G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: julio 2019

martes, 9 de julio de 2019

WILLIAM JAMES, PSIQUIS Y VERDAD

Se podría decir que en torno al año 1900 la humanidad da unos pasos formidables que impactan en la ciencia de manera definitiva. Se ensancha el concepto de razón al advertir que sus rígidos principios no bastan para descifrar los secretos de la naturaleza, flexible y cambiante, por lo que se apela a recursos teóricos también flexibles: función, relación, probabilidad, grados de verdad. El concepto de energía es modificado por los avances en electromagnetismo, termodinámica, teoría del átomo, lo que da lugar a la tecnología electrónica que desplaza a la mecánica. Se amplía la noción de pensamiento o psiquismo cuando se descubren inequívocas relaciones entre mente y cerebro que obligan a revisar las de cuerpo y alma, monismo y dualismo, espíritu y materia. Finalmente, se insinúa un nuevo concepto de tiempo que altera, al principio tímidamente, preconceptos como contigüidad y continuidad e incluso los métodos de interpretación del pasado histórico.

EL ESTADO DE COSAS

En la época mencionada la psicología estaba en pañales y a duras penas escapaba de los tratados de filosofía. Aquí y allá se daban saltos que a poco lograrían cubrir la distancia que una ciencia necesita para instaurarse plenamente. Reinaban quienes tenían una visión mecanicista de la vida mental, es decir, los asociacionistas. Se oponían a ellos especialmente los espiritualistas franceses alineados en la tradición de François Maine de Biran, pero empezaba a encontrarse en la acción el fundamento de la vida mental, en dirección diferente a la de Descartes, lo que influirá con fuerza en desarrollos posteriores. Wilhelm Dilthey, de enorme importancia para las incipientes ciencias sociales, concibió por primera vez una psicología descriptiva basada en la vivencia, no en las sensaciones, por lo que la dimensión histórica desde entonces compite con espíritu y materia e impacta con fuerza en concepciones como la de José Ortega y Gasset.
Psicólogos como Pavlov y Watson, Skinner y Thorndike, explicaron la vida mental asociando los estímulos con reacciones conductuales y sociales, evitando la introspección. Novedosos atajos metodológicos permiten a Husserl captar la esencia de lo mental por la suspensión del juicio. Wertheimer, Köhler y otros demuestran que la mente acondiciona formas propias en la percepción. Surgen desarrollos notables que acompañan estas teorías, como los de Golgi, Langley o Ramón y Cajal, que revolucionan la neurología. Todo se debatía en el marco teórico propiciado por el positivismo, esperanzadamente cientificista pero tocado por el determinismo y la intransigencia filosófica. Nada impidió que se advirtiera la necesidad de penetrar la vida mental mediante enfoques dinámicos que aunaran observación y formalización. Así, Josiah Royce se atiene a la interiorización de lo real, y Charles Sanders Peirce rinde cuenta de la que quizá sea la más importante función de la mente: el juego de los signos. De modo que se entra en un período de enorme riqueza teórica y diversidad de propuestas. El inglés George Stout vincula conciencia y objeto en un solo acto físico y psíquico y que delata una realidad que sólo puede ser sentida. John Dewey, algo más joven que William James, filósofo de enorme gravitación en pedagogía, desentrañó el papel de la experiencia en el desarrollo de las facultades cognitivas y en la formación de la personalidad.
Los impactos en la ciencia produjeron nuevos enfoques sobre lo mental. Wilhelm Wundt rechazó la división en componentes estancos y la descripción mecanicista de la vida mental, escapando así del cartesianismo tanto como del empirismo, interesado en examinarla como se examina un objeto en el laboratorio. Concibió una actividad en permanente actualización por influjo tanto del entorno como de la voluntad. Franz Brentano advirtió la actividad de la mente regida por la intencionalidad, un designio interno que se impone por sobre cualquier clase de causalidad externa. Logra imponer la noción de “fenómeno psíquico”, representaciones, juicios, sentimientos, emociones.
El francés Henri Bergson, de apellido original Bereksohn, no fue a la zaga de estas innovaciones. Sus ideas revolucionaron la filosofía y la psicología, pero también la literatura al infiltrarse en la obra de Marcel Proust (Proust, 1967, T. 4, 184). Bergson conocía el ancho y el largo de la conciencia, incluidos sus inabordables espectros. Basta con esta cita para apreciarlo: “La mayor parte del tiempo vivimos exteriormente a nosotros mismos y percibimos sólo el fantasma descolorido de nuestro yo, sombra que la pura duración proyecta sobre el espacio homogéneo. Nuestra existencia se desarrolla, por tanto, en el espacio más que en el tiempo: vivimos para el mundo exterior antes que para nosotros mismos; más bien que pensar, hablamos, y más bien que actuar nosotros mismos, ‘somos actuados’” (cit. Bodei, 2006, 215, pertenece a Los datos inmediatos de la conciencia, obra de 1889). Bergson sólo cuenta con la introspección para levantar el monumento fascinante de su obra, y entra a tallar en el problema del tiempo. Es tal el influjo de sus libros, la sugestiva y depurada construcción de su discurso, que termina resintiéndose el todavía hercúleo concepto de razón. De la misma manera cambian los parámetros con que se evaluaba la noción de lo mental, la idea de tiempo y el concepto de energía psíquica que hoy llamaríamos acción neural.
La ciencia capta la realidad dinámica a través de información sensible con la que crea figuras y moldes manejables e inteligibles: conceptos y teorías. Convierte el tiempo en espacio, observa Bergson; pero no es así como procede la mente. Los conceptos que surgen de ese proceso no pueden revelar la verdadera realidad, aunque resulten beneficiosos para la ciencia (que para nada desprecia). Prefiere la intuición, indescriptible en términos espaciotemporales, que aprehende la realidad sin mediación de representaciones ni juicios. La espacialización de la realidad, pues, desconecta la inteligencia de toda esencia, mientras que la intuición la instala en la duración: como señala Bachelard, no en el espacio del geómetra sino en el espacio de la imaginación, el espacio vivido (Bachelard, 1965, 29). El filósofo uruguayo Arturo Ardao retoma la idea Bergson y la observación de Bachelard, adjudicando a la inteligencia ‒en sentido lato‒ lo que aquéllos atribuían a la razón y a la imaginación (Ardao, 1993, 14).

