Se podría decir que en torno al
año 1900 la humanidad da unos pasos formidables que impactan en la ciencia de
manera definitiva. Se ensancha el concepto de razón al advertir que sus rígidos principios no bastan para descifrar
los secretos de la naturaleza, flexible y cambiante, por lo que se apela a
recursos teóricos también flexibles: función, relación, probabilidad, grados de
verdad. El concepto de energía es
modificado por los avances en electromagnetismo, termodinámica, teoría del
átomo, lo que da lugar a la tecnología electrónica que desplaza a la mecánica. Se
amplía la noción de pensamiento o
psiquismo cuando se descubren inequívocas
relaciones entre mente y cerebro que obligan a revisar las de cuerpo y alma,
monismo y dualismo, espíritu y materia. Finalmente, se insinúa un nuevo
concepto de tiempo que altera, al
principio tímidamente, preconceptos como contigüidad y continuidad e incluso
los métodos de interpretación del pasado histórico.
EL ESTADO DE COSAS
En la época mencionada la psicología estaba en pañales y a
duras penas escapaba de los tratados de filosofía. Aquí y allá se daban saltos
que a poco lograrían cubrir la distancia que una ciencia necesita para
instaurarse plenamente. Reinaban quienes tenían una visión mecanicista de la
vida mental, es decir, los asociacionistas. Se oponían a ellos especialmente los
espiritualistas franceses alineados en la tradición de François Maine de Biran,
pero empezaba a encontrarse en la acción el fundamento de la vida mental, en
dirección diferente a la de Descartes, lo que influirá con fuerza en desarrollos
posteriores. Wilhelm Dilthey, de enorme importancia para las incipientes
ciencias sociales, concibió por primera vez una psicología descriptiva basada
en la vivencia, no en las sensaciones, por lo que la dimensión histórica desde
entonces compite con espíritu y materia e impacta con fuerza en concepciones como
la de José Ortega y Gasset.
Psicólogos como Pavlov y Watson,
Skinner y Thorndike, explicaron la vida mental asociando los estímulos con
reacciones conductuales y sociales, evitando la introspección. Novedosos atajos
metodológicos permiten a Husserl captar la esencia de lo mental por la
suspensión del juicio. Wertheimer, Köhler y otros demuestran que la mente acondiciona
formas propias en la percepción. Surgen desarrollos notables que acompañan
estas teorías, como los de Golgi, Langley o Ramón y Cajal, que revolucionan la
neurología. Todo se debatía en el marco teórico propiciado por el positivismo,
esperanzadamente cientificista pero tocado por el determinismo y la intransigencia
filosófica. Nada impidió que se advirtiera la necesidad de penetrar la vida
mental mediante enfoques dinámicos que aunaran observación y formalización.
Así, Josiah Royce se atiene a la interiorización de lo real, y Charles Sanders
Peirce rinde cuenta de la que quizá sea la más importante función de la mente: el
juego de los signos. De modo que se entra en un período de enorme riqueza
teórica y diversidad de propuestas. El inglés George Stout vincula conciencia y
objeto en un solo acto físico y psíquico y que delata una realidad que sólo
puede ser sentida. John Dewey, algo
más joven que William James, filósofo de enorme gravitación en pedagogía, desentrañó
el papel de la experiencia en el desarrollo de las facultades cognitivas y en la
formación de la personalidad.
Los impactos en la ciencia
produjeron nuevos enfoques sobre lo mental. Wilhelm Wundt rechazó la división
en componentes estancos y la descripción mecanicista de la vida mental,
escapando así del cartesianismo tanto como del empirismo, interesado en
examinarla como se examina un objeto en el laboratorio. Concibió una actividad en
permanente actualización por influjo tanto del entorno como de la voluntad. Franz
Brentano advirtió la actividad de la mente regida por la intencionalidad, un
designio interno que se impone por sobre cualquier clase de causalidad externa.
Logra imponer la noción de “fenómeno psíquico”, representaciones, juicios,
sentimientos, emociones.
