El liberalismo igualitarista
consiste en la defensa de tres puntos básicos: primero, el derecho a elegir
autónoma e individualmente el camino que conduce a la felicidad, es decir, la
autonomía del individuo como valor central; segundo, la neutralidad del Estado
respecto a esa elección; tercero, una sociedad diseñada para proteger a los
menos favorecidos en todos los aspectos. Lo que significa iguales derechos
básicos para todos, igualdad de oportunidades y preocupación institucional por
los socialmente postergados, principios que deben articularse en ese orden de
prioridades. Si estos conceptos van unidos al de democracia en el nivel
político, se puede hablar de democracia liberal.
Esta síntesis sobre la democracia liberal surge del pensamiento de Hebert Gatto, uruguayo nacido en Montevideo en 1939, político, periodista, ensayista, Doctor en Derecho y Ciencias Sociales, exprofesor en Ciencias Políticas de la Universidad de la República. ¿Cuál es la razón de invocar este importante concepto hoy día? Pues, viene a recordar, a refrescar y aclarar en sus fundamentos históricos, una idea básica para la democracia que hoy podemos valorar en su justa dimensión. Al franquear el pasado medio siglo el Uruguay enfrentaba un orden de problemas que le restaba toda disposición para debatirla. El esfuerzo se volcaba en buscar salidas en una coyuntura en dificultades: el crecimiento económico se había paralizado con el consecuente debilitamiento del desarrollo social. La prosperidad, que en términos generales había alcanzado el país desde el fin de las guerras civiles, empezó a escurrirse como por gravedad hacia la declinación, desembocando en la ruptura del sistema democrático en febrero y junio de 1973[1], con lo que los grandes problemas del país habían quedado postergados en medio de un rampante autoritarismo.
El doctor Gatto, partiendo de
esa realidad, esboza el siguiente cuadro: “desde mediados de la década del
cincuenta” venía procesándose una serie de hechos que signaron “el tránsito de
la democracia liberal vigente desde principios de siglo” (con la interrupción
del terrismo) hacia la consolidación de una serie de fenómenos inusitados:
surgimiento de la guerrilla, autoritarismo estatal subsecuente, protesta
estudiantil y sindical, proyecto de “reordenamiento económico-social”,
“impracticable sin el enfrentamiento con las fuerzas sociales” y, finalmente,
“una suerte de parálisis decisional [que] afectó a ambos partidos
tradicionales, carentes de respuestas”. Esto dio lugar a “uno de los períodos
más complejos y cambiantes de la historia uruguaya”, con una “situación de
empate entre clases, grupos y sectores” y el resultado de una generalizada
impotencia para resolver los conflictos, proclive, debido a esa inercia, a
postergar los cambios que se requerían con urgencia[2].
Este contexto se prestó, por un lado, al
advenimiento de un franco decaecimiento en la moralidad ciudadana que, desde la
izquierda, se quiso enmendar mediante la promesa socialista que hoy, por más
que debilitada, todavía alienta en parte del espectro político uruguayo. Por
otro lado, y al arbitrio de los vientos que soplaban en la época, la promesa se
acompañó de un enfoque sociológico[3] en
sus cálculos y predicciones, un método que servía parejamente, aunque por diferentes
motivos, tanto a los planes del socialismo que inevitablemente sobrevendría,
como a los afanes del “dejen hacer, dejen pasar” de algunas democracias del
mundo.
EL LIBERALISMO
Los
teóricos del socialismo caían así en un franco antiindividualismo basado en su
predilección por el análisis de la estructura social y de la economía
centralizada, así como en su concepción de la historia como un proceso
irreversible. Asimismo, los de la democracia capitalista en su versión más
primaria, a pesar de que el laissez faire
postula cierta clase de libertad individual, desdeñaron a la persona en su
fuero íntimo ganados por el afán exclusivo de controlar el mercado y promover
el desarrollo capitalista. Mientras que el liberalismo, que en esto adopta un
punto de partida ético, postula el derecho de los ciudadanos a elegir un camino
propio, el que les dicte su conciencia, sin que nada ni nadie intervenga o
ninguna voluntad ajena imponga su signo. En este debate, la intelligentsia uruguaya se instalaba en
medio de los grandes bloques durante la “Guerra Fría” (fin de la Segunda
Guerra/ caída del bloque soviético), abandonando al garete el barco nacional
que mantenía a flote, con dificultades crecientes, la tradición jurídica y
cívica que hasta entonces había definido al país.
