G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: mayo 2019

domingo, 19 de mayo de 2019

MIGUEL DE UNAMUNO Y LAS MUDANZAS DE LA RAZÓN


En las postrimerías del siglo XVII aumentó la confianza en las facultades humanas como vía de resolución de problemas y la esperanza de que el ingenio y la ciencia fueran capaces de señalar un nuevo y promisorio camino de futuro. El pensamiento y la reflexión se apoderaron del interés que había sido hegemonizado por la fe y la religión en los períodos anteriores, aunque aquí y allá florecieran focos renovadores no carentes de precursoras anticipaciones, incluso en la Edad Media. Hacia fines del XVIII, cuando se consolidaba la primacía de esa confianza y el poder buscaba afirmarse en la ciencia, especialmente en la física, asoman algunos signos contrarios a esa antropologización de los intereses del saber y de la inteligencia.


Si había lugar para la duda, para las tesis y antítesis, para que las conjeturas pudieran acompañarse de refutaciones, en fin, para las hipótesis provisorias que como incógnitas maravillosas jugarían un papel parecido al del álgebra, no se había habilitado todavía una fuente formidable de conocimiento que conmocionaría el final del siglo XIX y el albor del XX. Se presenta en la lógica y, si ésta era el rostro o anverso de la inteligencia moderna, también se presentó en el reverso, en su cara hasta entonces oculta. Era la insondable vertiente de conocimiento que hasta el día de hoy no tiene nombre concreto, como tienen las ciencias naturales y sociales, y que sólo es posible aludir refiriendo sus propiedades.

En la lógica se ganó su lugar la conclusión sólo probable, toda proposición, cálculo, argumento que, aunque no garantizara un veredicto definitivo y confiable, al menos se aproximara a la verdad mediante el uso razonable de lo posible. Nacieron lógicas cuyas inferencias no daban ya con la verdad o la falsedad absolutas prefiriendo aproximaciones a ellas, grados de verdad o, como se dice comúnmente, verdades a medias. Se pudo crear, pues, tecnología inteligente, artefactos que resuelven por sí solos ciertos problemas que antes corrían por cuenta del hombre: el nuevo programa lógico adapta la marcha del hardware según la circunstancia. Fue una verdadera revolución en el terreno de la informática, que siguió desarrollándose de manera insospechada y que está en la base de casi toda la tecnología actual.
El mismo tipo de fenómeno se produjo más allá de la lógica y la tecnología. Remontó vuelo también en la filosofía y en las ciencias sociales e introdujo la misma innovación dando vuelta la inteligencia lógica. Descubría la otra cara hasta entonces borrosa y oculta del conocimiento: ganó terreno la intuición, el pálpito, la corazonada, el grado de certeza o el “más o menos”, y esta nueva heurística asociada al ensayo y error fue introduciéndose solapadamente en las teorías, en las concepciones del mundo y en las especulaciones acerca de las facultades cognoscitivas. Hasta llegó a invadir terrenos anejos a la ciencia experimental, allí donde no puede manipular el objeto examinado y tiene que especular mediante aproximaciones sólo probables, establecer modelos de explicación que desde el arranque puedan ser refutados. Hubo quienes celebraron este original concepto de razón ampliado, y quienes, los menos, lo lamentaron.
La modalidad ganó terreno en las nuevas filosofías, en el pensamiento en general y en los fundamentos estéticos del arte, con sus aspectos desencadenadores de debate que se aventuraron más allá de la razón, la que, como se dijo, sólo encontraba fundamento en la lógica y en la física matemática. Despertaron nuevos centros de interés que se desentendieron de toda verdad absoluta: intuición, valores, utilidad, inteligencia abarcadora de la razón, inconsciente, inmanencia y trascendencia, relación yo-tú, suspensión del juicio, realidad hipotética, hermenéutica, hasta inteligencia emocional, etcétera. El espíritu, la cultura, la circunstancia, el lenguaje, la persona, y también el signo, el símbolo, los mitos se antepusieron a la razón. Extendió sus alas una antropología fragmentada cuyo vuelo pretendía posarse en puntos, nociones o focos generadores de luz que iluminaran las incógnitas más sedicentes y misteriosas.