El francés Henri Bergson, de
apellido original Bereksohn, no fue a la zaga de estas
innovaciones. Sus ideas revolucionaron la filosofía y la psicología, pero también
la literatura al infiltrarse en la obra de Marcel Proust (Proust, 1967, T. 4,
184). Bergson conocía el ancho y el largo de la conciencia, incluidos sus inabordables
espectros. Basta con esta cita para apreciarlo: “La mayor parte del tiempo
vivimos exteriormente a nosotros mismos y percibimos sólo el fantasma descolorido
de nuestro yo, sombra que la pura duración proyecta sobre el espacio homogéneo.
Nuestra existencia se desarrolla, por tanto, en el espacio más que en el
tiempo: vivimos para el mundo exterior antes que para nosotros mismos; más bien
que pensar, hablamos, y más bien que actuar nosotros mismos, ‘somos actuados’” (cit.
Bodei, 2006, 215, pertenece a Los datos
inmediatos de la conciencia, obra de 1889). Bergson sólo cuenta con la
introspección para levantar el monumento fascinante de su obra, y entra a
tallar en el problema del tiempo. Es tal el influjo de sus libros, la sugestiva
y depurada construcción de su discurso, que termina resintiéndose el todavía
hercúleo concepto de razón. De la misma manera cambian los parámetros con que
se evaluaba la noción de lo mental, la idea de tiempo y el concepto de energía
psíquica que hoy llamaríamos acción neural.
La ciencia capta la realidad dinámica
a través de información sensible con la que crea figuras y moldes manejables e
inteligibles: conceptos y teorías. Convierte el tiempo en espacio, observa
Bergson; pero no es así como procede la mente. Los conceptos que surgen de ese
proceso no pueden revelar la verdadera realidad, aunque resulten beneficiosos para
la ciencia (que para nada desprecia). Prefiere la intuición, indescriptible en
términos espaciotemporales, que aprehende la realidad sin mediación de
representaciones ni juicios. La espacialización de la realidad, pues,
desconecta la inteligencia de toda esencia, mientras que la intuición la
instala en la duración: como señala Bachelard, no en el espacio del geómetra
sino en el espacio de la imaginación, el espacio vivido (Bachelard, 1965, 29). El filósofo uruguayo Arturo Ardao
retoma la idea Bergson y la observación de Bachelard, adjudicando a la inteligencia
‒en sentido lato‒ lo que aquéllos atribuían a la razón y a la imaginación
(Ardao, 1993, 14).
EL LUGAR DE WILLIAM JAMES
Estos hombres se aplicaron a romper con los antiguos
preconceptos de cuerpo y alma, racionalidad y empiricidad, desajuste entre idealistas
y realistas, y deseñaron el debate sobre la cosa
en sí kantiana (la existencia de las cosas fuera del alcance de la mente). El
médico, psicólogo y filósofo estadounidense William James (1842-1910) tiene
participación decisiva en dos de los logros mencionados al principio, razón y
pensamiento (o psiquismo), y una clara intuición del nuevo ‒y furtivo‒ concepto
de tiempo. Asimismo, y en cuanto a la investigación sobre el fenómeno humano y
el sentido de la vida y la verdad, tuvo muy en cuenta los nuevos enfoques
científicos sobre la energía y, más precisamente, sobre las formas de
manifestarse orgánicamente, especialmente en la vida psíquica.
Ahora bien, en el período
señalado y dentro del cuadro esbozado más arriba, de un avance excepcional de
las ciencias, emergen otras imperecederas primicias que serán decisivas para el
conocimiento inmediatamente posterior. A William James tocó modificar el
concepto de lo mental, la forma hasta entonces vigente de entender el
pensamiento y la actividad de la conciencia. Y, si no fue el único en
profundizar sobre el asunto, como pudo verse, se encaminó bajo los signos que venían
a desplazar al ingenio omnisciente que explicaba todo, es decir, el mencionado
positivismo, especialmente el de Herbert Spencer (desestimado por Peirce y en
Uruguay por Vaz Ferreira, Rodó y Figari). Esta filosofía se desarrolló y extendió
por el mundo, auxiliada por la teoría que Charles Darwin dio a conocer en
Londres en 1859.
