G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: julio 2021

miércoles, 14 de julio de 2021

DESPUÉS DE BERNARDO PRUDENCIO BERRO


La historia uruguaya puede verse como una larga marcha en busca de un proceso unificador de todos los estratos de la sociedad y a favor de la vigencia de los derechos y por la educación. La presidencia de Bernardo P. Berro realizó uno de los esfuerzos más destacados en pro de ese ideal, procurando su consagración a través de una legislación que no ahorrará nada de lo racionalmente concebible y aplicable. Su ejemplo puede ayudar a esclarecer nuestros problemas actuales, por lo que desconocerlo significaría ignorarnos en nuestros orígenes, en la compleja evolución de las ideas políticas propias y ajenas en el marco de la interpretación del pasado nacional. 

 

Bernardo Prudencio Berro, nacido en Montevideo en 1803, era hijo de un empresario de origen vasco que integró la Asamblea Constituyente de 1830. El sacerdote y naturalista Dámaso Antonio Larrañaga fue uno de los siete hermanos de su madre, Doña Juana Larrañaga. Su vida fue contemporánea de la gesta por la independencia nacional y de los sucesos políticos, militares y sociales que le siguieron. Su sensibilidad de estadista, formación intelectual y fortaleza moral le llevaron a convertirse en una de las figuras más destacadas de la época. Fue diputado por Maldonado, ministro de Gobierno de Manuel Oribe en el Cerrito y de Relaciones Exteriores del presidente Juan Francisco Giró. La Asamblea General lo eligió presidente de la República para el período de 1860 a 1864. El abolengo patricio y la desahogada posición económica de su familia no le impidió cultivar una personalidad sencilla y puritana. Sin embargo, no le salvó de sufrir enormes dificultades en su gestión. Es la época de la Guerra Grande y los intereses, lucha de caudillos, injerencias extranjeras y rivalidades locales resultaron el complejo desarrollo de una historia que termina con su muerte en 1868 y en el marco de los enfrentamientos con Venancio Flores.

            Aunque no resulte aconsejable extraer enseñanzas de las similitudes y repeticiones en la historia, porque a menudo conducen a error, llama la atención y despierta curiosidad la vocación de la sociedad uruguaya por dividirse en dos grandes bandos. Berro, uno de los representantes más destacados de la historia del Partido Nacional, reunió entre sus muchas aptitudes intelectuales la calidad de escritor, historiador y analista de la realidad nacional. Le llamó la atención, precisamente, los fundamentos en que se basaba la división en dos bandos, el colorado y el blanco.

            Es de suponer que se trata de un fenómeno que se da en todo el mundo, pero le pareció que en Uruguay reviste la particularidad de estar fundado en principios no demasiado diferentes, ideologías no radicalmente enfrentadas, ideales o creencias con poca fuerza para generar los fieros enfrentamientos personales y cruentas guerras civiles sufridas. La historia universal registra diferencias religiosas, étnicas, económicas, ideológicas, muy a menudo con el hambre de por medio, amenazas, aislamiento o desamparo; pero nada de eso puede relacionarse con la división uruguaya en dos parcialidades multitudinarias que cruzan el siglo diecinueve y el veinte y que con transformaciones alcanzan la época actual.

 SEÑALAMIENTOS NECESARIOS

 La tesis de Bernardo Prudencio Berro no es un capítulo menor, una opinión con la que se puede o no se puede estar de acuerdo, atribuir o no atribuir importancia histórica. Si se analiza en sus grandes lineamientos y se dejan por un momento a un lado los matices ideológicos que suelen invocarse al caracterizar las divisas, es posible confirmarla incluso en la actualidad, ante una nueva división en bandos. Obsérvese cómo, después de quince años de gobierno de las fuerzas que se proclaman “de izquierda”, resulta evidente ‒al menos para quien esto escribe‒ que no surgen diferencias ideológicas radicales (en los términos estrictos en que se puede hablar en este plano) o demasiado diferentes respecto a los gobiernos tildados “de derecha”.

            La separación entre unos y otros es debida, más que a otras razones de orden profundo (aunque en los hechos puedan diferenciarse en matices políticos de cierto peso), a “las desconfianzas y rencores, malamente conservados por el recuerdo del pasado”, palabras con las que Berro se refería a las desavenencias entre blancos y colorados de su época, hace más de ciento cincuenta años. El problema es parecido al de hoy, aunque entre otros contendientes que sin embargo son herederos del mismo curioso fenómeno y que para algunos es aquel en el que radica la dinámica de la historia.

