la cual confiesa: “parece que la idea de extensión es inseparable de la de cuerpo. Yo por lo menos no alcanzo a concebir lo que es un cuerpo inextenso. Faltando la extensión desaparecen las partes, desaparece todo cuanto tiene relación con nuestros sentidos: o no queda objeto o es una cosa muy diferente de cuanto encerramos en la idea de cuerpo”.

            Y, ¿qué ciencia ultramoderna o, como se dice, de última generación, podría declarar anacrónica la convicción de Balmes? Al parecer, ninguna, y sólo se podría señalar la desatención respecto a una dicotomía resuelta en la edad moderna, la que disuelve el concepto de materia en el de energía, la para entonces ignorada ecuación que a su vez marcaba el fin de la noción de cuerpo. En todo, sin embargo, asoma la perspicacia por la que ya en aquel tiempo se intuía la fragilidad del concepto extensión. Creían en la extensión y en ella fundaban la distinción entre lo sensible y lo racional, pero el presupuesto estaba acuciado por sospechas y por elucubraciones de toda clase. En principio, descubrían que no todo lo que se ve es como es, que no todo lo que se percibe es confiable en cuanto a una posible aproximación a la verdad, y que el aparato de intelección humana es imperfecto. No sería exageración acotar que se trataba de una sospecha que venía de la filosofía griega presocrática.

 

EL ALMA ES LA QUE SIENTE

 

Balmes no se deja seducir por quienes en su época creían que lo único confiable es la obra de los sentidos, como creían los empiristas ingleses Hume, Locke, Berkeley. Tiende a reconocer un plano intermedio defendido por la escuela escocesa fundada en el siglo XVIII por Thomas Reid. Balmes otorga gran importancia al papel de los sentidos en el conocimiento, en el que interviene la percepción, pero sin desatender los argumentos de los racionalistas franceses, a la sazón muy influyentes en España. Entre ellos, los del abate de Condillac para quien “El alma es la única que conoce puesto que es la única que siente, y sólo a ella pertenece hacer el análisis de todo lo que conoce por la sensación” (Condillac, 1982, 70).

            Balmes quiso hacer la paz entre racionalista y empiristas puros, cediéndole el lugar al sentido común y al juicio, defendiendo y aclarando los principios de una lógica que encontraba viciada por la influencia de los factores psicológicos. Su antecesor, el fundador de la filosofía española, Benito Jerónimo Feijóo, había combatido la anquilosada Escolástica reinante en su patria. El doctor Arturo Ardao escribió acerca de los tres grandes intentos por renovar la filosofía y la lógica de la filosofía: en el siglo XVIII Feijóo, en el XIX Balmes y en el XX Carlos Vaz Ferreira. Los elementos teóricos concomitantes en este respecto se encuentran en El Criterio obra del filósofo catalán publicada en 1846. Ardao estudió en los tres filósofos la iniciativa de procurar en la enseñanza de la filosofía, “Además de la lógica formal, lógica abstracta, lógica teórica; y además de la lógica aplicada, o metodología ‒que es la lógica de la ciencia‒ debería enseñarse ‒y aquí está generalmente el vacío de la enseñanza práctica de la lógica‒ una lógica para la vida, una lógica sacada de la realidad” (Ardao, 1996, 11).

            Volviendo a la opinión según la cual “las sensaciones en sí mismas no son más que afecciones del alma”, es de rigor reconocer que la discusión de Balmes está hoy en día prácticamente en el mismo lugar en que él la dejó. La oscilación que registra la historia del pensamiento respecto al predominio de lo externo sobre lo interno, o viceversa, es permanente a través de las épocas. En líneas generales, la línea materialista hegemonizó las posiciones durante casi todo el siglo pasado, tendencia que venía de superar las dieciochescas y decimonónicas variaciones de los numerosos racionalismos y espiritualismos, incluyendo la filosofía de la Iglesia y los idealismos e inmanentismos. El fervor político, sobre todo, fue el que canalizó con mayor potencia las inquietudes, en general siguiendo el compás del pensamiento de Marx y del marxismo soviético.

            Hoy parece decaer la interpretación materialista que poco a poco transfiere las pretensiones empiristas y objetivistas a la ciencia, aunque ésta las posea sólo a medias. Desde los albores del siglo XX incurre en terrenos que obstaculizan y dificultan, si no vuelven imposible, la investigación que se atiene a la metodología de las ciencias deductivas y experimentales. También ella se abre a un tipo nuevo de especulación controlada y a la alternativa de crear modelos teóricos con fuerza descriptiva y explicativa, que no son pasibles de demostrar en la práctica. 

