G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: noviembre 2021

domingo, 14 de noviembre de 2021

FILOSOFÍAS DE LA INQUIETUD Y DE LA CALMA

Buena parte de Occidente experimenta hoy una serie de cambios de valor histórico en los que parece debilitarse el afán por evolucionar en conjunto, anhelo que registra la tradición. Aumenta en escisiones y divisiones, en la formación de conglomerados que se esmeran en cultivar el distanciamiento.

 

 Las dos últimas grandes guerras produjeron un giro inigualado en muchos aspectos políticos, económicos y sociales del mundo. Repercutieron en las relaciones internacionales, en los intercambios Norte-Sur y Este-Oeste, y sacudieron el ya débil equilibrio existente entre los centros del poder mundial. Otras guerras, como las de Corea o Vietnam, la más reciente de Irak, y hechos gravitantes como la desintegración del bloque soviético, la caída del muro de Berlín, el 68 francés o el terrorismo internacional, las migraciones, sacudieron las bases del pensamiento, de la ética y hasta de los sentimientos.

También fue modificándose la subjetividad, permitiendo que las expectativas escaparan del viejo espíritu de la Ilustración, el racionalismo y el sueño romántico, volviéndose sombrías. Pero, de sus cenizas, el horror y la muerte, surgió la ciencia relativista y cuántica, las ciencias sociales se desprendieron definitivamente del tronco filosófico, nació una nueva lógica, la psicología exploró el inconsciente, la matemática amplió sus campos numéricos, la tecnología se encaminó hacia la electrónica y la computación y la biología hacia la genética y las neurociencias. El arte estalló en nuevas líneas, planos y volúmenes, inusitados colores, abstracciones sorprendentes e insólitas transformaciones de la figura. La música abrió la ventana a una nueva acústica, con lo que se exasperó la sensibilidad como inquietud renovadora en la disonancia y la atonalidad. Se daba carta de legitimidad a movimientos cuyas raíces venían de fines del siglo XIX y se acreditaban en el XX.

Resultó el reflejo de mentes afiebradas, de los fríos destellos de la guerra y de la paz, del fratricidio y del amor. Se aprendió a convivir con la ilusión y la desesperanza, a compartir una vida de sentido y sinsentido. El mundo se cargó con una nueva crisis que sacudió los dos grandes planos de su actividad: la satisfacción de las necesidades primarias, y el mirar un poco más allá de ellas por un impulso inextricable. Quiso satisfacer otra clase de necesidades primordiales, por medios inapresables pero sentidos como perentorios, a veces cegados por la violencia y otros asistidos por la reflexión y el sosiego. Ese conmovedor período de la contemporaneidad alcanza su máxima efervescencia en el último cuarto del siglo XX. La evolución de sus transformaciones culturales, en lo que a relaciones sociales y convivencia se refiere, marca una fuerte tendencia a despojar de sus legados a la más acendrada tradición. Por lo que se produce una modificación crucial que no disimula su reflejo en la crítica de varios e importantes pensadores. Surge una crítica que encuentra en estos hechos los signos de un nuevo tiempo, de una nueva cultura, costumbres y modas inesperadas y valores no apreciados hasta entonces o desconocidos.

            Se intuye una nueva decadencia de Occidente como contrapunto de la que Oswald Spengler anunció en 1918. Entre otros diagnósticos, en 1929 José Ortega y Gasset publica La rebelión de las masas, y se conocen develadoras supervisiones de los métodos propagandísticos, políticos y comerciales, en textos como los de Edward Bernays o Vance Packard. El libro de Eric Fromm Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, de 1955, abre el curso a la crítica de la sociedad de consumo. Luego adviene una explosión de hermenéutica y una analítica social que engrosa la teoría de la posmodernidad, se acuña tal denominación ‒entre otras‒ para caracterizar la época y estalla un puñado de ideas esclarecedoras al respecto, apreciadas en el momento y todavía hoy.

