Sostiene Ortega y Gasset que “Hay
en el teorizador, sobre todo en su forma prominente que es el filósofo, una
fruición de ‘descifrador de enigmas’ en que, por lo pronto, pierde el enigma
todo el carácter patético que per accidens puede envolver y lo empareja
con el jeroglífico, la charada y las palabras cruzadas” (Ortega, 1979, 314). El
misterio se resuelve, según el filósofo madrileño, cuando el juego de la
filosofía le exime de la seriedad y el misterio. Hay filosofía dramática y hay
filosofía jovial. Aun más, la filosofía, como la ciencia, como la matemática,
debe adoptar “un estilo risueño propio del certamen y la competencia agonal.
Como se juega al disco y al pancracio, se juega a filosofar” (ib., 311).
Es
de imaginar, pues, lo que pensaría Ortega de Pascal y de su radical incertidumbre,
de aquel “todo lo que sé es que debo morir pronto”. Asimismo, del “vivir en la
desesperación” y del “temblor” y la “angustia” de Kierkegaard, del “sentimiento
trágico de la vida” de Unamuno, del “ser y la nada” de Sartre. El cristianismo ‒observa sin piedad, pero
bajo la forma de un cumplido‒
“envuelve en sí no un sentimiento, no un vago ‘sentido’ sino directa y
formalmente una precisa idea, una interpretación trágica de la
vida, pero es precisamente porque no se detiene a contemplar el fenómeno de la
Vida como tal, sino que es desde luego solución al problema de la Vida,
es Salvación”.
Sólo contempla
a la Vida en sus límites, sin relación con el ente real y absoluto que
“absoluta y plenamente es”. “Con lo cual automáticamente la Vida aparece como
siendo casi, casi Nada, como casi siendo la Nada, el no-Ser”, palabras en la
que cae acribillado por Ortega el drama del existir y el existencialismo en sus
múltiples expresiones, incluyendo a Heidegger. Además, ridiculiza el famoso
compromiso: “No es, pues, cuestión de s’engager o de ne pas s’engager
ni demás aspavientos del provinciano ‘existencialismo’.” (Ib., 313)
LA
FILOSOFÍA COMO DRAMA
Hoy día aparecen aquí y allá
personajes que quieren dar vida a la filosofía, como si no la tuviera. Con el
sano propósito de bajarla al alcance de todos la someten a un proceso de innecesaria
adaptación y modernización artificial. Se le exige la flexibilidad del
entretenimiento mediante mil sutilezas y artimañas que no hacen más que
desfigurarla, demostrándose así el espíritu jovial que la anima en sus
procedimientos y confirmándose el desdén o la ignorancia de la filosofía. José
Ortega y Gasset, el filósofo español nacido en Madrid en 1883, es uno de los
máximos representantes de la juventud, jovialidad y naturalidad de la filosofía.
Para este hombre la filosofía en sus orígenes terminó con una tradición de
milenios por la cual la inteligencia humana se hundía en las oscuridades del
mito y de la religión, alejada del mundo real y desapercibida del mundo y el
cosmos. La “edad mítica” fue un “tiempo que está a la espalda del tiempo”, en
el cual “eran posibles todas las cosas imposibles”. Se puede preguntar si es
necesario terminar con su encanto:
En nuestro
tiempo, en que sólo es posible lo posible, no se pueden crear rocas, plantas,
animales, hombres. El tiempo mítico, por el contrario, es la sazón de todas las
creaciones, es la Edad original. En este sustancial sentido es el Mundo de lo
maravilloso como tal. Por eso, es el contenido del Mito por excelencia
‘poético’ y habría que preguntarse si hay, si puede haber otras ‘cosas poéticas
en sí’ aparte de las mitologías. De aquí el poder emocionante que conservan
todas sus figuras.” (Ib., 318)
Palabras que no podían expedirse
acerca de una evidencia terminante. Esas otras “cosas poéticas en sí”, y sin
que el psicólogo explorador de Ortega pudiera confirmarlo plenamente, están en
su misma obra. Pues es la que devolvió la frescura original al pensamiento
reflexivo, la poesía y el encanto de un mito transfigurado mediante la
iluminación y la transparencia de lo posible, es decir, de la razón, pero de
una razón viva, mágica como la naturaleza, de una “razón vital”. El misterio y
la oscuridad del mito, de acuerdo con la reflexión orteguiana, sus
connotaciones dramáticas, tuvo sus elongaciones en la religión, en la necesidad
de creer:
El frente
común religión-mito-poesía sensu homérico consiste, pues, en una
interpretación puramente imaginaria del Mundo y a ella habría el hombre de acogerse
definitivamente si no hubiera existido filosofía. Esto nos confirma que el
hombre no tiene más remedio que creer, y si esto le falla, casi-creer ‒con la más varia gradación de la credulidad‒ en una figura
de lo que es el Mundo, lo que él es y su vivir.” (Ib., 319)
Llegó la edad
en que el hombre dejó de creer y aisló por primera vez en su mente un pequeño escozor
que le molestaba: la idea. Descubrió que vivía en la creencia. Advirtió
que era indiferente a las sugerencias del mundo, a las notas y colores que
parecían oírse y verse tras el telón de fondo de la apariencia. “Con las
creencias propiamente no hacemos nada, sino que simplemente estamos
en ellas […] Hay, pues,
ideas con que nos encontramos ‒por eso las llamo ocurrencias‒ e ideas en
que nos encontramos, que parecen estar ahí ya antes de que nos ocupemos en
pensar” (ib., 1986, 25).