UNAMUNO

Si por momentos la razón se alza en reina de la inteligencia, también por momento abdica como sol filtrado por nubes de fantasías y contrasentidos, esto es, de irracionalidad. Para entonces la inteligencia se embaraza, alterada y confusa, invadida por una exclusiva congoja manifiesta a flor de piel. Una nerviosa filosofía existencial y mundanal se pertrecha con armas de combate contra el absolutismo de la muerte, contra su impenetrabilidad por parte de la racionalidad radical. A Unamuno pertenece la paradoja de conducir la meditación desde lo trascendente e intangible hacia lo inmanente y concreto, desde lo pensante a lo sintiente, de lo sagrado a lo profano, una metafísica terrenal que Paulino Garagorri llamó “metantrópica” por ocuparse del más allá del hombre, no sólo de la física, el más allá de su finiquitamiento vital (Garagorri, 1985, 20). Y que es puro sufrimiento, puro postulado, conjeturas que vacilan tanto más cuanto mayor firmeza alcanzan, o quizá el debate que se desenvuelve solitariamente en el corazón de un menesteroso de amistad y amor. Se inspira en la finitud y el desamparo, pero sugiere caminos para dejar atrás las acritudes y las miserias del pensamiento y de la vida. Promueve la fe desde la moral, y no al revés como lo hace la doctrina y el catecismo (Unamuno, 1943, 62), y deniega toda esperanza fundada en el logos, reservándosela a “lo ininteligible” cuya revelación es el cristianismo (ob. cit., 69).
Se diría que Unamuno modifica, interpretando a su manera, la tan importante innovación del pensamiento moderno comentada: la relativización de lo racional. Se diría que propone una filosofía revelada que no es propiamente teología sino meditación trágica de la vicisitud humana. Puede ir más allá hasta llegar a los dominios en que la razón, enemiga de la vida, ya no tiene facultades para dar respuestas. Lo humano, pues, resulta de un especial sentimiento que no surge al azar ni resulta de la emoción o de los sentimientos comunes sino de un especial sentimiento trágico de la vida. Su consigna consiste en un susurro: vivir es querer no morir. Pero no se refiere al miedo, al espanto que produce lo desconocido, al horror que a todo mortal inspira la idea y aun más el pronóstico de la muerte o el “recuerda que morirás” (momento mori) del decir latino.
Es algo que no se siente en el cuerpo sino en el alma; un proverbio del estilo de la tragedia ática que Unamuno extrae a partir de un dolor interno inducido más que producido por una herida espiritual (en esto recuérdese que para Unamuno el espíritu es también alguna clase de materia). En definitiva, una convicción que explicaría el secreto de la vida y que está contenida en muchas de sus páginas, textos y oratorias, pero en ningún sitio mejor que en esta cláusula: “Vivir es darse, perpetuarse, y perpetuarse y darse es morir”. Cree que los humanos, como los protozoarios, se dividen para procrear y continuar con la vida: “Acaso el supremo deleite de engendrar no es sino un anticipado gustar la muerte, el desgarramiento de la propia esencia vital. Nos unimos a otro, pero es para partirnos…” (ob. cit., 116).
La esencia, fuerzas y pulsiones, direcciones y sentidos, desarrollos, designios y aspiraciones que puedan atribuirse a la naturaleza, así como las raíces profundas de la vida consciente que en ella se hunden, esforzadamente estudiadas por los filósofos de todas las épocas, quedan cortas ante esta otra y única: el fundamento que gobierna la vida humana es sólo querer no morir. El hombre de las “divagaciones más o menos científicas”, el que la leyenda llama bípedo implume, el ξωονπολιτικόυ de Aristóteles o animal político de Plauto y Hobbes, el contratante social de Rousseau, el homo oeconomicus de los manchesterianos, el homo sapiens de Linneo, o, si se quiere, el mamífero vertical, no es el hombre al que se refiere Miguel de Unamuno. Por el contrario, es “el hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere ‒sobre todo muere‒, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano” (ob. cit., 9). ¿Acaso esto no basta para comprender el porqué de la resistencia a las oscilaciones de la razón, a las teorizaciones y especulaciones, experimentaciones y conceptualizaciones del saber humano, resistencia que define el pensamiento del escritor y pensador vasco?
            La vida resulta del ansia de no querer morir. Para Unamuno, como observa Paulino Garagorri, en el no querer morir permanece todo el afán humano de conocer y se funda la misma filosofía Garagorri, ob. cit., 20). Si la de Unamuno puede llamarse filosofía, o cabe llamar así a su alocución firme y abierta, a la vez vieja y nueva, que parece prodigio filológico o teológico, entonces salta un correlato parecido en lo poético a su sentir hondo y profundo: Antonio Machado. Este contemporáneo español, heterodoxo en el pensar, cristalino en el sentir y virtuoso en el crear, vino para encarnar una idea, como hubiera querido decir Emilio Oribe. No a justificar la verdad de un argumento ni la inevitabilidad de una mezcla química; eso sería exceso racionalista. Machado seguirá la pista de la evolución creadora y del intuicionismo bergsoniano:



Poesía, cosa cordial.
¿Constructora?
‒No hay cimiento
ni en el alma ni el viento‒.
Bogadora,
marinera,
hacia la mar sin ribera.
Enrique Bergson: Los datos
inmediatos
de la conciencia.
¿Esto es
otro embeleco francés?
Este Bergson es un tuno;
¿verdad, maestro Unamuno?
Bergson no da como aquel
Immanuel
el volatín inmortal;
este endiablado judío
ha hallado el libre albedrío
dentro de su mechinal.
No está mal;
cada sabio, su problema,
y cada loco su tema.
Algo importa
que en la vida mala y corta
que llevamos
libres o siervos seamos;
mas, si vamos
a la mar,
lo mismo nos han de dar. (Machado, 1985, 206.)



Según Machado “Vivimos en un mundo esencialmente apócrifo, en un cosmos o poema de nuestro pensar, ordenado o construido todo él sobre supuestos indemostrables, postulados de nuestra razón, que llaman principios de la lógica, los cuales, reducidos al principio de identidad que los resume y reasume a todos, constituyen un solo y magnífico supuesto: el que afirma que todas las cosas, por el mero hecho de ser pensadas, permanecen inmutables, ancladas, por decirlo así, en el río de Heráclito. Lo apócrifo de nuestro mundo se prueba por la existencia de la lógica, por la necesidad de poner el pensamiento de acuerdo consigo mismo, de forzarlo, en cierto modo, a que sólo vea lo supuesto o puesto por él, con exclusión de todo lo demás.” (Machado, 1968, 104.)
Unamuno suscribe esta reflexión de una manera que responde hartamente a su particular estilo: “Ni el sentimiento logra hacer del consuelo verdad, ni la razón logra hacer de la verdad consuelo”. Aunque agrega: “pero esta segunda, la razón, procediendo sobre la verdad misma, sobre el concepto mismo de realidad, logra hundirse en un profundo escepticismo”. Llega a sugerir la inversión de todo lo que se ha dicho sobre la verdad: “los hombres, mientras creen que buscan la verdad por ella misma, buscan de hecho la vida en la verdad” (Unamuno, 1943, 27). Ahora bien, del encuentro entre “el escepticismo racional” y la “desesperación sentimental” surge “una base ‒¡terrible base!‒ de consuelo” (ob. cit., 93). Intitula la misma filosofía de Espinoza, no como una filosofía de la resignación, que ya sería mucho, sino como una filosofía de la desesperación (ob. cit., 34). ¿Cómo es esto?