Gatto subraya en este aspecto la
necesidad de rescatar al liberalismo, despojado de su contenido vulgar o
primario (el de la iniciativa privada que apela al mercado sin importar los
intereses del prójimo), destacando un primer elemento de carácter moral, al cual subyace la norma que rige
el comportamiento de los individuos en sociedad, que complementa con el
principio de autodeterminación. Contiene un segundo elemento político, que establece una clase
especial de neutralidad en la regulación del Estado respecto a los derechos
ciudadanos. Y agrega un tercer elemento axiológico,
esto es, la valoración por la cual se dispensa, en el marco de las atribuciones
materiales, en bienes y privilegios, preferencial importancia al trabajo,
méritos, desempeño y esfuerzo personal, así como a la protección de los más
débiles, sea porque las circunstancias sociales los coloquen en esa posición,
sea debido a las carencias de la dotación biológica.
Enfatiza esta forma de definir
el liberalismo, respecto a su temprana inserción en la historia uruguaya, y
destaca algunos rasgos complementarios que constituyen la diferencia sustancial
respecto a la democracia (no liberal) en su expresión ordinaria. Uno es el
sentido clásico de gobierno ejercido por la mayoría, al cual es imprescindible
asociar la idea de liberalismo en el sentido moderno, en tanto respeto por las
minorías. Ello define la feliz concurrencia de democracia y liberalismo, que en
el Uruguay debemos a la acción de los partidos históricos, una conjunción
ausente en la democracia de los antiguos griegos. También juega en la moderna
democracia liberal el pluralismo
ideológico, una noción que parece tomar de Rawls y definir según la
coexistencia de múltiples “doctrinas comprehensivas, con diferentes y aun
encontradas concepciones del bien”, frente a quienes “sostienen que no puede
haber más que una concepción del bien que han de aceptar todos”[4].
El fundamento de la democracia
liberal se encuentra en el derecho de los ciudadanos a elegir el camino propio, seleccionado por la conciencia personal de
cada uno[5].
Se trata del derecho de libertad en su acepción más plena, tal como la recoge
el liberalismo. Un augural y contundente presupuesto filosófico en el análisis
de Gatto surge con la pregunta por el qué
de la cosa o el qué es: ¿en qué
consiste el fenómeno de la felicidad humana? También surge con la pregunta por
el cómo, es decir, cómo se logra: ¿cómo
se puede alcanzar ese ideal humano? Y, enseguida, con la pregunta acerca de
cómo se puede garantizar su cumplimiento sin que los intentos fracasen al poco
tiempo, como se comprueba en Occidente en los últimos ciento cincuenta años.
Todo sugiere que la posible respuesta no giraría sólo en torno a los ejes hasta
ahora privilegiados: sociedad, economía, ideología, momento histórico sino,
también, en torno al derecho de elegir del individuo, derecho que el Estado
debe garantizar. Y fundaría las bases del doble principio que define al
liberalismo: sólo cada uno concibe qué
es la felicidad, y sólo cada uno sabe cómo
proporcionársela, siempre y cuando respete al otro en imprescindible ‒y
kantiana‒ reciprocidad. Jamás es el Estado quien debe elegir la felicidad de
sus ciudadanos.
DEMOCRACIA
LIBERAL Y SOCIALDEMOCRACIA
Por entonces y, podría decirse, hasta el presente, para responder estos interrogantes la democracia liberal era concebida desde la izquierda socialista en su versión desnuda, tomada en sus fundamentos exclusivamente economicistas y despojada de la riquísima nervadura histórico-conceptual con que nos la presenta hoy el autor de Los sueños de la razón[7]. Es verdad que existe un socialismo teórico que no necesariamente refuta los principios básicos de la democracia liberal, del mismo modo que ésta, a su vez, tampoco rechaza la regulación del Estado. Pero los socialismos reales hasta ahora conocidos no se han afanado en ningún caso en la discusión por presentar la mejor versión de la democracia liberal. La han presentado como una estructura puramente formal en la que la igualdad en las libertades oculta o vela las desigualdades sociales y económicas que vedan el real ejercicio de la ciudadanía. Por lo que -afirman- la verdadera libertad, la libertad real, sólo se consigue en el socialismo, que es la plataforma necesaria para llegar a la felicidad. Tal y como la define la teoría: una panacea que sólo podrá alcanzarse mediate la revolución política y social. No obstante, y como si no bastara con la implosión del régimen soviético en 1989 y el fracaso de todos los restantes socialismos autoritarios, como el chino, el camboyano, el vietnamita, el coreano, el africano o el cubano, esta forma de socialismo, además de llevar al desastre, resulta imposible de implementar.