William James dejó un poco atrás
a sus contemporáneos al concebir, como Wundt, el curso o corriente del
pensamiento, incesante y cambiante, pero infiriendo de su dinámica la formación
del yo y renunciado a concebir seriaciones aritméticas en las ideaciones y conceptualizaciones
de la vida psíquica. Con el diseño y la descripción del tan mentado “curso”, James
no sólo describe la formación del yo como foco de la conciencia sino la
gestación de la inteligencia y el conocimiento. De acuerdo a su teoría, “la
conciencia aparece como una corriente cambiante y continua de estados referidos
a un yo personal que, en lugar de recibir pasivamente las impresiones
exteriores, acoge o rechaza, acentúa ciertos aspectos frente a otros, atiende,
abstrae, valora y, en una palabra, elige” (Bersanelli, 1977, 40). Sorprende el
puesto que ocupa en el proceso la elección
que, como en James, será eje exegético del problema de conocimiento en la
filosofía española del siglo XX (Ortega y Gasset, 1979, 375).
LOS ROSTROS CAMBIANTES DE LA VERDAD
De la misma manera, James dedujo, ya en el plano filosófico,
que el concepto de verdad debía entenderse
también de acuerdo a una noción que comprendiese lo fluyente y cambiante en la
medida en que se relacionaran con asuntos prácticos de la vida y en tanto respondieran
al propósito de encausarla y enriquecerla. Por otra parte, “cada pensador tiene
hábitos dominantes de atención, los cuales en la práctica eligen de entre los
diferentes mundos uno que para ellos sea el mundo de las realidades últimas”
(James, 1989, 793). Atañe a la conciencia, pues, fijar el grado de realidad de cada objeto percibido, algunos
de los cuales excitan la atención más que otros y determinan lo que para cada
cual es verdadero o no.
La mente es la que otorga
realidad a un objeto (ob. cit., 798); no hay definición de “los diversos
órdenes de la realidad” con sólo sensaciones (788) las que, si bien informan
sobre lo real, se acompañan de una elaboración mental que James llama
“percepción” (557). Quiere decir, en definitiva y filosófica conclusión, “que los objetos sensibles son o nuestras
realidades o las pruebas de nuestras realidades. Los objetos concebidos deben
mostrar efectos sensibles, pues de otra manera se deja de creer en ellos”.
Esta argumentación funda una filosofía ‒en un tratado de psicología‒ e impacta
con fuerza sobre la teoría del conocimiento: “Y los efectos, aun cuando queden
reducidos a una irrealidad relativa cuando sus causas son conocidas (como el
calor, al cual hacen irreal las vibraciones moleculares), siguen siendo las
cosas sobre las cuales descansa nuestro conocimiento de las causas. ¡Extraña
dependencia mutua es ésta, en que la apariencia necesita de la realidad para
existir, y en que la realidad necesita de la apariencia para ser conocida!” (799-800)
Del rostro cambiante de la realidad surge la verdad también cambiante, una
cosmovisión que dominará el pensamiento hasta el día de hoy.
Tales hipótesis caben y
contribuyen en la filosofía del pragmatismo,
semejante a la de sus paisanos Charles S. Peirce, George H. Mead y John Dewey.
Esta filosofía no se agota en la palabra útil
o utilidad, como se ha afirmado, cuyo
significado es el mismo que el de uso o
el de usar, o sea, “hacer servir una
cosa para algo”. En su significado específico quiere decir “Apto para dar o
realizar una cosa beneficiosa, material o inmaterial: ‘Plantas útiles. Un
consejo útil’.” (Moliner, 1992, 1426). Merece que se respete el significado en
su uso común y corriente, pero en toda la amplitud de sentido y alcance, de
intensión (con s) y de extensión. Se
trata de someter la definición de verdad no sólo en lo que es beneficioso
prácticamente, interesado, redituable. En más de un sentido estas acepciones existen
en filosofía, por ejemplo, en el énfasis puesto por el inglés del siglo XVIII Jeremy
Bentham, y en el de su compatriota del XIX John Stuart Mill, aunque en éste muy
diferente por haber sabido purificarlo con ideas de carácter ético y haber
conectado con el ideal de libertad. Pero el pragmatismo de James no se agota en
lo que el Diccionario menciona como material: abarca igualmente lo inmaterial, hasta
donde se sabe abstracto y, dentro de ello, moral, espiritual, estético,
religioso, axiológico, en fin, subjetivo.