            Un científico de hoy aceptaría de buen grado la opinión de Balmes. Sus connotaciones empiezan a tomar cuerpo y a asomar en textos de filosofía de la ciencia cada vez con mayor fuerza. Desde Alexandre Koyré y Thomas S. Kuhn la ciencia parece alejarse prudentemente de las rigideces del positivismo, de la lógica clásica de dos valores y de la alergia a la metafísica. Pero, téngase en cuenta que ya no lo hace con apego a la actitud y a los criterios del siglo XIX, pues la teoría se ha modificado enteramente. Primero, en el terreno de la biología y, luego, en el de la física, impregnando también la psicología a la que ha acribillado con el aporte de la neurología y la antropología, y asimismo a la epistemología o teoría del conocimiento.

            En este último ramo es en el que, si se profundiza un poco, se advierte que las cosas no han cambiado tanto. Precisamente, la historia de esta disciplina ‒que en puridad consiste en un variado conjunto de subdisciplinas y teorías‒ registra fundamentalmente las grandes transformaciones del saber científico. Su evolución experimenta tres modificaciones decisivas: la de una lógica que se flexiona ante la potestad de los principios rectores de identidad, no contradicción y tercio excluso, la de una matemática que amplía sus campos numéricos más allá del de los naturales y reales con los de números irracionales e imaginarios, y la del vuelco por el cual se reincorpora el factor psicológico en la ciencia, anteriormente abominado (nueva metafísica, “giro ontológico” o conflicto entre cultura y naturaleza, “complejidad” o teoría de apreciación global e interrelacionada de sistemas, etc.).

La epistemología, en el nivel del conocimiento común, no científico ni sistemático, está casi como al comienzo, a pesar de los abundantes los estudios e investigaciones sobre el lenguaje y la relación lenguaje-pensamiento, la mente y la relación mente-cerebro, y los espectaculares estudios actuales a cargo de las neurociencias con la ayuda de la imagenología. Aunque prácticamente no se use la palabra “alma”, se puede decir que en sí mismas las sensaciones no son mucho más de lo que eran en tiempos de Balmes. Cambian las palabras y en ellas se encierran nuevos y espectaculares conceptos, funciones nuevas de los elementos que intervienen en ellas, especialmente después de Pavlov y el reflejo condicionado, Ramón y Cajal y la teoría de las neuronas, Broca y el mapa de localizaciones encefálicas, Lorenz y la teoría de la fulguración, Rizzolatti y las “neuronas espejo”, Damasio y el papel de las emociones en la racionalidad (Pereda Pérez, 2018).

Pero, en esencia se trata de parecido por de ir igual esquema: el fenómeno físico-químico presente en los sistemas biológicos por el cual ciertos impulsos bioeléctricos corren a través de conductos y membranas y por trasmisión sináptica brindan información desde los receptores periféricos hacia la central nerviosa del cerebro. El alma sigue siendo la única que siente, aunque se llame con otro nombre, puesto que no siente la mano al tocar, el ojo al mirar, el oído al escuchar, etcétera, y lo que siente es algo más hondo (más complejo). En bruto, podría decirse que no es el cuerpo el que siente sino aquello que a través del cuerpo se convierte en algo menos perceptible, interior y abstracto, llámese cerebro, encéfalo, hipotálamo, tronco encefálico.

 

SOBRE LA REALIDAD PRIMARIA

 

Poseemos alma en el cuerpo y cuerpo en el alma. Balmes se preguntaba ¿dónde está el alma? Decía, “Descartes la coloca en la glándula pineal; Buffon, en la membrana que cubre el cerebro; otros en diferentes sitios, distinguiéndose por su singularidad la opinión de los aristotélicos, quienes opinan que está toda en todo el cuerpo, y toda en cualquiera de sus partes.” Pero, “¿Cómo es posible que una cosa esté toda en diferentes lugares?” Sin embargo, piensa Balmes, se trata de un objeto incorpóreo y no en estado natural, por lo que el problema es distinto. Algunos hasta la han confundido con Dios. “Permítaseme observar que ese cargo es infundado”, rezonga, pues “Dios está todo en todo el universo, y todo en cualquiera de sus partes; el alma está sólo en el cuerpo.” (Balmes, 1941, 133-135)

            La polémica desprende cierto olor a antiguo y presenta carices olvidables, fechas de vencimiento perecidas. Mezcla de problemas de diferentes planos, unos místicos y otros realistas, se distingue la discusión de Balmes por conducir a búsquedas y conjeturas inaceptables en nuestra época. Pero, sus conceptos más importantes y las relaciones que estudia no son despreciables. En primer lugar, alma es lo que hoy llamamos mente o vida mental, psiquis y también dimensión psicológica central de la existencia humana. El lugar de residencia del alma, y desde que se trata de tal dimensión, ¿acaso no es tema de discusión de la neurología del cerebro y de la neuropsicología? Se trataría de una clase de investigación sobre la realidad primaria o intrínsecamente humana. Veámosla.