EL LUGAR DE WILLIAM JAMES

Estos hombres se aplicaron a romper con los antiguos preconceptos de cuerpo y alma, racionalidad y empiricidad, desajuste entre idealistas y realistas, y deseñaron el debate sobre la cosa en sí kantiana (la existencia de las cosas fuera del alcance de la mente). El médico, psicólogo y filósofo estadounidense William James (1842-1910) tiene participación decisiva en dos de los logros mencionados al principio, razón y pensamiento (o psiquismo), y una clara intuición del nuevo ‒y furtivo‒ concepto de tiempo. Asimismo, y en cuanto a la investigación sobre el fenómeno humano y el sentido de la vida y la verdad, tuvo muy en cuenta los nuevos enfoques científicos sobre la energía y, más precisamente, sobre las formas de manifestarse orgánicamente, especialmente en la vida psíquica.
Ahora bien, en el período señalado y dentro del cuadro esbozado más arriba, de un avance excepcional de las ciencias, emergen otras imperecederas primicias que serán decisivas para el conocimiento inmediatamente posterior. A William James tocó modificar el concepto de lo mental, la forma hasta entonces vigente de entender el pensamiento y la actividad de la conciencia. Y, si no fue el único en profundizar sobre el asunto, como pudo verse, se encaminó bajo los signos que venían a desplazar al ingenio omnisciente que explicaba todo, es decir, el mencionado positivismo, especialmente el de Herbert Spencer (desestimado por Peirce y en Uruguay por Vaz Ferreira, Rodó y Figari). Esta filosofía se desarrolló y extendió por el mundo, auxiliada por la teoría que Charles Darwin dio a conocer en Londres en 1859.
William James dejó un poco atrás a sus contemporáneos al concebir, como Wundt, el curso o corriente del pensamiento, incesante y cambiante, pero infiriendo de su dinámica la formación del yo y renunciado a concebir seriaciones aritméticas en las ideaciones y conceptualizaciones de la vida psíquica. Con el diseño y la descripción del tan mentado “curso”, James no sólo describe la formación del yo como foco de la conciencia sino la gestación de la inteligencia y el conocimiento. De acuerdo a su teoría, “la conciencia aparece como una corriente cambiante y continua de estados referidos a un yo personal que, en lugar de recibir pasivamente las impresiones exteriores, acoge o rechaza, acentúa ciertos aspectos frente a otros, atiende, abstrae, valora y, en una palabra, elige” (Bersanelli, 1977, 40). Sorprende el puesto que ocupa en el proceso la elección que, como en James, será eje exegético del problema de conocimiento en la filosofía española del siglo XX (Ortega y Gasset, 1979, 375). 

