G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: noviembre 2019

miércoles, 27 de noviembre de 2019

JOSÉ ORTEGA Y GASSET: Lo dramático y lo jovial de la filosofía

Sostiene Ortega y Gasset que “Hay en el teorizador, sobre todo en su forma prominente que es el filósofo, una fruición de ‘descifrador de enigmas’ en que, por lo pronto, pierde el enigma todo el carácter patético que per accidens puede envolver y lo empareja con el jeroglífico, la charada y las palabras cruzadas” (Ortega, 1979, 314). El misterio se resuelve, según el filósofo madrileño, cuando el juego de la filosofía le exime de la seriedad y el misterio. Hay filosofía dramática y hay filosofía jovial. Aun más, la filosofía, como la ciencia, como la matemática, debe adoptar “un estilo risueño propio del certamen y la competencia agonal. Como se juega al disco y al pancracio, se juega a filosofar” (ib., 311).


Es de imaginar, pues, lo que pensaría Ortega de Pascal y de su radical incertidumbre, de aquel “todo lo que sé es que debo morir pronto”. Asimismo, del “vivir en la desesperación” y del “temblor” y la “angustia” de Kierkegaard, del “sentimiento trágico de la vida” de Unamuno, del “ser y la nada” de Sartre. El cristianismo observa sin piedad, pero bajo la forma de un cumplido “envuelve en sí no un sentimiento, no un vago ‘sentido’ sino directa y formalmente una precisa idea, una interpretación trágica de la vida, pero es precisamente porque no se detiene a contemplar el fenómeno de la Vida como tal, sino que es desde luego solución al problema de la Vida, es Salvación”.
Sólo contempla a la Vida en sus límites, sin relación con el ente real y absoluto que “absoluta y plenamente es”. “Con lo cual automáticamente la Vida aparece como siendo casi, casi Nada, como casi siendo la Nada, el no-Ser”, palabras en la que cae acribillado por Ortega el drama del existir y el existencialismo en sus múltiples expresiones, incluyendo a Heidegger. Además, ridiculiza el famoso compromiso: “No es, pues, cuestión de s’engager o de ne pas s’engager ni demás aspavientos del provinciano ‘existencialismo’.” (Ib., 313)

LA FILOSOFÍA COMO DRAMA

Hoy día aparecen aquí y allá personajes que quieren dar vida a la filosofía, como si no la tuviera. Con el sano propósito de bajarla al alcance de todos la someten a un proceso de innecesaria adaptación y modernización artificial. Se le exige la flexibilidad del entretenimiento mediante mil sutilezas y artimañas que no hacen más que desfigurarla, demostrándose así el espíritu jovial que la anima en sus procedimientos y confirmándose el desdén o la ignorancia de la filosofía. José Ortega y Gasset, el filósofo español nacido en Madrid en 1883, es uno de los máximos representantes de la juventud, jovialidad y naturalidad de la filosofía. Para este hombre la filosofía en sus orígenes terminó con una tradición de milenios por la cual la inteligencia humana se hundía en las oscuridades del mito y de la religión, alejada del mundo real y desapercibida del mundo y el cosmos. La “edad mítica” fue un “tiempo que está a la espalda del tiempo”, en el cual “eran posibles todas las cosas imposibles”. Se puede preguntar si es necesario terminar con su encanto: 

En nuestro tiempo, en que sólo es posible lo posible, no se pueden crear rocas, plantas, animales, hombres. El tiempo mítico, por el contrario, es la sazón de todas las creaciones, es la Edad original. En este sustancial sentido es el Mundo de lo maravilloso como tal. Por eso, es el contenido del Mito por excelencia ‘poético’ y habría que preguntarse si hay, si puede haber otras ‘cosas poéticas en sí’ aparte de las mitologías. De aquí el poder emocionante que conservan todas sus figuras.” (Ib., 318)