            John C. Eccles defendió la concepción de Karl Popper sobre los tres mundos. Brevemente, los tres mundos de Popper son: el Mundo 1 de los objetos y estados físicos (inorgánicos y orgánicos, y artefactos), el Mundo 2 de los estados de conciencia del conocimiento subjetivo, y el mundo 3 o mundo del conocimiento objetivo. El mundo 2 es el que interesa a Eccles, por tratarse del mundo correspondiente a la vida mental o de los fenómenos psíquicos. Es, dice, “el mundo de los estados de conciencia y el conocimiento subjetivo de todo tipo. La totalidad de nuestras percepciones desemboca en este mundo, pero tiene diferentes niveles”, o presenta, aclara, un verdadero espectro o escala de grados.

            Se encuentran las percepciones ordinarias de los sentidos externos (audición, vista, etc.), que no existen en el mundo 1, donde sólo hay ondas electromagnéticas, presión, objetos materiales y sustancias químicas. Hay también sensación interna o “mundo de percepciones más sutiles” y es el mundo de nuestras emociones, sentimiento de alegría, tristeza, miedo o cólera, y que incluye la memoria, la imaginación y las proyecciones de futuro. Finalmente, “en el núcleo del mundo 2 hay el self o ego puro que es la base de nuestra unidad como ser que va experimentando durante toda la vida”. “Este mundo 2 constituye nuestra realidad primaria.”

            Se reconoce, pues, un mundo de luz, color, sonido, olor, etcétera; un mundo de pensamientos, sensaciones, memorias e imaginación; y un mundo de yo puro y alma. Dice Eccles: “En cada uno de nosotros hay una interacción y flujo continuos e intensos entre los tres mundos. La trasmisión del mundo 3 al mundo 1 y al mundo 2 ocurre por procesos de sensación, trasmisión codificada hacia el cerebro, decodificación allí, y así sucesivamente […] Claro está, si hubiera una trasmisión directa del mundo 3 al mundo 2, entonces ¡existiría la clarividencia! En el centro del tema de la relación cerebro-mente estaría el ego o self […] Esto es lo que le da a usted su unidad como persona, y lo que en sentido religioso pudiera denominarse alma. En resumen, podemos decir que en la experiencia cognoscitiva hay sensaciones externas o percepciones por vía de órganos receptores, sensación interna que son todas las memorias, experiencias de tipo más sutil, de hecho, todo el contenido de la conciencia que no depende inmediatamente de lo que viene por los órganos de los sentidos; finalmente, esta entidad central que es una misma como persona o self.” (Eccles, 1975, 188 y ss.).

            En la concepción de este psicólogo y biofísico contemporáneo, asistido con las ideas de su amigo Karl R. Popper, se aprecia un panorama bastante parecido al de la metafísica clásica. Balmes no tiene nada que envidiarles, desde que, como ellos, habló en términos de tres mundos, uno que siente por los sentidos, otro que siente interiormente y piensa lo sentido, dejando afuera el mundo exterior, que se comunica con los anteriores ¡sin necesidad de clarividencia! Pero, sabemos hoy, no hay pruebas de dos mundos cartesianos ni de tres popperianos, así como tampoco habría pruebas para mundos de cuatro o más dimensiones. Hoy sabemos que hay una interrelación estrecha, o quizá, una unidad indisoluble entre la fisiología cerebral y los sentimientos del alma.

 

REFERENCIAS:

ARDAO, Arturo (1996). “Tres alternativas a la lógica tradicional”, en Cuadernos de Marcha, 3ª Ép., Año XI, Nº 120, octubre.

BALMES, Jaime Luciano (1941). Metafísica, Buenos Aires, Sopena.

BALMES, Jaime Luciano (1942). Filosofía fundamental, Buenos Aires, Sopena.

BALMES, Jaime Luciano (1945). El Criterio, Barcelona, Edición del Centenario, Editorial Balmes.

CONDILLAC (1982). Lógica y extracto razonado del Tratado de las Sensaciones, Buenos Aires, Aguilar.

ECCLES, John C. (1975). El cerebro. Morfología y dinámica, México, Interamericana.

LEIBNIZ, G. W. F. (1986). Discurso de Metafísica, Madrid, Alianza.

MAOJO, Víctor (2018). Cerebro y música. Entre las neurociencias, la tecnología y el arte, España, Emse Edapp.

PEREDA PÉREZ, Inmaculada (2018). El mapa del cerebro, España, Emse Edapp.

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