 Se forjan conceptos como el fin de los grandes relatos (Jean-François Lyotard), la era del vacío (Gilles Lipovetsky), la debilitación del pensamiento (Gianni Vattimo), la licuefacción de costumbres y conductas (Zygmunt Bauman), la sociedad sin hombres (Ignacio Izuzquiza) y otras teorías que literalmente someten a juicio a la sociedad ante un jurado mundial. Abundan los diagnósticos del fenómeno de la globalización, vistos como benéficos o perjudiciales, con predominio del análisis estadístico como metodología y con una base de observación centrada en el consumo y no en la producción de bienes.

LA OTRA VISIÓN

Arduas resultan las indagaciones que deseen descubrir lo necesario y urgente para el mejoramiento general de las sociedades en la actualidad. Aunque no fuera más que en nombre de la espontaneidad y el sentir subjetivo, aunque el más sincero, se podría contribuir en descifrar el problema a grandes trazos. Estar en medio del cuadro borronea los planos y escenarios, desde que transitan pantallas muy diferentes que a veces permanecen por un tiempo y otras cambian oscureciendo el panorama. Pero es claro que hoy se habitan espacios cada vez más contiguos y estrechos, aunque, a pesar de la cercanía, se incrementa la separación espiritual e ideológica y hasta moral; incluso, en algunos lugares el hecho puede terminar en violentos enfrentamientos.

Hay quienes viven según una serie de cambios que otros desdeñan y hay quienes desconocen los cambios y procesos en las formas de vida, que son notorios e indiscutibles, sobre todo en las formas de pensar y conducirse. Algunos priorizan el pensar, otros el conducirse, y están los que piensan y se conducen en forma simultánea. También los que se niegan a pensar, o no pueden hacerlo por no tener la costumbre, y proceden a conducirse como un navío a la deriva. No faltan los que piensan mucho sin reflexionar y los que hacen muchas cosas sin pensar, los que se conducen sin pensar qué sienten y los que sienten sin saber qué piensan. Esta variedad no aumenta la cantidad de individuos, pero aumenta la cantidad de voluntades anónimas, iniciativas, voces, proclamas y reclamos y cantidad de desgraciados. Incrementa los corros y aglutinaciones físicas, así como el tesoro de unos pocos agraciados por la fortuna. Es claro que de esa mezcla no suele surgir la civilización.

Se pone en evidencia el ser humano actual en sus principales cualidades, facultades y sentimientos, capacidad de aglutinamiento y segregación, simultáneas y conflictivas. Parece, como muchos creen, que el gregarismo es el perfil identitario, aunque no el único. En la convivencia cotidiana aparecen estos y otros rasgos que suministran lo principal de una caracterización fidedigna. Pero se prefiere la información extraída de la estadística y la encuesta telefónica, que son provechosas si se persiguen determinados fines prácticos y no otros. Los grandes valores, aspiraciones, conquistas de pensamiento, arte, cultura, que ocupan el lugar enriquecedor, se corresponden con otro orden de descripciones, panegirista, entusiasta y esperanzado en el futuro. El orden de condiciones de todos los días, empero, responde más bien a la ironía y a la voluntad capciosa, aunque no prescinda de las expresiones de alegría y regocijo ocasionales. Le gane la inquietud de animal en acecho o la calma del sueño y el reposo, la filosofía humana es cambiante e imprevisible.

INCONVENIENTES

¿Qué debe tenerse en cuenta si se desea trazar la filosofía que parece afirmarse en la conciencia de quizá la mayoría actual de personas? ¿Tiene filosofía como tiene saberes, destrezas, ideas, sentimientos y también defectos y descarríos? ¿Se puede caracterizar en general o es una para cada individuo? Sea como fuere, hay ciertos aspectos en común, modulaciones en las ideas y conductas, formas de pensar y hacer. Dese como un hecho que tiene una filosofía y que podría caracterizarse así: a) una actitud para enfrentar la vida, b) la fruición por dar solución a los problemas de los seres y el mundo, y c) el freno retardante de la duda, así como la traba inmovilizadora del misterio que rebasa toda ciencia.

