G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: EN TORNO A CARLOS REAL DE AZÚA (2): LA VALLA CULTURAL

viernes, 22 de mayo de 2020

EN TORNO A CARLOS REAL DE AZÚA (2): LA VALLA CULTURAL

LA VALLA CULTURAL
(Versión corregida y abreviada)

El Uruguay intelectual y social de mediados del siglo XX no vivió con esplendor las necesarias transformaciones que en Europa removieron las bases del pensamiento y el arte, el derecho y la política. Un materialismo estereotipado y radical opacó la innovadora obra del 900 y formidable gesta de la educación. No fue completa la transición de Marx, Freud y Darwin a la posmodernidad.

 

“La obra batllista ‒comenta Carlos Real de Azúa (1916-1977)‒ en lo que es peculiarmente atribuible al impulso del partido, corre así entrabada con un estilo (del que ha escrito brillantes y muy perspicaces páginas Ricardo Martínez Ces) y con esa ideología compleja a que se ha hecho referencia y que (recordábamos) arrastraba elementos de populismo romántico, democracia radical de masas, socialismo de Estado, anarquismo, iluminismo educacional, georgismo, anticlericalismo, pacifismo, optimismo y piedad sociales, eticismo autonomista en muy viva temperatura.” (Real de Azúa, 2007, 42)

Ricardo Martínez Ces (Montevideo, 1925), en correlativa asociación de ideas, había escrito: “Batlle tenía una personalidad avasalladora, mezcla de una increíble energía y constancia, que gravitó decisivamente sobre toda la vida nacional del primer cuarto del siglo. A ello unía una autoridad moral indiscutible, derivada de su honradez en el manejo de la cosa pública, cualidad que también tuvo el otro gran polo de las pasiones políticas que fue L. A. de Herrera.” (Martínez Ces, 49) Pero, en su eticidad flexible, la política suele corresponderse con lo que Martínez Ces llama “la corrupción, la venalidad y el favoritismo” (58). Si bien la corrupción no ha sido del todo resuelta, tampoco es el único mal que se transmite en el tiempo.

 

UN DIAGNÓSTICO ESQUIVO

 

Uruguay arrastra una particular contradicción a partir del período posterior a Batlle y Ordóñez, como señala diversa bibliografía. Real de Azúa sintetiza algunos de los rasgos que condujeron al declive, y se refiere a lo que resintió el estilo de conducción del país durante medio siglo. Dejemos que él explique en qué consistió el fenómeno que obstaculizó el desarrollo de la cultura y el pensamiento político: “A ello llevaron su renuncia a movilizar una ética nacional con exigencias, sacrificios, y esas ciertas constricciones que el crecimiento impone. A ello su ideal no malvado pero sí algo burdo de ‘felicidad’. A ello su implícito descansar en ese hedonismo de los individuos y los grupos de interés (resorte que a la larga y en verdad, mostraría ser el único capaz de funcionar efectivamente).” (Real, 50) También se refiere a la tendencia de romper con “ciertas fuerzas evidentes, auténticas, nutricias si bien imponderables de lo que de algún modo cabe llamar ‘lo criollo’ y sus rasgos (comunitarios, tradicionales, campesinos, ‘vitales’, extrarracionales)”. Su “irreligiosidad”, en cuanto a “esa religación cósmica, y social, intuición, abnegación, contención de los impulsos egóticos, y en realidad a todos los valores ajenos a la edad secular, inmanentista, burguesa que estaba apurando en Europa su último, espléndido y equívoco otoño” (55).

Pero, hay más en un libro que nos sorprende por revelar hechos que, se quiera o no, han comprometido la suerte corrida por el país. Real de Azúa se expide respecto a la “‘democracia radical de masas’, de tipo francés y su correlativo acento ‘jacobino’, dogmático, intensamente igualitario, secularizador” (72), que atribuye al batllismo, pero que creemos trasladable más allá del batllismo y comprendiendo buena parte del pensamiento político uruguayo. El influjo de una “burguesía nacional” (74), la “desconfianza al elemento individual en la elección política, la primacía del partido afirmada sin cortapisas”, la eterna recurrencia “al caudillaje político de mediano nivel, a ex legisladores y a algunos figurones banderizos o familiares a los que, en porcentaje abrumador, se recurre” (93).