Es palmaria la equivalencia
entre el pragmatismo de James y su concepción del psiquismo; se trata de la
misma ecuación en la vida mental y en la vida material. Hay un paralelismo
algebraico entre las formas en que se procesan los contenidos de la
subjetividad, sean cuales fueren, y los actos y hechos de la vida concreta y
objetiva, sean cuales fueren. Coinciden una misma razón de ser y un mismo
fundamento. Si bien lo objetivo no basta para describir la vida psíquica, sin
embargo, en James se revela la objetividad en cuanto la orientación de los
procesos activos y transformadores se orientan siempre en el sentido de la
vida, en lo que encuentra su consecución y crecimiento.
El yo proviene de la recreación
incesante del pensamiento, que recibe indiscriminadas las múltiples impresiones
de los sentidos y de la experiencia de vida. Las envuelve el acicate polícromo de
la intencionalidad, con la historia personal que se carga cada vez en todo
presente, es decir, lo concreto que determina con fuerza a toda situación
determinada, vivida o por vivir. Por otra parte, influyen los sentimientos, las
emociones, los contenidos de cada estado de conciencia. Lo que representa la mayor
dificultad en el examen de estos hechos es la fugacidad y la pluralidad del
entorno, la multiplicidad de sensaciones, la constelación de orientaciones que
en un segundo pueden ser seleccionadas y hechas propias.
De tales vertientes se escoge lo
que parece “útil”, de la misma manera que la inteligencia, ante la complejidad del
mundo y los espejismos de la apariencia, entre lo falso y lo verdadero, escoge lo
favorable a la permanencia, es decir, lo distinguido como confiable y accesible.
No para una permanencia cuantitativa y acumulable de la que surjan pautas rígidas
que sólo brinden imágenes y representaciones, sino para que de la unidad de
todos los estados de conciencia se retenga aquello que pueda guiar hacia la supervivencia.
De este cuadro exhuma James su concepción de la verdad. No es algo externo,
abstracto o concreto, útil en el sentido de lo inmediato y personal. Y tampoco
es algo interno, impreciso o determinado, útil en el sentido de la estabilidad interior
‒comodidad, bienestar, felicidad. Es algo que se construye a partir del examen
acerca de las relaciones consagradas entre la conciencia y el mundo.
Vida psíquica y vida corporal
responden a procesos que son el resultado del dinamismo de la experiencia. El
contacto con el entorno actúa directamente sobre los estados de conciencia induciéndolos
a tomar partido, cambiando incesantemente y haciendo que cambien también las
elecciones. De modo que lo mental muda y se renueva como mudan y se renuevan las
circunstancias, los hechos y situaciones, los momentos y lugares en la vida. En
una dimensión tanto como en la otra, pues, obra imperceptiblemente una función
fundamental que vuelve posible no sólo la conservación del individuo sino la de
la especie, con lo que se refuerza lo teleológico en psicología. Así lo
entendió en Uruguay Pedro Figari al concentrar en el individuo un designio que,
aunque su porqué y su para qué constituyan verdaderas incógnitas, representa un
sentido que el futuro puede revelar (Figari, 2011). Ese sentido da James al pragmatismo que, como fue dicho, y si
bien responde a la asociación habitual con el concepto de utilidad, no se agota
como se agota el sentido por el cual se deduce que es útil un martillo, una
tarjeta de crédito o el transporte público.
LA OBRA INVISIBLE DE LA EXPERIENCIA
Como en otros casos, la concepción de James es única y un ismo no alcanza para captar siquiera lo
importante. Las clasificaciones en filosofía se parecen a las ideológicas y
políticas: informan en la medida en que desorientan. Consignas vulgares tienen
a Estados Unidos como cuna del utilitarismo; James era estadounidense, por lo
tanto, era utilitarista (en Uruguay, por ejemplo, se atribuyó positivismo a José
Batlle y Ordóñez sólo porque de su gestión presidencial nació un país próspero;
pero era espiritualista). ¿Qué clase de espiritualista era James? No se le
encuentra idealismo trascendental, aunque fue muy religioso, y debió su interés
por levantar el velo de la apariencia a la curiosidad por todo lo material y
real que encontró e indagó en este mundo: es una especie de idealista objetivo.