La primitiva socialdemocracia
apostó a implantar el socialismo en el seno de las sociedades democráticas
capitalistas. El doctor Gatto nos recuerda que E. Bernstein, en las
postrimerías del siglo XIX, “aun declarándose firmemente socialista, argumentó
que, tal como ocurría con la práctica cotidiana del partido, el poder podía
conquistarse mediante el voto a través de transformaciones económicas graduales
que cooptaran a las clases medias, sin necesidad de asaltar al estado”.
Bernstein “desechaba la necesidad de apelar a la insurrección” y “promover una
brusca transformación que diera paso al socialismo”. El camino hacia esta forma
política “suponía la colaboración pacífica entre diversas clases y estratos
sociales”[8].
Pero, a pesar de todo lo que
supuso, defendió y logró introducir en diversos países, la socialdemocracia,
nada menos que el estado de bienestar, no pudo lograr su fin último, el ideal
de felicidad prometido, aun desempeñándose, como lo hizo, por medios totalmente
democráticos. Lo cual también significó, pese a sus logros como reforma del
capitalismo, otro fracaso para el socialismo democrático. Y fue incapaz de implantarse, fuere por vías
autoritarias fuera por vías consensuales o democráticas. En ese mismo
territorio, sustituyendo al ya impracticable socialismo marxista, a comienzos
del nuevo siglo, quiso obrar el populismo, intentando aumentar el poder de
convocatoria de la democracia, pero “no por su contenido sino por el
maniqueísmo de su forma”. Como ahora resulta claro, el populismo “no es un
programa partidario, una forma de gobierno, un tipo de estado o una ideología
definida” sino “un modo de decir y practicar la política, con aspiraciones a
constituirse, cuando resulta exitoso, en un sistema de dominación que
careciendo de ideología propia, pero manteniendo un discurso autoritario de verdades
autoevidentes, se extiende de derecha a izquierda del espectro, dependiendo del
líder, de las condiciones socio-históricas donde se implante y de su definición
del pueblo”[9].
Hoy, afirma Gatto, a la vista de lo que ocurre en América, especialmente en Venezuela,
Ecuador, Nicaragua, resulta evidente que esta práctica política está también
concluida.
EL
HISTORICISMO Y SU VICISITUD
Desde que la Segunda Internacional, en 1904, refutando a Bernstein, arguyera que el socialismo “difícilmente se alcance con reformas parlamentarias” y reivindicara a Marx y a la revolución “aun cuando sus representantes sistemáticamente la olvidaran en su práctica política cotidiana”[10], todo permaneció como estaba. Lo que se puede observar, hasta ahora, es el fracaso de toda estrategia, desde que el socialismo no ha podido implantarse definitivamente por ninguna vía. Ahora bien, ¿qué nos dice el historicismo al respecto?
Dijimos que el
historicismo estaba de moda en la época en que Gatto hacía conocer y daba forma
cabal a sus ideas, de manera paralela a su actividad profesional, política y
periodística. Como se sabe, el historicismo nunca dejó de tener vigencia,
filtrándose en muchos pensadores sociales y filósofos, bajo diversas
figuraciones y en aplicación a diversidad de propósitos teóricos y prácticos.
En ellas subyace la idea de historicidad,
la cual definiría la naturaleza del hombre y su condición ubicada en el tiempo,
que lo delimita por sobre toda otra y que, en filosofías como la de M.
Heidegger, adquiere dimensión propia y diferente a la que lo reduce al solo existir (dimensión existenciaria). Para J. Ortega y Gasset, análogamente, el hombre no
tiene naturaleza sino historia.
El
historicismo, que comprende diversas corrientes, intenta rendir cuenta de la
naturaleza humana partiendo de la historia, de los lugares y momentos cuyos
impactos definen el proceso de desarrollo o evolución al cual pertenecen.
Ortega y Gasset consigna: “Yo soy yo y mi circunstancia”[11].
Para Hegel o Marx, Comte o Croce, la historia crea y modela lo humano, lo que
permite aventurar predicciones[12].
Dilthey enfatiza la “experiencia vivida” en cuanto se realiza como un todo
evolutivo y estructural. Para Scheler la persona no es un ente inmutable, cosa
ni sustancia, sino unidad de las vivencias pertenecientes a un proceso[13].