Las creencias son capaces de
arraigarse de tal manera que “se confunden para nosotros con la realidad misma
‒son nuestro mundo y nuestro ser‒, pierden, por tanto, el carácter de ideas de
pensamientos nuestros que podrían muy bien no habérsenos ocurrido” (ib., 25).
Pero, ¿a qué viene la idea? ¿Qué lugar ocupa entre las creencias? Por vivir en
las creencias “el hombre, en el fondo, es crédulo” (ib., 34). Las creencias son
la “tierra firme sobre la que nos afanamos”. Es posible que ese rasgo provenga
de una elemental creencia que tenemos: “la creencia de que la tierra es firme,
a pesar de los terremotos…” Imaginar que esa creencia desapareciera
significaría un “cambio radical”, pues consistiría en un ejercicio “de
introducción al pensamiento histórico”. El hombre, por estar en las
creencias, está también en la duda. La duda “pertenece al mismo estrato
que está en la arquitectura de la vida. También en la duda se está”
(ib., 35).
Aquí
es donde se cruzan el drama y la sonrisa, lo trágico y lo propicio, pues el
estar en la duda “tiene un carácter terrible”. Es estar “cayendo” como se cae
en un abismo. “De pronto sentimos que bajo nuestras plantas falla la firmeza
terrestre y nos parece caer, caer en el vacío sin poder valernos, sin poder
hacer nada para afirmarnos, para vivir. Viene a ser como la muerte dentro de la
vida.” Ahora bien, la duda no es ignorancia o falta de creencia sino una
creencia doble. “Se duda porque se está en dos creencias antagónicas, que
entrechocan y nos lanzan la una a la otra, dejándonos sin suelo bajo la planta.
El dos va bien claro en el du de la duda.” (ib., 37)
La
idea no es sino la reacción frente a esta dubitación. El hombre se esfuerza en
“salir de la duda”, pero, ¿qué puede hacer cuando “el mundo se nos presenta
ambiguo”? “Con él no hay nada que hacer.” Es entonces “cuando el hombre
ejercita un extraño hacer que casi no parece tal: el hombre se pone a pensar.
Pensar en una cosa es lo menos que podemos hacer con ella. No hay ni que
tocarla. No tenemos ni que movernos.” Cuando todo falla en torno a nosotros,
entonces, nos ponemos a pensar en lo que falla. “Los huecos de nuestras
creencias son, pues, el lugar vital donde insertan su intervención las ideas”
(ib., 37). Pero, ¿qué es una idea? Pues, “darse cuenta de una cosa sin contar
con ella”, en tanto una creencia es “contar con una cosa sin pensar en ella,
sin darse cuenta de ella” (Ortega, 1979, 290). “En ellas se trata siempre de
sustituir el mundo inestable, ambiguo, de la duda por un mundo en que la
ambigüedad desaparece. ¿Cómo se logra esto? Fantaseando, inventando mundos. La
idea es imaginación.” (Ortega, 1986, 37)
LA
FILOSOFÍA COMO JUEGO
Este fue el invento de los
griegos, que desencadenó la filosofía. Fue “la heroica reacción con que
buscaron salir a algo firme y ponerse en lo cierto. De aquí el tono de grito de
salvación, la exuberancia gesticular de náufragos liberados con que nos hablan
agarrados a la roca benéfica que han encontrado ‒a su filosofía” (Ortega, 1979, 299). Y es un grito a
la vez exultante e irritado, agrega Ortega; irritado contra la tradición que
creó un mundo engañoso, y exultante de optimismo, una actitud que contrastaba
con “la época trágica” de los hombres anteriores. De modo que “la filosofía es
el formal movimiento que lleva a salir de la duda. Sin ésta no hay filosofía”
(ib., 296).
