En las postrimerías del siglo XVII aumentó la confianza en las facultades humanas como vía de resolución de problemas y la esperanza de que el ingenio y la ciencia fueran capaces de señalar un nuevo y promisorio camino de futuro. El pensamiento y la reflexión se apoderaron del interés que había sido hegemonizado por la fe y la religión en los períodos anteriores, aunque aquí y allá florecieran focos renovadores no carentes de precursoras anticipaciones, incluso en la Edad Media. Hacia fines del XVIII, cuando se consolidaba la primacía de esa confianza y el poder buscaba afirmarse en la ciencia, especialmente en la física, asoman algunos signos contrarios a esa antropologización de los intereses del saber y de la inteligencia.
Si había lugar para la duda, para las tesis y antítesis, para que las conjeturas pudieran acompañarse de refutaciones, en fin, para las hipótesis provisorias que como incógnitas maravillosas jugarían un papel parecido al del álgebra, no se había habilitado todavía una fuente formidable de conocimiento que conmocionaría el final del siglo XIX y el albor del XX. Se presenta en la lógica y, si ésta era el rostro o anverso de la inteligencia moderna, también se presentó en el reverso, en su cara hasta entonces oculta. Era la insondable vertiente de conocimiento que hasta el día de hoy no tiene nombre concreto, como tienen las ciencias naturales y sociales, y que sólo es posible aludir refiriendo sus propiedades.
En la lógica se ganó su lugar la conclusión sólo probable, toda proposición, cálculo, argumento que, aunque no garantizara un veredicto definitivo y confiable, al menos se aproximara a la verdad mediante el uso razonable de lo posible. Nacieron lógicas cuyas inferencias no daban ya con la verdad o la falsedad absolutas prefiriendo aproximaciones a ellas, grados de verdad o, como se dice comúnmente, verdades a medias. Se pudo crear, pues, tecnología inteligente, artefactos que resuelven por sí solos ciertos problemas que antes corrían por cuenta del hombre: el nuevo programa lógico adapta la marcha del hardware según la circunstancia. Fue una verdadera revolución en el terreno de la informática, que siguió desarrollándose de manera insospechada y que está en la base de casi toda la tecnología actual.
El mismo tipo de fenómeno se produjo más allá de la lógica y la tecnología. Remontó vuelo también en la filosofía y en las ciencias sociales e introdujo la misma innovación dando vuelta la inteligencia lógica. Descubría la otra cara hasta entonces borrosa y oculta del conocimiento: ganó terreno la intuición, el pálpito, la corazonada, el grado de certeza o el “más o menos”, y esta nueva heurística asociada al ensayo y error fue introduciéndose solapadamente en las teorías, en las concepciones del mundo y en las especulaciones acerca de las facultades cognoscitivas. Hasta llegó a invadir terrenos anejos a la ciencia experimental, allí donde no puede manipular el objeto examinado y tiene que especular mediante aproximaciones sólo probables, establecer modelos de explicación que desde el arranque puedan ser refutados. Hubo quienes celebraron este original concepto de razón ampliado, y quienes, los menos, lo lamentaron.
La modalidad ganó terreno en las nuevas filosofías, en el pensamiento en general y en los fundamentos estéticos del arte, con sus aspectos desencadenadores de debate que se aventuraron más allá de la razón, la que, como se dijo, sólo encontraba fundamento en la lógica y en la física matemática. Despertaron nuevos centros de interés que se desentendieron de toda verdad absoluta: intuición, valores, utilidad, inteligencia abarcadora de la razón, inconsciente, inmanencia y trascendencia, relación yo-tú, suspensión del juicio, realidad hipotética, hermenéutica, hasta inteligencia emocional, etcétera. El espíritu, la cultura, la circunstancia, el lenguaje, la persona, y también el signo, el símbolo, los mitos se antepusieron a la razón. Extendió sus alas una antropología fragmentada cuyo vuelo pretendía posarse en puntos, nociones o focos generadores de luz que iluminaran las incógnitas más sedicentes y misteriosas.
Si había lugar para la duda, para las tesis y antítesis, para que las conjeturas pudieran acompañarse de refutaciones, en fin, para las hipótesis provisorias que como incógnitas maravillosas jugarían un papel parecido al del álgebra, no se había habilitado todavía una fuente formidable de conocimiento que conmocionaría el final del siglo XIX y el albor del XX. Se presenta en la lógica y, si ésta era el rostro o anverso de la inteligencia moderna, también se presentó en el reverso, en su cara hasta entonces oculta. Era la insondable vertiente de conocimiento que hasta el día de hoy no tiene nombre concreto, como tienen las ciencias naturales y sociales, y que sólo es posible aludir refiriendo sus propiedades.
