La historia uruguaya puede verse como una larga
marcha en busca de un proceso unificador de todos los estratos de la sociedad y
a favor de la vigencia de los derechos y por la educación. La presidencia de
Bernardo P. Berro realizó uno de los esfuerzos más destacados en pro de ese
ideal, procurando su consagración a través de una legislación que no ahorrará
nada de lo racionalmente concebible y aplicable. Su ejemplo puede ayudar a
esclarecer nuestros problemas actuales, por lo que desconocerlo significaría
ignorarnos en nuestros orígenes, en la compleja evolución de las ideas
políticas propias y ajenas en el marco de la interpretación del pasado
nacional.
Bernardo Prudencio Berro, nacido en Montevideo en 1803, era hijo de un empresario de origen vasco que integró la Asamblea Constituyente de 1830. El sacerdote y naturalista Dámaso Antonio Larrañaga fue uno de los siete hermanos de su madre, Doña Juana Larrañaga. Su vida fue contemporánea de la gesta por la independencia nacional y de los sucesos políticos, militares y sociales que le siguieron. Su sensibilidad de estadista, formación intelectual y fortaleza moral le llevaron a convertirse en una de las figuras más destacadas de la época. Fue diputado por Maldonado, ministro de Gobierno de Manuel Oribe en el Cerrito y de Relaciones Exteriores del presidente Juan Francisco Giró. La Asamblea General lo eligió presidente de la República para el período de 1860 a 1864. El abolengo patricio y la desahogada posición económica de su familia no le impidió cultivar una personalidad sencilla y puritana. Sin embargo, no le salvó de sufrir enormes dificultades en su gestión. Es la época de la Guerra Grande y los intereses, lucha de caudillos, injerencias extranjeras y rivalidades locales resultaron el complejo desarrollo de una historia que termina con su muerte en 1868 y en el marco de los enfrentamientos con Venancio Flores.
Aunque no resulte aconsejable extraer enseñanzas de las
similitudes y repeticiones en la historia, porque a menudo conducen a error, llama
la atención y despierta curiosidad la vocación de la sociedad uruguaya por
dividirse en dos grandes bandos. Berro, uno de los representantes más
destacados de la historia del Partido Nacional, reunió entre sus muchas
aptitudes intelectuales la calidad de escritor, historiador y analista de la
realidad nacional. Le llamó la atención, precisamente, los fundamentos en que se
basaba la división en dos bandos, el colorado y el blanco.
Es de suponer que se trata de un fenómeno que se da en
todo el mundo, pero le pareció que en Uruguay reviste la particularidad de
estar fundado en principios no demasiado diferentes, ideologías no radicalmente
enfrentadas, ideales o creencias con poca fuerza para generar los fieros
enfrentamientos personales y cruentas guerras civiles sufridas. La historia universal
registra diferencias religiosas, étnicas, económicas, ideológicas, muy a menudo
con el hambre de por medio, amenazas, aislamiento o desamparo; pero nada de eso
puede relacionarse con la división uruguaya en dos parcialidades
multitudinarias que cruzan el siglo diecinueve y el veinte y que con
transformaciones alcanzan la época actual.
La separación entre unos y otros es debida, más que a
otras razones de orden profundo (aunque en los hechos puedan diferenciarse en matices
políticos de cierto peso), a “las desconfianzas y rencores, malamente
conservados por el recuerdo del pasado”, palabras con las que Berro se refería
a las desavenencias entre blancos y colorados de su época, hace más de ciento
cincuenta años. El problema es parecido al de hoy, aunque entre otros
contendientes que sin embargo son herederos del mismo curioso fenómeno y que
para algunos es aquel en el que radica la dinámica de la historia.
Según Berro:
“La división ha estado en los hechos por el recuerdo de esos hechos”. La
división entre los orientales no proviene de “disconformidad alguna en las
ideas especulativas; no la hay tampoco en la aplicación de los principios,
salvo la que hubo en el caso que motivó la cuestión. Esta es la verdad”. Se
hacía cargo de la creencia vulgar según la cual uno de los partidos bastaría
“para hacer el bien al país y satisfacer cumplidamente a todas sus necesidades,
sin ser menester la concurrencia del otro. Pena da, en verdad ‒agregaba‒, ver
tanta ceguedad en quienes tan habituados se hallan para juzgar con acierto de
las cosas. No necesitaban más que examinar con un poco de cuidado e
imparcialidad de qué modo se halla dividida la República entre blancos y
colorados, para reconocer su craso error”. Y coronaba su queja con este
argumento: “No existe aquí como ya lo he notado, una masa nacional, a la manera
que en otras partes, neutral o pasiva con la cual se pueda contar para que
reciba quieta y pacíficamente la dirección del partido encumbrado” (1966,
174-76).