Según Berro: “La división ha estado en los hechos por el recuerdo de esos hechos”. La división entre los orientales no proviene de “disconformidad alguna en las ideas especulativas; no la hay tampoco en la aplicación de los principios, salvo la que hubo en el caso que motivó la cuestión. Esta es la verdad”. Se hacía cargo de la creencia vulgar según la cual uno de los partidos bastaría “para hacer el bien al país y satisfacer cumplidamente a todas sus necesidades, sin ser menester la concurrencia del otro. Pena da, en verdad ‒agregaba‒, ver tanta ceguedad en quienes tan habituados se hallan para juzgar con acierto de las cosas. No necesitaban más que examinar con un poco de cuidado e imparcialidad de qué modo se halla dividida la República entre blancos y colorados, para reconocer su craso error”. Y coronaba su queja con este argumento: “No existe aquí como ya lo he notado, una masa nacional, a la manera que en otras partes, neutral o pasiva con la cual se pueda contar para que reciba quieta y pacíficamente la dirección del partido encumbrado” (1966, 174-76).

            Porque los partidos “no están divididos por ideas y solo se han formado por cuestiones sobre hechos”, afirmaba. “Como no pueden reprocharse nada con relación a aquéllas, y como la disputa viene a reducirse a cuál es el bueno y cuál es el malo, no les queda otro medio de hostilidad que las recriminaciones personales; y de este modo se entabla un cambio de imputaciones denigrativas y de baldones e injurias de todo género, en que las cualidades y procedimientos de los adversarios políticos son horriblemente afeados. Desaparecido el hecho que los dividía, aún continúan en oposición y en pugnas sin más fundamento que la personalidad; y así es que tienen que calificar de malo a todo hombre del lado contrario, por bueno que sea; y viceversa, dar por santos a cuantos correspondan a aquel a que estamos adheridos.” (ib., 145)

Quítense los nombres, los espacios y los tiempos, y se comprobará que poco ha cambiado.

En el correr del siglo XX pudo producirse y se produjo una diferencia ideológica relevante. Se debió a la irrupción y amplia difusión del marxismo y radicó en un contraste radical respecto a la tradicional concepción de la democracia liberal, que se confrontaba con el comunismo. Penetró en la intelectualidad pensante y con el tiempo se constituyó en una concentración de fuerzas políticas y sociales, económicas y filosóficas que, al alcanzar el gobierno en el presente siglo, demostró con creces su compatibilidad respecto al sistema democrático y una clara desvinculación de los principios básicos del materialismo dialéctico. La diferencia que hubiera podido llevar el enfrentamiento a su máxima expresión, sin embargo, fue absorbida por el régimen tradicional democrático.

            Las diferencias se marcan hoy, como en los tiempos de Bernardo P. Berro, en torno a los diversos acentos sobre asuntos delicados, los que se mantienen desde tiempos ancestrales en la convivencia entre coterráneos. Apoyadas primero en esos matices, que no pasaban ni pasan de asuntos pasajeros, aunque sin duda dolorosos o indignantes, con el tiempo se redujeron a respuestas ante hechos pasados, énfasis, matices sobre esto y aquello, sin que se presentaran discordancias estructurales, constitucionales, legales o idearios políticos en el fondo demasiado desemejantes. Sea dicho esto con total conocimiento de las tragedias vividas, de los horrores padecidos en tiempos pasados inmediatos y mediatos.

Por lo que sería oportuno declarar el carácter predominantemente fáctico de las diferencias (por cierto, características del sistema democrático y beneficiosas para la sociedad), su flojedad ideológica y la remisión de todo juego de oposición a circunstancias y coyunturas, puntos de vistas dentro de una misma cuadrícula política y extendidos sobre un horizonte político-filosófico en general compartido. Luego de que en 1851 se firmara la paz de octubre, dando fin a la Guerra Grande, la atención volvió a ponerse en la realidad acuciante de una sociedad destrozada. Había que aprovechar la concordia y la paz y abocarse a restaurar el orden y la economía. Supuestamente, no había lugar ya para el odio, aunque todavía fulgurara, y esta incompatibilidad era vislumbrada por Berro, aunque con indudable idealismo. Pero, era el idealismo que caracterizó a los orientales de entonces, acendrado y virulento, y que hoy bajo otras vestiduras aparta la atención de los asuntos más relevantes.