En la lógica se ganó su lugar la conclusión sólo probable, toda proposición, cálculo, argumento que, aunque no garantizara un veredicto definitivo y confiable, al menos se aproximara a la verdad mediante el uso razonable de lo posible. Nacieron lógicas cuyas inferencias no daban ya con la verdad o la falsedad absolutas prefiriendo aproximaciones a ellas, grados de verdad o, como se dice comúnmente, verdades a medias. Se pudo crear, pues, tecnología inteligente, artefactos que resuelven por sí solos ciertos problemas que antes corrían por cuenta del hombre: el nuevo programa lógico adapta la marcha del hardware según la circunstancia. Fue una verdadera revolución en el terreno de la informática, que siguió desarrollándose de manera insospechada y que está en la base de casi toda la tecnología actual.
El mismo tipo de fenómeno se produjo más allá de la lógica y la tecnología. Remontó vuelo también en la filosofía y en las ciencias sociales e introdujo la misma innovación dando vuelta la inteligencia lógica. Descubría la otra cara hasta entonces borrosa y oculta del conocimiento: ganó terreno la intuición, el pálpito, la corazonada, el grado de certeza o el “más o menos”, y esta nueva heurística asociada al ensayo y error fue introduciéndose solapadamente en las teorías, en las concepciones del mundo y en las especulaciones acerca de las facultades cognoscitivas. Hasta llegó a invadir terrenos anejos a la ciencia experimental, allí donde no puede manipular el objeto examinado y tiene que especular mediante aproximaciones sólo probables, establecer modelos de explicación que desde el arranque puedan ser refutados. Hubo quienes celebraron este original concepto de razón ampliado, y quienes, los menos, lo lamentaron.
La modalidad ganó terreno en las nuevas filosofías, en el pensamiento en general y en los fundamentos estéticos del arte, con sus aspectos desencadenadores de debate que se aventuraron más allá de la razón, la que, como se dijo, sólo encontraba fundamento en la lógica y en la física matemática. Despertaron nuevos centros de interés que se desentendieron de toda verdad absoluta: intuición, valores, utilidad, inteligencia abarcadora de la razón, inconsciente, inmanencia y trascendencia, relación yo-tú, suspensión del juicio, realidad hipotética, hermenéutica, hasta inteligencia emocional, etcétera. El espíritu, la cultura, la circunstancia, el lenguaje, la persona, y también el signo, el símbolo, los mitos se antepusieron a la razón. Extendió sus alas una antropología fragmentada cuyo vuelo pretendía posarse en puntos, nociones o focos generadores de luz que iluminaran las incógnitas más sedicentes y misteriosas.
UNAMUNO
Si por momentos la razón se alza en
reina de la inteligencia, también por momento abdica como sol filtrado por
nubes de fantasías y contrasentidos, esto es, de irracionalidad. Para entonces
la inteligencia se embaraza, alterada y confusa, invadida por una exclusiva congoja manifiesta a flor de piel. Una nerviosa filosofía existencial y
mundanal se pertrecha con armas de combate contra el absolutismo de la muerte,
contra su impenetrabilidad por parte de la racionalidad radical. A Unamuno
pertenece la paradoja de conducir la meditación desde lo trascendente e
intangible hacia lo inmanente y concreto, desde lo pensante a lo sintiente, de
lo sagrado a lo profano, una metafísica terrenal que Paulino Garagorri llamó
“metantrópica” por ocuparse del más allá del hombre, no sólo de la física, el
más allá de su finiquitamiento vital (Garagorri, 1985, 20). Y que es puro sufrimiento,
puro postulado, conjeturas que vacilan tanto más cuanto mayor firmeza alcanzan,
o quizá el debate que se desenvuelve solitariamente en el corazón de un
menesteroso de amistad y amor. Se inspira en la finitud y el desamparo, pero sugiere
caminos para dejar atrás las acritudes y las miserias del pensamiento y de la
vida. Promueve la fe desde la moral, y no al revés como lo hace la doctrina y el
catecismo (Unamuno, 1943, 62), y deniega toda esperanza fundada en el logos,
reservándosela a “lo ininteligible” cuya revelación es el cristianismo (ob.
cit., 69).