EL ESPÍRITU TAMBIÉN ES MATERIA

Lo real es para Hegel (“todo lo real es racional y todo lo racional es real”) lo que en Unamuno es lo vital, pero al revés: “todo lo vital es irracional, y todo lo racional es anti-vital” (ob. cit., 81). En esta estocada a la Ilustración hay una nota existencial cercana a Jasper y a Buber, un personalismo a lo Mounier y un idealismo objetivista que busca transmutar el materialismo en espiritualidad comprometida con lo sensible. En ella Unamuno carga hábilmente el círculo hermenéutico: no se le comprendería sin la filosofía toda, pero ésta quedaría incompleta sin su máxima (la parte se explica por el todo y éste por aquélla o, si se prefiere, lo propio se explica por lo ajeno, y viceversa). “¿Materialismo decís? ‒pregunta‒ Sin duda; pero es que nuestro espíritu es también alguna especie de materia o no es nada” (ob. cit., 46). Sin abandonar la postura del hombre de fe, el compromiso con lo material es no sólo empeño por procurarse el sustento; es “lucha por sobrevivir”, pero y todavía, querer permanecer “en la memoria divina” (ob. cit., 53). Sólo tiene un nombre: “hambre de inmortalidad” (ob. cit., 55). Aquí Unamuno y el catolicismo se hacen uno de acuerdo a la creencia en la inmortalidad del alma. No sería exacto suponer que se trata de la existencia en el más allá de la muerte, a secas, en la esencia espiritual separada del cuerpo. Para Unamuno no hay una frontera precisa entre cuerpo y alma, entre la materialidad de uno y la inmaterialidad de la otra.
El Dios cristiano empezó siendo el dios del pueblo de Israel y de las batallas, celoso y reclamante de culto para sí solo, por lo que el monocultismo inculcó el monoteísmo. Un proceso histórico y judaico que se mezcló con otro proceso espiritual y helénico: el descubrimiento de la muerte. Este descubrimiento provocó hambre de inmortalidad, y es así como nace la fe en la continuación de la vida de las almas más allá de la muerte (ob. cit., 57). “Así, cada uno por su lado, judíos y griegos, llegaron al verdadero descubrimiento de la muerte, que es el que hace entrar a los pueblos, como a los hombres, en la pubertad espiritual, la del sentimiento trágico de la vida, que es cuando engendra la humanidad al Dios vivo. El descubrimiento de la muerte es el que nos revela a Dios, y la muerte del hombre perfecto, del Cristo, fue la suprema revelación de la muerte, la del hombre que no debía morir y murió.” (ob. cit. 58.)
Se aprecia la serie argumental por la que Unamuno infiere la noción de una inmortalidad tocada por su propia concepción, aunque impregnada de fe católica. Es en el apóstol Pablo en quien encuentra la idea sobresaliente en su sistema: “el dogma central para el Apóstol convertido fue el de la resurrección del Cristo; lo importante para él era que el Cristo se hubiese hecho hombre y hubiese muerto y resucitado, y no lo que hizo en vida; no su obra moral y pedagógica, sino su obra religiosa y eternizadora.” No puede haber, pues, un cristiano que no crea en esa resurrección carnal a la que apunta Pablo y de la cual surge toda la cristología y la garantía de resurrección e inmortalidad para cada creyente. Se deduce así la unidad inseparable de cuerpo y alma contraria a toda aniquilación del primero para que la segunda regrese no se sabe cómo ni reencarnada en quién.
            La vida no se sintió segura de sí misma y buscó racionalizarse con el aporte de los teólogos lógicos, como Tomás de Aquino (ob. cit., 69), tildado de “monumento de la teología”, que profesó “pura abogacía” fundada en una falacia que se resume así: “Yo no comprendo este hecho sino dándole una explicación; es así que tengo que comprenderlo, luego ésta tiene que ser su explicación”, con este agregado: “La verdadera ciencia enseña, ante todo, a dudar y a ignorar; la abogacía ni duda ni cree que ignora. Necesita de una solución.” (ob. cit., 83) La teología tomista no consiguió lo que buscaba y el racionalismo no resolvió el problema. ¿Se ha terminado alguna vez con el dilema entre materialismo e idealismo?
Es posible al menos disolverlo, volverlo una nada indeterminada. Es así que el “maestro Unamuno” regala a la posteridad una de las observaciones más notables, paradójicamente racionales, de las más hondamente sencillas y sintéticas que puedan encontrarse en la historia del debate. Dice: “como no sabemos más lo que sea la materia que el espíritu, y como eso de la materia no es para nosotros más que una idea, el materialismo es idealismo” (ob. cit., 73). Disuelta la dicotomía que ha hecho transpirar a los sabios de todas las épocas, Unamuno reanuda la marcha sin entrar en detalles, los que pudieran legitimar al materialismo objetivista como un sistema de ideas, nada más que de ideas e, incluso, enriquecer el sistema de las ciencias. ¿Hay alguna noción empírica, confirmación experimental, observación sensible que no sea al fin una idea? “De hecho y para nuestro problema ‒el más vital, el único de veras vital‒, lo mismo da decir que todo es materia como que es todo idea, o todo fuerza o lo que se quiera”.