¿Se escondía por debajo una guerra de posiciones en que se disputaban los privilegios sociales, los senderos que buena o malamente conducen al poder? La Guerra Grande “origen de nuevas fortunas, quebró las bases económicas del Patriciado, que nunca más se recuperó. Fue un epílogo prolongado, que Real de Azúa extendió hasta los comienzos de la segunda Guerra Mundial” (Cotelo, 159). ¿Fue una guerra económica? ¿O una guerra de castas que buscó controlar el Estado por todos los medios? No se puede hablar de lucha de clases disfrazada de sistema democrático, porque las que estaban enfrentadas no eran “clases” en el sentido estricto en que se las definió después. No hay cómo evitar una conclusión casi desmoralizante: todo se originó y desarrolló en base a las razones aludidas por Berro. Y hoy asoman parecidos reflejos que inducen a pensar en el eterno retorno.

 PARALELISMOS

 La historia uruguaya es una larga marcha en pro de un concepto unificador, entre todos los estratos que componen la sociedad, y también a favor de los derechos y de la educación para todos, en busca de un igualador al menos en lo que a altas aspiraciones se refiere, sin que la legislación se ahorrara nada de lo racionalmente concebible y aplicable. Esa marcha solo se vio afectada en oportunidad de las guerras y de interferencias provocadas por las dictaduras de turno. Sin embargo, encontró casi en todo su trayecto el empecinado obstáculo que, aun dentro de los márgenes legales, significó la aparición de toda clase de impedimentos, inexplicables contramarchas, retrasos e injustificables olvidos o indiferencias. Aun en el consenso, siempre surgen diferencias que terminan oscureciendo las iniciativas, debilitándolas y aun disolviéndolas.

Se podría decir, con pleno conocimiento de los intereses en juego durante el Montevideo sitiado y el gobierno del Cerrito que, al menos entre quienes llevaban la voz cantante en la definición de los hechos, todos participaban de un mismo ideal respecto al destino nacional. Querían un país en el que las aspiraciones se pudiera consagrar de forma libre y soberana y alcanzar la prosperidad, aunque algunos se sintieran atraídos y aun atrapados por las dádivas con las que los imperios en pugna seducían a los orientales. Admitían la ayuda que podría llamarse externa, porque la división comprendía a todos los rioplatenses, incluidos los brasileños. Que todos lo quisieran, como acabamos de expresar, por cierto, es un decir bastante ingenuo y optimista; pero tuvo que palpitar algo parecido entre ellos, porque de lo contrario los hechos no habrían concurrido como concurrieron.

            Unitarios y federados, colorados y blancos, sus intrincadas disidencias, fueron una dificultad inveterada que se sumó a la red de intereses de Inglaterra y Francia. Lo fue igualmente la disputa entre los caudillos y entre quienes se investían con la calidad de “civilizados”. Si se operan las permutaciones espaciotemporales correspondientes, es posible apreciar hoy que no estamos en una situación demasiado diferente. En el plano de las iniciativas políticas, de las estrategias, de las ideas inspiradoras para el cambio y la resolución de los problemas, seguimos bebiendo de fuentes no del todo genuinas. Solo lo que entra con facilidad al país y se instala en la mente de los emprendedores y se realiza sin mayores agregados ni modificaciones.

Ayer como hoy luchamos entre nosotros de una manera que parece la de quienes habitan una extensión territorial ampliada que llega a Europa y a otros continentes. No peleamos por nuestros ideales como uruguayos sino, más bien, como ciudadanos del mundo, como se pelea en cualquier parte, especialmente de la manera como aparece en las películas y series de televisión. Somos criaturas que antes de actuar buscamos un modo de hacerlo en Google o en Facebook, un clisé que pueda legitimar las ideas y las acciones, como si no tuviéramos historia propia. Nos peleamos como los personajes de las telenovelas, nos expresamos e interactuamos como intrigantes y no en auténtica correspondencia con la verdad. Es del todo factible que la política partidaria nos convierta en faranduleros (etimológicamente, farsantes).      