Pero la historia la hace el hombre aplicando la razón, de la cual surgen
grandes ciclos, períodos, épocas con sus divisiones y duraciones. Y, aunque
estas distinciones se tomen como estructuras racionales, sólo interpretan el
pasado desde el presente con la carga de subjetividad y aun de irracionalidad.
De aquí surgen contundentes objeciones basadas en que la razón sola no basta
para entender lo que cambia permanentemente en una dirección no fijada de
antemano. Si al hombre lo hace la historia, a la historia la hace el hombre, un
aserto que parecer no haber entendido el historicismo.
LA
PERIPECIA POLÍTICA
La interpretación del doctor Gatto encuentra un siglo XX en el que campea el historicismo de acuerdo a dos versiones opuestas, que se expresaron bajo la forma de socialismo y democracia capitalista. Aunque ambas postularon ideas altruistas y promisorias, destacándose el socialismo por la de igualdad y la democracia por la de libertad, no elaboraron ninguna teoría política sobre el individuo descuidando el principio de libertad y autodeterminación del liberalismo[14]. Las dos versiones materialistas se legitimaron a través de la expresión de las masas y de sus mayorías, representadas por quienes terminaron configurando élites notoria o veladamente autoritarias. No hubo lugar al examen de la conciencia individual en sus resortes sociales y los demócratas no advirtieron que “en lo que se refiere a las formas de gobierno y a su aptitud para conformar sociedades democráticas, a partir de Locke, Occidente no se rige, como a veces suele deslizarse, por la democracia griega sino por la democracia liberal”[15]. Así, pues, el individuo fue reducido solapadamente a objeto o cosa; la vida del ser humano, sólo a pieza de un engranaje.
El materialismo historicista
pudo provenir de la fuerza centrífuga del siglo XIX, de enorme gravitación aún
en el siguiente con sus primicias positivistas, evolucionistas y cientificistas.
Hacia el ocaso del siglo XIX y en el albor del XX las doctrinas y corrientes
políticas más destacadas fueron renovándose, y al poco tiempo llegaron a
evolucionar dramáticamente como efecto de las grandes guerras, de los notables
avances de la ciencia y del advenimiento de la nueva tecnología. Todo cambia
velozmente y el vértigo final no surge en las universidades ni en los
parlamentos sino en los mercados, en el comercio y en las empresas que ya no
emplazan fábricas sino rascacielos. La nueva tecnología despachará
definitivamente los coletazos de la revolución industrial. Gatto afirma que “la
sociedad industrial troca fábricas por programas informáticos”, y agrega que
“la globalización, políticamente lenta
[nosotros subrayamos], se impone paulatinamente en la economía, el proletariado
se reduce y a los estados ya no les basta con Keynes[16].
La socialdemocracia, luego del fallido arresto de Mitterrand, adormece sus
impulsos transformadores”. Sólo la tiene en cuenta “la izquierda jurásica y la
derecha retrógrada”. Por más que sea evidente que “una ideología del siglo XIX
no puede pretender regir los destinos de la humanidad en el siglo XXI”[17].
Si la
cultura, en general, y el arte en particular, pese a sus rezagos, mantienen en
el Uruguay un buen ritmo transformador, sin embargo, hay otros aspectos que lo
pierden y se enlentecen, entre ellos el de la política y la cohesión social, como
observa Gatto. La intelectualidad, por su parte, “atosigada por sus códigos,
deslumbrada por sus mitos, encerrada en un constante intercambio circular de
mensajes donde emisores y receptores se confundían, tributaria de un mundo
ideologizado que la cegaba con sus propios relatos, creyó que su modo de ver el
país era el país mismo”[18].
El colapso experimentado por el pensamiento político se verifica en el
pensamiento en general, especialmente el que, en el nivel subyacente de la
sociedad, se genera en la filosofía social como base de sustentación de toda
cultura civilizada. Después de Rodó y Vaz Ferreira, la filosofía se estanca (expresión
adecuada para testar el estado de un pensamiento nacional), y la Universidad,
la innovación en todos los planos y la hondura reflexiva en todos los campos se
empantanan, aunque sus afanes fueran altruistas.
