El libro fundacional del personalismo
filosófico podría servir de obsequio entre dos amigos, por ejemplo, un
cristiano que lo regalara a un socialista, aunque parezca raro; su valor resultaría
indiscutible para ambos, aunque no coincidiesen en lo demás. El teólogo suizo
Karl Barth fundió en ideal y práctica religiosa las dos concepciones sin entrar
en contradicción de principios. El libro del ejemplo es el "Manifiesto al servicio del personalismo. Personalismo y cristianismo",
del filósofo, ensayista y activista francés Emmanuel Mounier (1905-1950). Sin necesidad
de hacer el panegírico o de suscribir a cuerpo entero estos epígrafes, es de reconocer
en ellos, por un lado, al cristianismo como sustancia principal que integra la
historia de Occidente; por otro, al personalismo como doctrina no
individualista ni socialista, enfrentada al conservadurismo y al materialismo y
tutora de una filosofía con raicillas en el siglo XVIII y enraizamiento en el
XIX. Ninguna orientación filosófica, ideología política o creación del
pensamiento y del sentimiento desconoció el peso histórico de estas dos
tendencias, aun en la crítica más severa o en la refutación lisa y llana.
LINEAMIENTOS DEL
PERSONALISMO
El libro de Mounier es una de las mayores proyecciones del
cristianismo moderno en el ámbito de la ideas sociales y políticas del siglo XX.
También representa una de las más importantes alternativas respecto a las
filosofías prácticas de su tiempo (comunismo, fascismo, anarquismo) y una
sólida sugerencia de fondo, no sólo práctica sino también espiritual, para cualquier
clase de régimen político o ideología. En cuanto a la organización política de
los Estados, la de Mounier era la época de las mayores contradicciones, por
ejemplo, la monarquía constitucional de Inglaterra o la república de Estado
totalitario de Alemania. Reprueba estas anomalías y propone una guía de acción
y meditación o forma de vida fundada en sólidos argumentos filosóficos, pero
también políticos, sociológicos y económicos.
¿Qué es, y qué fue, el
personalismo? Mounier abre su manifiesto así: “Llamamos personalista a toda
doctrina, a toda civilización que afirma el primado de la persona humana sobre
las necesidades materiales y sobre los mecanismos colectivos que sostienen su
desarrollo”[1].
La expresión “el primado de la persona humana” anuncia el enfrentamiento con las
concepciones de carácter colectivo que conciben al individuo sólo como pieza
del gran mecanismo social. Pero, el entorno en que resuenan semejantes campanas
no es adicto a definición alguna sobre el tema y mucho menos de un “primado”
que no fuese externo al individuo, terreno o celestial.
¿De dónde sale exactamente el
interés por la persona? El momento es exclusivo: el romanticismo, que en arte y
cultura había ganado a las naciones en el siglo anterior, alemán y francés en cuanto
a pensamiento y sentimiento, inglés en su sensibilidad económica y política, es
literalmente pulverizado. La visión acorta su mirada dejando que se apoye en la
realidad inmediata, inclinándose hacia el realismo y con el propósito de adoptar
una objetividad estricta, la misma que empezó por gobernar la acción política y
la guerra. Sin embargo, las inteligencias del momento tienen plena conciencia
de los efectos indeseados e inevitables de estas tendencias y reservan algunos espacios
a la subjetividad, el universo
desplazado, discutido y problematizado. Es así como se entabla un conflicto de
concepciones, sin que las leyes de la objetividad y de la experimentación
práctica, real y concreta, dejen de cobrar cada vez más jerarquía y a la larga alcancen
un nivel inigualado en la historia.
Aunque arraigue con firmeza la
tendencia objetivista hay quienes sugieren volver a la espiritualidad preferida
de los románticos, pero esta vez de manera radicalmente distinta. Empujan la
curiosidad humana por los laberintos de la intimidad insondable, como ellos,
pero hunden el ancla antropocéntrica, rescatada
del humanismo y el Iluminismo, en su propio fondo, es decir, en el abismo de la
vicisitud individual con sus complejos vínculos sociales. Dan el paso crucial de
un yo poético y sentimental,
insondable y solemne, a una subjetividad
psicológica y psíquica que empieza a ser explorada y a revelarse en sus
misterios hasta entonces de carácter místico. Con todo, no se salvan de caer en
cierta misantropía causada por unos pellizcos de religión del corazón con toques
de pietismo.