Porque
los partidos “no están divididos por ideas y solo se han formado por cuestiones
sobre hechos”, afirmaba. “Como no pueden reprocharse nada con relación a
aquéllas, y como la disputa viene a reducirse a cuál es el bueno y cuál es el
malo, no les queda otro medio de hostilidad que las recriminaciones personales;
y de este modo se entabla un cambio de imputaciones denigrativas y de baldones
e injurias de todo género, en que las cualidades y procedimientos de los
adversarios políticos son horriblemente afeados. Desaparecido el hecho que los
dividía, aún continúan en oposición y en pugnas sin más fundamento que la
personalidad; y así es que tienen que calificar de malo a todo hombre del lado
contrario, por bueno que sea; y viceversa, dar por santos a cuantos
correspondan a aquel a que estamos adheridos.” (ib., 145)
Quítense
los nombres, los espacios y los tiempos, y se comprobará que poco ha cambiado.
En
el correr del siglo XX pudo producirse y se produjo una diferencia ideológica
relevante. Se debió a la irrupción y amplia difusión del marxismo y radicó en
un contraste radical respecto a la tradicional concepción de la democracia
liberal, que se confrontaba con el comunismo. Penetró en la intelectualidad
pensante y con el tiempo se constituyó en una concentración de fuerzas
políticas y sociales, económicas y filosóficas que, al alcanzar el gobierno en
el presente siglo, demostró con creces su compatibilidad respecto al sistema
democrático y una clara desvinculación de los principios básicos del materialismo
dialéctico. La diferencia que hubiera podido llevar el enfrentamiento a su
máxima expresión, sin embargo, fue absorbida por el régimen tradicional
democrático.
Las
diferencias se marcan hoy, como en los tiempos de Bernardo P. Berro, en torno a
los diversos acentos sobre asuntos delicados, los que se mantienen desde
tiempos ancestrales en la convivencia entre coterráneos. Apoyadas primero en
esos matices, que no pasaban ni pasan de asuntos pasajeros, aunque sin duda
dolorosos o indignantes, con el tiempo se redujeron a respuestas ante hechos
pasados, énfasis, matices sobre esto y aquello, sin que se presentaran
discordancias estructurales, constitucionales, legales o idearios políticos en
el fondo demasiado desemejantes. Sea dicho esto con total conocimiento de las
tragedias vividas, de los horrores padecidos en tiempos pasados inmediatos y
mediatos.
Por
lo que sería oportuno declarar el carácter predominantemente fáctico de las
diferencias (por cierto, características del sistema democrático y beneficiosas
para la sociedad), su flojedad ideológica y la remisión de todo juego de
oposición a circunstancias y coyunturas, puntos de vistas dentro de una misma
cuadrícula política y extendidos sobre un horizonte político-filosófico en
general compartido. Luego de que en 1851 se firmara la paz de octubre, dando fin
a la Guerra Grande, la atención volvió a ponerse en la realidad acuciante de
una sociedad destrozada. Había que aprovechar la concordia y la paz y abocarse
a restaurar el orden y la economía. Supuestamente, no había lugar ya para el
odio, aunque todavía fulgurara, y esta incompatibilidad era vislumbrada por Berro,
aunque con indudable idealismo. Pero, era el idealismo que caracterizó a los
orientales de entonces, acendrado y virulento, y que hoy bajo otras vestiduras aparta
la atención de los asuntos más relevantes.
¿Se
escondía por debajo una guerra de posiciones en que se disputaban los
privilegios sociales, los senderos que buena o malamente conducen al poder? La
Guerra Grande “origen de nuevas fortunas, quebró las bases económicas del
Patriciado, que nunca más se recuperó. Fue un epílogo prolongado, que Real de Azúa
extendió hasta los comienzos de la segunda Guerra Mundial” (Cotelo, 159). ¿Fue
una guerra económica? ¿O una guerra de castas que buscó controlar el Estado por
todos los medios? No se puede hablar de lucha de clases disfrazada de sistema
democrático, porque las que estaban enfrentadas no eran “clases” en el sentido
estricto en que se las definió después. No hay cómo evitar una conclusión casi desmoralizante:
todo se originó y desarrolló en base a las razones aludidas por Berro. Y hoy
asoman parecidos reflejos que inducen a pensar en el eterno retorno.
