El Uruguay intelectual y social de mediados del siglo XX no
vivió con esplendor las necesarias transformaciones que en Europa removieron
las bases del pensamiento y el arte, el derecho y la política. Un materialismo
estereotipado y radical opacó la innovadora obra del 900 y formidable gesta de
la educación. No fue completa la transición de Marx, Freud y Darwin a la
posmodernidad.
“La obra batllista ‒comenta Carlos Real de Azúa (1916-1977)‒ en lo que es peculiarmente atribuible al impulso del partido, corre así entrabada con un estilo (del que ha escrito brillantes y muy perspicaces páginas Ricardo Martínez Ces) y con esa ideología compleja a que se ha hecho referencia y que (recordábamos) arrastraba elementos de populismo romántico, democracia radical de masas, socialismo de Estado, anarquismo, iluminismo educacional, georgismo, anticlericalismo, pacifismo, optimismo y piedad sociales, eticismo autonomista en muy viva temperatura.” (Real de Azúa, 2007, 42)
Ricardo Martínez Ces (Montevideo, 1925), en
correlativa asociación de ideas, había escrito: “Batlle tenía una personalidad
avasalladora, mezcla de una increíble energía y constancia, que gravitó
decisivamente sobre toda la vida nacional del primer cuarto del siglo. A ello
unía una autoridad moral indiscutible, derivada de su honradez en el manejo de
la cosa pública, cualidad que también tuvo el otro gran polo de las pasiones
políticas que fue L. A. de Herrera.” (Martínez Ces, 49) Pero, en su eticidad
flexible, la política suele corresponderse con lo que Martínez Ces llama “la
corrupción, la venalidad y el favoritismo” (58). Si bien la corrupción no ha
sido del todo resuelta, tampoco es el único mal que se transmite en el tiempo.
UN DIAGNÓSTICO ESQUIVO
Uruguay arrastra una particular contradicción a partir del período posterior
a Batlle y Ordóñez, como señala diversa bibliografía. Real de Azúa sintetiza
algunos de los rasgos que condujeron al declive, y se refiere a lo que resintió
el estilo de conducción del país durante medio siglo. Dejemos que él explique
en qué consistió el fenómeno que obstaculizó el desarrollo de la cultura y el
pensamiento político: “A ello llevaron su renuncia a movilizar una ética
nacional con exigencias, sacrificios, y esas ciertas constricciones que el
crecimiento impone. A ello su ideal no malvado pero sí algo burdo de
‘felicidad’. A ello su implícito descansar en ese hedonismo de los individuos y
los grupos de interés (resorte que a la larga y en verdad, mostraría ser el
único capaz de funcionar efectivamente).” (Real, 50) También se refiere a la
tendencia de romper con “ciertas fuerzas evidentes, auténticas, nutricias si
bien imponderables de lo que de algún modo cabe llamar ‘lo criollo’ y sus
rasgos (comunitarios, tradicionales, campesinos, ‘vitales’, extrarracionales)”.
Su “irreligiosidad”, en cuanto a “esa religación cósmica, y social, intuición,
abnegación, contención de los impulsos egóticos, y en realidad a todos los
valores ajenos a la edad secular, inmanentista, burguesa que estaba apurando en
Europa su último, espléndido y equívoco otoño” (55).
Pero, hay más en un libro que nos sorprende por
revelar hechos que, se quiera o no, han comprometido la suerte corrida por el
país. Real de Azúa se expide respecto a la “‘democracia radical de masas’, de
tipo francés y su correlativo acento ‘jacobino’, dogmático, intensamente
igualitario, secularizador” (72), que atribuye al batllismo, pero que creemos trasladable
más allá del batllismo y comprendiendo buena parte del pensamiento político
uruguayo. El influjo de una “burguesía nacional” (74), la “desconfianza al
elemento individual en la elección política, la primacía del partido afirmada
sin cortapisas”, la eterna recurrencia “al caudillaje político de mediano
nivel, a ex legisladores y a algunos figurones banderizos o familiares a los
que, en porcentaje abrumador, se recurre” (93).