Si bien no se baja del cielo por
primera vez, en cambio se explora la psiquis humana como nunca se hiciera, y no
resulta del todo extrañas en ese momento otras visiones sorprendentes en que se
define la realidad del mundo de acuerdo a la estricta perspectiva humana,
abandonándose todo absolutismo. Así, entre el ocaso de un siglo y el amanecer
de otro, nace la física de Maxwell
y Minkowski y la relatividad
de Einstein, la psicología profunda de Freud, la filosofía de la conciencia y
la persona de James y Mead, la fenomenología de Husserl, la teoría de los
valores de Scheler y la psicología descriptiva y analítica de Dilthey, entre
otras manifestaciones testimoniales del nuevo interés teórico por el papel de la
conciencia en el conocimiento del mundo y de sí misma.
LA PERSONA COMO FUNDAMENTO
En ese paisaje asoma la silueta de la doctrina, como la llama su creador, del personalismo filosófico. Tratándose
de una noción tan importante, la de persona ¿no era reconocida a principios del
siglo XX, el siglo de Mounier? Lo era y se fundaba en una teoría que fusionaba
en una sola las nociones de individuo y persona, aunque la discusión respectiva
iba en ascenso, enriquecimiento y desarrollo desde su inicial fecundización en
el siglo XVIII por Friedrich Schleiermarcher. Volvieron a nacer las
características, atribuciones y jerarquías que, precisamente, habían sido desatendidas
por fuerza de los positivismos, materialismos y comunitarismos que desde la época
de la Ilustración desplazaban a los individualismos y espiritualismos asociados
incondicionalmente a los subjetivismos.
Mounier distingue con firmeza
entre individuo y persona. La persona registra especial atención por parte de
filósofos antiguos como Epicteto, del medioevo como San Agustín y Santo Tomás, del
siglo XVII, entre ellos Descartes y Leibniz, del XVIII con Kant y Schleiermarcher,
y de los siglos XIX y XX con un puñado de pensadores como Kierkegaard, Lotze, Renouvier,
Scheler, Bergson, Maritain, Buber, Guardini. Despunta en la teología como
concepción que sale en defensa de la personalidad de Dios, opuesto a la idea de
un ser impersonal y absoluto, y al panteísmo que lo encuentra en todos y cada
uno de los átomos del mundo (también el Papa Francisco desecha la fe en un Dios
difuso o “spray” para fundarla en un “Dios persona”). El personalismo filosófico
consiste en la actualización y el remozamiento de los antecedentes bajo la
inducción especialísima de Mounier y en estrecho lazo con el cristianismo. El
interés por esta idea se expande en Europa y América y suministra orientación más
allá de la filosofía. Florece como ideario a la vez espiritual y práctico, opuesto
al materialismo en boga o en ascenso. La persona encarna el meollo de la
doctrina, pues sólo en ella y no en la sociedad puede generarse y desarrollarse
la espiritualidad reivindicada.
El materialismo resulta siempre interpelado
debido a que fija la atención en las necesidades humanas inmediatas, relegando la
realidad espiritual tan real como la realidad
material. La ideología que considera la primera como producto de la segunda, es
decir, generada de la actividad económica, no es refutada pero sí rectificada
por Mounier. Aspira a revelar la relación exacta entre ellas por medio de una
dialéctica no demasiado diferente a la del hegelianismo, de tesis, antítesis y
síntesis, pero despojada de determinismo y fatalismo. Cuando una tesis A,
explica, produce una antítesis B, “es de su interacción y no de la
determinación mecánica de la segunda por la primera cómo hace la síntesis C”. A
lo que enseguida agrega: “Y como una gran parte irracional se introduce en la
formación de B y de C, únicamente la experiencia histórica puede dárnosla [la síntesis], y no una
deducción abstracta. Por lo demás, la interacción de la Naturaleza y de la
Idea, de la infraestructura (económica) y de la supraestructura (ideológica:
filosofía, moral, religiones, derecho, etc.), no es en sentido único.”[2]
DISTINCIONES Y ORIENTACIONES
Una filosofía amparada en la noción de proximidad o amor al
prójimo del cristianismo no podía descuidar los aspectos de organización social
imprescindibles para la convivencia. La sociedad ha establecido la estructura correspondiente
de acuerdo a la moral y el derecho de los individuos. Pero el auge de la actividad
industrial y comercial, la estratificación en clases y la brecha entre pobres y
ricos, piensa Mounier, ha generado la despersonalización y producido las
muchedumbres indiferenciadas, una “sociedad sin rostro, hecha de hombres sin
rostros, el mundo del se[3],
donde flotan, entre individuos sin carácter, las ideas generales y las
opiniones vagas, el mundo de las posiciones neutrales y del conocimiento
objetivo. Es en este mundo, reino del ‘se dice’ y del ‘se hace’, donde surgen
las masas, aglomerados humanos
sacudidos a veces por movimientos violentos, pero sin responsabilidad
diferenciada” (92).