Frente
al Engaño se reacciona de dos maneras: atribuyéndolo a un poder superior, o
tomándolo como un hecho del cual nadie es responsable. La segunda manera es
convertir el Engaño en Enigma. Pero esto es, precisamente, aquello de lo que
los filósofos querían liberarse; de manera que la filosofía tomó por otro
camino para no volver al mito. Buscaron descifrar la duda “viendo lo Real como
mero enigma, como acertijo, y de aquí el estilo de descifradores de acertijos
que adoptaron los filósofos”. Pero “Alguien ha querido que el hombre viva
engañado. Hay un ‘espíritu maligno’. El cristianismo, el mazdeísmo, el
maniqueísmo, el cartesianismo, los Upanishads, Schopenhauer han sido un conato
de aquella episteme”, protesta Ortega.
Ese
es el lado dramático de la filosofía, que va contra “la raíz misma del ser
humano y su vivir”. Otros pensadores han caído en el mismo dramatismo:
Pretende
Heidegger que la filosofía consiste en hacer patente que la Vida es Nada, no
advirtiendo que al hacer esto está ya demostrado que no es verdad lo que dice.
Porque la Nada que es la Vida tiene la peculiar condición de que en ella surge
la incoercible energía de gozarse en elaborar el santuario juego de una
teoría, de una filosofía que hace patente la Vida como Nada. Si, en efecto, la
Vida fuese sólo Nada la única acción congruente e inevitable sería suicidarse.
Pero resulta que no: en vez de suicidarse, la Vida se ocupa en filosofar, que
es inevitablemente sentir fruición en el tejemaneje de las ideas, en jugar a la
exactitud de los conceptos… (Ib., 300)
Por eso,
afirma con decisión Ortega, “desde mis primeros escritos he opuesto a la
exclusividad de un ‘sentido trágico de la vida’ que Unamuno retóricamente
propalaba un ‘sentido deportivo y festival’ de la existencia, que mis lectores,
claro está, leían como una frase meramente literaria” (ib., 301). Para el
existencialista “Todo lo que no sea un abismo, un misterio irreductible, una
negra sima, un incognoscible y un asco no le ‘paga su dinero’”, rezonga tocando
casi el desenfreno (ib., 302). Pero el Mundo “no es sólo piélago en que me
ahogo sino también playa a la que arribo. En suma, el Mundo como resistencia a
mí, me revela el Mundo como ‘asistencia’” (ib., 304). La palabra que Ortega
encuentra para definir lo opuesto a lo “desazonador” e “infamiliar” es atopadizo.
Esta palabra es un vocablo asturiano oportunísimo para expresar lo cómodo, lo
agradable, el lugar donde se está a gusto.
El
filósofo es, pues, un descifrador de enigmas que no tiene el carácter patético
que le ha endilgado el existencialismo. Sin querer negar lo patético del
existencialismo, es de justicia anotar que, desde Kierkegaard en adelante, tocó
con felicidad la faceta más inapresable de la psiquis, intentando trepar desde
la profundidad hacia la superficie, y aunque lo haya hecho con cierto desorden
semejante al desorden con que en general pensamos. Ortega encara la misma profundidad,
pero desde la planicie sensible de los actos de la Vida (que escribe con
mayúscula), bajando desde la claridad y no subiendo desde las tinieblas.
Piénsese que en el momento de estampar Ortega estos argumentos, le hacía una
gran mella a la tradición cartesiana e infligía una herida incurable al
hegelianismo un puñado de ideas que nutrieron y aún nutren la otra vertiente
que compite, con sus excepciones, altos y bajos, con la tradición aristotélica y
se bifurca por diversas ramas que desembocan en los positivismos y
materialismos de los últimos dos siglos. Despiertan ambas vertientes tanto
interés como asombro, investigan desde puntos de vista igualmente inusitados y
atrayentes dentro de sus respectivos marcos teóricos, y es una pérdida de
tiempo buscar qué o cuánto en ellas podrían hacernos tomar un partido.