LOS ROSTROS CAMBIANTES DE LA VERDAD

De la misma manera, James dedujo, ya en el plano filosófico, que el concepto de verdad debía entenderse también de acuerdo a una noción que comprendiese lo fluyente y cambiante en la medida en que se relacionaran con asuntos prácticos de la vida y en tanto respondieran al propósito de encausarla y enriquecerla. Por otra parte, “cada pensador tiene hábitos dominantes de atención, los cuales en la práctica eligen de entre los diferentes mundos uno que para ellos sea el mundo de las realidades últimas” (James, 1989, 793). Atañe a la conciencia, pues, fijar el grado de realidad de cada objeto percibido, algunos de los cuales excitan la atención más que otros y determinan lo que para cada cual es verdadero o no.
La mente es la que otorga realidad a un objeto (ob. cit., 798); no hay definición de “los diversos órdenes de la realidad” con sólo sensaciones (788) las que, si bien informan sobre lo real, se acompañan de una elaboración mental que James llama “percepción” (557). Quiere decir, en definitiva y filosófica conclusión, “que los objetos sensibles son o nuestras realidades o las pruebas de nuestras realidades. Los objetos concebidos deben mostrar efectos sensibles, pues de otra manera se deja de creer en ellos”. Esta argumentación funda una filosofía ‒en un tratado de psicología‒ e impacta con fuerza sobre la teoría del conocimiento: “Y los efectos, aun cuando queden reducidos a una irrealidad relativa cuando sus causas son conocidas (como el calor, al cual hacen irreal las vibraciones moleculares), siguen siendo las cosas sobre las cuales descansa nuestro conocimiento de las causas. ¡Extraña dependencia mutua es ésta, en que la apariencia necesita de la realidad para existir, y en que la realidad necesita de la apariencia para ser conocida!” (799-800) Del rostro cambiante de la realidad surge la verdad también cambiante, una cosmovisión que dominará el pensamiento hasta el día de hoy.
Tales hipótesis caben y contribuyen en la filosofía del pragmatismo, semejante a la de sus paisanos Charles S. Peirce, George H. Mead y John Dewey. Esta filosofía no se agota en la palabra útil o utilidad, como se ha afirmado, cuyo significado es el mismo que el de uso o el de usar, o sea, “hacer servir una cosa para algo”. En su significado específico quiere decir “Apto para dar o realizar una cosa beneficiosa, material o inmaterial: ‘Plantas útiles. Un consejo útil’.” (Moliner, 1992, 1426). Merece que se respete el significado en su uso común y corriente, pero en toda la amplitud de sentido y alcance, de intensión (con s) y de extensión. Se trata de someter la definición de verdad no sólo en lo que es beneficioso prácticamente, interesado, redituable. En más de un sentido estas acepciones existen en filosofía, por ejemplo, en el énfasis puesto por el inglés del siglo XVIII Jeremy Bentham, y en el de su compatriota del XIX John Stuart Mill, aunque en éste muy diferente por haber sabido purificarlo con ideas de carácter ético y haber conectado con el ideal de libertad. Pero el pragmatismo de James no se agota en lo que el Diccionario menciona como material: abarca igualmente lo inmaterial, hasta donde se sabe abstracto y, dentro de ello, moral, espiritual, estético, religioso, axiológico, en fin, subjetivo. 