INDIVIDUO
Y SOCIEDAD
El pensamiento de Hebert Gatto es la feliz prolongación de una tradición uruguaya de rasgos exclusivos, entre los que cabe mencionar tres. El primero, y como no podría ser de otra manera en un país de cultura reciente, es el fervor por los valores originados en las ideas emergentes de las grandes transformaciones ideológicas, políticas y económicas de los siglos XVII y XVIII (grandes revoluciones, Ilustración) y del XIX (ética romántica), fervor que nos viene de Europa. Este sustento básico se refuerza con el legado de la inmigración y el papel de la educación formal. El segundo rasgo, destacado por el mismo Gatto y con asiento en el plano de la filosofía política, es el mentado fervor por la democracia liberal. Y el tercer rasgo, presente en toda manifestación política, plan educativo, proyecto o iniciativa social, se dibuja en la afincada vocación por la suerte de todos, según una visión del destino humano que atiende los logros del esfuerzo personal, aunque se trate de un ideal fluctuante, frecuentemente aplanado por intereses espurios. De allí su fervorosa reivindicación del igualitarismo liberal, la mejor combinación de libertad e igualdad en el horizonte de la más plena valoración del individuo.
Estos atributos se han apoyado más en la faz individual del horizonte de la praxis política que en la faz social, sin que se quiera menospreciar esta última ni suponer que funcione por separado. En el Uruguay, en las décadas de debate sobre la democracia y el socialismo, también se libró una batalla subterránea a favor de una cierta historicidad del individuo, desde el inicio ganada por la historicidad a secas, es decir, encarnada en el cuerpo social, despreciando su composición por personas. Tuvo lugar una guerra no declarada entre estos dos niveles tomados como opuestos, en su errática aplicación divergentes, representados por el socialismo y la democracia. Como si en esta confrontación maniquea se terminara el mundo. Así, no se distinguió con claridad el papel del liberalismo político, que se archivó como si se tratara de un pensamiento envejecido. El mensaje de Gatto intenta superar este peligroso galimatías y, a los efectos de este propósito, dedica un compendiado pero valiosísimo estudio sobre el proceso histórico del individualismo[19].
Sería absurda la pretensión de que el Estado reconociera en la sociedad el derecho a elegir, y suicida el intento por parte de la democracia de dejar al simple arbitrio de la sociedad como un todo homogéneo la elección del camino para conquistar la felicidad. La sociedad no puede elegir sino por suma de voluntades en el juego democrático de las urnas; sólo el individuo puede elegir su destino. El Estado no garantiza el derecho de elección a la sociedad, porque su misión es, por el contrario, disponer caminos, conductas y proyectos bajo el imperio de las leyes, procurando que cada individuo manifieste libremente su opinión. Sólo puede garantizar ese derecho al individuo, en lo que a autorrealización y autodeterminación se refiere, asegurándose de que lo disfrute según lo que estipulan esas mismas leyes.
SUEÑO
Y DESPERTAR DE LA RAZÓN
Se vivió bajo los efectos de una confusión por la que se licuaba la verdadera naturaleza de los conceptos en debate. Gatto desarma y vuelve a armar -deconstruye, esto es, desmonta con el fin de descubrir fallas, omisiones o equívocos- las relaciones entre el marxismo, el socialismo, la socialdemocracia y los totalitarismos. Son proyectos que se rozan entre sí al confrontarse en el plano teórico, con lo que generan candorosos equívocos. “Aquí se patentiza la diferencia abismal que separa el socialismo democrático contemporáneo, para el que la socialización de los bienes de producción era el fin de un largo proceso histórico, del socialismo marxista, para el que la socialización revolucionaria de dichos bienes es el requisito fundamental para empezar una política de construcción socialista”[20], por más que el siglo XX, agrega Gatto, haya demostrado la inviabilidad del socialismo en cualquiera de sus vertientes.
Por eso no interesa a nuestro
autor la búsqueda de caminos para alcanzar el socialismo sino, específicamente,
“analizar la congruencia entre estructuras políticas democráticas y modos de
organización de la economía”[21].
Lo relevante es atender la necesidad de revisar el papel del individuo en lo social y en lo
económico. Pero, parece decirnos Gatto, no como lo hace la filosofía social
estándar, sino reformulando el liberalismo, como lo hace John Rawls, atendiendo
la necesidad de hacer congruente la libertad con la justicia. De allí la
importancia del liberalismo igualitarista, que nunca podrá concretarse sin
regular y limitar profundamente la voracidad comercial de las grandes
corporaciones. Y de allí también el inocultable afán de fundar nueva ciencia
incorporando olvidados presupuestos éticos y epistemológicos, inherentes los
primeros a los principios de la democracia liberal y emergentes los segundos de
la psicología social y la epistemología.