Enumera algunas de las particularidades de la
“sociedad de masas”, las “onerosas pautas de simplificación, infantilismo,
pasividad, automatismo, superfluidad, contagio mental, anomia, vacío espiritual
y fin de todas las ‘fidelidades’ ideológicas y tradicionales. En ese proceso
como colectividad estamos, y todo el volumen de la ‘masa media’ prefabricada,
todo el estruendoso fracaso de nuestra educación en sus varios niveles lo
alimenta” (101). Se refiere al batllismo, pero, sin atrevernos a quitar ni
agregar nada al cuadro que pinta, la referencia podría extenderse al pensamiento
nacional que envuelve al político. Real de Azúa señala dos debilidades: el
“móvil filosófico cultural” y la “ceguera al contexto”: el olvido o desprecio de
lo que significa para la clase media y obrera la “estructura agraria” uruguaya,
la “desatención a los fenómenos y desequilibrios de una situación de
marginalidad en un medio cultural tan intensamente europeizado como ya era el
nuestro” (115). Y, todavía, el “inverosímil optimismo”, la “sistemática ceguera
a la dureza acechante de la historia” para “una colectividad a la que se
acostumbró al constante reclamo […] a la que se aflojó hasta un ritmo de
trabajo propio de tiempos idílicos” […] a la que se hizo creer que tras el
éxito de los primeros esfuerzos, la plenitud del reino, y sus ‘añadiduras’,
habían llegado” (117).
¿SOLO EN 1911 Y 1962?
Martínez Ces, por su parte, pondera las estrategias de Batlle y Ordóñez
para superar las dificultades que se vivían. Nadie duda de que proporcionaron
una salida perfecta para el presente de entonces y una esperanza para el
futuro. Pero, se refiere al “camino lateral”, como lo llama (escribe en la
década del sesenta), y entiende que el problema de 1911 era el mismo que el de
su época, es decir, el subdesarrollo, aunque esta palabra no se usaba a
principios de siglo. El subdesarrollo estaba determinado por el sistema
pergeñado por Batlle y por la influencia determinante de Inglaterra (Martínez,
44). ¿Cómo se las arregló José Batlle y Ordóñez?
“Es sabido que un país en ningún caso puede progresar
más allá de lo que le permite el sector de menor productividad, ya sea el
agrario o el industrial”, observa Martínez. Si uno se estanca, se estancan los
demás; y el agrario, el siempre sustentable, se había estancado por el
impedimento del acumulador de riqueza pasiva, el latifundio. Batlle estaba en
lucha con la estancia de estilo feudal (Cuadro, 290). Para resolver el problema,
tomó por el camino lateral. “Consistió en crear un nuevo sector de inversiones,
poniendo en marcha al estado empresista a través de una política
intervencionista. De esta manera comienza una serie de creaciones de servicios
estatales y nacionalización de otros, cuyo impulso continuará después de su
presidencia y será el alma de la política batllista.” (Martínez, 45)
El cuadro, como en 1911 y en 1962, ¿vuelve a
repetirse hoy, aunque con diferentes primeros y segundos planos? En la época de
Real de Azúa y Martínez Ces la influencia del factor cultural apenas solía
infiltrarse en las disquisiciones ideológicas y polémicas políticas. Eran de
orden economicista y se bañaban en un materialismo galopante, de izquierda y de
derecha. Ese orden hubo de surgir en Europa a finales del siglo XVIII para influir
en el estado de derecho monárquico y de carácter divino, cuya economía agonizaba.
Aquí no reinaba el mismo estado de cosas, y repetir el esquema significaba enfrentar
la invención batllista, que permanecía sin cambios y se deshacía al agotarse lo
que Methol Ferré llamó “renta diferencial agraria” (46). Consistió en el
rulemán mágico en el que “reside el origen de todo un estilo de nuestra
problemática social, económica, política y cultural” (50). Una generosa
política de previsión y asistencia social, pero también el reparto a través de
salarios públicos, nepotismo y amiguismo, de una riqueza que carecía de su
necesaria fuente de retroalimentación y que terminaría por evaporarse.