Enumera algunas de las particularidades de la “sociedad de masas”, las “onerosas pautas de simplificación, infantilismo, pasividad, automatismo, superfluidad, contagio mental, anomia, vacío espiritual y fin de todas las ‘fidelidades’ ideológicas y tradicionales. En ese proceso como colectividad estamos, y todo el volumen de la ‘masa media’ prefabricada, todo el estruendoso fracaso de nuestra educación en sus varios niveles lo alimenta” (101). Se refiere al batllismo, pero, sin atrevernos a quitar ni agregar nada al cuadro que pinta, la referencia podría extenderse al pensamiento nacional que envuelve al político. Real de Azúa señala dos debilidades: el “móvil filosófico cultural” y la “ceguera al contexto”: el olvido o desprecio de lo que significa para la clase media y obrera la “estructura agraria” uruguaya, la “desatención a los fenómenos y desequilibrios de una situación de marginalidad en un medio cultural tan intensamente europeizado como ya era el nuestro” (115). Y, todavía, el “inverosímil optimismo”, la “sistemática ceguera a la dureza acechante de la historia” para “una colectividad a la que se acostumbró al constante reclamo […] a la que se aflojó hasta un ritmo de trabajo propio de tiempos idílicos” […] a la que se hizo creer que tras el éxito de los primeros esfuerzos, la plenitud del reino, y sus ‘añadiduras’, habían llegado” (117).

 

¿SOLO EN 1911 Y 1962?

 

Martínez Ces, por su parte, pondera las estrategias de Batlle y Ordóñez para superar las dificultades que se vivían. Nadie duda de que proporcionaron una salida perfecta para el presente de entonces y una esperanza para el futuro. Pero, se refiere al “camino lateral”, como lo llama (escribe en la década del sesenta), y entiende que el problema de 1911 era el mismo que el de su época, es decir, el subdesarrollo, aunque esta palabra no se usaba a principios de siglo. El subdesarrollo estaba determinado por el sistema pergeñado por Batlle y por la influencia determinante de Inglaterra (Martínez, 44). ¿Cómo se las arregló José Batlle y Ordóñez?

“Es sabido que un país en ningún caso puede progresar más allá de lo que le permite el sector de menor productividad, ya sea el agrario o el industrial”, observa Martínez. Si uno se estanca, se estancan los demás; y el agrario, el siempre sustentable, se había estancado por el impedimento del acumulador de riqueza pasiva, el latifundio. Batlle estaba en lucha con la estancia de estilo feudal (Cuadro, 290). Para resolver el problema, tomó por el camino lateral. “Consistió en crear un nuevo sector de inversiones, poniendo en marcha al estado empresista a través de una política intervencionista. De esta manera comienza una serie de creaciones de servicios estatales y nacionalización de otros, cuyo impulso continuará después de su presidencia y será el alma de la política batllista.” (Martínez, 45)

El cuadro, como en 1911 y en 1962, ¿vuelve a repetirse hoy, aunque con diferentes primeros y segundos planos? En la época de Real de Azúa y Martínez Ces la influencia del factor cultural apenas solía infiltrarse en las disquisiciones ideológicas y polémicas políticas. Eran de orden economicista y se bañaban en un materialismo galopante, de izquierda y de derecha. Ese orden hubo de surgir en Europa a finales del siglo XVIII para influir en el estado de derecho monárquico y de carácter divino, cuya economía agonizaba. Aquí no reinaba el mismo estado de cosas, y repetir el esquema significaba enfrentar la invención batllista, que permanecía sin cambios y se deshacía al agotarse lo que Methol Ferré llamó “renta diferencial agraria” (46). Consistió en el rulemán mágico en el que “reside el origen de todo un estilo de nuestra problemática social, económica, política y cultural” (50). Una generosa política de previsión y asistencia social, pero también el reparto a través de salarios públicos, nepotismo y amiguismo, de una riqueza que carecía de su necesaria fuente de retroalimentación y que terminaría por evaporarse.