Palabras que no podían expedirse acerca de una evidencia terminante. Esas otras “cosas poéticas en sí”, y sin que el psicólogo explorador de Ortega pudiera confirmarlo plenamente, están en su misma obra. Pues es la que devolvió la frescura original al pensamiento reflexivo, la poesía y el encanto de un mito transfigurado mediante la iluminación y la transparencia de lo posible, es decir, de la razón, pero de una razón viva, mágica como la naturaleza, de una “razón vital”. El misterio y la oscuridad del mito, de acuerdo con la reflexión orteguiana, sus connotaciones dramáticas, tuvo sus elongaciones en la religión, en la necesidad de creer:

El frente común religión-mito-poesía sensu homérico consiste, pues, en una interpretación puramente imaginaria del Mundo y a ella habría el hombre de acogerse definitivamente si no hubiera existido filosofía. Esto nos confirma que el hombre no tiene más remedio que creer, y si esto le falla, casi-creer ‒con la más varia gradación de la credulidad‒ en una figura de lo que es el Mundo, lo que él es y su vivir.” (Ib., 319)

Llegó la edad en que el hombre dejó de creer y aisló por primera vez en su mente un pequeño escozor que le molestaba: la idea. Descubrió que vivía en la creencia. Advirtió que era indiferente a las sugerencias del mundo, a las notas y colores que parecían oírse y verse tras el telón de fondo de la apariencia. “Con las creencias propiamente no hacemos nada, sino que simplemente estamos en ellas […] Hay, pues, ideas con que nos encontramos ‒por eso las llamo ocurrencias‒ e ideas en que nos encontramos, que parecen estar ahí ya antes de que nos ocupemos en pensar” (ib., 1986, 25).
Las creencias son capaces de arraigarse de tal manera que “se confunden para nosotros con la realidad misma ‒son nuestro mundo y nuestro ser‒, pierden, por tanto, el carácter de ideas de pensamientos nuestros que podrían muy bien no habérsenos ocurrido” (ib., 25). Pero, ¿a qué viene la idea? ¿Qué lugar ocupa entre las creencias? Por vivir en las creencias “el hombre, en el fondo, es crédulo” (ib., 34). Las creencias son la “tierra firme sobre la que nos afanamos”. Es posible que ese rasgo provenga de una elemental creencia que tenemos: “la creencia de que la tierra es firme, a pesar de los terremotos…” Imaginar que esa creencia desapareciera significaría un “cambio radical”, pues consistiría en un ejercicio “de introducción al pensamiento histórico”. El hombre, por estar en las creencias, está también en la duda. La duda “pertenece al mismo estrato que está en la arquitectura de la vida. También en la duda se está” (ib., 35).   
            Aquí es donde se cruzan el drama y la sonrisa, lo trágico y lo propicio, pues el estar en la duda “tiene un carácter terrible”. Es estar “cayendo” como se cae en un abismo. “De pronto sentimos que bajo nuestras plantas falla la firmeza terrestre y nos parece caer, caer en el vacío sin poder valernos, sin poder hacer nada para afirmarnos, para vivir. Viene a ser como la muerte dentro de la vida.” Ahora bien, la duda no es ignorancia o falta de creencia sino una creencia doble. “Se duda porque se está en dos creencias antagónicas, que entrechocan y nos lanzan la una a la otra, dejándonos sin suelo bajo la planta. El dos va bien claro en el du de la duda.” (ib., 37)
            La idea no es sino la reacción frente a esta dubitación. El hombre se esfuerza en “salir de la duda”, pero, ¿qué puede hacer cuando “el mundo se nos presenta ambiguo”? “Con él no hay nada que hacer.” Es entonces “cuando el hombre ejercita un extraño hacer que casi no parece tal: el hombre se pone a pensar. Pensar en una cosa es lo menos que podemos hacer con ella. No hay ni que tocarla. No tenemos ni que movernos.” Cuando todo falla en torno a nosotros, entonces, nos ponemos a pensar en lo que falla. “Los huecos de nuestras creencias son, pues, el lugar vital donde insertan su intervención las ideas” (ib., 37). Pero, ¿qué es una idea? Pues, “darse cuenta de una cosa sin contar con ella”, en tanto una creencia es “contar con una cosa sin pensar en ella, sin darse cuenta de ella” (Ortega, 1979, 290). “En ellas se trata siempre de sustituir el mundo inestable, ambiguo, de la duda por un mundo en que la ambigüedad desaparece. ¿Cómo se logra esto? Fantaseando, inventando mundos. La idea es imaginación.” (Ortega, 1986, 37)