A ello se debe sumar, agrega Methol, el “mesianismo”,
religioso o ideológico, especialmente el denominado “ateísmo mesiánico” que en
su persistencia llega hasta nuestra época (no se confunda con el agnosticismo
ni con la laicidad). Esta nota de carácter idiosincrásico y nacional nos viene
del jacobinismo francés, como lo señala Real de Azúa, y también Luis Alberto de
Herrera en “La Revolución Francesa y Sudamérica”, y aun José Enrique
Rodó en “Liberalismo y jacobinismo”. No se destaca por el rancio
provincianismo, que la nueva ideología sin duda venía a sacudir, sino por la tradición
hispánica con siglos de arraigo y que desde lo hondo de la memoria histórica se
anima a disputarle al siglo XX posicionamientos y actitudes vitales. Al
declinar la religión, decía Lionel Trilling, “deja un detrito de piedades” con
“una fuerte carga intelectual” de impresiones que comprometen hasta el fondo el
corazón y la mente (91).
Responde a lo que Ares Pons descubre en el establishment
y que Real de Azúa explica así: “Halló [Ares Pons] que yacía, desahuciado,
arrinconado pero todavía latente, resultando de una doble nutrición hispánica y
nativa, un modo de vida en el que la plenitud de una comunicación con el
universo, la exaltación de una comunión humana, la brújula de una intuición
misteriosa, el señorío que nace de vencer el ciego afán posesivo, la felicidad
de una contemplación desinteresada valían, bastante más que las categorías
dinámicas, racionalistas de la ‘izquierda clásica’.” (1964, T. II, 537) Salta a
la vista la encrucijada, el choque de dos fuerzas demasiado contrastantes: una
que congela y otra que rompe el hielo a martillazos, de lo que resulta la
inevitable licuefacción de los impulsos.
POSIBLE ACTUALIZACIÓN
Esta “rémora”, como llamó Real de Azúa a la carga ancestral que se
interpone cuando la realidad es diferente y exige actualización, responde a una
historia para la cual no está preparada, y yace en el centro de la vicisitud
nacional. Cambiando algunos términos se descubre la ecuación que en esencia hoy
vuelve a mostrar sus terribles incógnitas. Tomaron las riendas los intereses mezquinos
que hicieron suya la teoría que se proclamó salvadora del pueblo. Con ella se
convenció a los intelectuales y se movilizó a los obreros y a los estudiantes
desde las primeras décadas del siglo pasado.
“Cuando se echa un breve vistazo al movimiento obrero
y a las condiciones de los trabajadores en esta época de la historia del país,
la mística batllista basada en su obra de justicia social se desinfla como un
globo.” (Martínez, 46). Pero cabe aquí
este tema sólo para que sirva de ayuda si se quiere comprender el problema al
día de hoy. Los hechos que siguen al panorama descrito por Real de Azúa y
Martínez Ces son igualmente asombrosos y paradójicos. Si bien el estilo
batllista terminó descaecido y lentamente finiquitado, su reflejo se eternizó
como prolongación en la nouvelle vague aumentada y corregida. Quizá
impensadamente se instaló en quienes lo habían estigmatizado por espacio de
décadas de lucha ideológica primero y finalmente política.
El estilo batllista encontró su reformulación en
quienes habían renegado de los partidos tradicionales, desalentados por su declinación.
Era impredecible que el estilo reformulado se alistara en las mismas filas
economicistas y con igual pasividad, automatismo, superfluidad, etcétera, que,
como hemos visto, enumera Real de Azúa. Males que, según se pensaba, podían
subsanarse o bien mediante una intervención electoral firme (léase disolución
del Parlamento o cosa parecida), o mediante la teoría revolucionaria a la sazón
tenida a la vista, disimuladamente o no. Por cierto, se había culpado a Batlle
de esquivar elegantemente esa teoría y de permanecer encapsulado en un
reformismo conservador, “en una postura pequeño-burguesa hostil a todo cambio
profundo” (Claps, 19).
LAS CUATRO RUEDAS Y EL FRENO
No se trata de un freno acotado a una de las políticas partidarias, parece
claro, porque enajena a buena parte del espectro político. No poco de la filosofía
social decimonónica complica y compromete las ideologías, tradicionales o no, cuyos
representantes en la praxis fueron insertándose en las planillas electorales y
convirtiéndose en legisladores y gobernantes. Se puede advertir el trasfondo de
pensamiento que esconde y que, en Uruguay, es “frenado” por unas fuerzas casi
misteriosas. Sin embargo, estas fuerzas se explican en parte aplicando el
apotegma de Alberto Zum Felde: se piensa como se siente (Zum Felde,
172). Pues, lo que se frena es el sentimiento, la emotividad profunda que
posiblemente dirige las ideas, orienta la reflexión y acaba determinando las
actitudes, las adhesiones y las convicciones.