DUDA Y PASIÓN

Por sobre el pensamiento de Unamuno sobrevuela el espanto de que toda certeza baile finalmente en la cuerda floja de la duda. Hay lugar a la duda del conocimiento, del saber sistemático, de la filosofía y la ciencia, pero no la hay en la sola existencia, en quien vive y camina hacia la muerte. Los anales de la historia no registran esta existencia concreta y material que configura la intrahistoria, invisible, anónima, mundana y cotidiana (concepto con el que se refiere a todo lo importante del quehacer humano que no queda registrado en la historia oficial): “Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia toda del ‘presente momento histórico’, no es sino la superficie del mar, una superficie que se hiela y cristaliza en los libros y registros, y una vez cristalizada así, una capa dura, no mayor con respecto a la vida intrahistórica que esta pobre corteza en que vivimos con relación al inmenso foco ardiente que lleva dentro. Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna, esa labor que, como la de las madréporas suboceánicas, echa las bases sobre que se alzan los islotes de la Historia.” (Unamuno, 2005, 17.)
Se puede estudiar filosofía para saber acerca de ella, para enterarse de qué pensaban los filósofos, pero también para saber qué pensamos nosotros, qué concluimos acerca de los problemas que nos interrogan. Porque en general pensamos de acuerdo a estereotipos venidos de aquí y allá, una pálida imagen de pensamientos que nos pueden parecer adecuados o no, falsos o verdaderos, auténticos o apócrifos. No sabemos qué pensamos porque es imposible tocar ningún asunto que no haya sido tocado ya, estudiado, desmenuzado, debatido y publicado, de modo que lo que se cree que pensamos puede ser uno de esos estereotipos. Depende de si se quiere hacer de la filosofía entretenimiento, profesión, ayuda de fondo, expediente para conocerse a sí mismo o para conocer a los demás, etcétera. Pero si se quiere pensar seriamente, digamos profesionalmente, es necesario primero saber qué sabe uno. La filosofía permite apreciar las múltiples habilidades que aplica la inteligencia ante la múltiple variedad de los problemas que más despiertan el interés de los hombres.
Todo indica que Unamuno puso un gran empeño en descubrir lo más entrañable de su propio pensamiento, inmerso y esculpido en los libros, pero con parejo fervor a través de la febril actividad de su desempeño vital. Requerimientos familiares, obligaciones económicas, llamamientos vocacionales, compromisos sociales y demandas de amigos y de la colectividad que lo respetaban y solicitaban permanentemente le apuró a reorganizar una y otra vez sus ideas, desde los inicios un poco dispersas y sin rumbo fijo. Cultivó la poesía, la novela (con narraciones que llamaba nivolas, entre las más conocidas Niebla y La tía Tula), el periodismo, el ensayo, la pedagogía, la teología, la moral, la filosofía, el estudio del vasco realizado sin entusiasmo porque prefirió y defendió el español como lengua inmejorable frente al vascuence. Unamuno no se agota en esta labor intelectual, ya de por sí atareadísima, y fue un verdadero líder como activista político en Bilbao y como pedagogo en Salamanca, además de ser un integrante del laicado católico, condición que no le impidió formularle severos reparos a la Iglesia, a la cual reprocha haber abandonado al pueblo.
Vivió la época de las guerras carlistas por la posesión del trono de España y eran los tiempos en que también se libraba la batalla del fuerismo, un problema de autonomías provinciales que se constituyó en una suerte de ideología local. Enfrentó al nacionalismo vasco en defensa de la unidad de España y se opuso al dictador Primo de Rivera, que en 1924 lo destituyó del cargo de vicerrector por lo que marchó desterrado a la isla de Fuerteventura y luego a Francia (el cargo le es devuelto en 1930). Hacia el final de su vida y después de que en 1936 apoyara al Frente Popular y a la República, en la que encontró motivos de críticas muy duras, en una posición de indiferencia y tristeza murió el mismo año.