Los sueños de la razón es una obra que
eleva el pensamiento de Gatto, hasta
entonces no del todo consolidado filosóficamente, al mayor nivel de la
filosofía social. Que su mensaje no acarree ningún propósito proselitista
contribuye no poco en la definitiva integración de una filosofía que se anuncia
en la “Introducción general”. Las reflexiones “versan sobre determinadas
características de la forma de actuación de las democracias contemporáneas”, y
tienen como objeto analizar “el alcance y la función de la neutralidad” del
Estado democrático contemporáneo. Esto es, la abstención por parte del Estado
en lo que se refiere a las concepciones del bien de los ciudadanos, que es un
tema que compete a cada uno. Se discute en forma paralela, pero sin abandonar
el primer plano, si es posible combinar adecuadamente el socialismo con la
democracia, especialmente “desde que esta última es una forma de gobierno
impedida de basar sus políticas en concepciones del bien o la felicidad”[22].
El sesgo moral del que no escapa el socialismo y cuya filosofía coincide con el
problema de la libertad, por cuya dilucidación se han vertido ríos de tinta,
así como el de la felicidad humana y de las vías para obtenerla. La
“reivindicación de los derechos humanos y el pluralismo”, la “arquitectura
teórica más profunda”, la “naturaleza ética” del socialismo y su compatibilidad
con la democracia liberal, integran en conjunto el objetivo general de esta
obra[23].
Hebert Gatto da un gran paso en
el examen crítico de la política, con claras implicaciones en el pensamiento
sociológico, filosófico e historiográfico. En lo que a este último se refiere,
se descubre en Gatto, como él descubre en Norberto Bobbio, al “historiador de
conceptos, más que de hombres o de épocas”[24].
Se pronuncia serenamente respecto a las grandes vertientes de la tradición
nacional y del panorama mundial, despojado de unilateralismos y afirmándose en
convicciones expuestas con objetividad, por lo que su obra despunta hoy como
una de las más vigorosas y mejor documentadas[25].
Se aplica a un campo de transformaciones que en el Uruguay suelen ser escasas y
lentas, pero que, como él mismo señala, responde a una “cultura política en
muchos aspectos más reflexiva que rápida”[26]. Esta
es nuestra realidad más real, pero no hay nada como lo más real para inspirar lo
más inteligente.
[CUADRO]
[Transcripción de un fragmento de
las palabras de Hebert Gatto en el acto en homenaje a su obra, en el Crystal Palace Hotel, con el tema sobre “Democracia,
socialdemocracia y parlamentarismo”; video publicado por el Partido
Independiente el 14 de noviembre de 2016; panelistas Luis Nieto, Ope Pasquet,
Juan Martín Posadas y Esteban Valenti.]
“El liberalismo tiene tres elementos que son
básicos. La capacidad de cada uno de nosotros de elegir nuestro propio camino hacia la felicidad, de
autodeterminarnos como seres humanos. Nadie tiene el derecho de decirnos
‘ustedes van a ser felices de esta manera o de esta otra manera’. Los únicos
que podemos decir cómo podemos ser felices somos nosotros mismos. Este es el
primer punto del liberalismo, absolutamente esencial, que tiene que ver con la
autodeterminación y con la autonomía de cada uno. Si para buscar un camino en
la vida dependemos de las instrucciones que nos dé alguien, que puede ser un
ser trascendente, o un presidente o un gobierno, entonces, como ocurre
desgraciadamente desde hace más de doscientos años, los gobiernos suelen decir
cómo debemos comportarnos, cómo debemos buscar la felicidad.
“El segundo punto que me
parece esencial es la neutralidad del
Estado. El Estado debe ser quien nos diga cuál es el camino que tenemos que
seguir. De algún modo es un principio complementario del principio de
autodeterminación o de la autonomía de cada uno. El tercer elemento, que quiero
destacar especialmente, es que el Estado no debe inducir a que cada uno de
nosotros disfrute de bienes inmerecidos. ¿Qué
quiero decir con bienes inmerecidos?
Cada uno de nosotros nació en un determinado contexto, cada uno tiene una
inteligencia mayor o menor, un modo de conducirnos en el mundo, que tiene que
ver, entre otras cosas, con nuestros genes. Bueno, toda esa lotería biológica
que recibimos es un bien que no depende de nosotros, un bien inmerecido,
proveniente de la transmisión genética y no un producto de nuestro esfuerzo. El
Estado debe, en la medida de lo posible, corregir esa desigualdad “biológica”.
No igualando a la fuerza, lo que lleva al autoritarismo, sino mediante un
diseño institucional que otorgue compensaciones a los menos favorecidos. Las
diferencias en el talento sólo son admisibles, dice Rawls, en la medida en que
el plus que aporta el talentoso favorezca a los menos dotados.