Uruguay se distrajo respecto a un fenómeno que
acompaña la evolución de casi todas las sociedades y civilizaciones. Es el
fundamento de ideas, principios místicos y religiosos, idearios, fidelidades y
creencias. En pleno despegue mental, que acompaña siempre al físico, faltó
llenar, en el seguimiento del acontecer mundial, el espacio que se produjo en
el norte antes y después de la Segunda Guerra, y que fue llenado. Vivimos a los
tropezones la etapa en la que había que acomodarse a las exigencias de una
cultura tecnológica disparada a raíz de las guerras. No porque aquí se ignorase
cómo asimilarla, lo que se hizo idóneamente, sino porque se adoptó como bandera
propia, y no lo era del todo.
Los uruguayos hicimos el tránsito a la modernidad mediante
un salto olímpico que fue, y es todavía, capaz de resentir cualquier
musculatura individual y social. Su dificultad era mayor por tratarse de una
colectividad no desasida del todo de su poderoso ancestro colonial. Si bien ya
se superaba en el siglo XIX, pareció hacerlo desaparecer definitivamente el
importante desarrollo cultural, literario y artístico promovido por la
generación del 900. Una explosión no limitada a las elites, porque calificados
maestros y profesores la diseminaron en los estratos medios y bajos de la
población. Por lo que parecía que las “rémoras”, obstáculos y atascaderos de un
pasado sin grandes aspiraciones, habían sido expulsadas definitivamente. Pero
no fue así.
El arco en el que se movía el péndulo oscilaba entre
el patriciado pastoril y eclesiástico, con sus notas hidalgas reacias al
trabajo y prestas a mutar en funcionariado público, y el palpitar urbano de la
clase media, colecticia y aburguesada. En la ciudad comparte sus solaces con el
arrabal candombero, y deja estampar una imagen idealizada que vulgariza el
nuevo liberalismo, popular y condescendiente. La vida ciudadana, pues, se somete
de buen grado a las dádivas del estado de bienestar al precio de que cualquier
iniciativa privada, casi obligadamente, debe conquistar la aquiescencia de la
burocracia si busca el éxito. La salvadora participación del Estado desalienta
indeseadamente las iniciativas y gestiones individuales.
De este cuadro surge con claridad meridiana la valla
cultural, el síntoma que anuncia la condición mental que prevalece desde que se
consolida como estupefaciente colectivo, sobre todo cuando la educación detiene
su arrolladora y equitativa penetración entre las clases sociales,
especialmente como efecto de los estragos de la última dictadura
cívico-militar. Pero es un freno que viene de antiguo y que se aplica sobre las
ruedas del desarrollo intelectual, del sentimiento y hasta de la moral, más
displicente que nunca desde que caen las instituciones democráticas después de
varias décadas, desde los golpes de Estado de Terra y Baldomir.
Es sobre todo el sentimiento el que se desarticula,
no tanto las ideas de tránsito que como siempre pujan por refrescarse en las
fuentes creadoras cuyas maravillas se importan sin esfuerzo y se compran y adoptan
enseguida. Tampoco los conceptos que la tecnología introduce en una lluvia de
términos, palabras y novedades que todos asimilan e incorporan con facilidad.
Se retrasa la reflexión, las ideas de fondo, los antecedentes originales de una
vertiente creadora que necesitaba reacondicionarse para por fin desembarazarse
del pasado provinciano y monocultural. Se apela al pensamiento rápido y al “wishfull
thinking” o pensamiento inducido (Real de Azúa, 1990, 23).