CREEMOS PORQUE ESPERAMOS

Lo más innovador o acaso más conocido de su obra se encuentra en el ensayo, un género que él inaugura en su tierra y que le permitió encontrar, con un lenguaje propio, coloquial, cargado de contenido interlineal y de riquísimas sugerencias, aquello que con la mayor honestidad pensaba, gustara o no, estuviera o no a la moda, molestara o inquietara (no pocas veces cambió de posición de la noche a la mañana). “En España había crítica literaria, historia filosofía, ciencia de segunda o tercera mano y, por supuesto, política, pero no un género que las mezclase todas en aparente confusión.” (Juaristi, 2012, 236.) El periodismo le sirve para publicar su pensamiento político y social, que transita un esporádico socialismo, abandonado enseguida: “Fui uno de aquellos que deseaban salvar la humanidad sin conocer el hombre” (Juaristi, ob. cit., 422). Por el ensayo hace conocer su descubrimiento, la antipatía por los efectos secundarios de la racionalidad humana; ese género le pareció el más ágil, sin complicaciones teóricas ni molestas obligaciones académicas, para llegar a un público que terminó resultando heterogéneo.
La solución al dilema para Unamuno no admite medias tintas, como podría esperarse después de que hablara de encuentro entre racionalidad y sentimiento (también opone racionalidad y voluntad). De parte del sentimiento no valen arreglos ni fórmulas mediadoras. “El sentimiento no transige con términos medios.” Y de parte de la racionalidad, del escepticismo basado en la duda cartesiana, ¿qué puede decirse? Se trata de una duda cómica, dice Unamuno, “una duda puramente provisional, es decir, la duda de uno que hace como que duda sin dudar”. Descartes se desentendió de todo lo que no le parecía ser lo que es, de los prejuicios e ideas recibidas, para “reformar sus propios pensamientos y edificar sobre un cimiento suyo propio”, dice con las mismas palabras del francés. Quiso construir una nueva casa, pero, mientras tanto “se formó una moral provisional cuya primera ley era obedecer las costumbres de su país y retener constantemente la religión en que Dios le hizo la gracia de que se hubiese instruido desde su infancia, gobernándose en todo según las opiniones más moderadas” (Unamuno, 1943, 95). La casa nueva quedó sin construir.
La duda de Descartes no obsede a Unamuno ni la moral provisional era la que quería para sí quien como nadie actuaba como pensaba. No hay moral provisional que valga, pues la duda de que habla Unamuno “tiene que fundar su moral […] sobre el conflicto mismo, una moral de batalla, y tiene que fundar sobre sí misma la religión”. En esto nada tiene que hacer la razón, puesto que “no toma posición alguna” en el problema. “La razón, lo que llamamos tal, el conocimiento reflejo y reflexivo, el que distingue al hombre, es un producto social” (ob. cit., 29). Le molesta que niegue la inmortalidad del alma y aun más que desconozca el problema “tal como el deseo vital nos lo presenta” (ob. cit., 96). No se trata de elegir los problemas de entre una lista preparada por la academia filosófica; se trata de dar respuesta a las inquietudes que saltan espontánea y libremente en la conciencia de cada persona. La cuestión no es entre la razón y la voluntad o, como prefiere decir las más de las veces, entre la duda y la pasión. Elige la pasión, por lo que Unamuno, según Julián Marías, está inmerso en el irracionalismo: “Como Kierkegaard, como William James, como Bergson, cree que la razón no sirve para conocer la vida; que al intentar aprehenderla en conceptos fijos y rígidos la despoja de su fluidez temporal, la mata.” (Marías, 1978, 380.)