            Sea eso admitido, se va directamente a lo notorio y dominante del pensamiento en boga. Se trata de la presencia de opuestos, algo inveterado y secular, coexistencia de dos fuerzas sedicentes y arrogantes en permanente lucha. En ocasiones y como arte de magia se intercambia el puesto de vanguardia y se combate por la preeminencia sin que alguna venza o destaque. Aparecen, quizá en primer plano, aunque no siempre perceptible, el impulso y la contención, la provisión que viene de adentro y el control que se impone de afuera. No es filosofía, todavía, sino aquello que habitualmente la provoca. Es la señal que de manera ostensible da con el límite entre lo individual y lo social. No es el contraste entre el individuo solo y la agrupación multitudinaria, sino la diferencia entre el querer y el no querer, entre el desdén y la disposición a encausar la energía en algo provechosamente compartido.

            Así surge un primer rasgo característico de una nueva filosofía, confrontación de ideas, emociones, conductas, proyectos y formas de realizarlos o materializarlos. El filósofo corriente es un guerrero, n combatiente, gladiador que esgrime variadas armas y que, a raíz de sus experiencias aleccionantes, se obliga a pensar antes de actuar, con lo que convierte el arma en herramienta, incluido las de orden mental. Y pasa de la inquietud a la calma. La guerra, mental o física, método de vida histórica corriente, viabilidad originariamente preferida para responder interrogantes y facilitar la resolución de problemas, expediente que sirve para satisfacer necesidades inmediatas, se modifica, transforma y evoluciona.

¿Cuáles son los cambios, qué los origina? No son los hechos brutos, las riquezas y despojos, el horror, la muerte, y no los origina el amargo sabor de la destrucción, como algunos creen. El cambio de actitud, el tránsito que obliga a abandonar la guerra surge de un vector y no de un par de fuerzas brutas confrontadas. El artífice de la paz abandona las armas y las cambia por herramientas, objetos preferidos que todavía se empeña en perfeccionar. Los cambios no se producen por la inquietud que origina la guerra, por un cambio de problemas, sino por una innovación en el percibir. No basta con que cambien los objetos porque, en poco o en mucho y aunque no sean los mismos, siempre sirven a lo mismo. Se perciben como lo que siempre son, básicamente, en lo que resulta útil para una desolada y corta supervivencia. La forma de volverlos conscientes, el modo de advertir qué significan, es asunto a resolver por parte del gran interventor ante su competidor, la naturaleza. No llega a establecer con ella una relación recíproca, pues le quita más de lo que le da. Por otra parte, el mundo es reacio a entrar en contacto con la ciencia, porque no la necesita: es introvertido, inmutable para los ojos y autosuficiente.

De todos modos, el cerebro funciona en provecho de la propia vida y provee siempre una nueva visión, un darse cuenta cada vez de su razón de ser y de su situación actual. Para él no cuenta el intermediar fortuito ni la intervención previsible del mundo sino la aparición aprovechable, aunque esté sometida a cualquier condición. Si bien los objetos cambian, el cambio que tiene que ver con la filosofía humana no escapa al fervor por convertir la utilidad en una fuerza abierta y manejable, por lo que el producido se ocasiona en el hombre y no en el objeto. El darse cuenta, como corolario, es el resorte que mantiene el pensar y la conducta en la posición de una misma actitud para enfrentar la vida (el sentido corriente de la filosofía), el que da un fundamento explicativo de los seres y el mundo (sentido ilustrado) y provoca una inquietud por la que se intuye lo que está más allá de la aptitud para llegar al fundamento (sentido que emerge en cada uno).

 LA CUARTILLA EN BLANCO

 En cuanto a la duda y el misterio, veamos que, si lo que cuenta es lo consonante de la vida, no habría que preocuparse, pues ¿con qué fin despejarla o desentrañarlo? Sin embargo, interesan a la filosofía del ser humano ‒de lo contrario no sería filosofía‒ desde que la curiosidad, facultad siempre asociada al filósofo, responde también a la ambición por aquello que no se tiene y considera atesorable. De este modo, tiene como propio tanto la certeza como la incertidumbre. Es un factor secundario y no una fuente de supervivencia inmediata. Parece satisfacer un orden de necesidades secundarias. La duda y el misterio se acoplan a la actitud y a la explicación del mundo como auténticos parásitos, devoradores insaciables que, sin embargo, no agotan jamás su fuente de alimentación. Producen alergia y picazón que nunca se alivian.