Es palmaria la equivalencia entre el pragmatismo de James y su concepción del psiquismo; se trata de la misma ecuación en la vida mental y en la vida material. Hay un paralelismo algebraico entre las formas en que se procesan los contenidos de la subjetividad, sean cuales fueren, y los actos y hechos de la vida concreta y objetiva, sean cuales fueren. Coinciden una misma razón de ser y un mismo fundamento. Si bien lo objetivo no basta para describir la vida psíquica, sin embargo, en James se revela la objetividad en cuanto la orientación de los procesos activos y transformadores se orientan siempre en el sentido de la vida, en lo que encuentra su consecución y crecimiento.
El yo proviene de la recreación incesante del pensamiento, que recibe indiscriminadas las múltiples impresiones de los sentidos y de la experiencia de vida. Las envuelve el acicate polícromo de la intencionalidad, con la historia personal que se carga cada vez en todo presente, es decir, lo concreto que determina con fuerza a toda situación determinada, vivida o por vivir. Por otra parte, influyen los sentimientos, las emociones, los contenidos de cada estado de conciencia. Lo que representa la mayor dificultad en el examen de estos hechos es la fugacidad y la pluralidad del entorno, la multiplicidad de sensaciones, la constelación de orientaciones que en un segundo pueden ser seleccionadas y hechas propias.
De tales vertientes se escoge lo que parece “útil”, de la misma manera que la inteligencia, ante la complejidad del mundo y los espejismos de la apariencia, entre lo falso y lo verdadero, escoge lo favorable a la permanencia, es decir, lo distinguido como confiable y accesible. No para una permanencia cuantitativa y acumulable de la que surjan pautas rígidas que sólo brinden imágenes y representaciones, sino para que de la unidad de todos los estados de conciencia se retenga aquello que pueda guiar hacia la supervivencia. De este cuadro exhuma James su concepción de la verdad. No es algo externo, abstracto o concreto, útil en el sentido de lo inmediato y personal. Y tampoco es algo interno, impreciso o determinado, útil en el sentido de la estabilidad interior ‒comodidad, bienestar, felicidad. Es algo que se construye a partir del examen acerca de las relaciones consagradas entre la conciencia y el mundo.
Vida psíquica y vida corporal responden a procesos que son el resultado del dinamismo de la experiencia. El contacto con el entorno actúa directamente sobre los estados de conciencia induciéndolos a tomar partido, cambiando incesantemente y haciendo que cambien también las elecciones. De modo que lo mental muda y se renueva como mudan y se renuevan las circunstancias, los hechos y situaciones, los momentos y lugares en la vida. En una dimensión tanto como en la otra, pues, obra imperceptiblemente una función fundamental que vuelve posible no sólo la conservación del individuo sino la de la especie, con lo que se refuerza lo teleológico en psicología. Así lo entendió en Uruguay Pedro Figari al concentrar en el individuo un designio que, aunque su porqué y su para qué constituyan verdaderas incógnitas, representa un sentido que el futuro puede revelar (Figari, 2011). Ese sentido da James al pragmatismo que, como fue dicho, y si bien responde a la asociación habitual con el concepto de utilidad, no se agota como se agota el sentido por el cual se deduce que es útil un martillo, una tarjeta de crédito o el transporte público.