Pero, antes de ampliar estos
conceptos, y por si se le sospechara de jingoísmo, adhesión al intervencionismo
o al imperialismo (en su época Estados Unidos hizo la guerra a España
adueñándose de buena parte sus posesiones en el Caribe y el Pacífico), conviene
recordar que en el momento triunfal “James satiriza rudamente a sus
conciudadanos, negándoles muchas cualidades y aun algunas que los extraños ni
hubiéramos osado poner en duda”, afirma un español de la época (Soldevilla, en James,
1904, 17). Se refiere a opiniones de James respecto al carácter del
estadounidense, aunque allí no hay alusión a las ambiciones desmedidas de
ninguna nación con tendencias expansionistas. Hay, sí, una crítica severa
respecto al fervor ciego que encuentra en sus compatriotas, en cuanto a la
alocada carrera tras beneficios inmediatos que se conquistan sin claridad
respecto a lo que conducen, vacíos de sensibilidad, imitativos e insensibles
ante otros más sólidos y valiosos. El motor del psiquismo templa al rojo vivo las
creencias (James, 1904, 55 y ss.). Su afecto por la vida sencilla y el cultivo de
la vida interior explicaría la devoción por Tolstoi, quizá por la emocionante
transformación en la vida de Pedro, protagonista de La guerra y la paz.
La
creencia, según James, se da no sólo cuando algo es aprehendido por la mente
sino cuando, además, le atribuye existencia (James, 1989, 785). El postulado más
importante, llano en su formulación, se refiere a que “se convierten en
‘verdaderas’ las creencias que son ‘útiles’ para la acción” (Abbagnano, 1994,
521). Aquí no hay materialismo ni positivismo porque el enunciado se apoya en
lo inmaterial y subjetivo. Se deshecha el uso de la razón al viejo estilo, una
razón de extremos opuestos, sin grados intermedios, cuando la posibilidad de tales
grados es una opción sumamente útil para el cuerpo y para el espíritu. A su
vez, las creencias son necesarias y quizá más perentoria la apelación a ellas
que a los rígidos principios de la razón: “no podemos esperar ‒señala‒ sino que
debemos actuar de algún modo; de suerte que actuamos de acuerdo con la
hipótesis más probable, confiando en
que el suceso compruebe que habíamos actuado bien” (James, 1944, 154). El
pragmatismo aquí coincide con aquellas sutiles observaciones que condujeron a la
nueva lógica que sobrevolaba el inmovilizante principio del tercio excluso (“A
o no A”) y comenzó aceptando un poco de A y otro poco de no A. Queda atrás así,
o al menos se pone entre paréntesis, el fundamento último de la lógica
tradicional, y se instalan la probabilidad y la vaguedad como recursos
metodológicos de jerarquía, diseminando una normativa ampliada y especialmente
valiosa para la praxis. Y se instala esta clase de valor como medida de lo
verdadero.
Que la
selectividad esté orientada hacia el futuro es una implicación directa del
postulado: “El perseguir fines futuros y el elegir medios para su consecución
son, pues, la marca y el criterio que indican la presencia de mentalidad en un
fenómeno.” (James, 1989, 10) Busca en la configuración de los planos comunes y
corrientes del pensamiento aquello que delata lo específico de la vida mental. No
porque espere que lo mental delimite esos planos, los fines y los medios para
perseguirlos, ni porque espere que los planos, fines y medios, expliquen lo
mental. En esto James es un pintor que no toma partido por ninguna de sus dos
grandes telas. Adopta un punto de vista científico más que metafísico, pero no
para examinar los fenómenos psíquicos al estilo de la ciencia experimental sino,
mediante el modo introspectivo, para incorporar nociones que hoy llamaríamos de
última generación. Revela la naturaleza actuante del psiquismo, inconcebible
como sistema en estado de reposo (de entropía cero), apelando a la naturaleza
dinámica y flexiva que encuentra en la vida mental: “sólo las acciones que se
hacen por un fin, y que muestran una elección de medios, pueden ser llamadas
indubitablemente expresiones de la Mente” (ob. cit., 12).