La molestia disminuye si se encara la empresa que investiga y examina el problema experimentalmente, o cuando se procede por ensayo y error en busca de un resultado explicativo, como ocurre con cualquier objeto del mundo que se indague. Y se presenta el curioso fenómeno por el que, si se aumenta el número de revelaciones, se vuelve más difícil disipar los misterios que quedan y que aparecen como de la nada. Porque el juego del conocimiento no es de cantidades que van y vienen, que aumentan o disminuyen, sino de esencias que no se cuantifican ni almacenan. Se trata de lo que marca el tránsito de la filosofía de lo acumulativo a la de lo selecto, no resultando la primera del todo negativa sino mutante, cada vez con mayor empuje, convirtiéndose en una filosofía del desecho, la clasificación y la desunión. 

SOBRE LA CONVIVENCIA 

Que algunos prioricen el pensar y otros el conducirse, que se ocasione una amplia gama de actitudes, explicaciones del mundo, y que sin cesar aparezcan nuevas dudas y misterios, pues, no es nada extraño. Que haya quien piense a la vez que se conduce, sin previa reflexión, quien niegue el pensar y que navegue a la deriva, tampoco. Son casos en que se responde por debajo de la ambición de sobrevivir, aunque no se sepa, o en que no se tiene conciencia de la calidad de los hechos. Si comer es sobrevivir y dormir, trabajar, aprender, amar, odiar es sobrevivir, todo se da por añadidura: filosofar es sobrevivir. La civilización se empeña en edulcorar esta verdad de fondo, amalgamarse en un conjunto de estructuras de convivencia, códigos, tradiciones, servicios, trabajos que escapan a cualquier dramatización. Pero la vida es un drama, una representación tan frágil que el vuelo de una mariposa puede cambiarla para siempre. Hacer filosofía, pues, es igual a cocinar, a trabajar o a pasear.

            Apreciaremos otros aspectos con rasgos dramáticos como tragedia o como comedia. En uno de sus estadios elementales y corrientes, la actitud frente a la vida puede prevalecer y hasta obstaculizar la pasión por resolver problemas, así como opacar el afán por revelar misterios. El hombre se aboca a defender actitudes iconoclastas, inapropiadas o exageradamente naturales o naturalistas y también, a caer en el abandono y en la marginación en aras de un ideal inalcanzable. Las sociedades organizadas desarrollan sistemas eficacísimos en resolver problemas, especialmente aquellos que tienen que ver con la satisfacción de necesidades primarias. El individuo se ve abastecido y en parte sustituido por el sistema. No tiene que preocuparse por lo inmediato, como tiene que hacerlo quien vive en un pequeño poblado, en el desierto, el campo, la selva o la montaña. Puede perder el hábito de la preocupación y con ello robustecer su interés por el misterio y/o afianzar su actitud ante la vida.

            Ese ciudadano del mundo o filósofo impenitente está amenazado por dos peligros. El primero se cierne sobre él si no cuenta con los conocimientos correspondientes al interesarse por lo desconocido y, el segundo, si se deja envolver por el mismo fervor que corre como agua de lluvia en una sociedad desarrollada o a medio desarrollar. Encontrará la pasión por el misterio en medio de una bola de nieve que crece al rodar de grupo en grupo, asociación real o virtual, individuos que concurren y pujan en el mismo sentido, corporaciones, sociedades, clubes, agrupaciones, grupos de amigos, colegas, compañeros de trabajo, familiares. En cuanto a la actitud frente a la vida, la suya no podrá diferir mucho de la de los demás por tratarse de una vida interrelacionada estrechamente y por lo tanto interdependiente. Tendrá, pues, que adoptar criterios compartibles, generales y comunicables sin complicaciones, renunciar a sus más caras aspiraciones en cuanto incluyan algún imprevisto o impliquen la lucha contra el viento y la marea si quiere introducir variantes, aunque fuesen leves.