Quisimos participar del nuevo estilo de vida y gozar
de los favores que solamente suministran las riquezas colectivas que nunca
generamos. Esta es la falla que denuncian el ya mencionado Methol Ferre, y
también Emilio Oribe, Roberto Fabregat Cúneo, Carlos Quijano, Juan A. Odone,
Luis Pedro Bonavita y otros. Mientras que en el norte se forjaba una moderna
estructura estatal y social concebida para reemplazar a la vieja, que había
estallado en pedazos con las guerras mundiales, por aquí permanecimos en los
mismos estamentos que había solidificado Batlle, para entonces obsoletos.
El sistema se masifica tanto como se empobrece, y
desemboca en la deshumanización. El sujeto entra en conflicto con su familia, queda
sin patria y abandonado al solo recuerdo de costumbres y tradiciones, es decir,
sin una cultura propia. No sin la cultura del nivel educativo e intelectual
(Real de Azúa, 1990, 237), sin la cultura en el sentido antropológico. Lo deja sin
la disposición a superarse, a mejorar, atributo de la cultura que más importa (Ortega
y Gasset, 96). A cambio le proporciona subrepticiamente una cultura de juguete
a la cual se aficiona. La deshumanización no consiste sino en la disolución del
individuo en “la estructura ausente”, como la llamó Umberto Eco. Louis
Althusser escenificó así el fenómeno: “Un obrero indisciplinado que, al menos
en Manchester, tira el despertador por la ventana y decide seguir durmiendo, no
deja por eso de ser un obrero. Simplemente, se convierte en un obrero en paro”
(Fernández Liria, 46). La estructura, o razón fantasma, sustituye la relación
amo-esclavo.
Las nuevas relaciones conflictivas saltan del marco
primitivo para constituir una “nueva realidad” social responsable de los males de
la sociedad capitalista. En el Uruguay del siglo XX no se vive esa “nueva
realidad” ‒repetimos,
fantasma. Se la pasa por alto o, sencillamente, se la desconoce, aunque algunos
estuvieran bien enterados de ella. Los males, pues, fueron denunciados y enfrentados
por intelectuales, políticos, sindicalistas en gran medida embebidos en las
ideologías decimonónicas. Pero ya habían sido abandonadas por los nuevos
teóricos y activistas, curiosamente marxistas: Gramsci, Bloch, Lukács, Sartre,
Althusser. La situación ameritaba una actualización del pensamiento, pero no se
procedió en ese sentido, aun cuando la historia de América es
extraordinariamente rica en filosofía social.
CAUSAS ENDÓGENAS
Si bien el factor socioeconómico define el destino de los países, existe
el factor cultural. No funge como inmediato generador de riqueza, pero es la
verdadera “mano invisible” de las naciones. Uruguay vivió, y vive todavía, el
estado resultante de haber salteado un proceso de cambios de carácter cultural,
el proceso que supo vivir Europa. No ocurre nada grave a una nación cuando la
esquiva un movimiento exógeno que no tiene por qué conmoverla y se produce
lejos, ajeno a sus particularidades históricas y geopolíticas. Pero Uruguay
estuvo idealmente cerca de Europa, intelectual y emocionalmente dentro, y
comunicacionalmente “al habla”. Por lo que debió transitar una instancia de su
evolución política en la que el elemento cultural era decisivo. Hoy choca con la
valla cultural.
Además, es una valla que también se explica por
causas particulares y vernáculas. Hemos visto que el estilo batllista imprime
una de las coloraciones más fuertes al paisaje ideológico, y también al
metodológico y práctico y al de las interacciones sociales y económicas. Otros factores
se acoplaron para complicar o impedir el desarrollo de las ideas políticas, y
demorar una necesaria crítica de esas ideas que exigían severas actualizaciones.
Real de Azúa señaló “el móvil filosófico cultural” como rubro sujeto a
problematización. Si este rubro se estudia en su vinculación con el proceso
histórico, surgen componentes parecidos a la ideología y a la filosofía política.
El liberalismo, antes que nada, viene a obrar como
pegamento de unión entre los demás componentes, en especial respecto al libre
pensamiento. Sus rasgos sobresalientes eran el anticlericalismo y el
intelectualismo universitario del siglo XIX, y en el XX se diversifica por el
impacto de viejas doctrinas vulgarizadas por los partidos políticos y el movimiento
obrero (Ardao, 371). El liberalismo llega “a constituir una verdadera
conciencia nacional”, pero este carácter se disuelve hacia 1925, cuando ser liberal
empieza a resultar algo diferente, en medio de las manifestaciones del
racionalismo: teísmo, deísmo, agnosticismo, ateísmo. El diario “El Día” de
Batlle y Ordóñez “pasó a ser en el país el diario liberal por excelencia”
(376), y hasta se quiso crear el Partido Liberal.