A ello se debe sumar, agrega Methol, el “mesianismo”, religioso o ideológico, especialmente el denominado “ateísmo mesiánico” que en su persistencia llega hasta nuestra época (no se confunda con el agnosticismo ni con la laicidad). Esta nota de carácter idiosincrásico y nacional nos viene del jacobinismo francés, como lo señala Real de Azúa, y también Luis Alberto de Herrera en “La Revolución Francesa y Sudamérica”, y aun José Enrique Rodó en “Liberalismo y jacobinismo”. No se destaca por el rancio provincianismo, que la nueva ideología sin duda venía a sacudir, sino por la tradición hispánica con siglos de arraigo y que desde lo hondo de la memoria histórica se anima a disputarle al siglo XX posicionamientos y actitudes vitales. Al declinar la religión, decía Lionel Trilling, “deja un detrito de piedades” con “una fuerte carga intelectual” de impresiones que comprometen hasta el fondo el corazón y la mente (91).

Responde a lo que Ares Pons descubre en el establishment y que Real de Azúa explica así: “Halló [Ares Pons] que yacía, desahuciado, arrinconado pero todavía latente, resultando de una doble nutrición hispánica y nativa, un modo de vida en el que la plenitud de una comunicación con el universo, la exaltación de una comunión humana, la brújula de una intuición misteriosa, el señorío que nace de vencer el ciego afán posesivo, la felicidad de una contemplación desinteresada valían, bastante más que las categorías dinámicas, racionalistas de la ‘izquierda clásica’.” (1964, T. II, 537) Salta a la vista la encrucijada, el choque de dos fuerzas demasiado contrastantes: una que congela y otra que rompe el hielo a martillazos, de lo que resulta la inevitable licuefacción de los impulsos.

 

POSIBLE ACTUALIZACIÓN

 

Esta “rémora”, como llamó Real de Azúa a la carga ancestral que se interpone cuando la realidad es diferente y exige actualización, responde a una historia para la cual no está preparada, y yace en el centro de la vicisitud nacional. Cambiando algunos términos se descubre la ecuación que en esencia hoy vuelve a mostrar sus terribles incógnitas. Tomaron las riendas los intereses mezquinos que hicieron suya la teoría que se proclamó salvadora del pueblo. Con ella se convenció a los intelectuales y se movilizó a los obreros y a los estudiantes desde las primeras décadas del siglo pasado.

“Cuando se echa un breve vistazo al movimiento obrero y a las condiciones de los trabajadores en esta época de la historia del país, la mística batllista basada en su obra de justicia social se desinfla como un globo.” (Martínez, 46).  Pero cabe aquí este tema sólo para que sirva de ayuda si se quiere comprender el problema al día de hoy. Los hechos que siguen al panorama descrito por Real de Azúa y Martínez Ces son igualmente asombrosos y paradójicos. Si bien el estilo batllista terminó descaecido y lentamente finiquitado, su reflejo se eternizó como prolongación en la nouvelle vague aumentada y corregida. Quizá impensadamente se instaló en quienes lo habían estigmatizado por espacio de décadas de lucha ideológica primero y finalmente política.

El estilo batllista encontró su reformulación en quienes habían renegado de los partidos tradicionales, desalentados por su declinación. Era impredecible que el estilo reformulado se alistara en las mismas filas economicistas y con igual pasividad, automatismo, superfluidad, etcétera, que, como hemos visto, enumera Real de Azúa. Males que, según se pensaba, podían subsanarse o bien mediante una intervención electoral firme (léase disolución del Parlamento o cosa parecida), o mediante la teoría revolucionaria a la sazón tenida a la vista, disimuladamente o no. Por cierto, se había culpado a Batlle de esquivar elegantemente esa teoría y de permanecer encapsulado en un reformismo conservador, “en una postura pequeño-burguesa hostil a todo cambio profundo” (Claps, 19).

 

LAS CUATRO RUEDAS Y EL FRENO

 

No se trata de un freno acotado a una de las políticas partidarias, parece claro, porque enajena a buena parte del espectro político. No poco de la filosofía social decimonónica complica y compromete las ideologías, tradicionales o no, cuyos representantes en la praxis fueron insertándose en las planillas electorales y convirtiéndose en legisladores y gobernantes. Se puede advertir el trasfondo de pensamiento que esconde y que, en Uruguay, es “frenado” por unas fuerzas casi misteriosas. Sin embargo, estas fuerzas se explican en parte aplicando el apotegma de Alberto Zum Felde: se piensa como se siente (Zum Felde, 172). Pues, lo que se frena es el sentimiento, la emotividad profunda que posiblemente dirige las ideas, orienta la reflexión y acaba determinando las actitudes, las adhesiones y las convicciones.