Se diría que
Unamuno modifica, interpretando a su manera, la tan importante innovación del
pensamiento moderno comentada: la relativización de lo racional. Se diría que
propone una filosofía revelada que no es propiamente teología sino meditación trágica
de la vicisitud humana. Puede ir más allá hasta llegar a los dominios en que la
razón, enemiga de la vida, ya no tiene facultades para dar respuestas. Lo
humano, pues, resulta de un especial sentimiento que no surge al azar ni
resulta de la emoción o de los sentimientos comunes sino de un especial sentimiento trágico de la vida. Su
consigna consiste en un susurro: vivir es querer no morir. Pero no se refiere
al miedo, al espanto que produce lo desconocido, al horror que a todo mortal
inspira la idea y aun más el pronóstico de la muerte o el “recuerda que
morirás” (momento mori) del decir latino.
Es algo que no
se siente en el cuerpo sino en el alma; un proverbio del estilo de la tragedia
ática que Unamuno extrae a partir de un dolor interno inducido más que
producido por una herida espiritual (en esto recuérdese que para Unamuno el
espíritu es también alguna clase de materia). En definitiva, una convicción que
explicaría el secreto de la vida y que está contenida en muchas de sus páginas,
textos y oratorias, pero en ningún sitio mejor que en esta cláusula: “Vivir es
darse, perpetuarse, y perpetuarse y darse es morir”. Cree que los humanos, como
los protozoarios, se dividen para procrear y continuar con la vida: “Acaso el
supremo deleite de engendrar no es sino un anticipado gustar la muerte, el
desgarramiento de la propia esencia vital. Nos unimos a otro, pero es para
partirnos…” (ob. cit., 116).
La esencia, fuerzas
y pulsiones, direcciones y sentidos, desarrollos, designios y aspiraciones que
puedan atribuirse a la naturaleza, así como las raíces profundas de la vida
consciente que en ella se hunden, esforzadamente estudiadas por los filósofos
de todas las épocas, quedan cortas ante esta otra y única: el fundamento que
gobierna la vida humana es sólo querer no
morir. El hombre de las “divagaciones más o menos científicas”, el que la
leyenda llama bípedo implume, el ξωονπολιτικόυ
de Aristóteles o animal político de Plauto y Hobbes, el contratante social de
Rousseau, el homo oeconomicus de los
manchesterianos, el homo sapiens de
Linneo, o, si se quiere, el mamífero vertical, no es el hombre al que se
refiere Miguel de Unamuno. Por el contrario, es “el hombre de carne y hueso, el
que nace, sufre y muere ‒sobre todo muere‒, el que come y bebe y juega y duerme
y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el
verdadero hermano” (ob. cit., 9). ¿Acaso esto no basta para comprender el
porqué de la resistencia a las oscilaciones de la razón, a las teorizaciones y
especulaciones, experimentaciones y conceptualizaciones del saber humano, resistencia
que define el pensamiento del escritor y pensador vasco?
La vida
resulta del ansia de no querer morir. Para Unamuno, como observa Paulino
Garagorri, en el no querer morir permanece todo el afán humano de conocer y se
funda la misma filosofía Garagorri, ob. cit., 20). Si la de Unamuno puede llamarse
filosofía, o cabe llamar así a su alocución firme y abierta, a la vez vieja y
nueva, que parece prodigio filológico o teológico, entonces salta un correlato
parecido en lo poético a su sentir hondo y profundo: Antonio Machado. Este contemporáneo
español, heterodoxo en el pensar, cristalino en el sentir y virtuoso en el crear,
vino para encarnar una idea, como hubiera querido decir Emilio Oribe. No a
justificar la verdad de un argumento ni la inevitabilidad de una mezcla
química; eso sería exceso racionalista. Machado seguirá la pista de la
evolución creadora y del intuicionismo bergsoniano:
Poesía,
cosa cordial.
¿Constructora?
‒No
hay cimiento
ni
en el alma ni el viento‒.
Bogadora,
marinera,
hacia
la mar sin ribera.
Enrique
Bergson: Los datos
inmediatos
de la conciencia.
¿Esto
es
otro
embeleco francés?
Este
Bergson es un tuno;
¿verdad,
maestro Unamuno?
Bergson
no da como aquel
Immanuel
el
volatín inmortal;
este
endiablado judío
ha
hallado el libre albedrío
dentro
de su mechinal.
No
está mal;
cada
sabio, su problema,
y
cada loco su tema.
Algo
importa
que
en la vida mala y corta
que
llevamos
libres
o siervos seamos;
mas,
si vamos
a
la mar,
lo
mismo nos han de dar. (Machado, 1985, 206.)