Hemos visto
que el gran pintor James se limita a retratar la vida mental en su relación con
la vida material, permítase decir, como si fuera Velázquez: el autorretrato representa
a la primera, y las Meninas a la segunda, en el célebre cuadro en que se
celebra una mutua intromisión de escaños o grados de realidad. Buscaba sistematizar
posibles relaciones de manera objetiva, incluso valorando aportes del
asociacionismo de David Hume, el mayor empirista y filósofo de la experiencia en
la historia. Esta filosofía ampara la clase de conclusiones que se las arreglan
para derivar lo mental de la realidad vivida y aprehendida mediante los
sentidos. James no quiere saber nada con Kant, en este aspecto, pues juzga
infortunada la distinción entre verdades analíticas y sintética, porque “no es
posible definirla del todo” (ob. cit., 1078, n. 23) y conduce a una discusión
sobre el lenguaje. Encuentra en Locke, sin embargo, la explícita remisión de lo
mental a lo intuitivo y de lo real a la experiencia (ob. cit. 1080).
SUPERACIÓN DE LA TEMPORALIDAD
Respecto a todo aquello que en el ser humano trasciende la
vida práctica y se abre para abarcar la dimensión social y la historia, ¿cómo
se expide el pragmatismo de William James? Al descomponer la aparente
organización de la mente en compartimentos estancos y concebir el pensamiento
como un torrente, con “lugares” que se suceden unos a otros, algunos como
simple tránsito y otros como descanso (que llamó partes transitivas y
sustantivas), encuentra que “el fin principal de nuestro pensamiento es en todo
momento alcanzar alguna otra parte sustantiva diferente de la que nos acaban de
desalojar. Y podemos decir que la aplicación principal de las partes
transitivas es llevarnos de una conclusión sustantiva a otra” (James, 1989, 195).
Atribuye a la conciencia la
facultad de aunar la totalidad de los momentos según un proceso que hoy dilucidan
las teorías del caos y la irreversibilidad. Se refirieron a la unidad de la
conciencia Husserl, Brentano, Royce y otros, pero en James se escapan matices al
respecto que sólo hoy podemos distinguir a través de recientes teorías que
involucran directamente a la vida mental. La teoría de las “estructuras
disipativas”, por ejemplo, de Ilya Prigogine, se funda en la conexión entre procesos
biológicos caóticos y estados en situación de equilibrio. Inusitadamente,
Prigogine proclama que los primeros muestran evidentes signos de coherencia y
orden, de modo que “orden y desorden aparecen a la vez” (Prigogine, 1998, 49).
James insiste en la
superposición de los acontecimientos mentales: “se percibe la relación de
sucesión de un extremo a otro. No sentimos primero un extremo y luego sentimos
el otro, y de la percepción de la sucesión inferimos un intervalo de tiempo en
medio, sino que al parecer sentimos como un todo el intervalo de tiempo, con
sus dos extremos metidos en él”. Y a renglón seguido agrega: “Desde su inicio
la experiencia es un momento sintético, no uno simple; y para la percepción
sensorial sus elementos son inseparables, aun cuando la atención, viendo hacia
atrás, puede descomponer con facilidad la experiencia y distinguir su principio
de su fin.” (James, 1989, 487-488)
Entiende por experiencia, “experiencia de algo
externo que se supone que nos impresiona, sea espontáneamente o como
consecuencia de nuestras actividades y acciones. Es cosa sabida que las
impresiones afectan ciertos órdenes de secuencia y coexistencia, y que los
hábitos de la mente copian los hábitos de las impresiones, por lo que nuestras
imágenes de las cosas adoptan una disposición de tiempo y espacio que se parece
a las disposiciones de tiempo y espacio exterior […] De este modo la
experiencia nos moldea a cada hora, y hace de nuestras mentes un espejo de las
condiciones de tiempo y espacio que existen entre las cosas del mundo. El principio
del hábito que tenemos dentro de nosotros fija
de tal modo el material, que después se nos dificulta incluso imaginar cómo
podría ser el orden externo diferente de lo que es; continuamente, con base en
el presente, adivinamos cómo será el futuro.” (Ob. cit., 1046.)
La mente puede recibir el
impacto masivo de las impresiones de mil maneras, en lo que se conoce como
sensaciones o percepciones, conceptos que distingue cuidadosamente. James
sugiere que hay un paralelismo entre relaciones externas e internas, lo que
parece bastante obvio, pero con el agregado de que no es dado sobre contenidos
determinados: por ejemplo, la muerte produce tristeza, la oscuridad miedo. Lo
importante radica, primero, en que hay relaciones entre lo externo y ciertos
órdenes internos que, según sus palabras, pueden ser temporales y espaciales;
segundo, en que lo externo, todo lo que afecta internamente, es sometido a una
selección por parte de la mente.