            Quien prefiera resolver problemas estará mejor posicionado respecto a su actitud ante la vida y los misterios, pero competirá con el sistema. Lo más probable, como se comprueba con frecuencia, es que quede descolocado, sea desoído y disimuladamente expulsado y olvidado. Así les pasa a quienes no concilian con la voluntad general, la cultura y los hábitos popularizados y puestos a la cabeza de la moda y de los usos en boga pergeñados por los “farandulistas” (etimológicamente farsantes). Personalidades fuertes suelen quedar atrapadas en esta amenaza de los tiempos, por querer prosperar a la sombra de alguna de sus prometedores y engañosas frondas, y renunciar a toda autenticidad.

 UNA FILOSOFÍA QUE CRECE

 La actitud de cada persona para enfrentar la vida, su fruición por dar solución a los problemas de los seres y el mundo, especialmente en el plano práctico y respecto a la inquietud por develar misterios, componen una filosofía mundana que posee carácter populista, si se puede emplear el adjetivo en este contexto. Quiere decir que el individuo dispone de todo lo necesario para “flotar” socialmente, con la ilusión de esquivar en lo posible lo engorroso de sus problemas. Enfrenta con esperanzas la gravedad de la situación debida por lo general a sus escasas economías y a los fracasos que se suceden en un clima de fuerte competencia laboral y social. El peso innominado de la masa aplasta su individualidad.

            La filosofía que se desprende es la de quien se “esconde” entre los demás, fueren sus colegas, los integrantes de una institución o de una empresa, la de sus progenitores, la de su familia o de quien puede asistirle. Pero predomina la de una fuerza originada en el mercado de la publicidad que se despliega por las calles y hogares como semillero. Espera obtener una recompensa que jamás le llegará, un sitio propio en el mundo, el reconocimiento por ser “igual” a los demás, con el visto bueno de la democracia mal entendida. Así resulta la filosofía de la inquietud, que se ampara en el beneplácito de todos, en la fe fundada en la ficción, en el ensueño mórbido de quien ya no cree en sí mismo y espera todo de quien es cada vez menos prójimo.

            Examinemos esta modalidad de pensamiento en algún detalle. Las historias personales se convierten en una vulgar corriente de acontecimientos que se repiten y comparten todos, con lo que se contribuye a cerrar el paso al crecimiento de la sociedad. No se piense solo en el desarrollo económico, que también cuenta, sino en los demás desarrollos imprescindibles, de la educación, la cultura, la información y la técnica, las ciencias y las artes (sin los que no hay economía que valga). La filosofía populista traba todo impulso, movimiento, promoción de realizaciones, actualizaciones e innovaciones, por contrastar de plano con ellas, empecinada en convertir a la persona en un puñado de problemas y muy lejos de hacer de él un candidato para resolverlos.

            El filósofo de la calle, por una razón de orden neurológico, el mismo que por regla general abomina de quien se encierra para alcanzar alguna conclusión valedera (filosofía de la calma), este individuo paradojalmente enajenado por las mismas luces de la civilización que lo ha visto crecer y envuelto para favorecerlo de todos los puntos de vista (y que evidentemente no ha llegado a comprender), apela a sus neuronas espejo, recursos especializados del sistema nervioso con los cuales el organismo imita automática e inconscientemente lo que observa en los demás. Asimismo, y debido a que toda incapacidad o inmovilidad es fácilmente transmisible, llena el vacío social allí donde la comunicación y el contagio no ha consagrado todavía su obra de destrucción psicológica y anulación reflexiva.