Decíamos
que para Ortega filosofar es jugar.
Mi idea es,
pues, que el tono adecuado al filosofar no es la abrumadora seriedad de la
vida, sino la alciónica jovialidad del deporte, del juego. No se pongan caras
adustas, ni se hagan gestos de ofendida extrañeza. No se me sea tonto ni
pedante. Por lo menos, no se sea ignorante. Léase a Platón en las Leyes (820
c-d), por tanto, cuando al fin de su larga vida, espuma su larga experiencia
filosófica y científica: ‘¡Quién sabe! Tal vez el chaquete y las ciencias no
son cosas diferentes’ [chaquete:
juego parecido al juego de damas]. La increíble genialidad que estas pocas
palabras condensan y ocultan va a hacérsenos patente cuando en seguida veamos
que Descartes y Leibniz se ocupan del ajedrez y demás albures y mueven a sus
discípulos matemáticos para que trabajen muy seriamente sobre juegos. (Ortega,
1979, 312)
En el juego encuentra Ortega
“una riqueza extraordinaria de notas, de ingredientes, de dimensiones […] que
van desde el juego de los niños ‒y aun del animal cachorro‒ hasta el esfuerzo
mortal del que intenta escalar el Himalaya o el torero con vocación y coraje
que danza ante la muerte” (ib. 313). Equidistantes están “los juegos
científicos de tensión y destreza heroicas, como en el caso de los grandes
jugadores de ajedrez”. Incluso, Parménides y Heráclito son homéridas, es decir,
“gente capaz de morirse a causa de una indominable charada […] En ese juego de
descifrar enigmas, el filósofo crea una figura del Universo ‒como el poeta,
como el pintor, como el fantasmágora” […]
Si desde hace veintiséis siglos no hubiese filosofía, el hombre de
Occidente habría pugnado por seguir ocupándose sólo de religión, de mitología,
de ‘experiencia de vida’ o prudencia (sagesse) […] El Mito no es un
género literario. La mitopeia es un método intelectual que forja el
Mundo en que durante milenios vive un pueblo. Este método o ‘modo de pensar’
mítico consiste en un puro inventar fantástico, provocado por un objeto
extraordinario, un hecho que se destaca, un acontecimiento o forma que dispara
en el hombre emoción. La mente reacciona a eso inventado una narración,
contando una ‘historia’ que sin más se acepta […] Una primera invención que
‘esclarece’ algo sorprendente para el hombre, es automáticamente ‘verdad’ […]
El Mito supone en su creación y en su recepción un tipo de hombre incapaz de
dudar…” (Ib., 315-317)
LO POSIBLE, LO LÓGICO Y LO REAL
La descripción de Ortega y Gasset de los orígenes de la
filosofía explica lo que ésta es, su verdadera misión entre las ciencias del
hombre. Que haya sido el camino para superar el mito significa que es,
precisamente, sólo un camino, una senda sujeta a que en cualquier momento se
bifurque y se transforme completamente. Si no es su fatal designio al menos es
una de sus más seguras posibilidades. Precisamente, Ortega encuentra a quien
cree que es el descubridor de las posibilidades de vida: Leibniz: “si Aristóteles
fue el intelecto de más universal capacidad en el mundo antiguo, lo es Leibniz
en el moderno” (ib., 335). Leibniz es el pensador “más diáfano que ha
existido”, aunque “poco conocido” o, en el mejor de los casos, se podría
agregar, mal conocido e incluso ridiculizado. Pues Leibniz afirmó que Dios “al
producir el Universo ha escogido el mejor Plan posible” (ib., 340).
Pero, esta
afirmación de Leibniz, y las que la siguen (que en el plan se dé “la mayor
variedad con el mejor orden”, en el cual el tiempo y el lugar “queden mejor
arreglados” y que se logre “el mayor efecto por las vías más sencillas”,
etcétera), y que tanto ha dado que hablar, sobre todo a Voltaire con su Cándido,
invita a pensar en las posibilidades, pues, si bien el Plan fue considerado el
mejor, podría haber resultado otro bien distinto. Estamos aquí, pero podríamos
estar en otra parte e, igualmente, nos las tenemos que haber con esta realidad
en que estamos y que somos, pero podría ser otra o, también, podría no existir
ninguna realidad y no haber nada. Las posibilidades, dice Ortega, “se
interponen entre nosotros y el mundo real. Leibniz fue quien primero vio
claramente que el hombre no está en la realidad de modo directo o inmediato
como lo está la piedra. Nuestro estar en la realidad es sumamente extraño:
consiste en estar siempre llegando a ella desde fuera, desde posibilidades”, pues
“lo real es, ante todo, posible” (ib., 341-342).