PARALELISMOS
Se
podría decir, con pleno conocimiento de los intereses en juego durante el
Montevideo sitiado y el gobierno del Cerrito que, al menos entre quienes llevaban
la voz cantante en la definición de los hechos, todos participaban de un mismo
ideal respecto al destino nacional. Querían un país en el que las aspiraciones se
pudiera consagrar de forma libre y soberana y alcanzar la prosperidad, aunque
algunos se sintieran atraídos y aun atrapados por las dádivas con las que los
imperios en pugna seducían a los orientales. Admitían la ayuda que podría
llamarse externa, porque la división comprendía a todos los rioplatenses,
incluidos los brasileños. Que todos lo quisieran, como acabamos de expresar,
por cierto, es un decir bastante ingenuo y optimista; pero tuvo que palpitar algo
parecido entre ellos, porque de lo contrario los hechos no habrían concurrido como
concurrieron.
Unitarios
y federados, colorados y blancos, sus intrincadas disidencias, fueron una
dificultad inveterada que se sumó a la red de intereses de Inglaterra y Francia.
Lo fue igualmente la disputa entre los caudillos y entre quienes se investían
con la calidad de “civilizados”. Si se operan las permutaciones
espaciotemporales correspondientes, es posible apreciar hoy que no estamos en
una situación demasiado diferente. En el plano de las iniciativas políticas, de
las estrategias, de las ideas inspiradoras para el cambio y la resolución de los
problemas, seguimos bebiendo de fuentes no del todo genuinas. Solo lo que entra
con facilidad al país y se instala en la mente de los emprendedores y se
realiza sin mayores agregados ni modificaciones.
Ayer como hoy luchamos entre nosotros de una manera que parece la de quienes habitan una extensión territorial ampliada que llega a Europa y a otros continentes. No peleamos por nuestros ideales como uruguayos sino, más bien, como ciudadanos del mundo, como se pelea en cualquier parte, especialmente de la manera como aparece en las películas y series de televisión. Somos criaturas que antes de actuar buscamos un modo de hacerlo en Google o en Facebook, un clisé que pueda legitimar las ideas y las acciones, como si no tuviéramos historia propia. Nos peleamos como los personajes de las telenovelas, nos expresamos e interactuamos como intrigantes y no en auténtica correspondencia con la verdad. Es del todo factible que la política partidaria nos convierta en faranduleros (etimológicamente, farsantes).
EN EL FONDO DE
LOS DESACUERDOS
Se
trata de señalamientos urgentes y en definitiva paradójicos, porque no se
advierte con facilidad lo más notorio. Es seguro el fin calamitoso a que conducirá
la lucha en torno a acontecimientos fútiles, rivalidades personales, golpes y
contragolpes entre facciones, instituciones y jerarquías. Una puja infructuosa
que entretiene y demora a la que es imprescindible librar si se quiere resolver
problemas más vitales. ¿Hasta cuándo se prolongaría el intercambio de palabras,
animosidades y autojustificaciones intrascendentes, insultos y
descalificaciones absurdas, permanente retrospectiva de un pasado que ya no
cuenta a los efectos políticos e históricos?
“Lo
primero que resalta en nuestros partidos cuando se los mira con alguna atención
‒afirma Berro‒, es esa condición nativa que los destina a perecer por sí mismos
más tarde o más temprano. Nacidos para cuestiones sobre hechos transitorios, y
reducidos sus intereses a los intereses relacionados con esos hechos, la ley de
su existencia era desaparecer cuando desapareciese esa materia cuestionable y
pasajera. Si han sobrevivido a ésta, es por una degeneración que los convierte
en bandos personales impulsados por sus odios y desconfianzas heredados de su
pasada contienda. De forma que esa vida anómala, cuya existencia puede
prolongarse todavía lo bastante para consumar la ruina de la Patria, les da un
carácter esencialmente nocivo, y los hace por lo tanto incompatibles con el
bien de la República.”
Si
bien hoy nadie quisiera una disolución de los partidos, sin embargo, sería de
desear que toda “oposición” se limitara a las cuestiones más importantes. El
enfrentamiento político resulta siempre ocasional, coyuntural y circunstancial,
más que ideológico, más que económico, más que filosófico o religioso, aunque
no por eso menos importante. Y el rasgo está en el origen de los partidos
políticos nacionales. Los hechos que desencadenan su aparición curiosamente desaparecen
mientras ellos permanecen olímpicos y subsisten. Aunque en muchos países han
nacido de manera semejante, en otros las diferencias resultan de fondo. Entre
todas las responsabilidades que corresponden a las instituciones políticas se
encuentra la obligación extraordinaria y desatendida que consiste en comparecer
cada vez ante la ciudadanía la propia legitimidad y actualidad, el derecho a
representar a la República en su funcionamiento cívico.