Ahora bien,
“cuando comienzo a
interesarme en la presencia real de los hombres ‒continúa Mounier‒, a reconocer
esta presencia frente a mí, a aprender la persona que ella me revela, el tú que ella me propone, a no ver en ella
más que una ‘tercera persona’, un no
importa qué, una cosa viva y extraña, sino un otro yo mismo, entonces he
realizado el primer acto de la comunidad, sin la cual ninguna institución
tendrá solidez. Es, pues, la exclusiva miseria del lenguaje la que obliga a
definir con dos palabras un régimen, una revolución personalista y comunitaria.
Lo social objetivado exteriorizado,
considerado separadamente en una comunidad de personas, no es ya un valor
humano ni espiritual: a lo más es un organismo necesario y, en ciertos
momentos, peligroso para la integridad del hombre.” (97)
La indiferenciación generalizada debilita
la voluntad individual o, en el peor de los casos, hace que su libre
manifestación se disuelva en la general y masiva. Como consecuencia directa, el
poder público se impone sobre el privado o incluso se opone. En vez de
“apoyarse sobre él”, “lo comprime y lo rechaza”: “Lo Público está corrompido si se opone a lo privado” (97). De modo
que, sorpresivamente, Mounier apela a un concepto aparentemente extremo. Piensa
que la persona “no puede alcanzar nunca la libertad y la comunión perfecta a la
que aspira” pues se ha perdido el valor de la soledad: “Ninguna sociedad
humana, por tanto, puede eliminar los dramas y las grandezas de la soledad.”
(99)
“El sentimiento de la soledad es tomar conciencia de todo el
margen no espiritualizado, no personalizado, por tanto, de mi vida interior y
de mi vida de relación. No mide mi insociabilidad […] sino la suma de las
indigencias de mi persona: en ningún sitio, quizá, lo siento más ásperamente
que cuando huyo de mí mismo y yerro mi sed de comunión al multiplicar mis
relaciones objetivas con los hombres. No es desde fuera como se combate la
soledad, mediante el cúmulo de relaciones, por la inflación de la vida pública;
ni es mucho menos, como lo creían nuestros ingenuos sociólogos, por el
estrechamiento de la solidaridad funcional […] Cuanto más alta es la cualidad
de nuestra vida espiritual, más ampliamente la soledad abre sus abismos. Por
ello, el lugar que se le da es, quizá, la mejor medida del hombre.” (99)
Con el mismo propósito, defender
y explicar el ideario personalista, formula otra puntualización importante: “La
educación no mira esencialmente ni al ciudadano, ni al profesional, ni al
personaje social. No tiene por función dirigente el hacer unos ciudadanos conscientes, unos buenos patriotas o pequeños
fascistas, o pequeños comunistas o pequeños mundanos. Tiene como misión el ‘despertar’ seres capaces de vivir y
comprometerse como personas […]
la preparación a la profesión, la formación técnica y funcional no debería
constituir el centro o el móvil de la obra educativa […] Así, pues, la escuela,
desde el grado primario, tiene como función el enseñar a vivir y no el acumular
unos conocimientos exactos o ciertas habilidades” (114-115). Como se
puede apreciar, en todas las épocas el tema fundamental de la educación de
niños y jóvenes se convierte en dilema, como ocurre aquí y ahora. La posición
de Mounier al respecto coincide en acentos y principios con la de algunos
pensadores uruguayos como José Enrique Rodó y Clemente Estable.