De aquí
resulta que “Lo posible no es simplemente nada. Tiene una consistencia y, por
tanto, es”. La única condición de lo posible es “no incluir
contradicción”, y, por extensión, “todo lo que no incluye contradicción, es”
y “puede enunciarse en proposiciones de que cabe derivar teoremas y sistemas
enteros de verdades” (ib., 342). Pero no se llega a estas verdades con sólo el
método de Descartes, es decir, mediante “la evidencia con que nos aparecen
ligados dos conceptos”. No llegó a conformar a Leibniz este método, que
encontró sujeto al factor subjetivo. Exigió, pues, “la doctrina de la verdad o
lógica”, y consideró forzoso “encontrar como criterio de la verdad un carácter
formal que, con la eficiencia automática propia de todo formalismo, la
garantice. Una proposición es falsa merced a su simple forma cuando enuncia una
contradicción”. La proposición verdadera excluye la contradicción, y la
garantía es el principio de identidad: que lo que se dice de algo ya esté
incluido en ello: A es A; “el predicado aparece de modo patente como incluido
en el sujeto” (ib., 344).
Ortega parece
detenerse aquí. Llega hasta el estadio en que se puede afirmar “El ser posible
incluye todo ser, puesto que el ser real no es sino un caso del ser posible”,
proposición en la que “llega a su culminación el racionalismo”. Pero, interpone
Ortega, “¿no late bajo todo esto una tendencia a ‘pintar como querer’ [es
decir, caprichosa]? ¿Es cierto que la forma de identidad garantice la verdad de
una proposición? La fe depositada en su método expresa el optimismo de Leibniz.
Pero él mismo muestra al respecto cierta suspicacia. Viene de estudiar la
matemática, de descubrir que algunos conceptos que parecen obvios se vuelven
imposibles e incluso contradictorios, como el concepto de velocidad máxima o el
del número mayor de todos los números. “El entusiasmo racionalista de Leibniz,
su fe en la inteligibilidad, en la logicidad del ser, debió sufrir un enorme
traumatismo cuando en región tan próxima a la pura lógica como el número y la
magnitud descubrió un abismo de irracionalidad” (ib., 345). Vio que lo
irracional también es, también es real.
LO DRAMÁTICO DEL IDEALISMO
La racionalidad, pues, sea de Descartes o de Leibniz, no
satisface penamente a Ortega. Se aleja demasiado de la realidad humana:
“nuestra vida, la vida humana, es para cada cual la realidad radical. Es lo
único que tenemos y somos. Ahora bien, la vida consiste en que el hombre se
encuentra, sin saber cómo, teniendo que existir en una circunstancia
determinada e inexorable. Se vive aquí y ahora sin remedio.” Esa circunstancia,
agrega, nos es dada y primariamente no forma parte del hombre; por el
contrario, el hombre tiene que hacer algo con ella para que no lo aniquile. “De
aquí que, por lo pronto, tenga el hombre que hacerse ideas sobre su
circunstancia, que interpretarla para poder decidir todo lo demás que tiene que
hacer. Según esto, la primera reacción
que, quiera o no, ejecuta el hombre al sentirse viviendo, es decir, sumergido
en la circunstancia, consiste en creer algo sobre ella. El hombre está siempre
en alguna creencia y vive entre las cosas desde ella, conforme a
ella”. Sin embargo, la época moderna interpretó que “el ser primario del hombre
consiste en pensar.” (Ortega, 1982, 159)
Fue un
error y ese error se llamó “idealismo”. El error consiste en creer que la
relación primaria con las cosas es una relación intelectual. Pero “el hombre no
consiste en pensamiento; éste es sólo un instrumento, una facultad que posee,
ni mas ni menos que posee un cuerpo. Su ser, repitamos, es un gran quehacer y
no una cosa que está ahí ya dada, como está dado el cuerpo y está dado el
mecanismo mental. Sin embargo, pensar es lo primero que el hombre hace como
reacción a la dimensión fundamental de su vida que es tener que habérselas con
su contorno.” Aquí empieza a dibujarse el fundamento de toda la filosofía
jovial y, como le gusta decir a su autor, sazonada. Si bien al pensar el hombre
llega a conquistar la razón, cuya expresión de fondo representa el esqueleto
formal de la lógica, un sistema que consiste sólo en funcionamiento puro, sin
contenidos, esta razón y ese esqueleto que se mueve con precisión milimétrica
no es el fundamento del hombre, pues la razón es algo más amplio.