            Pero, veamos, ¿resuelve el problema Miguel de Unamuno? Por más que se procure dar con aquello que todo lector espera, la solución no aparecerá, esa solución que los problemas esconden y que se corona en un “lo que queríamos demostrar”. Sin embargo, y como suele ocurrir en las obras de los grandes escritores, las palabras se van imantando en torno a un significado prodigioso, modelando nuevos sentidos, extrañas nociones y conceptos simples que cobran una complejidad insospechada pero que enseguida se vuelve esclarecedora. Trasplanta a la dimensión del sentimiento las cosas que la psicología y la ciencia tratan en la de la razón. Empezando por ese “algo de trágicamente destructivo en el fondo del amor”, la unión sexual que no es más que una lucha “por un tercero, aun sin vida” y que en su fervor dejan libre el egoísmo mutuo. Cada uno de los amantes busca poseer al otro, es decir, perpetuarse sin siquiera proponérselo ni pensarlo, en un acto de avaricia (Unamuno, 1943, 116). Ahora bien, ¿Qué es lo que perpetúan al fin?
            Es “la carne de dolor, es el dolor, es la muerte. El amor es hermano, hijo y a la vez padre de la muerte, que es su hermana, su madre y su hija. Y así es que hay en la hondura del amor una hondura de eterno desesperarse, de la cual brotan la esperanza y el consuelo. Porque de este amor carnal y primitivo de que vengo hablando, de este amor de todo el cuerpo con sus sentidos, que es el origen animal de la sociedad humana, de este enamoramiento surge el amor espiritual y doloroso” (ob. cit., 117). “Los amantes no llegan a amarse con dejación de sí mismos, con verdadera fusión de sus almas, y no ya de sus cuerpos, sino luego que el mazo poderoso del dolor ha triturado sus corazones […] sólo se aman con amor espiritual cuando han sufrido juntos un mismo dolor”.
En esta evidencia trágica apoya Unamuno su tesis en defensa de la pasión ante la racionalidad, que no rechaza y reserva para solucionar otra clase de problemas. La razón conduce a la aflicción; la fe al vivir. Pero la fe no es creer en lo que no vemos sino crear lo que no vemos: esta es la base de la esperanza, subordinada a la fe: “no es que esperamos porque creemos, sino más bien que creemos porque esperamos” (ob. cit., 157). “Creemos lo que esperamos” (ob. cit., 168). De estos axiomas asoma con claridad su punto de vista ante la religión y la muerte, dándoles un espaldarazo. A la religión, porque asigna a la fe un fin activo, animoso, esforzado y no de inacción o arrobamiento. A la muerte, porque, más allá de sus ideas acerca de la inmortalidad del alma, la trae del lado de acá, del lado de la vida, arrancándola de lo desconocido y tenebroso. Elevándola a una jerarquía de vitalidad y encadenamiento, de perpetuación y esperanza, ensambla en un sólo sentido el dolor, la razón y la existencia. Se podría decir que en esta doble operación Unamuno da una respuesta al famoso pecado primigenio y concibe cómo se da con la redención, para decirlo como a él le gustaría (dígase de paso que cree en Dios de una manera semejante a como cree en todo lo demás, cuando tiene que creer: “Creer en Dios es, en primera instancia, y como veremos, querer que haya Dios, no poder vivir sin Él” ob. cit., 143).
En síntesis, da una respuesta al problema de la vida en tanto disuelve el dilema de la muerte, morigerando de paso entre la duda y la pasión, la razón y el sentimiento.