Uruguay se distrajo respecto a un fenómeno que acompaña la evolución de casi todas las sociedades y civilizaciones. Es el fundamento de ideas, principios místicos y religiosos, idearios, fidelidades y creencias. En pleno despegue mental, que acompaña siempre al físico, faltó llenar, en el seguimiento del acontecer mundial, el espacio que se produjo en el norte antes y después de la Segunda Guerra, y que fue llenado. Vivimos a los tropezones la etapa en la que había que acomodarse a las exigencias de una cultura tecnológica disparada a raíz de las guerras. No porque aquí se ignorase cómo asimilarla, lo que se hizo idóneamente, sino porque se adoptó como bandera propia, y no lo era del todo.

Los uruguayos hicimos el tránsito a la modernidad mediante un salto olímpico que fue, y es todavía, capaz de resentir cualquier musculatura individual y social. Su dificultad era mayor por tratarse de una colectividad no desasida del todo de su poderoso ancestro colonial. Si bien ya se superaba en el siglo XIX, pareció hacerlo desaparecer definitivamente el importante desarrollo cultural, literario y artístico promovido por la generación del 900. Una explosión no limitada a las elites, porque calificados maestros y profesores la diseminaron en los estratos medios y bajos de la población. Por lo que parecía que las “rémoras”, obstáculos y atascaderos de un pasado sin grandes aspiraciones, habían sido expulsadas definitivamente. Pero no fue así.

El arco en el que se movía el péndulo oscilaba entre el patriciado pastoril y eclesiástico, con sus notas hidalgas reacias al trabajo y prestas a mutar en funcionariado público, y el palpitar urbano de la clase media, colecticia y aburguesada. En la ciudad comparte sus solaces con el arrabal candombero, y deja estampar una imagen idealizada que vulgariza el nuevo liberalismo, popular y condescendiente. La vida ciudadana, pues, se somete de buen grado a las dádivas del estado de bienestar al precio de que cualquier iniciativa privada, casi obligadamente, debe conquistar la aquiescencia de la burocracia si busca el éxito. La salvadora participación del Estado desalienta indeseadamente las iniciativas y gestiones individuales.

De este cuadro surge con claridad meridiana la valla cultural, el síntoma que anuncia la condición mental que prevalece desde que se consolida como estupefaciente colectivo, sobre todo cuando la educación detiene su arrolladora y equitativa penetración entre las clases sociales, especialmente como efecto de los estragos de la última dictadura cívico-militar. Pero es un freno que viene de antiguo y que se aplica sobre las ruedas del desarrollo intelectual, del sentimiento y hasta de la moral, más displicente que nunca desde que caen las instituciones democráticas después de varias décadas, desde los golpes de Estado de Terra y Baldomir.

Es sobre todo el sentimiento el que se desarticula, no tanto las ideas de tránsito que como siempre pujan por refrescarse en las fuentes creadoras cuyas maravillas se importan sin esfuerzo y se compran y adoptan enseguida. Tampoco los conceptos que la tecnología introduce en una lluvia de términos, palabras y novedades que todos asimilan e incorporan con facilidad. Se retrasa la reflexión, las ideas de fondo, los antecedentes originales de una vertiente creadora que necesitaba reacondicionarse para por fin desembarazarse del pasado provinciano y monocultural. Se apela al pensamiento rápido y al “wishfull thinking” o pensamiento inducido (Real de Azúa, 1990, 23).

Quisimos participar del nuevo estilo de vida y gozar de los favores que solamente suministran las riquezas colectivas que nunca generamos. Esta es la falla que denuncian el ya mencionado Methol Ferre, y también Emilio Oribe, Roberto Fabregat Cúneo, Carlos Quijano, Juan A. Odone, Luis Pedro Bonavita y otros. Mientras que en el norte se forjaba una moderna estructura estatal y social concebida para reemplazar a la vieja, que había estallado en pedazos con las guerras mundiales, por aquí permanecimos en los mismos estamentos que había solidificado Batlle, para entonces obsoletos.