Según Machado “Vivimos en un
mundo esencialmente apócrifo, en un cosmos o poema de nuestro pensar, ordenado
o construido todo él sobre supuestos indemostrables, postulados de nuestra
razón, que llaman principios de la lógica, los cuales, reducidos al principio
de identidad que los resume y reasume a todos, constituyen un solo y magnífico
supuesto: el que afirma que todas las cosas, por el mero hecho de ser pensadas,
permanecen inmutables, ancladas, por decirlo así, en el río de Heráclito. Lo
apócrifo de nuestro mundo se prueba por la existencia de la lógica, por la necesidad
de poner el pensamiento de acuerdo consigo mismo, de forzarlo, en cierto modo,
a que sólo vea lo supuesto o puesto
por él, con exclusión de todo lo demás.” (Machado, 1968, 104.)
Unamuno suscribe esta reflexión
de una manera que responde hartamente a su particular estilo: “Ni el
sentimiento logra hacer del consuelo verdad, ni la razón logra hacer de la
verdad consuelo”. Aunque agrega: “pero esta segunda, la razón, procediendo
sobre la verdad misma, sobre el concepto mismo de realidad, logra hundirse en
un profundo escepticismo”. Llega a sugerir la inversión de todo lo que se ha
dicho sobre la verdad: “los hombres, mientras creen que buscan la verdad por
ella misma, buscan de hecho la vida en la verdad” (Unamuno, 1943, 27). Ahora
bien, del encuentro entre “el escepticismo racional” y la “desesperación
sentimental” surge “una base ‒¡terrible base!‒ de consuelo” (ob. cit., 93). Intitula
la misma filosofía de Espinoza, no como una filosofía de la resignación, que ya
sería mucho, sino como una filosofía de la desesperación (ob. cit., 34). ¿Cómo
es esto?
EL ESPÍRITU TAMBIÉN ES MATERIA
Lo real es para Hegel (“todo lo real es racional y todo lo
racional es real”) lo que en Unamuno es lo vital, pero al revés: “todo lo vital
es irracional, y todo lo racional es anti-vital” (ob. cit., 81). En esta
estocada a la Ilustración hay una nota existencial cercana a Jasper y a Buber, un
personalismo a lo Mounier y un idealismo objetivista que busca transmutar el
materialismo en espiritualidad comprometida con lo sensible. En ella Unamuno carga
hábilmente el círculo hermenéutico: no
se le comprendería sin la filosofía toda, pero ésta quedaría incompleta sin su
máxima (la parte se explica por el todo y éste por aquélla o, si se prefiere,
lo propio se explica por lo ajeno, y viceversa). “¿Materialismo decís? ‒pregunta‒
Sin duda; pero es que nuestro espíritu es también alguna especie de materia o
no es nada” (ob. cit., 46). Sin abandonar la postura del hombre de fe, el compromiso
con lo material es no sólo empeño por procurarse el sustento; es “lucha por
sobrevivir”, pero y todavía, querer permanecer “en la memoria divina” (ob.
cit., 53). Sólo tiene un nombre: “hambre de inmortalidad” (ob. cit., 55). Aquí
Unamuno y el catolicismo se hacen uno de acuerdo a la creencia en la
inmortalidad del alma. No sería exacto suponer que se trata de la existencia en
el más allá de la muerte, a secas, en la esencia espiritual separada del
cuerpo. Para Unamuno no hay una frontera precisa entre cuerpo y alma, entre la
materialidad de uno y la inmaterialidad de la otra.
El Dios cristiano empezó siendo
el dios del pueblo de Israel y de las batallas, celoso y reclamante de culto
para sí solo, por lo que el monocultismo inculcó el monoteísmo. Un proceso histórico
y judaico que se mezcló con otro proceso espiritual y helénico: el
descubrimiento de la muerte. Este descubrimiento provocó hambre de inmortalidad,
y es así como nace la fe en la continuación de la vida de las almas más allá de
la muerte (ob. cit., 57). “Así, cada uno por su lado, judíos y griegos,
llegaron al verdadero descubrimiento de la muerte, que es el que hace entrar a
los pueblos, como a los hombres, en la pubertad espiritual, la del sentimiento
trágico de la vida, que es cuando engendra la humanidad al Dios vivo. El
descubrimiento de la muerte es el que nos revela a Dios, y la muerte del hombre
perfecto, del Cristo, fue la suprema revelación de la muerte, la del hombre que
no debía morir y murió.” (ob. cit. 58.)