Es
estratégica afición de Mounier aproximarse a las tendencias de pensamiento,
hábitos sociales de moda y filosofías en boga para extraer respetuosamente lo
que parece loable. Sin embargo, resulta casi siempre una velada crítica al
deslizar enseguida agudas puntualizaciones y distinciones, cargadas de sentido
común y profundidad moral, con lo que el argumento se envuelve en una cálida
familiaridad comprensible para toda sensibilidad. Su derrotero, pues, termina
siempre en la modificación de la sustancia analizada al punto de transformarse
con frescura en su propio pensamiento. Asoma así su visión de la vida privada, un concepto capital que
integra el manifiesto del personalismo. El sentido dado a este concepto pretende
resolver la dicotomía entre el valor del “aprendizaje de la comunidad”, o de la
vida colectiva, y el valor de la vida interior, de retiro y meditación.
Mounier reconoce las dos
vertientes, pero disuelve su aparente oposición de esta manera: “sabemos que
esta comunidad no es alcanzada por la persona al primer impulso, ni nunca perfectamente.
A fin de prevenirse contra la ilusión es bueno que lo aprenda en su alrededor,
con un rigor exigente sobre relaciones próximas y limitadas. Aunque preparando
a la vida colectiva, estas tentativas modestas contribuirán a formar un
conocimiento directo del hombre y de sí mismo, sin intermediarios ni
sucedáneos. La vida privada recubre exactamente esta zona de ensayo de la
persona, en la confluencia de la vida interior y de la vida colectiva, la zona
vital más confusa donde una y otra hunden sus raíces.” (125)
Denuncia la
“deformación política” de la vida privada, atendiendo a que “la opinión pública
no parece plantearse más que problemas de hombres”. Mientras que los obreros
han tomado conciencia de su opresión, “Un
proletariado espiritual cien veces más numeroso, el de la mujer,
continúa, sin que ello produzca asombro, fuera de la historia […] Se las ha instalado en la
sumisión: no la que puede coronar el más allá de la persona, el don de sí mismo
hecho por un ser libre, sino la que es, por debajo de la persona, renuncia
anticipada a su vocación espiritual” (129). “La mujer también es una persona”, escribe,
recuérdese, en 1936. Contrariamente a todo lo previsible, este manifiesto no se
opone a todo, no pretende rebatir todo, sobresalir por encima de todo. Desenrolla
una prolija lista de valores, subrayados en ideologías, teorías políticas y
costumbres, pero que encuentra susceptibles de rectificar.
Hay dos blancos que resultan el
principal destino de sus flechas: las fallas de la cultura burguesa y las de la
cultura dirigida (156). Sin embargo, no se sale demasiado de ellas, porque no
es partidario de derribarlas sino de perfeccionarlas en función de los
intereses y derechos de la persona. Así, encuentra en el pueblo el gran recurso
de la cultura, y en los intelectuales la misión de enseñar al pueblo dónde esa
cultura está contaminada. Proclama la metafísica “que mira por encima del
hombre, de la sensación de placer, de la utilidad, de la función social” y que
sólo puede fundarse en la persona. Confía en ella como esperanza de superación individual
y colectiva, pues “sólo un enriquecimiento interior del sujeto y no un acrecentamiento
de su saber hacer o de su saber decir merece el nombre de cultura”[4]
(158).
EL RESTO AHOGADO DEL
ORGANISMO
“La importancia exorbitante que hoy posee el problema
económico en las preocupaciones de todos es signo de una enfermedad social”. Lo
económico “ha ahogado el resto del organismo humano” (159). ¿Qué posición
adopta Mounier frente a este hecho intemporal, que hoy ocupa la preocupación de
todos bajo el estallido del consumismo estimulado por las abrumadoras técnicas
del mercadeo? La respuesta es llana: “Lo económico no puede resolverse
separadamente de lo político y de lo espiritual a los que está intrínsecamente
subordinado, y en el estado normal de las cosas no es más que un conjunto de
basamentos a su servicio.” Es la causa de todo conflicto, incluso espiritual, y
el perfil del orden económico capitalista vigente contribuye a la aparición de
un anticapitalismo grosero, cuyas formas han adoptado bases truncadas o falsas,
entre las que destaca el solo propósito de permutar personas en el goce del
confort y la riqueza, como ha demostrado el socialismo en su decadencia (164).