EN EL FONDO DE LOS DESACUERDOS

 Hoy sabemos que no nos diferenciamos por lo que opinemos acerca de cómo los pobres dejarían de ser pobres, acerca de si el Estado o la iniciativa privada debería impulsar el desarrollo o si conviene una economía abierta o cerrada. No hay dos opiniones al respecto y se imponen solo matices a partir de una política democrática, una economía liberal y un republicanismo respetuoso de los derechos de todos y, en forma algo menguada, también respetuosa de las obligaciones y el trabajo. Porque bajo los colores que sean, los bandos partidarios más importantes depositan su esperanza en una sociedad productora, creadora, imaginativa e innovadora.

            Se trata de señalamientos urgentes y en definitiva paradójicos, porque no se advierte con facilidad lo más notorio. Es seguro el fin calamitoso a que conducirá la lucha en torno a acontecimientos fútiles, rivalidades personales, golpes y contragolpes entre facciones, instituciones y jerarquías. Una puja infructuosa que entretiene y demora a la que es imprescindible librar si se quiere resolver problemas más vitales. ¿Hasta cuándo se prolongaría el intercambio de palabras, animosidades y autojustificaciones intrascendentes, insultos y descalificaciones absurdas, permanente retrospectiva de un pasado que ya no cuenta a los efectos políticos e históricos?

            “Lo primero que resalta en nuestros partidos cuando se los mira con alguna atención ‒afirma Berro‒, es esa condición nativa que los destina a perecer por sí mismos más tarde o más temprano. Nacidos para cuestiones sobre hechos transitorios, y reducidos sus intereses a los intereses relacionados con esos hechos, la ley de su existencia era desaparecer cuando desapareciese esa materia cuestionable y pasajera. Si han sobrevivido a ésta, es por una degeneración que los convierte en bandos personales impulsados por sus odios y desconfianzas heredados de su pasada contienda. De forma que esa vida anómala, cuya existencia puede prolongarse todavía lo bastante para consumar la ruina de la Patria, les da un carácter esencialmente nocivo, y los hace por lo tanto incompatibles con el bien de la República.”

Si bien hoy nadie quisiera una disolución de los partidos, sin embargo, sería de desear que toda “oposición” se limitara a las cuestiones más importantes. El enfrentamiento político resulta siempre ocasional, coyuntural y circunstancial, más que ideológico, más que económico, más que filosófico o religioso, aunque no por eso menos importante. Y el rasgo está en el origen de los partidos políticos nacionales. Los hechos que desencadenan su aparición curiosamente desaparecen mientras ellos permanecen olímpicos y subsisten. Aunque en muchos países han nacido de manera semejante, en otros las diferencias resultan de fondo. Entre todas las responsabilidades que corresponden a las instituciones políticas se encuentra la obligación extraordinaria y desatendida que consiste en comparecer cada vez ante la ciudadanía la propia legitimidad y actualidad, el derecho a representar a la República en su funcionamiento cívico.

Hoy, como ayer, el país no resiste ninguna acción destinada a solo justificar responsabilidades públicas. Solo le cabe resolver problemas, encarar emprendimientos, imaginar vías de desarrollo y posibles fuentes de ingreso para los ciudadanos. Para ello debe preparar a los jóvenes, ofrecer una enseñanza pública bien diseñada, diligente y vocacional. No es posible pensar el país a partir de un centro o fuente de poder, único y todopoderoso, político o sindical, plenipotenciario y excluyente de toda iniciativa innovadora, de toda ciencia, de todo arte de gobernar y educar. Hoy ya no es pensable un país sesgado, piramidal, dividido y entronado en una fantasía que tarde o temprano será disuelta por la realidad ineluctable. Se bloquean los partidos, los sindicatos, la Universidad, los principales motores de ideas de que dispone el país desde sus orígenes.

 LA RESPONSABILIDAD PERSONAL

 Hemos apreciado cómo pensaba un uruguayo en el siglo en que los romanticismos resultaban superados por ideales más realistas y menos soñadores. Un uruguayo que “Sostenía que los hombres se debían agrupar a medida que los problemas aparecieran, pero sin que la individualidad fuera absorbida por la organización partidaria”. Un hombre que “Confiaba solo en la evolución del ciudadano para fundar el progreso político y de ahí su interés por la educación. La única base auténtica del sistema republicano representativo era la ciudadanía consciente; de otra manera, el sistema pasaba a ser una cáscara sin contenido. Esta idea la desarrolló más tarde su sobrino, José Pedro Varela” (Barrán, 1975, 77), y había sido promovida por parte de Andrés Lamas cuando, en 1844 y en el acto de inauguración del Instituto Histórico Nacional, anunciaba el proyecto de encomendar a Esteban Echeverría la redacción de un libro de texto destinado a “formar la conciencia democrática de los escolares” (Pivel Devoto, en 1966b, XXIV).