LA FILOSOFÍA COMO JUEGO
    
Este fue el invento de los griegos, que desencadenó la filosofía. Fue “la heroica reacción con que buscaron salir a algo firme y ponerse en lo cierto. De aquí el tono de grito de salvación, la exuberancia gesticular de náufragos liberados con que nos hablan agarrados a la roca benéfica que han encontrado a su filosofía” (Ortega, 1979, 299). Y es un grito a la vez exultante e irritado, agrega Ortega; irritado contra la tradición que creó un mundo engañoso, y exultante de optimismo, una actitud que contrastaba con “la época trágica” de los hombres anteriores. De modo que “la filosofía es el formal movimiento que lleva a salir de la duda. Sin ésta no hay filosofía” (ib., 296).
            Frente al Engaño se reacciona de dos maneras: atribuyéndolo a un poder superior, o tomándolo como un hecho del cual nadie es responsable. La segunda manera es convertir el Engaño en Enigma. Pero esto es, precisamente, aquello de lo que los filósofos querían liberarse; de manera que la filosofía tomó por otro camino para no volver al mito. Buscaron descifrar la duda “viendo lo Real como mero enigma, como acertijo, y de aquí el estilo de descifradores de acertijos que adoptaron los filósofos”. Pero “Alguien ha querido que el hombre viva engañado. Hay un ‘espíritu maligno’. El cristianismo, el mazdeísmo, el maniqueísmo, el cartesianismo, los Upanishads, Schopenhauer han sido un conato de aquella episteme”, protesta Ortega.
            Ese es el lado dramático de la filosofía, que va contra “la raíz misma del ser humano y su vivir”. Otros pensadores han caído en el mismo dramatismo:

Pretende Heidegger que la filosofía consiste en hacer patente que la Vida es Nada, no advirtiendo que al hacer esto está ya demostrado que no es verdad lo que dice. Porque la Nada que es la Vida tiene la peculiar condición de que en ella surge la incoercible energía de gozarse en elaborar el santuario juego de una teoría, de una filosofía que hace patente la Vida como Nada. Si, en efecto, la Vida fuese sólo Nada la única acción congruente e inevitable sería suicidarse. Pero resulta que no: en vez de suicidarse, la Vida se ocupa en filosofar, que es inevitablemente sentir fruición en el tejemaneje de las ideas, en jugar a la exactitud de los conceptos… (Ib., 300)   