Mounier parece incurrir en cierta
ingenuidad al proponer una economía que regula “la ganancia sobre el servicio
prestado en la producción, la producción sobre el consumo y el consumo sobre
una ética de las necesidades humanas, replanteada en la perspectiva total de la
persona” (179), por más que sería el ideal. Pretende distinguir: primero, una
“ética de las necesidades” que distinga entre necesidades vitales y superfluas;
segundo, las necesidades reales del
consumidor al margen de las solicitudes comerciales; tercero, la libertad en el
consumo (183). No es ingenuo, empero, suponer el “primado del servicio social
sobre la ganancia” (197), que recuerda la economía social del viejo estatismo uruguayo.
Quiere resolver el conflicto entre liberalismo y colectivismo, modalidades en
cada una de las cuales defiende algo bueno; en la primera la libertad y la
iniciativa, en la segunda el control de los intereses particulares: “el personalismo
conserva la colectivización y salvaguarda la libertad apoyándola en una
economía autónoma y flexible en lugar de adosarla al estatismo” (200).
El
personalismo “No denuncia únicamente los abusos, los desfallecimientos
individuales de un régimen que se reputa justo en su conjunto, o el predominio
de una categoría de intereses sobre otra categoría de intereses; más allá del
buen o del mal uso individual del capitalismo, nuestra oposición se dirige
contra las estructuras fundamentales que, en un sistema moralmente diferente en
su definición teórica, han sido el agente principal de la opresión de la
persona humana en el curso de un siglo de historia.” Desconfía de quienes,
escondiéndose tras el ideal revolucionario, sólo desean permutarse con quienes
gozan del estado de cosas. “Tras las estructuras, finalmente, se dirige contra
los valores sobre los que reposa el mecanismo capitalista y se separa de
cualquier forma del anticapitalismo que la volviese a llevar a él por una
desviación, o que, carente del reconocimiento de los únicos valores liberadores
del hombre, engendrase nuevos modos de opresión” (165).
El
manifiesto atiende con esmero el importante grado de transformación cultural
introducido por la técnica. Este factor
crucial es asimilado con perspicacia y profundidad. No se levanta contra las
innovaciones que pueden modificar las costumbres, la ética del trabajo y los
valores en general; por el contrario, la defiende con esta salvedad: “Lo que es
preciso reprochar a la civilización técnica no es el ser inhumana en sí, sino
el hecho de no estar aún humanizada y de servir a un régimen inhumano” (167).
Se trata de distinguir, pues, como resulta tan necesario hoy en día, el
verdadero puesto de la tecnología en los diferentes sectores de la actividad
humana, sin creer que pueda sustituir toda participación humana.
Mounier
encara el problema de la sociedad política y, así como intenta recuperar el
valor intrínseco de la vida privada, también lo intenta respecto a la pública.
Para “devolver a la vida política su espiritualidad, y devolvérsela desde el
interior, nos es preciso reconstruir la vida política sobre organismos que
expresen, sin envilecerla, a la persona integral” (209). No importa de qué
régimen se trate: “un régimen personalista puede vivir en tan buenas
condiciones bajo la monarquía belga como bajo una república renovada”. No ve
con buenos ojos el régimen parlamentario de la democracia liberal con su “postulado
de la soberanía popular, que se basa a su vez en el mito de la voluntad del
pueblo” (222). Los representantes del pueblo componen una “aristocracia de
hombres ambiciosos y ricos” (224), y el concepto de democracia ha vacilado
desde el comienzo entre la mística de la “la autonomía de las conciencias y las
voluntades […] y la
mística mayoritaria, que llevaba en germen no un fascismo totalitario sino una
forma de fascismo relativista de igual naturaleza”. Resultado: “Con ayuda del
estatismo, la segunda ha ido superando a la primera, y no considera ya al
individuo como un fin en sí. La consecuencia es grave. Al identificar la democracia con el gobierno mayoritario, se la
confunde con la supremacía del número, o sea, de la fuerza.” (225)
La solución
brindada por Mounier consiste, a grandes rasgos, en descargar al Estado de la
tarea económica, educativa, judicial, y consignarla al arbitrio de “comunidades
nacionales” que le dejarán sólo “el vínculo de coordinación y de arbitraje
supremo, custodio de la nación en el exterior, en el interior garante de las
personas contra las rivalidades o los abusos de los poderes” (231). Hay una
concepción personalista al respecto: “El Estado no es una comunidad espiritual,
una persona colectiva en el sentido propio de la palabra. No está por encima de
la patria ni de la nación, ni con mayor razón de las personas. Es un
instrumento al servicio de las sociedades, y a través de ellas ‒contra ellas si es preciso‒ al
servicio de las personas”[5]
(216). “La democracia no es la dicha del pueblo; los fascismos pueden
asegurarla también […] no
es la supremacía del número, que es una forma de opresión”. La democracia “No
es más que la búsqueda de los medios políticos destinados a asegurar a todas
las personas, en una ciudad, el derecho al libre desarrollo y al máximo de
responsabilidad” (227).