LA OBRA INVISIBLE DE LA EXPERIENCIA

Como en otros casos, la concepción de James es única y un ismo no alcanza para captar siquiera lo importante. Las clasificaciones en filosofía se parecen a las ideológicas y políticas: informan en la medida en que desorientan. Consignas vulgares tienen a Estados Unidos como cuna del utilitarismo; James era estadounidense, por lo tanto, era utilitarista (en Uruguay, por ejemplo, se atribuyó positivismo a José Batlle y Ordóñez sólo porque de su gestión presidencial nació un país próspero; pero era espiritualista). ¿Qué clase de espiritualista era James? No se le encuentra idealismo trascendental, aunque fue muy religioso, y debió su interés por levantar el velo de la apariencia a la curiosidad por todo lo material y real que encontró e indagó en este mundo: es una especie de idealista objetivo.
Pero, antes de ampliar estos conceptos, y por si se le sospechara de jingoísmo, adhesión al intervencionismo o al imperialismo (en su época Estados Unidos hizo la guerra a España adueñándose de buena parte sus posesiones en el Caribe y el Pacífico), conviene recordar que en el momento triunfal “James satiriza rudamente a sus conciudadanos, negándoles muchas cualidades y aun algunas que los extraños ni hubiéramos osado poner en duda”, afirma un español de la época (Soldevilla, en James, 1904, 17). Se refiere a opiniones de James respecto al carácter del estadounidense, aunque allí no hay alusión a las ambiciones desmedidas de ninguna nación con tendencias expansionistas. Hay, sí, una crítica severa respecto al fervor ciego que encuentra en sus compatriotas, en cuanto a la alocada carrera tras beneficios inmediatos que se conquistan sin claridad respecto a lo que conducen, vacíos de sensibilidad, imitativos e insensibles ante otros más sólidos y valiosos. El motor del psiquismo templa al rojo vivo las creencias (James, 1904, 55 y ss.). Su afecto por la vida sencilla y el cultivo de la vida interior explicaría la devoción por Tolstoi, quizá por la emocionante transformación en la vida de Pedro, protagonista de La guerra y la paz.
            La creencia, según James, se da no sólo cuando algo es aprehendido por la mente sino cuando, además, le atribuye existencia (James, 1989, 785). El postulado más importante, llano en su formulación, se refiere a que “se convierten en ‘verdaderas’ las creencias que son ‘útiles’ para la acción” (Abbagnano, 1994, 521). Aquí no hay materialismo ni positivismo porque el enunciado se apoya en lo inmaterial y subjetivo. Se deshecha el uso de la razón al viejo estilo, una razón de extremos opuestos, sin grados intermedios, cuando la posibilidad de tales grados es una opción sumamente útil para el cuerpo y para el espíritu. A su vez, las creencias son necesarias y quizá más perentoria la apelación a ellas que a los rígidos principios de la razón: “no podemos esperar ‒señala‒ sino que debemos actuar de algún modo; de suerte que actuamos de acuerdo con la hipótesis más probable, confiando en que el suceso compruebe que habíamos actuado bien” (James, 1944, 154). El pragmatismo aquí coincide con aquellas sutiles observaciones que condujeron a la nueva lógica que sobrevolaba el inmovilizante principio del tercio excluso (“A o no A”) y comenzó aceptando un poco de A y otro poco de no A. Queda atrás así, o al menos se pone entre paréntesis, el fundamento último de la lógica tradicional, y se instalan la probabilidad y la vaguedad como recursos metodológicos de jerarquía, diseminando una normativa ampliada y especialmente valiosa para la praxis. Y se instala esta clase de valor como medida de lo verdadero.
            Que la selectividad esté orientada hacia el futuro es una implicación directa del postulado: “El perseguir fines futuros y el elegir medios para su consecución son, pues, la marca y el criterio que indican la presencia de mentalidad en un fenómeno.” (James, 1989, 10) Busca en la configuración de los planos comunes y corrientes del pensamiento aquello que delata lo específico de la vida mental. No porque espere que lo mental delimite esos planos, los fines y los medios para perseguirlos, ni porque espere que los planos, fines y medios, expliquen lo mental. En esto James es un pintor que no toma partido por ninguna de sus dos grandes telas. Adopta un punto de vista científico más que metafísico, pero no para examinar los fenómenos psíquicos al estilo de la ciencia experimental sino, mediante el modo introspectivo, para incorporar nociones que hoy llamaríamos de última generación. Revela la naturaleza actuante del psiquismo, inconcebible como sistema en estado de reposo (de entropía cero), apelando a la naturaleza dinámica y flexiva que encuentra en la vida mental: “sólo las acciones que se hacen por un fin, y que muestran una elección de medios, pueden ser llamadas indubitablemente expresiones de la Mente” (ob. cit., 12).
            Hemos visto que el gran pintor James se limita a retratar la vida mental en su relación con la vida material, permítase decir, como si fuera Velázquez: el autorretrato representa a la primera, y las Meninas a la segunda, en el célebre cuadro en que se celebra una mutua intromisión de escaños o grados de realidad. Buscaba sistematizar posibles relaciones de manera objetiva, incluso valorando aportes del asociacionismo de David Hume, el mayor empirista y filósofo de la experiencia en la historia. Esta filosofía ampara la clase de conclusiones que se las arreglan para derivar lo mental de la realidad vivida y aprehendida mediante los sentidos. James no quiere saber nada con Kant, en este aspecto, pues juzga infortunada la distinción entre verdades analíticas y sintética, porque “no es posible definirla del todo” (ob. cit., 1078, n. 23) y conduce a una discusión sobre el lenguaje. Encuentra en Locke, sin embargo, la explícita remisión de lo mental a lo intuitivo y de lo real a la experiencia (ob. cit. 1080).