Se aprecia la serie argumental
por la que Unamuno infiere la noción de una inmortalidad tocada por su propia
concepción, aunque impregnada de fe católica. Es en el apóstol Pablo en quien
encuentra la idea sobresaliente en su sistema: “el dogma central para el
Apóstol convertido fue el de la resurrección del Cristo; lo importante para él
era que el Cristo se hubiese hecho hombre y hubiese muerto y resucitado, y no
lo que hizo en vida; no su obra moral y pedagógica, sino su obra religiosa y
eternizadora.” No puede haber, pues, un cristiano que no crea en esa
resurrección carnal a la que apunta Pablo y de la cual surge toda la
cristología y la garantía de resurrección e inmortalidad para cada creyente. Se
deduce así la unidad inseparable de cuerpo y alma contraria a toda aniquilación
del primero para que la segunda regrese no se sabe cómo ni reencarnada en
quién.
La
vida no se sintió segura de sí misma y buscó racionalizarse con el aporte de
los teólogos lógicos, como Tomás de Aquino (ob. cit., 69), tildado de
“monumento de la teología”, que profesó
“pura abogacía” fundada en una falacia que se resume así: “Yo no
comprendo este hecho sino dándole una explicación; es así que tengo que
comprenderlo, luego ésta tiene que ser su explicación”, con este agregado: “La
verdadera ciencia enseña, ante todo, a dudar y a ignorar; la abogacía ni duda
ni cree que ignora. Necesita de una solución.” (ob. cit., 83) La teología
tomista no consiguió lo que buscaba y el racionalismo no resolvió el problema.
¿Se ha terminado alguna vez con el dilema entre materialismo e idealismo?
Es posible al
menos disolverlo, volverlo una nada indeterminada. Es así que el “maestro
Unamuno” regala a la posteridad una de las observaciones más notables,
paradójicamente racionales, de las más hondamente sencillas y sintéticas que
puedan encontrarse en la historia del debate. Dice: “como no sabemos más lo que
sea la materia que el espíritu, y como eso de la materia no es para nosotros
más que una idea, el materialismo es idealismo” (ob. cit., 73). Disuelta la
dicotomía que ha hecho transpirar a los sabios de todas las épocas, Unamuno
reanuda la marcha sin entrar en detalles, los que pudieran legitimar al
materialismo objetivista como un sistema de ideas, nada más que de ideas e,
incluso, enriquecer el sistema de las ciencias. ¿Hay alguna noción empírica,
confirmación experimental, observación sensible que no sea al fin una idea? “De
hecho y para nuestro problema ‒el
más vital, el único de veras vital‒, lo mismo da decir que todo es materia como
que es todo idea, o todo fuerza o lo que se quiera”.
DUDA Y PASIÓN
Por sobre el pensamiento de Unamuno sobrevuela el espanto de
que toda certeza baile finalmente en la cuerda floja de la duda. Hay lugar a la
duda del conocimiento, del saber sistemático, de la filosofía y la ciencia,
pero no la hay en la sola existencia, en quien vive y camina hacia la muerte.
Los anales de la historia no registran esta existencia concreta y material que
configura la intrahistoria, invisible,
anónima, mundana y cotidiana (concepto con
el que se refiere a todo lo importante del quehacer humano que no queda
registrado en la historia oficial): “Todo lo que cuentan a diario los
periódicos, la historia toda del ‘presente momento histórico’, no es sino la
superficie del mar, una superficie que se hiela y cristaliza en los libros y
registros, y una vez cristalizada así, una capa dura, no mayor con respecto a
la vida intrahistórica que esta pobre corteza en que vivimos con relación al
inmenso foco ardiente que lleva dentro. Los periódicos nada dicen de la vida
silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y
en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus
campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor
que, como la de las madréporas suboceánicas, echa las bases sobre que se alzan
los islotes de la Historia.” (Unamuno, 2005, 17.)