“Estos tres caracteres del
liberalismo son esenciales y nada tienen que ver con otro modo de entender el
liberalismo. En este país, ese otro modo ha bastardeado la idea del
liberalismo: es el liberalismo posesivo, el egoísmo, el creer que lo único que
importa es tener la mayor cantidad de bienes, etcétera, etcétera. Esta forma de
desnaturalizar el liberalismo ha sido largamente practicada en este país. Y fue
la idea central que redondeó y rodeó a aquellos años sesenta, una rebelión
contra el liberalismo, entendiendo que era necesaria otra justicia social. Pero
si ustedes vuelven al liberalismo de la forma en que debe entenderse,
especialmente en los últimos ciento cincuenta años, y soslayan la otra
interpretación del liberalismo, van a ver que el liberalismo no puede
disociarse de la democracia y que no se puede hablar de democracia sin hablar
de democracia liberal.
“Ambos conceptos están
íntimamente unidos, y el logro de la modernidad, el logro de la Ilustración, el
logro de la Revolución Francesa, en definitiva, y de la Revolución
Norteamericana unos años antes, fue unir estos dos conceptos. A la vieja idea
griega de la democracia como gobierno de la mayoría se le sumó todo aquello que
trajo el liberalismo, es decir, estos tres puntos que yo señalaba. Trajo la
idea de autonomía del individuo, trajo la idea de neutralidad del Estado y la
idea, que en cierto modo también aportó la izquierda, e incrustó en el
liberalismo, de que no tenemos derecho a los bienes inmerecidos, entendiendo
por tales los bienes materiales, aunque tengamos derecho a los bienes
merecidos.
“Si ustedes parten de esa
noción de liberalismo, verán que se une a la noción de democracia y que
democracia y liberalismo son indisociables. Y este es un patrimonio uruguayo;
si algo tenemos que agradecer históricamente a los partidos tradicionales es
haber internalizado en el pueblo uruguayo esta característica del liberalismo.
De manera que cuando defendemos el liberalismo, la democracia liberal, la unión
de estas dos corrientes de pensamiento, democracia y liberalismo, lo que
estamos proponiendo es esta idea básica de que no se pueden disociar.”
[1] Hebert Gatto, El
cielo por asalto, Montevideo, Sudamericana, 2004,
pp. 56 y ss. Las citas siguientes en el párrafo corresponden al mismo lugar. La
Parte I del libro consiste en una original historia de las ideas políticas en
el siglo XX uruguayo, en sus relaciones con la cultura y atendiendo al período
de mayor deterioro de los valores democráticos.
[2] Las expresiones provienen
de Germán Rama y Carlos Real de Azúa.
[3] Véase Emilio Durkheim, Las
reglas del método sociológico, Buenos Aires, Schapire, 1976: los hechos
sociales deben ser tratados como cosas; son exteriores a los individuos; la
vida está en el todo y no en las partes; la vida social tiene algo más en su
sustrato que lo inherente a la conciencia individual; etcétera (pp. 12 a 14).
[4] John Rawls, El liberalismo
político, Barcelona, Crítica, 1996, p. 166.
[5] La “conciencia de clase”, según Georg Lukács, no la determina el individuo sino el proceso social (Historia
y conciencia de clase, México, Grijalbo, 1969). Pero, ¿dónde la determina?
[6] Cuya trasmisión Popper atribuye a Platón: “poner la razón al
servicio del irracionalismo (el retorno a la cultura cerrada de la tribu, a la
irresponsabilidad colectivista y al despotismo político, esclavista y racista
del jefe supremo)”, Mario Vargas Llosa, La
llamada de la tribu, Montevideo, Alfaguara, 2018, p. 149.
[7] Hebert Gatto, Los sueños de
la razón, Montevideo, Fin de Siglo, 2013.
[8] Hebert Gatto, “La socialdemocracia y su legado”, en RELACIONES N⁰ 379, Montevideo, diciembre de 2015, p. 4.
[9] Hebert Gatto, “Populismo latinoamericano”, en RELACIONES N⁰ 390, Montevideo,
noviembre de 2016, p. 19. Habría que averiguar si el tratamiento dedicado al
populismo podría abarcar a los “movimientos nacional-populares”, como les llamó
Alberto Methol Ferré: búsqueda de alianza de sectores sociales diversos,
campesinos, industriales, proletariado, clase media incipiente. Gatto parece
referirse al “populismo de raíz europea”, diría Methol. El populismo sería “el
esfuerzo por elaborar una perspectiva nacional desde el ‘suburbio’, es decir,
desde dentro de su centro existencial” (A. Mutalli, A. Methol Ferré, La América Latina del siglo XXI, Buenos
Aires, Edhasa, 2006, cap. 2.