Sin embargo, Bernardo Prudencio Berro fue señalado como idealista, un idealista que varios historiadores caracterizan por su aporte inigualado en su época. “Intentó ‘nacionalizar nuestros destinos’ frenando la penetración brasileña en tierras uruguayas de la frontera […] También se opuso a la renovación de los Tratados de 1851 con Brasil ‒que habían colocado al Uruguay en posición tan sometida‒, granjeándose la enemistad con ese país” […] quiso implantar una política de neutralidad en el Plata” (Nahún, 1999, 44). Su gobierno se encuentra en la actualidad fuertemente revalorado como uno de los mejores del siglo XIX en el Uruguay”. Introdujo el sistema de pesos y medidas internacional, impuso la moneda nacional, prohibió la influencia de los jefes políticos departamentales en las elecciones, logró disminuir la deuda pública, favoreció el desarrollo de la ganadería y la agricultura, impulsó la industria frigorífica (Maiztegui Casas, 2005, 278).

“Berro superaba en cultura y vuelo intelectual a todos sus antecesores en la presidencia, y habría que esperar a José Batlle y Ordóñez para encontrar una figura de su talla en este campo” (ib., 279). Juan E. Pivel Devoto destaca un punto importante en la concepción de Berro: su idea de la libertad. Decía: “no se le ama por sí misma, sino por los beneficios que trae consigo” Para él “La libertad no era un principio de especulación política, sino de aplicación práctica y racional. Sus aplicaciones eran dirigidas a alcanzar el bienestar material no a satisfacer principios abstractos, sin que de esto pueda inferirse que el pueblo careciera de elevación y fuese interesado o egoísta” (Pivel Devoto, 1966, XIV).

            “La desunión nos mata. Matemos a la desunión antes que la desunión nos mate a nosotros. ¡Guerra a la desunión! Ese sea, y no otro nuestro reclamo, nuestro canto guerrero, si semblante de combate se quiere dar a nuestros trabajos en favor de la unión.” (Berro, ob. cit., 184) Esta era y puede ser hoy la consigna si se disciernen los entretiempos, evalúan las diferencias y equilibran las coincidencias, si se deja de remitir la historia al olvido, a la dimensión de un pasado que, en la cruda realidad, vive entre nosotros mientras que nosotros lo encarecemos a lo ya inexistente. No es así, pues están aquí, Berro, Flores, Lavalle y Rosas, y se inmiscuyen en la cotidianidad política como se inmiscuyen los más familiares y televisivos personajes de la actualidad que nos reúnen virtualmente a todos alrededor de un televisor a la hora de los noticieros, “porque es más fácil conservar y permanecer que innovar” (Graciela Berro, 2019, 176)


REFERENCIAS:

BARRÁN, José Pedro (1975). Apogeo y crisis del Uruguay pastoril y caudillesco, Montevideo, Banda Oriental.
BERRO, Bernardo P. (1966a). “Ideas de fusión”, en Escritos Selectos, Montevideo, Biblioteca Artigas, vol. 111.
BERRO, Graciela (2019). “BPB: claves de su pensamiento político”, en La obra de un estadista, Varios Autores, Montevideo, Ediciones de la Plaza.
COTELO, Ruben (1991). “El patriciado uruguayo de C. Real de Azúa”, en Diccionario de Literatura Uruguaya, T. III, Montevideo, Arca.
HERRERA y OBES, Manuel & BERRO, B. Prudencio (1966b). El caudillismo y la Revolución Americana. Polémica, edición y Prólogo de Juan E. Pivel Devoto, Montevideo, Biblioteca Artigas, vol. 110.
MAIZTEGUI CASAS, Lincoln R. (2005). Orientales. Una historia política del Uruguay, T. 1, Montevideo, Planeta.
NAHUM, Benjamín (1999). Breve historia del Uruguay independiente, Montevideo, Banda Oriental.
PIVEL DEVOTO, Juan E. (1966a). Prólogo a B. P. Berro, Escritos Selectos, obra citada.


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