El sistema se masifica tanto como se empobrece, y desemboca en la deshumanización. El sujeto entra en conflicto con su familia, queda sin patria y abandonado al solo recuerdo de costumbres y tradiciones, es decir, sin una cultura propia. No sin la cultura del nivel educativo e intelectual (Real de Azúa, 1990, 237), sin la cultura en el sentido antropológico. Lo deja sin la disposición a superarse, a mejorar, atributo de la cultura que más importa (Ortega y Gasset, 96). A cambio le proporciona subrepticiamente una cultura de juguete a la cual se aficiona. La deshumanización no consiste sino en la disolución del individuo en “la estructura ausente”, como la llamó Umberto Eco. Louis Althusser escenificó así el fenómeno: “Un obrero indisciplinado que, al menos en Manchester, tira el despertador por la ventana y decide seguir durmiendo, no deja por eso de ser un obrero. Simplemente, se convierte en un obrero en paro” (Fernández Liria, 46). La estructura, o razón fantasma, sustituye la relación amo-esclavo.

Las nuevas relaciones conflictivas saltan del marco primitivo para constituir una “nueva realidad” social responsable de los males de la sociedad capitalista. En el Uruguay del siglo XX no se vive esa “nueva realidad” ‒repetimos, fantasma. Se la pasa por alto o, sencillamente, se la desconoce, aunque algunos estuvieran bien enterados de ella. Los males, pues, fueron denunciados y enfrentados por intelectuales, políticos, sindicalistas en gran medida embebidos en las ideologías decimonónicas. Pero ya habían sido abandonadas por los nuevos teóricos y activistas, curiosamente marxistas: Gramsci, Bloch, Lukács, Sartre, Althusser. La situación ameritaba una actualización del pensamiento, pero no se procedió en ese sentido, aun cuando la historia de América es extraordinariamente rica en filosofía social.

 

CAUSAS ENDÓGENAS

 

Si bien el factor socioeconómico define el destino de los países, existe el factor cultural. No funge como inmediato generador de riqueza, pero es la verdadera “mano invisible” de las naciones. Uruguay vivió, y vive todavía, el estado resultante de haber salteado un proceso de cambios de carácter cultural, el proceso que supo vivir Europa. No ocurre nada grave a una nación cuando la esquiva un movimiento exógeno que no tiene por qué conmoverla y se produce lejos, ajeno a sus particularidades históricas y geopolíticas. Pero Uruguay estuvo idealmente cerca de Europa, intelectual y emocionalmente dentro, y comunicacionalmente “al habla”. Por lo que debió transitar una instancia de su evolución política en la que el elemento cultural era decisivo. Hoy choca con la valla cultural.

Además, es una valla que también se explica por causas particulares y vernáculas. Hemos visto que el estilo batllista imprime una de las coloraciones más fuertes al paisaje ideológico, y también al metodológico y práctico y al de las interacciones sociales y económicas. Otros factores se acoplaron para complicar o impedir el desarrollo de las ideas políticas, y demorar una necesaria crítica de esas ideas que exigían severas actualizaciones. Real de Azúa señaló “el móvil filosófico cultural” como rubro sujeto a problematización. Si este rubro se estudia en su vinculación con el proceso histórico, surgen componentes parecidos a la ideología y a la filosofía política.

El liberalismo, antes que nada, viene a obrar como pegamento de unión entre los demás componentes, en especial respecto al libre pensamiento. Sus rasgos sobresalientes eran el anticlericalismo y el intelectualismo universitario del siglo XIX, y en el XX se diversifica por el impacto de viejas doctrinas vulgarizadas por los partidos políticos y el movimiento obrero (Ardao, 371). El liberalismo llega “a constituir una verdadera conciencia nacional”, pero este carácter se disuelve hacia 1925, cuando ser liberal empieza a resultar algo diferente, en medio de las manifestaciones del racionalismo: teísmo, deísmo, agnosticismo, ateísmo. El diario “El Día” de Batlle y Ordóñez “pasó a ser en el país el diario liberal por excelencia” (376), y hasta se quiso crear el Partido Liberal.