Por eso, afirma con decisión Ortega, “desde mis primeros escritos he opuesto a la exclusividad de un ‘sentido trágico de la vida’ que Unamuno retóricamente propalaba un ‘sentido deportivo y festival’ de la existencia, que mis lectores, claro está, leían como una frase meramente literaria” (ib., 301). Para el existencialista “Todo lo que no sea un abismo, un misterio irreductible, una negra sima, un incognoscible y un asco no le ‘paga su dinero’”, rezonga tocando casi el desenfreno (ib., 302). Pero el Mundo “no es sólo piélago en que me ahogo sino también playa a la que arribo. En suma, el Mundo como resistencia a mí, me revela el Mundo como ‘asistencia’” (ib., 304). La palabra que Ortega encuentra para definir lo opuesto a lo “desazonador” e “infamiliar” es atopadizo. Esta palabra es un vocablo asturiano oportunísimo para expresar lo cómodo, lo agradable, el lugar donde se está a gusto.
            El filósofo es, pues, un descifrador de enigmas que no tiene el carácter patético que le ha endilgado el existencialismo. Sin querer negar lo patético del existencialismo, es de justicia anotar que, desde Kierkegaard en adelante, tocó con felicidad la faceta más inapresable de la psiquis, intentando trepar desde la profundidad hacia la superficie, y aunque lo haya hecho con cierto desorden semejante al desorden con que en general pensamos. Ortega encara la misma profundidad, pero desde la planicie sensible de los actos de la Vida (que escribe con mayúscula), bajando desde la claridad y no subiendo desde las tinieblas. Piénsese que en el momento de estampar Ortega estos argumentos, le hacía una gran mella a la tradición cartesiana e infligía una herida incurable al hegelianismo un puñado de ideas que nutrieron y aún nutren la otra vertiente que compite, con sus excepciones, altos y bajos, con la tradición aristotélica y se bifurca por diversas ramas que desembocan en los positivismos y materialismos de los últimos dos siglos. Despiertan ambas vertientes tanto interés como asombro, investigan desde puntos de vista igualmente inusitados y atrayentes dentro de sus respectivos marcos teóricos, y es una pérdida de tiempo buscar qué o cuánto en ellas podrían hacernos tomar un partido.
            Decíamos que para Ortega filosofar es jugar.

Mi idea es, pues, que el tono adecuado al filosofar no es la abrumadora seriedad de la vida, sino la alciónica jovialidad del deporte, del juego. No se pongan caras adustas, ni se hagan gestos de ofendida extrañeza. No se me sea tonto ni pedante. Por lo menos, no se sea ignorante. Léase a Platón en las Leyes (820 c-d), por tanto, cuando al fin de su larga vida, espuma su larga experiencia filosófica y científica: ‘¡Quién sabe! Tal vez el chaquete y las ciencias no son cosas diferentes’ [chaquete: juego parecido al juego de damas]. La increíble genialidad que estas pocas palabras condensan y ocultan va a hacérsenos patente cuando en seguida veamos que Descartes y Leibniz se ocupan del ajedrez y demás albures y mueven a sus discípulos matemáticos para que trabajen muy seriamente sobre juegos. (Ortega, 1979, 312)

En el juego encuentra Ortega “una riqueza extraordinaria de notas, de ingredientes, de dimensiones […] que van desde el juego de los niños ‒y aun del animal cachorro‒ hasta el esfuerzo mortal del que intenta escalar el Himalaya o el torero con vocación y coraje que danza ante la muerte” (ib. 313). Equidistantes están “los juegos científicos de tensión y destreza heroicas, como en el caso de los grandes jugadores de ajedrez”. Incluso, Parménides y Heráclito son homéridas, es decir, “gente capaz de morirse a causa de una indominable charada […] En ese juego de descifrar enigmas, el filósofo crea una figura del Universo ‒como el poeta, como el pintor, como el fantasmágora” […]  Si desde hace veintiséis siglos no hubiese filosofía, el hombre de Occidente habría pugnado por seguir ocupándose sólo de religión, de mitología, de ‘experiencia de vida’ o prudencia (sagesse) […] El Mito no es un género literario. La mitopeia es un método intelectual que forja el Mundo en que durante milenios vive un pueblo. Este método o ‘modo de pensar’ mítico consiste en un puro inventar fantástico, provocado por un objeto extraordinario, un hecho que se destaca, un acontecimiento o forma que dispara en el hombre emoción. La mente reacciona a eso inventado una narración, contando una ‘historia’ que sin más se acepta […] Una primera invención que ‘esclarece’ algo sorprendente para el hombre, es automáticamente ‘verdad’ […] El Mito supone en su creación y en su recepción un tipo de hombre incapaz de dudar…” (Ib., 315-317)