Miguel de Unamuno y Jugo nació el 29 de setiembre de 1864 en Bilbao. Niño algo travieso y camorrista, concurrió al Colegio San Nicolás e hizo su bachillerato en el Instituto de Vizcaya con pobre rendimiento. Aunque se interesó por la filología y la lógica, no tuvo mucha afición por la lectura. A los seis años quedó huérfano de padre y a los diez vivió el horror de las avanzadas carlistas, que sitiaron y bombardearon la ciudad. En 1883 se recibió de licenciado en Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid y ejerció el periodismo y la docencia. Se formó bajo la impronta del positivismo y el socialismo, pero los abandonó en busca de un espiritualismo fundado en la fe, que profesó a su manera, rebelde e iconoclasta. Se interesó por la palabra viva y alguna vez dijo que prefería los libros que hablan como los hombres a los hombres que hablan como los libros. En lo vivo está la pasión, y es ésta la que se ocupa de entender la vida y revelar su sentido; la razón la congela y la mata. El dilema “se vive o se comprende” resulta de la oposición que encuentra en sus lecturas de Carlyle y Spencer y le condujo a valorar la pasión sobre la razón. Se casó con Concepción Lizárraga, a quien conocía desde niño, tuvo nueve hijos, pero uno murió a los cinco años. En 1901 es rector de la Universidad de Salamanca, cargo que debió abandonar en 1914 por su oposición a Alfonso XIII y, en 1920, decano de la Facultad de Filosofía y Letras, del que es destituido por el dictador Primo de Rivera y desterrado a una isla de las Canarias (se le restituye en 1930). En 1936, año crucial para su país, viejo ya y enfermo, pronuncia un discurso en el que ataca a los dos bandos protagonistas de la guerra civil española. Viejo y enfermo, retirado o preso en su domicilio, murió ese mismo año, poco después del asesinato de Federico García Lorca. Sus contemporáneos más famosos: Pérez Galdós, Antonio Machado, Azorín, Pío Baroja, Valle Inclán, Maeztu y otros. Suele incluírsele en la generación del 98, año que marca el desastre español en Cuba, pero Ortega y Gasset lo ubica antes, junto a Ángel Ganivet. De su vasta obra se destaca En torno al casticismo (1895), Vida de Don Quijote y Sancho (1905), Recuerdos de niñez y mocedad (1908), Contra esto y aquello (1912), Del sentimiento trágico de la vida (1913), La agonía del cristianismo (1931); escribió novelas, poesías y obras de teatro, cultivó el periodismo, y se han publicado obras autobiográficas, su epistolario y un diario íntimo publicado póstumamente.


REFERENCIAS

GARAGORRI, Paulino, (1985). “Unamuno, el filósofo a su pesar”, en La filosofía española en el siglo XX. Unamuno, Ortega, Zubiri”, Madrid, Alianza.
JUARISTI, Jon, (2012). Miguel de Unamuno, Madrid, Taurus.
MACHADO, Antonio, (1968). Juan de Mairena I, Buenos Aires, Losada.
MACHADO, Antonio, (1985). Poesías completas, “Poema de un día” (“Campos de Castilla”), Madrid, Espasa Calpe.
MARÍAS, Julián (1978). Historia de la filosofía, Madrid, Biblioteca de la Revista de Occidente.
UNAMUNO, Miguel de, (1943). Del sentimiento trágico de la vida, Buenos Aires, Espasa-Calpe.
UNAMUNO, Miguel de, (2005). En torno al casticismo, Madrid, Cátedra.



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