Los materialismos cientificistas se impusieron con vigor y echaron sombra al pensamiento que aquí se gestaba en forma original. Surgió un ideario, por no decir filosofía, vigoroso, oportuno y penetrante, y su autor fue José Enrique Rodó. Ardao lo describe así: “un agnosticismo profundamente imbuido de religiosidad e imperativamente dominado por una expectativa deísta. Un agnosticismo, además, desbordante de admiración por la figura de Jesús y el cristianismo primitivo” (386). Concurría en una posición parecida Carlos Vaz Ferreira: “Liberal, anticlerical, librepensador, Vaz Ferreira no participó de manera activa o en primera fila en el que hemos llamado liberalismo organizado de principios de siglo. Pero éste lo consideró siempre, con orgullo, como uno de los suyos.” (389)

De ambos, agrega Ardao, influyeron las ideas sobre la tolerancia en los liberales y aun en los católicos. El país estaba preparado para avanzar por un camino abierto a todos los criterios que cumplieran con el requisito del liberalismo y que, ya desde la primera presidencia de José Batlle y Ordóñez, se había afirmado en la fe democrática. ¿Qué tiene que ocurrir para que sobrevenga el “móvil filosófico negativo”, como lo llama Real de Azúa, que embarga al partido de Batlle por décadas y casi al país entero? Tiene que intervenir un factor de prolongación, de estiramiento: la pendiente por la que fluyen las ideas como efecto de una gravedad social ineluctable. Estuvo representada por el materialismo que se apropió de muchas voluntades durante el primer cuarto del siglo XX (Ardao). Además de su teoría filosófica y política, el materialismo trae lo que ya está en potencia y en acto, a saber, la “democracia radical de masas, de tipo francés y su correlativo acento jacobino”, al cual se refería Real de Azúa. Una coincidencia que la historia se encargará de consolidar y que se prolonga yendo del batllismo a las nuevas fuerzas políticas apoyadas en el marxismo.

La deshumanización tiene lugar aquí como reflejo del socialismo de Estado batllista en las nuevas promociones políticas. La “democracia radical de masas”, primero, con el perfil de un “populismo apenas identificable” (Real de Azúa, 1984a, 58). Pero, además, pensamos nosotros, en función de una extraña forma de sentirse liberal, esto es, la de alinearse en la cultura progresista mientras se es partidario de una política retrógrada. No coadyuva con poca deshumanización, fuere bajo la proclamación socialista o bajo la socialdemócrata, el “wishfull thingking” que sigue los pasos de la peor imaginación liberal. Con la bandera del progresismo en alto, se atuvo al mismo conservadurismo del que supuestamente renegaba.

 

FINAL: EL PUZLE

 

El uruguayo medio hoy es víctima de un fenómeno para muchos imperceptible y que se tolera casi inconscientemente. Desestima todo desarrollo intelectual genuino, paraliza su maduración de gustos y preferencias espirituales, físicas, morales, axiológicas. En su lugar infiltra intangiblemente un modo artificial de ser y de desempeñarse que sustituye toda posible caracterización de autenticidad. Un implante grotesco y vulgar le queda como único atributo. De pretendido origen cultural, esta joya falsa responde a la esperanza de los nuevos tiempos: cómo cambiar para que todo siga igual. Se había dicho que “lo ideológico no consiste en ideas, ni se adquiere pensando, sino respirando un aire poblado de fantasmas” (Trilling, 59). Y también, que “Las ideologías no son el producto del pensamiento; son el hábito o el ritual de mostrar respeto por ciertas fórmulas a las que por razones diversas que tienen que ver con la seguridad emotiva, nos sentimos atados con lazos de cuyo significado y consecuencias no tenemos en la actualidad una comprensión clara.” (74)

Aquí nos quedamos bastante atrás. “Sólo la línea ecléctica y espiritualista del pensamiento francés que buscaba suscitar el ideal del seno de lo real, con Guyau y Fouillée, sobre todo, o el pragmatismo de James, tuvieron una amplia circulación americana. Las tres venas por las que ‒partiendo de raíz positivista‒ se disolvió el edificio: la de la historia y el historicismo (Dilthey), la de la vida (Nietzsche), la de la intuición y el movimiento (Bergson), más el replanteo del problema gnoseológico que significó el neokantismo, fueron de actuación posterior, y aun muy posterior en nuestro ambiente intelectual. La boga bergsoniana fue posterior al 10; la de Nietzsche, en lo más fino y entrañable de ella, se dio más tardía y diluidamente; la de Guillermo Dilthey no se ejerció hasta treinta o cuarenta años después.” (Real de Azúa, 1984b, 22)