LO POSIBLE, LO LÓGICO Y LO REAL

La descripción de Ortega y Gasset de los orígenes de la filosofía explica lo que ésta es, su verdadera misión entre las ciencias del hombre. Que haya sido el camino para superar el mito significa que es, precisamente, sólo un camino, una senda sujeta a que en cualquier momento se bifurque y se transforme completamente. Si no es su fatal designio al menos es una de sus más seguras posibilidades. Precisamente, Ortega encuentra a quien cree que es el descubridor de las posibilidades de vida: Leibniz: “si Aristóteles fue el intelecto de más universal capacidad en el mundo antiguo, lo es Leibniz en el moderno” (ib., 335). Leibniz es el pensador “más diáfano que ha existido”, aunque “poco conocido” o, en el mejor de los casos, se podría agregar, mal conocido e incluso ridiculizado. Pues Leibniz afirmó que Dios “al producir el Universo ha escogido el mejor Plan posible” (ib., 340).
            Pero, esta afirmación de Leibniz, y las que la siguen (que en el plan se dé “la mayor variedad con el mejor orden”, en el cual el tiempo y el lugar “queden mejor arreglados” y que se logre “el mayor efecto por las vías más sencillas”, etcétera), y que tanto ha dado que hablar, sobre todo a Voltaire con su Cándido, invita a pensar en las posibilidades, pues, si bien el Plan fue considerado el mejor, podría haber resultado otro bien distinto. Estamos aquí, pero podríamos estar en otra parte e, igualmente, nos las tenemos que haber con esta realidad en que estamos y que somos, pero podría ser otra o, también, podría no existir ninguna realidad y no haber nada. Las posibilidades, dice Ortega, “se interponen entre nosotros y el mundo real. Leibniz fue quien primero vio claramente que el hombre no está en la realidad de modo directo o inmediato como lo está la piedra. Nuestro estar en la realidad es sumamente extraño: consiste en estar siempre llegando a ella desde fuera, desde posibilidades”, pues “lo real es, ante todo, posible” (ib., 341-342).
            De aquí resulta que “Lo posible no es simplemente nada. Tiene una consistencia y, por tanto, es”. La única condición de lo posible es “no incluir contradicción”, y, por extensión, “todo lo que no incluye contradicción, es” y “puede enunciarse en proposiciones de que cabe derivar teoremas y sistemas enteros de verdades” (ib., 342). Pero no se llega a estas verdades con sólo el método de Descartes, es decir, mediante “la evidencia con que nos aparecen ligados dos conceptos”. No llegó a conformar a Leibniz este método, que encontró sujeto al factor subjetivo. Exigió, pues, “la doctrina de la verdad o lógica”, y consideró forzoso “encontrar como criterio de la verdad un carácter formal que, con la eficiencia automática propia de todo formalismo, la garantice. Una proposición es falsa merced a su simple forma cuando enuncia una contradicción”. La proposición verdadera excluye la contradicción, y la garantía es el principio de identidad: que lo que se dice de algo ya esté incluido en ello: A es A; “el predicado aparece de modo patente como incluido en el sujeto” (ib., 344).
            Ortega parece detenerse aquí. Llega hasta el estadio en que se puede afirmar “El ser posible incluye todo ser, puesto que el ser real no es sino un caso del ser posible”, proposición en la que “llega a su culminación el racionalismo”. Pero, interpone Ortega, “¿no late bajo todo esto una tendencia a ‘pintar como querer’ [es decir, caprichosa]? ¿Es cierto que la forma de identidad garantice la verdad de una proposición? La fe depositada en su método expresa el optimismo de Leibniz. Pero él mismo muestra al respecto cierta suspicacia. Viene de estudiar la matemática, de descubrir que algunos conceptos que parecen obvios se vuelven imposibles e incluso contradictorios, como el concepto de velocidad máxima o el del número mayor de todos los números. “El entusiasmo racionalista de Leibniz, su fe en la inteligibilidad, en la logicidad del ser, debió sufrir un enorme traumatismo cuando en región tan próxima a la pura lógica como el número y la magnitud descubrió un abismo de irracionalidad” (ib., 345). Vio que lo irracional también es, también es real.