Los materialismos cientificistas se impusieron con
vigor y echaron sombra al pensamiento que aquí se gestaba en forma original.
Surgió un ideario, por no decir filosofía, vigoroso, oportuno y penetrante, y su
autor fue José Enrique Rodó. Ardao lo describe así: “un agnosticismo
profundamente imbuido de religiosidad e imperativamente dominado por una
expectativa deísta. Un agnosticismo, además, desbordante de admiración por la
figura de Jesús y el cristianismo primitivo” (386). Concurría en una posición
parecida Carlos Vaz Ferreira: “Liberal, anticlerical, librepensador, Vaz
Ferreira no participó de manera activa o en primera fila en el que hemos
llamado liberalismo organizado de principios de siglo. Pero éste lo consideró
siempre, con orgullo, como uno de los suyos.” (389)
De ambos, agrega Ardao, influyeron las ideas sobre la
tolerancia en los liberales y aun en los católicos. El país estaba preparado
para avanzar por un camino abierto a todos los criterios que cumplieran con el
requisito del liberalismo y que, ya desde la primera presidencia de José Batlle
y Ordóñez, se había afirmado en la fe democrática. ¿Qué tiene que ocurrir para
que sobrevenga el “móvil filosófico negativo”, como lo llama Real de Azúa, que
embarga al partido de Batlle por décadas y casi al país entero? Tiene que
intervenir un factor de prolongación, de estiramiento: la pendiente por la que
fluyen las ideas como efecto de una gravedad social ineluctable. Estuvo
representada por el materialismo que se apropió de muchas voluntades durante el
primer cuarto del siglo XX (Ardao). Además de su teoría filosófica y política,
el materialismo trae lo que ya está en potencia y en acto, a saber, la
“democracia radical de masas, de tipo francés y su correlativo acento jacobino”,
al cual se refería Real de Azúa. Una coincidencia que la historia se encargará
de consolidar y que se prolonga yendo del batllismo a las nuevas fuerzas
políticas apoyadas en el marxismo.
La deshumanización tiene lugar aquí como reflejo del
socialismo de Estado batllista en las nuevas promociones políticas. La
“democracia radical de masas”, primero, con el perfil de un “populismo apenas
identificable” (Real de Azúa, 1984a, 58). Pero, además, pensamos nosotros, en
función de una extraña forma de sentirse liberal, esto es, la de alinearse en
la cultura progresista mientras se es partidario de una política retrógrada. No
coadyuva con poca deshumanización, fuere bajo la proclamación socialista o bajo
la socialdemócrata, el “wishfull thingking” que sigue los pasos de la
peor imaginación liberal. Con la bandera del progresismo en alto, se atuvo al
mismo conservadurismo del que supuestamente renegaba.
FINAL: EL PUZLE
El uruguayo medio hoy es víctima de un fenómeno para muchos imperceptible
y que se tolera casi inconscientemente. Desestima todo desarrollo intelectual
genuino, paraliza su maduración de gustos y preferencias espirituales, físicas,
morales, axiológicas. En su lugar infiltra intangiblemente un modo artificial
de ser y de desempeñarse que sustituye toda posible caracterización de autenticidad.