Si el filtrado de pensamiento europeo y norteamericano desde fines del siglo XIX fue tan raso y tardío, ¿cómo no identificar la fuerza que desplazaba la enjundia de esas vertientes? Y, aunque Varela, Rodó, Vaz Ferreira, Herrera y otros se valoraron aquí como a leyendas patrias, el reconocimiento de sus verdaderas implicaciones como críticos, educadores y orientadores imprescindibles de un país joven y culturalmente al garete, también resultó tardío. Por lo demás, lo que se filtró duró poco. En la educación, la reforma de la “Escuela nueva”, el “Plan Estable”, el atender la formación general y el pleno desarrollo de la persona en la educación media, la bien recibida “moral para intelectuales” que ganó la voluntad de buena parte de los profesionales universitarios. En la cultura, la gestión del Estado en alentar, difundir y procurar el sustento al teatro, las bellas artes, la música y la danza.

Real de Azúa enumera “las ideas y las fuerzas” reinantes en los albores del siglo XX. El individualismo proveniente del siglo XIX, que trasmiten Nietzsche, Carlyle y Max Stirner. Lo estético llegado por vía de Barrés, Huysmans, Wilde, D’Annunzio, Eça de Quiroz y France, que trasmite el ideal de belleza amenazado por “el espíritu de lucro y la vulgaridad de una sociedad crecientemente igualitaria, sellada por la coerción ciega de las multitudes”. Y lo social: “El marxismo había cerrado la etapa utópica del socialismo. Poco había llegado de él a América hispana hacia 1890 y 1900. Corría un breve digesto de “El Capital” editado por Sempere, algo de Engels, y más tarde breves recopilaciones de Jaurès, y obras de Kautsky y de los Labriola. El gran contradictor, Proudhon, estaba, en cambio, muy bien difundido; su ardor, su individualismo, su contenido ético triunfaban, empero, de manera más clara en el anarquismo, que fue la gran realidad de la protesta social hispanoamericana de principios de siglo.” (24) Es necesario armar debidamente este puzle, y aquí sólo se ha querido mostrar algunas huellas del gran obstáculo que impidió el pleno desarrollo de un país que tenía todo para reafirmar su cultura (y aun lo tiene), ampliarla y perfeccionarla especialmente en todos los niveles y capas de la sociedad.


*El presente texto es la segunda parte de “En torno a Carlos Real de Azúa, el otro freno”, publicado en relaciones N⁰ 401, octubre de 2017, Montevideo, Uruguay.


 REFERENCIAS:

ARDAO, Arturo (1962). Racionalismo y liberalismo en el Uruguay, Montevideo, Universidad de la República.
CLAPS, Manuel Arturo (1979). Batlle, estudio preliminar y selección documental, Montevideo, Banda Oriental.
CUADRO, Servando (1960). Los trabajos y los días, Montevideo, Nexo.
FERNÁNDEZ LIRIA, Carlos (2019). Gramsci y Althusser, Eslovenia, Emse Edapp.
MARTÍNEZ CES, Ricardo (1962). El Uruguay batllista, Montevideo, Banda Oriental.
MERLEAU-PONTY, Maurice (1973). Signos, Barcelona, Seix Barral.
METHOL FERRÉ, Alberto (1971). El Uruguay como problema, Montevideo, Banda Oriental.
ORTEGA Y GASSET, José (1930). La rebelión de las masas, Madrid, Revista de Occidente.
REAL DE AZÚA, Carlos (2007). El impulso y su freno, Montevideo, Banda Oriental.
REAL DE AZÚA, Carlos (1990). El poder, Montevideo, Celadu.
REAL DE AZÚA, Carlos (1984a). Uruguay, ¿una sociedad amortiguadora?, Montevideo, Celadu/Banda Oriental.
REAL DE AZÚA, Carlos (1984b). Ambiente espiritual del 900, Montevideo, Arca.
REAL DE AZÚA, Carlos (1964). “R. Ares Pons”, en Antología del ensayo uruguayo contemporáneo, Montevideo, Udelar.
TRILLING, Lionel (1971). El escritor y la sociedad (selección de La imaginación liberal), Buenos Aires, Cedal.
ZUM FELDE, Alberto (1967). Proceso histórico del Uruguay, Montevideo, Arca.

 

 

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