LO DRAMÁTICO DEL IDEALISMO

La racionalidad, pues, sea de Descartes o de Leibniz, no satisface penamente a Ortega. Se aleja demasiado de la realidad humana: “nuestra vida, la vida humana, es para cada cual la realidad radical. Es lo único que tenemos y somos. Ahora bien, la vida consiste en que el hombre se encuentra, sin saber cómo, teniendo que existir en una circunstancia determinada e inexorable. Se vive aquí y ahora sin remedio.” Esa circunstancia, agrega, nos es dada y primariamente no forma parte del hombre; por el contrario, el hombre tiene que hacer algo con ella para que no lo aniquile. “De aquí que, por lo pronto, tenga el hombre que hacerse ideas sobre su circunstancia, que interpretarla para poder decidir todo lo demás que tiene que hacer.  Según esto, la primera reacción que, quiera o no, ejecuta el hombre al sentirse viviendo, es decir, sumergido en la circunstancia, consiste en creer algo sobre ella. El hombre está siempre en alguna creencia y vive entre las cosas desde ella, conforme a ella”. Sin embargo, la época moderna interpretó que “el ser primario del hombre consiste en pensar.” (Ortega, 1982, 159)
            Fue un error y ese error se llamó “idealismo”. El error consiste en creer que la relación primaria con las cosas es una relación intelectual. Pero “el hombre no consiste en pensamiento; éste es sólo un instrumento, una facultad que posee, ni mas ni menos que posee un cuerpo. Su ser, repitamos, es un gran quehacer y no una cosa que está ahí ya dada, como está dado el cuerpo y está dado el mecanismo mental. Sin embargo, pensar es lo primero que el hombre hace como reacción a la dimensión fundamental de su vida que es tener que habérselas con su contorno.” Aquí empieza a dibujarse el fundamento de toda la filosofía jovial y, como le gusta decir a su autor, sazonada. Si bien al pensar el hombre llega a conquistar la razón, cuya expresión de fondo representa el esqueleto formal de la lógica, un sistema que consiste sólo en funcionamiento puro, sin contenidos, esta razón y ese esqueleto que se mueve con precisión milimétrica no es el fundamento del hombre, pues la razón es algo más amplio.
            Pero, ¿qué puede ser más amplio que la facultad de la razón? Pues, responde Ortega, “la de la vida, la de la razón viviente” (ib., 174). Por cierto, el hombre piensa, pero no es pensamiento. Antes es vida, porque “el hombre no es su alma y su cuerpo, sino su vida” (ib., 41). Si bien la vida nos es dada y no podemos elegir su circunstancia ni determinar “lo que nos pasa”, en cambio, “sí está en nuestra mano el sentido vital de cuanto nos pase, porque eso depende de lo que decidamos ser. En cada instante se abren ante el hombre múltiples posibilidades de ser” (ib., 175). Hay un programa vital que cada cual es, y “es obra de su imaginación”, pues “el hombre se construye a sí mismo” (ib., 176). Por libre que se sienta el hombre, indefectiblemente responde a esa voz interior que decide lo que es o lo que puede ser. Ortega llama vocación a esta voz (ib., 177). Hay que escuchar esa voz, pero “la mayor parte de los hombres se dedica a acallar y desoír esa voz de la vocación. Procura hacer ruido dentro de sí, ensordecerse, distraerse para no oírla y estafarse a sí mismo sustituyendo su auténtico ser por una falsa trayectoria vital”.