SUPERACIÓN DE LA TEMPORALIDAD

Respecto a todo aquello que en el ser humano trasciende la vida práctica y se abre para abarcar la dimensión social y la historia, ¿cómo se expide el pragmatismo de William James? Al descomponer la aparente organización de la mente en compartimentos estancos y concebir el pensamiento como un torrente, con “lugares” que se suceden unos a otros, algunos como simple tránsito y otros como descanso (que llamó partes transitivas y sustantivas), encuentra que “el fin principal de nuestro pensamiento es en todo momento alcanzar alguna otra parte sustantiva diferente de la que nos acaban de desalojar. Y podemos decir que la aplicación principal de las partes transitivas es llevarnos de una conclusión sustantiva a otra” (James, 1989, 195).
Atribuye a la conciencia la facultad de aunar la totalidad de los momentos según un proceso que hoy dilucidan las teorías del caos y la irreversibilidad. Se refirieron a la unidad de la conciencia Husserl, Brentano, Royce y otros, pero en James se escapan matices al respecto que sólo hoy podemos distinguir a través de recientes teorías que involucran directamente a la vida mental. La teoría de las “estructuras disipativas”, por ejemplo, de Ilya Prigogine, se funda en la conexión entre procesos biológicos caóticos y estados en situación de equilibrio. Inusitadamente, Prigogine proclama que los primeros muestran evidentes signos de coherencia y orden, de modo que “orden y desorden aparecen a la vez” (Prigogine, 1998, 49).
James insiste en la superposición de los acontecimientos mentales: “se percibe la relación de sucesión de un extremo a otro. No sentimos primero un extremo y luego sentimos el otro, y de la percepción de la sucesión inferimos un intervalo de tiempo en medio, sino que al parecer sentimos como un todo el intervalo de tiempo, con sus dos extremos metidos en él”. Y a renglón seguido agrega: “Desde su inicio la experiencia es un momento sintético, no uno simple; y para la percepción sensorial sus elementos son inseparables, aun cuando la atención, viendo hacia atrás, puede descomponer con facilidad la experiencia y distinguir su principio de su fin.” (James, 1989, 487-488)
Entiende por experiencia, “experiencia de algo externo que se supone que nos impresiona, sea espontáneamente o como consecuencia de nuestras actividades y acciones. Es cosa sabida que las impresiones afectan ciertos órdenes de secuencia y coexistencia, y que los hábitos de la mente copian los hábitos de las impresiones, por lo que nuestras imágenes de las cosas adoptan una disposición de tiempo y espacio que se parece a las disposiciones de tiempo y espacio exterior […] De este modo la experiencia nos moldea a cada hora, y hace de nuestras mentes un espejo de las condiciones de tiempo y espacio que existen entre las cosas del mundo. El principio del hábito que tenemos dentro de nosotros fija de tal modo el material, que después se nos dificulta incluso imaginar cómo podría ser el orden externo diferente de lo que es; continuamente, con base en el presente, adivinamos cómo será el futuro.” (Ob. cit., 1046.)
La mente puede recibir el impacto masivo de las impresiones de mil maneras, en lo que se conoce como sensaciones o percepciones, conceptos que distingue cuidadosamente. James sugiere que hay un paralelismo entre relaciones externas e internas, lo que parece bastante obvio, pero con el agregado de que no es dado sobre contenidos determinados: por ejemplo, la muerte produce tristeza, la oscuridad miedo. Lo importante radica, primero, en que hay relaciones entre lo externo y ciertos órdenes internos que, según sus palabras, pueden ser temporales y espaciales; segundo, en que lo externo, todo lo que afecta internamente, es sometido a una selección por parte de la mente. 
Llegamos así a que los problemas de la energía y de la razón, inscriptos en el debate sobre los misterios de la vida mental, se adosan heurísticamente en el tratamiento que William James da a la espaciotemporalidad, a las nociones de continuidad y contigüidad: “Pidamos a alguien que trate de no detener, pero sí de observar o de atender al momento presente de tiempo. Entonces ocurrirá una de las experiencias más desconcertantes. ¿Dónde está este presente? Se ha derretido en nuestras manos, ha huido antes de que podamos tocarlo, se ha desvanecido en el momento mismo en que iba a cobrar vida”, exclama James, y recuerda el verso de un poeta: “Le moment où je parle est déjà loin de moi” (James, 1989, 486). Algunos pensadores sustancian en un solo concepto el mayor secreto que embarga sus indagaciones: la historia (Dilthey), la intuición (Bergson), el tiempo (Prigogine), la autopoiesis (Maturana), la ecología mental (Bateson), conceptos en los que se esconde la creación y la vida. En William James, como en Ortega, el secreto se esconde en las afinidades que la mente encuentra a través de la experiencia indeterminada e innominada de cada individuo humano.  