Llegamos así a que los problemas
de la energía y de la razón, inscriptos en el debate sobre los misterios de la
vida mental, se adosan heurísticamente en el tratamiento que William James da a
la espaciotemporalidad, a las nociones de continuidad y contigüidad: “Pidamos a
alguien que trate de no detener, pero sí de observar o de atender al momento presente de tiempo. Entonces ocurrirá
una de las experiencias más desconcertantes. ¿Dónde está este presente? Se ha
derretido en nuestras manos, ha huido antes de que podamos tocarlo, se ha
desvanecido en el momento mismo en que iba a cobrar vida”, exclama James, y
recuerda el verso de un poeta: “Le moment
où je parle est déjà loin de moi” (James, 1989, 486). Algunos pensadores
sustancian en un solo concepto el mayor secreto que embarga sus indagaciones: la
historia (Dilthey), la intuición (Bergson), el tiempo (Prigogine), la
autopoiesis (Maturana), la ecología mental (Bateson), conceptos en los que se esconde
la creación y la vida. En William James, como en Ortega, el secreto se esconde
en las afinidades que la mente encuentra a través de la experiencia
indeterminada e innominada de cada individuo humano.
William james
nació en Nueva York en 1842, en el seno de una próspera familia de origen
irlandés, con hijos que serán famosos: William, científico y filósofo, y Henry
novelista famoso. Estudiaron en Europa, cuya cultura conocieron a fondo y viajaron
por regiones del mundo. William estudió medicina, pero sus inclinaciones
rebasaban esta profesión y lo llevaron a efectuar amplias e intensas lecturas,
quizá tocado por la afición de su padre a la teosofía. Le interesaba tanto la
experimentación como la especulación, la ciencia como la religión y, a pesar de
que esta dualidad le costó un serio conflicto personal, también fue el acicate
que ayudó en la gestación de un pensamiento fecundo y original. Fue docente en
Harvard durante toda su vida y de su matrimonio nacieron cinco hijos. La vida
familiar no distrajo una fecunda labor intelectual paralela a la docente: los Principios de psicología en 1890, La voluntad de creer en 1897, Las varias formas de la experiencia
religiosa en 1902, Pragmatismo en
1907, El sentido de la verdad en 1909
y otras obras conocidas póstumamente. Murió en Chocorua,
New Hampshire, en 1910, no sin antes recibir el reconocimiento de
las principales instituciones de su país y del mundo.
REFERENCIAS
ABBAGNANO,
Nicolás (1994): Historia de la filosofía,
volumen III, Barcelona, Hora.
ARDAO, Arturo
(1993): Espacio e inteligencia, Montevideo,
Fundación de Cultura Universitaria/Biblioteca de Marcha.
BACHELARD,
Gastón (1965): La poética del espacio,
México, Fondo de Cultura Económica.
BERSANELLI
Víctor (1977): Manual de psicología,
Montevideo, Editorial Técnica.
BODEI, Remo (2006):
Destinos
personales, Buenos Aires, El cuenco
de plata.
FIGARI,
Pedro (2011): Arte, estética, ideal,
Montevideo, MRE/CdeETP/UTU.
JAMES,
William (1904): Los ideales de la vida,
Barcelona, Imprenta de Henrich y C.a -Editores, T. I, prólogo de
Carlos M. Soldevila.
JAMES, William (1949): Problemas de filosofía, La Plata, Argentina, Editorial Yerba Buena.
JAMES, William
(1989): Principios de psicología,
México, Fondo de Cultura Económica [original en inglés de 1890].
JAMES, William
(2000): Pragmatismo:
un nuevo nombre para viejas formas de pensar, Madrid, Alianza [original: (1902-1910). Writings, New York].
MOLINER, María
(1992): Diccionario de uso del español,
Madrid, Gredos.
ORTEGA Y GASSET,
José (1979): La idea de principio en
Leibniz, Madrid, Revista de Occidente/Alianza.
PRIGOGINE, Ilya
(1998): El nacimiento del tiempo,
Barcelona, Tusquets Editores.
PROUST, Marcel (1967): En busca del tiempo perdido, Madrid,
Alianza, T. 4, “Sodoma y Gomorra”.