Pero, ¿qué
puede ser más amplio que la facultad de la razón? Pues, responde Ortega, “la de
la vida, la de la razón viviente” (ib., 174). Por cierto, el hombre piensa,
pero no es pensamiento. Antes es vida, porque “el hombre no es su alma y su
cuerpo, sino su vida” (ib., 41). Si bien la vida nos es dada y no podemos
elegir su circunstancia ni determinar “lo que nos pasa”, en cambio, “sí está en
nuestra mano el sentido vital de cuanto nos pase, porque eso depende de lo que
decidamos ser. En cada instante se abren ante el hombre múltiples posibilidades
de ser” (ib., 175). Hay un programa vital que cada cual es, y “es obra de su
imaginación”, pues “el hombre se construye a sí mismo” (ib., 176). Por libre
que se sienta el hombre, indefectiblemente responde a esa voz interior que
decide lo que es o lo que puede ser. Ortega llama vocación a esta voz
(ib., 177). Hay que escuchar esa voz, pero “la mayor parte de los hombres se
dedica a acallar y desoír esa voz de la vocación. Procura hacer ruido dentro de
sí, ensordecerse, distraerse para no oírla y estafarse a sí mismo sustituyendo
su auténtico ser por una falsa trayectoria vital”.
LO
DRAMÁTICO DEL REALISMO
No es el intelecto el impulso que
genera la vida, es decir, la posibilidad de la vida, la decisión que está en el
fondo de esa posibilidad; este es el error del idealismo, pues, si bien nacemos
sin querer, luego tenemos que querer desarrollar el intelecto y llevarlo a su
máxima expresión, la razón. Es decir,
tenemos que ir haciéndonos, porque el hombre no nace completamente construido y
tiene que construirse a sí mismo. El mundo no es sólo aquello en que estamos
sino, también, aquello que vamos aprehendiendo mediante las ideas, que es lo que
tenemos. Sin embargo, las ideas, los conceptos, las teorías no generan el mundo
real y se corresponden, como se correspondía el mito por excelencia poético,
con una creación paralela y refleja del mundo real; ese es el error del
realismo. De ahí la inquietud de Ortega que lo llevaba a sospechar de “otras
‘cosas poéticas en sí’ aparte de las mitologías” (Ortega, 1979, 318).
Esas
otras “cosas poéticas en sí”, ya dijimos, están en su misma obra. La
circunstancia, que acompaña al yo sin poder destrabarse jamás, debe ser
salvada, “y si no la salvo a ella no me salvo yo” (Ortega, 1987a, 25). La vida
misma es el fundamento de la razón, por cierto, y no el intelecto ni lo que se
puede hacer con el intelecto. Pues lo verdaderamente vivo es lo que vamos
haciendo; no hay una vida afuera que pueda servir al vivir de adentro; es el
hombre quien debe afrontar la circunstancia que está afuera, el entorno cuya
elección no depende de su voluntad. Hay, pues, una razón viva, decíamos mágica
como la naturaleza, una “razón vital” que se antepone a todas las demás
razones: a la razón conceptual, de “la pura lógica” de Descartes y Leibniz, y
aun a la razón experimental, “una nueva forma de relación intelectual entre el
hombre y las cosas” (Ortega, 1982, 171).