SOBRE LA CALMA

 La conciencia emergente parece hoy querer fragmentarse en dos pedazos buscando el fin de la tan ansiada unificación (entiéndase bien, de la inteligencia) y consolidación de los objetivos que, por ejemplo, quiso eternizar la creación de la Naciones Unidas en 1945. Es verdad que los pueblos del mundo jamás estuvieron unidos del todo por lazos de mucha fraternidad, pero hoy quieren fragmentarse interiormente en cada localidad, país o región, no por razones políticas ni económicas solamente sino también por motivos psicológicos y sociales. Tal vez sea una forma velada de manifestarse la puja de siempre por el poder, las riquezas naturales, las hegemonías e influencias geopolíticas y de telecomunicaciones. Sea como fuere, va perdiendo paulatinamente la posibilidad de evolucionar en conjunto, mientras gana en escisión, división, formación de grandes grupos distanciados que sobrepasan los límites nacionales, regionales y continentales.

            No son los grandes líderes del mundo solamente los que se ven afectados por esta tendencia a la división y al enfrentamiento. Son todos los humanos. Afecta a la pobreza y a la riqueza, a las economías cerradas y abiertas, a los paradigmas científicos y a las concepciones ideológicas, religiosas y jurídicas, a las diferentes éticas y estéticas, gustos y modas. Afecta a todas las esferas de la actividad humana. Y se produce la paradoja por la que crece la separación a medida que aumenta la concentración física, habitacional, arquitectónica. La tendencia a la división se eleva cada vez más, como los rascacielos, pero, ¿qué se puede hacer no para contrarrestarla sino para complementarla con aquello de que “la unión hace la fuerza”? Hasta parece que ni la ONU puede hacer mucho al respecto. Sería del todo provechoso empeñarse en terciar por la persona como muchos lo hacen a favor de sus partidos, iglesias, clubes, empresas, sindicatos. Porque al fin y al cabo es la persona la que logra imprimir cambios significativos al curso de la historia, aunque sin sus congéneres no sería nada.

            Tal es la ventana por la que se asoma su desmelenada cabeza el filósofo de la calma, el ciudadano que prefiere ver más acá y en cierto modo renuncia al querer ver más allá. Pues el horizonte lejano que todos creen ver con claridad, en realidad, es muy difícil de ver porque los cambios son caprichosos y se pronostican solo por aproximación y con dificultad. La filosofía de la calma, es de aclarar, no se encierra en una torre de marfil, sino que se genera en todos lados, en casa, en la calle, en el trabajo, en las aulas, en las fábricas, tiendas chicas y grandes, comercios, talleres, quintas, chacras, campos y poblaciones. Es la filosofía de la inquietud la que se elabora entre las cuatro paredes de un recinto, cualquiera fuere, falto de luz clara y aire puro. En esencia, se encierra en sí misma porque prefiere acorralarse en solo el fragor y el alboroto, el aparatoso, irisado e incontenible artificio que también surge con la civilización tecnológica. El espíritu de la inquietud es el que convierte a la tecnología en una locura, como lo fue la energía atómica para fabricar una bomba.

Al abarrotarse de artificio, la subjetividad se ha desdoblado y revertido, llenándose con el afuera enajenante. Pero conquistaría la calma si contemplara los estados del mundo histórico, que mucho enseñan, y podría sumar al suyo el de la realidad calamitosa que aparece solo con recorrer rutas y caminos. En ellos desfilan las casuchas con sus descuidados alrededores, los patios tristes y pastizales, las zanjas y aguas estancadas. ¿Dónde está el urbanismo proyectado en los estudios de los municipios, la arquitectura, la ingeniería, la tecnología? La dinámica de la inquietud asimila esta realidad tangente como algo natural, como una cuestión relativa al correr de los tiempos. Pero los tiempos no corren, el espíritu de la inquietud corre y se estrella. En tanto la inquietud se encarga de acumular, sumando, la calma procede por eludir, restando. Prefiere elegir lo que le parece provechoso para reservar un lugar de privilegio a lo selecto. No se satura ni se inunda con facilidad, y lo pasajero y la repetición le impiden funcionar como eslabón en la cadena que conecta a la persona con el mundo.

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