[10] Hebert Gatto, “Populismo latinoamericano”, obra citada.
[11] José Ortega y Gasset, Meditaciones
del Quijote, Madrid, Revista de Occidente/Alianza, 1987, p. 25.
[12] Aunque, como se ha dicho, “el conocimiento histórico anticipatorio
es limitado” (Karl Popper, La sociedad
abierta y sus enemigos, Barcelona, Planeta/Agostini, T. II, p. 375).
[13] Martin Heidegger, El Ser y el
Tiempo, México, FCE, 1951, pp. 55 y 56. “Todo aquello que llega con tal
inmediatez a mi yo que entra a formar
parte de él es una vivencia” (José Ortega y Gasset, citado por J. Ferrater
Mora, Diccionario de filosofía,
Barcelona, Ariel, 1994, T. IV, p. 3713). La vivencia es una hipótesis de
trabajo crucial en la psicología descriptiva de Wilhelm Dilthey.
[14] El resumen final: “afirmar que el único fin por el cual es
justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entrometa en la
libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección”,
en John Stuart Mill, Sobre la libertad,
Madrid, Alianza, 1970, p. 65.
[15] Hebert Gatto, “Populismo latinoamericano”, obra citada, p. 20. La
democracia griega, aclara Gatto, carecía de sensibilidad por lo que hoy
llamamos derechos humanos.
[16] Gatto se refiere al ingenio, ideado por este economista, por el
cual se vigoriza la economía a partir de una fuerte inversión del Estado.
[17] Hebert Gatto, “La socialdemocracia y su legado”, obra citada, pp. 5
y 6.
[18] Hebert Gatto, El cielo por asalto,
obra citada, p. 173.
[19] “En este sentido, parece claro que la progresiva afirmación del
individualismo ha implicado un lento proceso histórico de desplazamiento de la
libertad subjetiva del hombre ‒su capacidad para pensar y realizarse libremente
en su vida personal‒, desde la Iglesia, que originariamente monopolizaba esa
prerrogativa, hacia el Estado, como primera etapa, y de éste al individuo
mediante la proclamación del principio de imparcialidad en estos asuntos,
reivindicada por la democracia liberal.” (Los
sueños de la razón, obra citada, p. 268)
[20] Hebert Gatto, Los sueños de
la razón, obra citada, p. 31.
[21] Hebert Gatto, ib., p. 32.
Este propósito no le impide realizar rigurosas críticas cuando la ocasión se
presenta. Por ejemplo, al referirse a los socialistas contemporáneos: “Si
fueran coherentes, teniendo en cuenta que una vez más apoyan y reivindican la
democracia liberal como sistema, deberían renunciar a sus objetivos redentores
y a la problemática teleología en que apoyan su relato histórico y social.” (ib., p. 65.) Igualmente, al analizar la
izquierda latinoamericana poscomunista, instalada en el poder en varios países
(incluido el Uruguay), cuya prédica “se funda en la bonanza económica de la
región luego del año 2002 y en ciertas mejoras distributivas” (en Uruguay con
la reducción de la pobreza y la marginación, así como en Brasil, lo que “no
puede desdeñarse”) facilitadas por “las emergentes demandas de importación de
las naciones asiáticas”. Lejos de mejorar la calidad de la democracia, ha
radicalizado su prédica “con gobiernos y presidentes que si no generan
revoluciones difunden discursos que los perpetúan mediante la acentuación del
populismo”; en suma, una izquierda “transformada en lo que siempre prometió no
ser” (ib., pp. 116-119). Gatto no lo
dice, pero en el Uruguay se ha promovido, con el asentimiento de casi todos, un
populismo cultural tan demagógico
como el político.
[22] Hebert Gatto, ib., p. 7.
[23] Hebert Gatto, ib., p. 51.
[24] Hebert Gatto, “Norberto Bobbio: la vida de un maestro”, en VV. AA.,
coord. José Portillo, Reflexiones sobre
el pensamiento italiano contemporáneo, Montevideo, Trilce, 2010, p. 46.
[25] El mismo autor define sus investigaciones como “historia de ideas”
y “análisis de la cultura política” en la Introducción de El cielo por asalto, obra citada, p. 32.
[26] Hebert Gatto, Los sueños de
la razón, obra citada, p. 128.