Mounier encuentra otra desviación en la democracia, a saber,
el igualitarismo asimilado como “igualdad matemática”. Es deber del
personalismo restaurar la autoridad y “extraer constantemente de todos los
medios sociales la minoría espiritual con capacidad de autoridad; al mismo
tiempo, es un sistema de garantía contra la pretensión de poder de las élites
(de nacimiento, de dinero, de función o de inteligencia)”. Objeta la propensión
a la “democracia de masas”, contraria a la “soberanía del derecho sobre el
poder”, puesto que “La ‘voluntad del pueblo’ no es divina ni infalible para
juzgar sobre el interés real del pueblo”, y sobre el poder recuerda la
expresión del Alain: “el poder vuelve loco” (229). Mounier defiende la calidad
espiritual que hace la diferencia entre los individuos y que en el universo marxista
es un signo conservador y reaccionario.
LA CONVERSIÓN ESPIRITUAL
Desde que Mounier descree de las iniciativas colectivas como
soluciones para el conflicto social, la proclama del personalismo incluye una
acción determinada a cargo de cada individuo. Primero: “tener conciencia de
todo aquello que, sin yo saberlo, es instintivo o interesado en mis adhesiones
y en mis repugnancias”. Segundo: no adherir a mitos, sistemas de ideologías o
de “soluciones”, que pueden presentar una lógica falsa con una ilusión de
verdad. Tercero: si bien el personalismo no aporta soluciones concretas, en
cambio “Da un método de pensar y de vivir y a los que les ha conducido a
ciertos resultados piden que no se les llame para felicitarse de tal dicha,
sino que se una su esfuerzo sobre el suyo, y que se vuelva a hacer el camino
con sus dificultades propias, a fin de que el resultado sea para cada uno una
verdadera resultante”, a partir de lo cual es preciso “dar a las actitudes
directoras la primacía sobre las ‘soluciones’ aprendidas. Cuarto: “hacer
retiro, ser antes que hacer, conocer antes que actuar” (249-251).
Mounier
reivindica, como lo hiciera José E. Rodó en el Uruguay, una “conversión
integral”, pues “no son los llamados aquellos que darán a su compromiso tan
sólo una adhesión de los labios o del pensamiento”, ya que no se trata de
“remover unas ideas”, de “establecer unos conceptos” o de “equilibrar unas
soluciones”. Se trata, más bien, de “comprometer toda nuestra conducta en los
caminos que hayamos descubierto”. “La ‘revolución espiritual’, que coloca a la
inteligencia en el comienzo de la acción, no es ya una revolución ‘de
intelectuales’. Cualquiera que se haya emocionado con ella puede desde ese
momento comenzar una realización local en las acciones de su vida cotidiana y
apoyar así sobre una disciplina personal libremente decidida, una acción
colectiva renovada.” (252)
Quien hoy indague los pormenores del
personalismo puede chocar, por momentos bruscamente, con algunos de sus
principios y fundamentos. De cualquier manera, también puede quedar
impresionado con otros, algunos de los que hemos seleccionado aquí, que poseen
gran calidad de análisis espiritual y social. Esos principios y fundamentos
poseen un asombroso parecido con pensamientos actuales que quizá se mantienen en
el anonimato o no se hacen públicos. Con seguridad prosperan en el interior del
sujeto como plan abstracto, fragmentado y difuso, y palpitan sin por ahora cobrar
forma acabada ni expresión comunicativa concreta. Yacen tras las rejas del
inconsciente posmoderno o “yo posfreudiano”, como le llama Byung-Chul Han. Este
yo se salva de todo prejuicio y no sufre represiones ni paga con la histeria.
Hoy le afecta la depresión, el déficit de atención y el síndrome de
hiperactividad y cansancio, enfermedades propias de la sociedad del rendimiento[6].