Se puede
estudiar filosofía para saber acerca de ella, para enterarse de qué pensaban
los filósofos, pero también para saber qué pensamos nosotros, qué concluimos
acerca de los problemas que nos interrogan. Porque en general pensamos de
acuerdo a estereotipos venidos de aquí y allá, una pálida imagen de
pensamientos que nos pueden parecer adecuados o no, falsos o verdaderos,
auténticos o apócrifos. No sabemos qué pensamos porque es imposible tocar
ningún asunto que no haya sido tocado ya, estudiado, desmenuzado, debatido y
publicado, de modo que lo que se cree que pensamos puede ser uno de esos
estereotipos. Depende de si se quiere hacer de la filosofía entretenimiento,
profesión, ayuda de fondo, expediente para conocerse a sí mismo o para conocer a
los demás, etcétera. Pero si se quiere pensar seriamente, digamos
profesionalmente, es necesario primero saber
qué sabe uno. La filosofía permite apreciar las múltiples habilidades que
aplica la inteligencia ante la múltiple variedad de los problemas que más
despiertan el interés de los hombres.
Todo indica
que Unamuno puso un gran empeño en descubrir lo más entrañable de su propio
pensamiento, inmerso y esculpido en los libros, pero con parejo fervor a través
de la febril actividad de su desempeño vital. Requerimientos familiares, obligaciones
económicas, llamamientos vocacionales, compromisos sociales y demandas de
amigos y de la colectividad que lo respetaban y solicitaban permanentemente le
apuró a reorganizar una y otra vez sus ideas, desde los inicios un poco
dispersas y sin rumbo fijo. Cultivó la poesía, la novela (con narraciones que
llamaba nivolas, entre las más
conocidas Niebla y La tía Tula), el periodismo, el ensayo,
la pedagogía, la teología, la moral, la filosofía, el estudio del vasco
realizado sin entusiasmo porque prefirió y defendió el español como lengua
inmejorable frente al vascuence. Unamuno no se agota en esta labor intelectual,
ya de por sí atareadísima, y fue un verdadero líder como activista político en
Bilbao y como pedagogo en Salamanca, además de ser un integrante del laicado católico,
condición que no le impidió formularle severos reparos a la Iglesia, a la cual
reprocha haber abandonado al pueblo.
Vivió la época
de las guerras carlistas por la posesión del trono de España y eran los tiempos
en que también se libraba la batalla del fuerismo, un problema de autonomías
provinciales que se constituyó en una suerte de ideología local. Enfrentó al
nacionalismo vasco en defensa de la unidad de España y se opuso al dictador
Primo de Rivera, que en 1924 lo destituyó del cargo de vicerrector por lo que marchó
desterrado a la isla de Fuerteventura y luego a Francia (el cargo le es
devuelto en 1930). Hacia el final de su vida y después de que en 1936 apoyara al
Frente Popular y a la República, en la que encontró motivos de críticas muy duras,
en una posición de indiferencia y tristeza murió el mismo año.
CREEMOS PORQUE
ESPERAMOS
Lo más innovador o acaso más
conocido de su obra se encuentra en el ensayo, un género que él inaugura en su
tierra y que le permitió encontrar, con un lenguaje propio, coloquial, cargado
de contenido interlineal y de riquísimas sugerencias, aquello que con la mayor
honestidad pensaba, gustara o no, estuviera o no a la moda, molestara o
inquietara (no pocas veces cambió de posición de la noche a la mañana). “En
España había crítica literaria, historia filosofía, ciencia de segunda o
tercera mano y, por supuesto, política, pero no un género que las mezclase
todas en aparente confusión.” (Juaristi, 2012, 236.) El periodismo le sirve
para publicar su pensamiento político y social, que transita un esporádico socialismo,
abandonado enseguida: “Fui uno de aquellos que deseaban salvar la humanidad sin
conocer el hombre” (Juaristi, ob. cit., 422). Por el ensayo hace conocer su
descubrimiento, la antipatía por los efectos secundarios de la racionalidad
humana; ese género le pareció el más ágil, sin complicaciones teóricas ni
molestas obligaciones académicas, para llegar a un público que terminó
resultando heterogéneo.
La solución al
dilema para Unamuno no admite medias tintas, como podría esperarse después de
que hablara de encuentro entre racionalidad y sentimiento (también opone
racionalidad y voluntad). De parte del sentimiento no valen arreglos ni
fórmulas mediadoras. “El sentimiento no transige con términos medios.” Y de
parte de la racionalidad, del escepticismo basado en la duda cartesiana, ¿qué
puede decirse? Se trata de una duda cómica, dice Unamuno, “una duda puramente
provisional, es decir, la duda de uno que hace como que duda sin dudar”.