William james nació en Nueva York en 1842, en el seno de una próspera familia de origen irlandés, con hijos que serán famosos: William, científico y filósofo, y Henry novelista famoso. Estudiaron en Europa, cuya cultura conocieron a fondo y viajaron por regiones del mundo. William estudió medicina, pero sus inclinaciones rebasaban esta profesión y lo llevaron a efectuar amplias e intensas lecturas, quizá tocado por la afición de su padre a la teosofía. Le interesaba tanto la experimentación como la especulación, la ciencia como la religión y, a pesar de que esta dualidad le costó un serio conflicto personal, también fue el acicate que ayudó en la gestación de un pensamiento fecundo y original. Fue docente en Harvard durante toda su vida y de su matrimonio nacieron cinco hijos. La vida familiar no distrajo una fecunda labor intelectual paralela a la docente: los Principios de psicología en 1890, La voluntad de creer en 1897, Las varias formas de la experiencia religiosa en 1902, Pragmatismo en 1907, El sentido de la verdad en 1909 y otras obras conocidas póstumamente. Murió en Chocorua, New Hampshire, en 1910, no sin antes recibir el reconocimiento de las principales instituciones de su país y del mundo.



REFERENCIAS

ABBAGNANO, Nicolás (1994): Historia de la filosofía, volumen III, Barcelona, Hora.
ARDAO, Arturo (1993): Espacio e inteligencia, Montevideo, Fundación de Cultura Universitaria/Biblioteca de Marcha.
BACHELARD, Gastón (1965): La poética del espacio, México, Fondo de Cultura Económica.
BERSANELLI Víctor (1977): Manual de psicología, Montevideo, Editorial Técnica.
BODEI, Remo (2006): Destinos personales, Buenos Aires, El cuenco de plata.
FIGARI, Pedro (2011): Arte, estética, ideal, Montevideo, MRE/CdeETP/UTU.
JAMES, William (1904): Los ideales de la vida, Barcelona, Imprenta de Henrich y C.a -Editores, T. I, prólogo de Carlos M. Soldevila.
JAMES, William (1949): Problemas de filosofía, La Plata, Argentina, Editorial Yerba Buena.
JAMES, William (1989): Principios de psicología, México, Fondo de Cultura Económica [original en inglés de 1890].
JAMES, William (2000): Pragmatismo: un nuevo nombre para viejas formas de pensar, Madrid, Alianza [original: (1902-1910). Writings, New York].
MOLINER, María (1992): Diccionario de uso del español, Madrid, Gredos.
ORTEGA Y GASSET, José (1979): La idea de principio en Leibniz, Madrid, Revista de Occidente/Alianza.
PRIGOGINE, Ilya (1998): El nacimiento del tiempo, Barcelona, Tusquets Editores.
PROUST, Marcel (1967): En busca del tiempo perdido, Madrid, Alianza, T. 4, “Sodoma y Gomorra”.



           

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