LO DRAMÁTICO DEL REALISMO

No es el intelecto el impulso que genera la vida, es decir, la posibilidad de la vida, la decisión que está en el fondo de esa posibilidad; este es el error del idealismo, pues, si bien nacemos sin querer, luego tenemos que querer desarrollar el intelecto y llevarlo a su máxima expresión, la razón.  Es decir, tenemos que ir haciéndonos, porque el hombre no nace completamente construido y tiene que construirse a sí mismo. El mundo no es sólo aquello en que estamos sino, también, aquello que vamos aprehendiendo mediante las ideas, que es lo que tenemos. Sin embargo, las ideas, los conceptos, las teorías no generan el mundo real y se corresponden, como se correspondía el mito por excelencia poético, con una creación paralela y refleja del mundo real; ese es el error del realismo. De ahí la inquietud de Ortega que lo llevaba a sospechar de “otras ‘cosas poéticas en sí’ aparte de las mitologías” (Ortega, 1979, 318).
            Esas otras “cosas poéticas en sí”, ya dijimos, están en su misma obra. La circunstancia, que acompaña al yo sin poder destrabarse jamás, debe ser salvada, “y si no la salvo a ella no me salvo yo” (Ortega, 1987a, 25). La vida misma es el fundamento de la razón, por cierto, y no el intelecto ni lo que se puede hacer con el intelecto. Pues lo verdaderamente vivo es lo que vamos haciendo; no hay una vida afuera que pueda servir al vivir de adentro; es el hombre quien debe afrontar la circunstancia que está afuera, el entorno cuya elección no depende de su voluntad. Hay, pues, una razón viva, decíamos mágica como la naturaleza, una “razón vital” que se antepone a todas las demás razones: a la razón conceptual, de “la pura lógica” de Descartes y Leibniz, y aun a la razón experimental, “una nueva forma de relación intelectual entre el hombre y las cosas” (Ortega, 1982, 171).

RAZÓN VITAL Y RAZÓN HISTÓRICA

Sobre todas ellas aparece “la razón vital”. El hombre tiene que habérselas con el mundo, tiene que saber a qué atenerse, había confirmado Ortega. Ahora bien, “Cuando se encuentra sabiendo a qué atenerse respecto a algo no se le ocurre ponerse a pensar, sino que se está quedo en el pensamiento o idea que sobre ese algo poseía. La ‘idea en que estamos’ es lo que llamo creencia. Mas cuando esta creencia le falla, cuando deja de estar en ella, no tiene donde estar y se ve obligado a hacer algo para lograr saber de nuevo a qué atenerse respecto de aquello. Eso que se pone a hacer es pensar, porque Pensamiento es cuanto hacemos sea ello lo que sea para salir de la duda en que hemos caído y llegar de nuevo a estar en lo cierto.” (Ortega, 1987b, 80)
            Pero, pensamiento no es lo mismo que conocimiento. “Conocer no es, pues, sin más ni más, ‘ejercitar las actividades intelectuales, los mecanismos psíquicos que van desde la percepción hasta la abstracción’, sino que es una ocupación o hacer del hombre a que éste no puede dedicarse si antes no está en la firme y prerracional creencia de que hay un ser.” (Ib., 83) Y ¿qué es el ser? No es el resultado de concienzudos razonamientos ni peregrinas investigaciones con las que se ha definido desde siempre el conocimiento del ser. Conocer supone dos cosas: “la creencia de que tras la confusión aparente, tras el caos que nos es, por lo pronto, la realidad, se esconde una figura estable, fija, de que todas sus variaciones dependen, de suerte que al descubrir aquélla sabemos a qué atenernos frente a lo que nos rodea. Esa figura estable y fija de lo real es lo que desde Grecia llamamos el ser. Conocer es averiguación del ser de las cosas […] La otra implicación sin la cual ocuparse en conocer seria absurdo, es la creencia en que ese ser de las cosas posee una consistencia afín con la dote humana que llamamos ‘inteligencia’. Sólo así tiene sentido que esperemos mediante el funcionamiento de ésta, penetrar en lo real hasta el descubrimiento de su ser latente.” (ib., 81-83)
            Ahora, véase que

si la creencia de que las realidades patentes poseen un ser latente es una situación mental a que el hombre ha llegado, quiere decirse que llegó a ella por un camino determinado, por el camino único que a esa opinión y sólo a ella conduce, esto es, en virtud de una serie de experiencias vitales, de ensayos y correcciones sucesivas que el hombre había hecho por sí mismo y con la colaboración de las generaciones anteriores en cuya tradición, conservada por la colectividad, nació y se educó; o expresado en forma todavía más trivial: que al hombre le pasó llegar a la creencia de que la realidad tiene un ser, porque antes le había pasado estar en otras creencias ‒por ejemplo, en la creencia en los dioses‒ cuya disolución y fracaso abrieron sus ojos para esta nueva. (Ib., 83-84)