Descartes se desentendió de todo lo que no le parecía ser lo que es, de los
prejuicios e ideas recibidas, para “reformar sus propios pensamientos y
edificar sobre un cimiento suyo propio”, dice con las mismas palabras del
francés. Quiso construir una nueva casa, pero, mientras tanto “se formó una
moral provisional cuya primera ley era obedecer las costumbres de su país y
retener constantemente la religión en que Dios le hizo la gracia de que se
hubiese instruido desde su infancia, gobernándose en todo según las opiniones
más moderadas” (Unamuno, 1943, 95). La casa nueva quedó sin construir.
La duda de
Descartes no obsede a Unamuno ni la moral provisional era la que quería para sí
quien como nadie actuaba como pensaba. No hay moral provisional que valga, pues
la duda de que habla Unamuno “tiene que fundar su moral […] sobre el conflicto mismo, una moral de batalla, y
tiene que fundar sobre sí misma la religión”. En esto nada tiene que hacer la
razón, puesto que “no toma posición alguna” en el problema. “La razón, lo que
llamamos tal, el conocimiento reflejo y reflexivo, el que distingue al hombre,
es un producto social” (ob. cit., 29). Le molesta que niegue la inmortalidad del
alma y aun más que desconozca el problema “tal como el deseo vital nos lo
presenta” (ob. cit., 96). No se trata de elegir los problemas de entre una
lista preparada por la academia filosófica; se trata de dar respuesta a las
inquietudes que saltan espontánea y libremente en la conciencia de cada persona.
La cuestión no es entre la razón y la voluntad o, como prefiere decir las más
de las veces, entre la duda y la pasión. Elige la pasión, por lo que Unamuno,
según Julián Marías, está inmerso en el irracionalismo:
“Como Kierkegaard, como William James, como Bergson, cree que la razón no sirve
para conocer la vida; que al intentar aprehenderla en conceptos fijos y rígidos
la despoja de su fluidez temporal, la mata.” (Marías, 1978, 380.)
Pero,
veamos, ¿resuelve el problema Miguel de Unamuno? Por más que se procure dar con
aquello que todo lector espera, la solución no aparecerá, esa solución que los
problemas esconden y que se corona en un “lo que queríamos demostrar”. Sin
embargo, y como suele ocurrir en las obras de los grandes escritores, las
palabras se van imantando en torno a un significado prodigioso, modelando
nuevos sentidos, extrañas nociones y conceptos simples que cobran una
complejidad insospechada pero que enseguida se vuelve esclarecedora. Trasplanta
a la dimensión del sentimiento las cosas que la psicología y la ciencia tratan
en la de la razón. Empezando por ese “algo de trágicamente destructivo en el
fondo del amor”, la unión sexual que no es más que una lucha “por un tercero,
aun sin vida” y que en su fervor dejan libre el egoísmo mutuo. Cada uno de los
amantes busca poseer al otro, es decir, perpetuarse sin siquiera proponérselo
ni pensarlo, en un acto de avaricia (Unamuno, 1943, 116). Ahora bien, ¿Qué es
lo que perpetúan al fin?
Es
“la carne de dolor, es el dolor, es la muerte. El amor es hermano, hijo y a la
vez padre de la muerte, que es su hermana, su madre y su hija. Y así es que hay
en la hondura del amor una hondura de eterno desesperarse, de la cual brotan la
esperanza y el consuelo. Porque de este amor carnal y primitivo de que vengo
hablando, de este amor de todo el cuerpo con sus sentidos, que es el origen
animal de la sociedad humana, de este enamoramiento surge el amor espiritual y
doloroso” (ob. cit., 117). “Los amantes no llegan a amarse con dejación de sí
mismos, con verdadera fusión de sus almas, y no ya de sus cuerpos, sino luego
que el mazo poderoso del dolor ha triturado sus corazones […] sólo se aman con amor
espiritual cuando han sufrido juntos un mismo dolor”.
En esta
evidencia trágica apoya Unamuno su tesis en defensa de la pasión ante la
racionalidad, que no rechaza y reserva para solucionar otra clase de problemas.
La razón conduce a la aflicción; la fe al vivir. Pero la fe no es creer en lo que no vemos sino crear lo que no vemos: esta es la base
de la esperanza, subordinada a la fe: “no es que esperamos porque creemos, sino
más bien que creemos porque esperamos” (ob. cit., 157). “Creemos lo que
esperamos” (ob. cit., 168). De estos axiomas asoma con claridad su punto de
vista ante la religión y la muerte, dándoles un espaldarazo. A la religión,
porque asigna a la fe un fin activo, animoso, esforzado y no de inacción o arrobamiento.