Un implante grotesco y vulgar le queda como único atributo. De pretendido
origen cultural, esta joya falsa responde a la esperanza de los nuevos tiempos:
cómo cambiar para que todo siga igual. Se había dicho que “lo ideológico no
consiste en ideas, ni se adquiere pensando, sino respirando un aire poblado de
fantasmas” (Trilling, 59). Y también, que “Las ideologías no son el producto
del pensamiento; son el hábito o el ritual de mostrar respeto por ciertas
fórmulas a las que por razones diversas que tienen que ver con la seguridad
emotiva, nos sentimos atados con lazos de cuyo significado y consecuencias no
tenemos en la actualidad una comprensión clara.” (74)
Aquí nos quedamos bastante atrás. “Sólo la línea
ecléctica y espiritualista del pensamiento francés que buscaba suscitar el
ideal del seno de lo real, con Guyau y Fouillée, sobre todo, o el pragmatismo
de James, tuvieron una amplia circulación americana. Las tres venas por las que
‒partiendo de raíz positivista‒ se disolvió el edificio: la de la historia y el
historicismo (Dilthey), la de la vida (Nietzsche), la de la intuición y el
movimiento (Bergson), más el replanteo del problema gnoseológico que significó
el neokantismo, fueron de actuación posterior, y aun muy posterior en nuestro
ambiente intelectual. La boga bergsoniana fue posterior al 10; la de Nietzsche,
en lo más fino y entrañable de ella, se dio más tardía y diluidamente; la de
Guillermo Dilthey no se ejerció hasta treinta o cuarenta años después.” (Real
de Azúa, 1984b, 22)
Si el filtrado de pensamiento europeo y
norteamericano desde fines del siglo XIX fue tan raso y tardío, ¿cómo no
identificar la fuerza que desplazaba la enjundia de esas vertientes? Y, aunque
Varela, Rodó, Vaz Ferreira, Herrera y otros se valoraron aquí como a leyendas
patrias, el reconocimiento de sus verdaderas implicaciones como críticos,
educadores y orientadores imprescindibles de un país joven y culturalmente al
garete, también resultó tardío. Por lo demás, lo que se filtró duró poco. En la
educación, la reforma de la “Escuela nueva”, el “Plan Estable”, el atender la
formación general y el pleno desarrollo de la persona en la educación media, la
bien recibida “moral para intelectuales” que ganó la voluntad de buena parte de
los profesionales universitarios. En la cultura, la gestión del Estado en
alentar, difundir y procurar el sustento al teatro, las bellas artes, la música
y la danza.
Real de Azúa enumera “las ideas y las fuerzas” reinantes en los albores del siglo XX. El individualismo proveniente del siglo XIX, que trasmiten Nietzsche, Carlyle y Max Stirner. Lo estético llegado por vía de Barrés, Huysmans, Wilde, D’Annunzio, Eça de Quiroz y France, que trasmite el ideal de belleza amenazado por “el espíritu de lucro y la vulgaridad de una sociedad crecientemente igualitaria, sellada por la coerción ciega de las multitudes”. Y lo social: “El marxismo había cerrado la etapa utópica del socialismo. Poco había llegado de él a América hispana hacia 1890 y 1900. Corría un breve digesto de “El Capital” editado por Sempere, algo de Engels, y más tarde breves recopilaciones de Jaurès, y obras de Kautsky y de los Labriola. El gran contradictor, Proudhon, estaba, en cambio, muy bien difundido; su ardor, su individualismo, su contenido ético triunfaban, empero, de manera más clara en el anarquismo, que fue la gran realidad de la protesta social hispanoamericana de principios de siglo.” (24) Es necesario armar debidamente este puzle, y aquí sólo se ha querido mostrar algunas huellas del gran obstáculo que impidió el pleno desarrollo de un país que tenía todo para reafirmar su cultura (y aun lo tiene), ampliarla y perfeccionarla especialmente en todos los niveles y capas de la sociedad.
*El
presente texto es la segunda parte de “En torno
a Carlos Real de Azúa, el otro freno”, publicado en relaciones N⁰ 401, octubre
de 2017, Montevideo, Uruguay.
REFERENCIAS:
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FERNÁNDEZ LIRIA, Carlos (2019). Gramsci y Althusser, Eslovenia, Emse Edapp.
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MERLEAU-PONTY, Maurice (1973). Signos, Barcelona, Seix Barral.
METHOL FERRÉ, Alberto (1971). El Uruguay como problema, Montevideo, Banda Oriental.
ORTEGA Y GASSET, José (1930). La rebelión de las masas, Madrid, Revista de Occidente.
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REAL DE AZÚA, Carlos (1990). El poder, Montevideo, Celadu.
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TRILLING, Lionel (1971). El escritor y la sociedad (selección de La imaginación liberal), Buenos Aires, Cedal.
ZUM FELDE, Alberto (1967). Proceso histórico del Uruguay, Montevideo, Arca.