Con lo que advertimos que conocer, llegar al ser de las cosas, salir de la duda, no son asuntos del momento: atañen a una relación que comprende la experiencia anterior del sujeto y de los demás sujetos, tanto de los que son como de los que han sido. Así se devela en todo su esplendor la razón histórica. Paralelamente, se advierte que con las nociones de razón vital y razón histórica se empieza a despejar el misterio, a disipar las oscuridades del mito, aunque de él conserven la poesía, la sazón que rompe con la seriedad y los rigores del conocimiento lógico o razón conceptual, en último análisis, impotentes para describir la naturaleza vital y radical del saber. La misma razón experimental, arguye Ortega, responde, como la poesía, a la imaginación en acción dinámica y a la fantasía cuando los obstáculos de la experimentación son mayúsculos.

FINAL

Los primeros lectores de Ortega quedaron embaucados con el estilo literario: es un brillante ejecutor del lenguaje, con un dominio exclusivo de la sintaxis que le fluye en forma exquisita y suelta. Parece que su pluma es el canto de un rapsoda y su imaginación la fuente inagotable de un poeta. Es el portador, además, de una riqueza de vocabulario inusitadamente espontánea que da siempre con el justo grado para lograr la comunicación de asuntos del todo difíciles e inapresables. Su capacidad para dar con el significado y el sentido no es sino la superficie de la otra: la aptitud para llevar su reflexión al fondo del asunto y, una vez allí, la de buscar un fondo más hondo y perseverar hasta descubrir una luz única que penetra en los problemas en forma fresca e inteligible, como si se tratara de ganar en un juego.

José Ortega y Gasset nació en Madrid en 1873, hijo de José Ortega Munilla, cubano llegado a España en su niñez, casado con Dolores, hija del influyente Eduardo Gasset, fundador del periódico El Imparcial, que llegará a dirigir su yerno. José, el futuro gran  filósofo en lengua hispana, estudió en las universidades de Deusto (Bilbao) y en la Universidad Central de Madrid, en la que se recibió de Doctor en filosofía en 1904. En los años siguientes realizó estudios en Alemania, cuyas lengua y filosofía llegó a dominar. Es profesor de metafísica en 1910 en Madrid. El mismo año se casa con Rosa Spottorno, conocida por su feminismo, matrimonio del cual nacerán Miguel, Soledad y José. Tuvo una intensa labor periodística y en 1923 fundó la Revista de Occidente, de enorme gravitación cultural por su puesta al día de todo lo que se sabía en filosofía y ciencia en el mundo. Es elegido diputado por la segunda República, cargo que ejerció por un año y durante el cual no se advino con la orientación adoptada por el gobierno. En ocasión del golpe de Estado 1936 y el estallido de la guerra civil, se le exigió firmar un panfleto contra el golpe, estando Ortega enfermo y en cama: hubo que rectificar los términos, gracias a la intervención de Soledad, para que Ortega firmara. Ortega huye de España exiliándose en Francia, Países Bajos, Argentina y Portugal, regresando después de la guerra en varias ocasiones. Su pleno reconocimiento, sin embargo, se produjo en Alemania. Murió en Madrid en 1955.

REFERENCIAS

ORTEGA Y GASSET, José (1979). La idea de principio en Leibniz, Madrid, Alianza [1958].
ORTEGA Y GASSET, José (1982). En torno a Galileo, Madrid, Alianza [1947].
ORTEGA Y GASSET, José (1986). Ideas y creencias, Madrid, Alianza [1940].
ORTEGA Y GASSET, José (1987a). Meditaciones del Quijote, Madrid, Alianza [1914].
ORTEGA Y GASSET, José (1987b). Historia como sistema, Madrid, Alianza, [1941].


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