A la muerte, porque, más allá de sus ideas acerca de la inmortalidad del alma,
la trae del lado de acá, del lado de la vida, arrancándola de lo desconocido y
tenebroso. Elevándola a una jerarquía de vitalidad y encadenamiento, de
perpetuación y esperanza, ensambla en un sólo sentido el dolor, la razón y la
existencia. Se podría decir que en esta doble operación Unamuno da una
respuesta al famoso pecado primigenio y concibe cómo se da con la redención,
para decirlo como a él le gustaría (dígase de paso que cree en Dios de una
manera semejante a como cree en todo lo demás, cuando tiene que creer: “Creer
en Dios es, en primera instancia, y como veremos, querer que haya Dios, no
poder vivir sin Él” ‒ob.
cit., 143).
En síntesis, da
una respuesta al problema de la vida en tanto disuelve el dilema de la muerte,
morigerando de paso entre la duda y la pasión, la razón y el sentimiento.
Miguel de Unamuno y Jugo
nació el 29 de setiembre de 1864 en Bilbao. Niño algo travieso y camorrista,
concurrió al Colegio San Nicolás e hizo su bachillerato en el Instituto de
Vizcaya con pobre rendimiento. Aunque se interesó por la filología y la lógica,
no tuvo mucha afición por la lectura. A los seis años quedó huérfano de padre y
a los diez vivió el horror de las avanzadas carlistas, que sitiaron y
bombardearon la ciudad. En 1883 se recibió de licenciado en Filosofía y Letras en
la Universidad de Madrid y ejerció el periodismo y la docencia. Se formó bajo
la impronta del positivismo y el socialismo, pero los abandonó en busca de un
espiritualismo fundado en la fe, que profesó a su manera, rebelde e iconoclasta.
Se interesó por la palabra viva y alguna vez dijo que prefería los libros que
hablan como los hombres a los hombres que hablan como los libros. En lo vivo
está la pasión, y es ésta la que se ocupa de entender la vida y revelar su
sentido; la razón la congela y la mata. El dilema “se vive o se comprende” resulta
de la oposición que encuentra en sus lecturas de Carlyle y Spencer y le condujo
a valorar la pasión sobre la razón. Se casó con Concepción Lizárraga, a quien
conocía desde niño, tuvo nueve hijos, pero uno murió a los cinco años. En 1901 es
rector de la Universidad de Salamanca, cargo que debió abandonar en 1914 por su
oposición a Alfonso XIII y, en 1920, decano de la Facultad de Filosofía y
Letras, del que es destituido por el dictador Primo de Rivera y desterrado a
una isla de las Canarias (se le restituye en 1930). En 1936, año crucial para
su país, viejo ya y enfermo, pronuncia un discurso en el que ataca a los dos
bandos protagonistas de la guerra civil española. Viejo y enfermo, retirado o
preso en su domicilio, murió ese mismo año, poco después del asesinato de
Federico García Lorca. Sus contemporáneos más famosos: Pérez Galdós, Antonio
Machado, Azorín, Pío Baroja, Valle Inclán, Maeztu y otros. Suele incluírsele en
la generación del 98, año que marca el desastre español en Cuba, pero Ortega y
Gasset lo ubica antes, junto a Ángel Ganivet. De su vasta obra se destaca En torno al casticismo (1895), Vida de Don Quijote y Sancho (1905), Recuerdos de niñez y mocedad (1908), Contra esto y aquello (1912), Del sentimiento trágico de la vida (1913),
La agonía del cristianismo (1931); escribió
novelas, poesías y obras de teatro, cultivó el periodismo, y se han publicado
obras autobiográficas, su epistolario y un diario íntimo publicado póstumamente.
REFERENCIAS
GARAGORRI, Paulino, (1985). “Unamuno,
el filósofo a su pesar”, en La filosofía
española en el siglo XX. Unamuno, Ortega, Zubiri”, Madrid, Alianza.
JUARISTI, Jon, (2012). Miguel de Unamuno, Madrid, Taurus.
MACHADO, Antonio, (1968). Juan de Mairena I, Buenos Aires, Losada.
MACHADO, Antonio, (1985). Poesías completas, “Poema de un día” (“Campos
de Castilla”), Madrid, Espasa Calpe.
MARÍAS, Julián (1978). Historia de la filosofía, Madrid, Biblioteca de la Revista de
Occidente.
UNAMUNO, Miguel de, (1943). Del sentimiento trágico de la vida,
Buenos Aires, Espasa-Calpe.
UNAMUNO, Miguel de, (2005). En torno al casticismo, Madrid, Cátedra.