Hoy,
como ayer, el país no resiste ninguna acción destinada a solo justificar
responsabilidades públicas. Solo le cabe resolver problemas, encarar
emprendimientos, imaginar vías de desarrollo y posibles fuentes de ingreso para
los ciudadanos. Para ello debe preparar a los jóvenes, ofrecer una enseñanza
pública bien diseñada, diligente y vocacional. No es posible pensar el país a
partir de un centro o fuente de poder, único y todopoderoso, político o
sindical, plenipotenciario y excluyente de toda iniciativa innovadora, de toda
ciencia, de todo arte de gobernar y educar. Hoy ya no es pensable un país
sesgado, piramidal, dividido y entronado en una fantasía que tarde o temprano
será disuelta por la realidad ineluctable. Se bloquean los partidos, los
sindicatos, la Universidad, los principales motores de ideas de que dispone el
país desde sus orígenes.
Sin
embargo, Bernardo Prudencio Berro fue señalado como idealista, un idealista que
varios historiadores caracterizan por su aporte inigualado en su época.
“Intentó ‘nacionalizar nuestros destinos’ frenando la penetración brasileña en
tierras uruguayas de la frontera […] También se opuso a la renovación de los
Tratados de 1851 con Brasil ‒que habían colocado al Uruguay en posición tan
sometida‒, granjeándose la enemistad con ese país” […] quiso implantar una
política de neutralidad en el Plata” (Nahún, 1999, 44). Su gobierno se
encuentra en la actualidad fuertemente revalorado como uno de los mejores del
siglo XIX en el Uruguay”. Introdujo el sistema de pesos y medidas
internacional, impuso la moneda nacional, prohibió la influencia de los jefes
políticos departamentales en las elecciones, logró disminuir la deuda pública,
favoreció el desarrollo de la ganadería y la agricultura, impulsó la industria
frigorífica (Maiztegui Casas, 2005, 278).
“Berro
superaba en cultura y vuelo intelectual a todos sus antecesores en la presidencia,
y habría que esperar a José Batlle y Ordóñez para encontrar una figura de su
talla en este campo” (ib., 279). Juan E. Pivel Devoto destaca un punto
importante en la concepción de Berro: su idea de la libertad. Decía: “no se le
ama por sí misma, sino por los beneficios que trae consigo” Para él “La
libertad no era un principio de especulación política, sino de aplicación
práctica y racional. Sus aplicaciones eran dirigidas a alcanzar el bienestar
material no a satisfacer principios abstractos, sin que de esto pueda inferirse
que el pueblo careciera de elevación y fuese interesado o egoísta” (Pivel
Devoto, 1966, XIV).
“La
desunión nos mata. Matemos a la desunión antes que la desunión nos mate a
nosotros. ¡Guerra a la desunión! Ese sea, y no otro nuestro reclamo, nuestro
canto guerrero, si semblante de combate se quiere dar a nuestros trabajos en
favor de la unión.” (Berro, ob. cit., 184) Esta era y puede ser hoy la consigna
si se disciernen los entretiempos, evalúan las diferencias y equilibran las
coincidencias, si se deja de remitir la historia al olvido, a la dimensión de
un pasado que, en la cruda realidad, vive entre nosotros mientras que nosotros
lo encarecemos a lo ya inexistente. No es así, pues están aquí, Berro, Flores,
Lavalle y Rosas, y se inmiscuyen en la cotidianidad política como se inmiscuyen
los más familiares y televisivos personajes de la actualidad que nos reúnen
virtualmente a todos alrededor de un televisor a la hora de los noticieros,
“porque es más fácil conservar y permanecer que innovar” (Graciela Berro, 2019,
176)
REFERENCIAS:
BARRÁN, José Pedro (1975). Apogeo y crisis del Uruguay pastoril y caudillesco, Montevideo, Banda Oriental.
BERRO, Bernardo P. (1966a). “Ideas de fusión”, en Escritos Selectos, Montevideo, Biblioteca Artigas, vol. 111.
BERRO, Graciela (2019). “BPB: claves de su pensamiento político”, en La obra de un estadista, Varios Autores, Montevideo, Ediciones de la Plaza.
COTELO, Ruben (1991). “El patriciado uruguayo de C. Real de Azúa”, en Diccionario de Literatura Uruguaya, T. III, Montevideo, Arca.
HERRERA y OBES, Manuel & BERRO, B. Prudencio (1966b). El caudillismo y la Revolución Americana. Polémica, edición y Prólogo de Juan E. Pivel Devoto, Montevideo, Biblioteca Artigas, vol. 110.
PIVEL DEVOTO, Juan E. (1966a). Prólogo a B. P. Berro, Escritos Selectos, obra citada.