Emmanuel Mounier nace en Grenoble, Francia, en 1905.
Con abuelos campesinos y padres de clase media, recibe una educación sencilla,
de rectitud y afición al trabajo que lo marca para siempre. Cursa estudios
secundarios en el liceo local y, ya en París, abandona sus estudios de medicina
para dedicarse a la filosofía, disciplina que cultiva bajo la influencia de
Charles Péguy, escritor pionero en la filosofía católica. A través de éste recibe
la impronta de dos figuras decisivas: Henri Bergson y Romain Rolland. Mueve a
Mounier el afán de enfrentar las ideologías en boga, marxismo y fascismo, en
las que encuentra la negación de la libertad personal generadora de todas las
otras. Procura sustituir las leyes de convivencia colectiva, estrangulantes y
deshumanizadas, con la noción de comunidad basada en la persona como factor
determinante y fundadora del personalismo filosófico. Logra consolidar un
cuerpo de doctrina no alcanzado desde el siglo XVIII y que llega a animar la
reflexión de pensadores posteriores, hasta la de Paul Ricoeur. Después de
graduarse oficia como agregado de cátedra en 1928, en la Universidad de París,
y con algunos amigos de inquietudes convergentes funda en 1932 la revista “Esprit”,
órgano que le ofrece la posibilidad de difundir sus ideas (y que es clausurada por
el gobierno de Vichy, entre 1941 y 1944, con encarcelamiento de Mounier, final liberación
y restitución de la revista en 1945). Mounier funde en un mismo crisol el ansia
de libertad y justicia social con la espiritualidad y el recogimiento del
cristianismo. Resulta un proyecto sin perfil partidario ni proselitismo político
que, en líneas generales, se acerca al de su amigo Jacques Maritain y asoma en
la obra de filósofos posteriores, cristianos y no cristianos. Muere en París en
1950.
[1] Emmanuel Mounier, Manifiesto al servicio del personalismo,
Madrid, Taurus, 1965, original francés de 1936, traducción de Julio D. González
Campos, p. 9. Todas las citas que siguen pertenecen a la misma obra (se indica la
ubicación con el número de página entre paréntesis).
[2] Se refiere al
“nuevo humanismo marxista, nacido alrededor de 1935”, que le parece haber
rescatado algunos aspectos descuidados de la doctrina. Una dimensión filosófica
novedosa de esta corriente humanista se da en la colosal obra de Ernst Bloch, El principio esperanza, de 1954-1959. La
idea central descansa en la distinción entre realidad objetiva, que es sólo
formal, y realidad posible, que es siempre futura, pero no abstracta sino
completamente concreta; podría sintetizarse en esta máxima: “lo real es lo que
no es todavía”. Muchos autores han señalado con Mounier, desde A. Gramsci, pasando
por E. Fromm, hasta los reivindicadores españoles actuales (H. Tarcus, C.
Bértolo), cómo los fundadores del materialismo dialéctico aceptaron tímida y
tardíamente la interacción entre infra y superestructura.
[3] Martín Buber recuerda el
“se” de Kierkegaard, sobre el cual afirma: “arrebata en cada momento a la
Existencia su responsabilidad” (en ¿Qué
es el hombre?, México, FCE, 1967, p. 101.
[4] “Las colectividades no
crean cultura. Ellas la obstaculizan siempre, bajo el mejor régimen por su
propensión natural a las simplificaciones, a las ampliaciones, a la facilidad.
Por lo demás, ellas le dan su tejido, unos temas, una vitalidad, son la savia y
el terreno de los que el creador no debería aislarse; pero sin él, ellas no
irían más allá del folklore, de una sabiduría más o menos utilitaria, de una
mitología.” (155)
[5] En lo que atañe al papel
del Estado, aventura esta afirmación: “Desde el punto de vista del
personalismo, todas las diferencias se borran entre el primado germánico de la
nación, el primado latino del Estado, el estatismo liberal ‘al servicio’ de la
nación, la dictadura política del proletariado ‘al servicio’ de la nación
proletaria. Estos distintos aspectos del estatismo bordan variantes ideológicas
alrededor de una realidad maligna que pertenece a la patología social: el desarrollo canceroso del Estado sobre
todas las naciones modernas, sea cual sea su forma política.” (215)
[6] Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio, Barcelona,
Herder, 2018, pp. 78 y ss.