RAZÓN VITAL
Y RAZÓN HISTÓRICA
Sobre todas ellas aparece “la
razón vital”. El hombre tiene que habérselas con el mundo, tiene que saber a
qué atenerse, había confirmado Ortega. Ahora bien, “Cuando se encuentra
sabiendo a qué atenerse respecto a algo no se le ocurre ponerse a pensar, sino
que se está quedo en el pensamiento o idea que sobre ese algo poseía. La ‘idea
en que estamos’ es lo que llamo creencia. Mas cuando esta creencia le falla,
cuando deja de estar en ella, no tiene donde estar y se ve obligado a
hacer algo para lograr saber de nuevo a qué atenerse respecto de aquello. Eso
que se pone a hacer es pensar, porque Pensamiento es cuanto hacemos ‒sea ello lo que sea‒
para salir de la duda en que hemos caído y llegar de nuevo a estar en lo
cierto.” (Ortega, 1987b, 80)
Pero,
pensamiento no es lo mismo que conocimiento. “Conocer no es, pues, sin más ni
más, ‘ejercitar las actividades intelectuales, los mecanismos psíquicos que van
desde la percepción hasta la abstracción’, sino que es una ocupación o hacer
del hombre a que éste no puede dedicarse si antes no está en la firme y
prerracional creencia de que hay un ser.” (Ib., 83) Y ¿qué es el ser?
No es el resultado de concienzudos razonamientos ni peregrinas investigaciones
con las que se ha definido desde siempre el conocimiento del ser. Conocer
supone dos cosas: “la creencia de que tras la confusión aparente, tras el caos
que nos es, por lo pronto, la realidad, se esconde una figura estable, fija, de
que todas sus variaciones dependen, de suerte que al descubrir aquélla sabemos
a qué atenernos frente a lo que nos rodea. Esa figura estable y fija de lo real
es lo que desde Grecia llamamos el ser. Conocer es averiguación del ser
de las cosas […] La otra
implicación sin la cual ocuparse en conocer seria absurdo, es la creencia en
que ese ser de las cosas posee una consistencia afín con la dote humana
que llamamos ‘inteligencia’. Sólo así tiene sentido que esperemos mediante el
funcionamiento de ésta, penetrar en lo real hasta el descubrimiento de
su ser latente.” (ib., 81-83)
Ahora,
véase que
si la
creencia de que las realidades patentes poseen un ser latente es una situación
mental a que el hombre ha llegado, quiere decirse que llegó a ella por un
camino determinado, por el camino único que a esa opinión y sólo a ella
conduce, esto es, en virtud de una serie de experiencias vitales, de ensayos y
correcciones sucesivas que el hombre había hecho por sí mismo y con la
colaboración de las generaciones anteriores en cuya tradición, conservada por
la colectividad, nació y se educó; o expresado en forma todavía más trivial:
que al hombre le pasó llegar a la creencia de que la realidad tiene un ser,
porque antes le había pasado estar en otras creencias ‒por ejemplo, en la creencia en los dioses‒ cuya disolución
y fracaso abrieron sus ojos para esta nueva. (Ib., 83-84)
Con lo que advertimos que
conocer, llegar al ser de las cosas, salir de la duda, no son asuntos del
momento: atañen a una relación que comprende la experiencia anterior del sujeto
y de los demás sujetos, tanto de los que son como de los que han sido. Así se
devela en todo su esplendor la razón histórica. Paralelamente, se
advierte que con las nociones de razón vital y razón histórica se empieza a
despejar el misterio, a disipar las oscuridades del mito, aunque de él
conserven la poesía, la sazón que rompe con la seriedad y los rigores del
conocimiento lógico o razón conceptual, en último análisis, impotentes para
describir la naturaleza vital y radical del saber. La misma razón experimental,
arguye Ortega, responde, como la poesía, a la imaginación en acción dinámica y
a la fantasía cuando los obstáculos de la experimentación son mayúsculos.
FINAL
Los primeros lectores de Ortega
quedaron embaucados con el estilo literario: es un brillante ejecutor del
lenguaje, con un dominio exclusivo de la sintaxis que le fluye en forma
exquisita y suelta. Parece que su pluma es el canto de un rapsoda y su
imaginación la fuente inagotable de un poeta. Es el portador, además, de una
riqueza de vocabulario inusitadamente espontánea que da siempre con el justo
grado para lograr la comunicación de asuntos del todo difíciles e inapresables.
Su capacidad para dar con el significado y el sentido no es sino la superficie
de la otra: la aptitud para llevar su reflexión al fondo del asunto y, una vez
allí, la de buscar un fondo más hondo y perseverar hasta descubrir una luz
única que penetra en los problemas en forma fresca e inteligible, como si se
tratara de ganar en un juego.
José Ortega y Gasset nació en
Madrid en 1873, hijo de José Ortega Munilla, cubano llegado a España en su
niñez, casado con Dolores, hija del influyente Eduardo Gasset, fundador del
periódico El Imparcial, que llegará a dirigir su yerno. José, el futuro gran filósofo en lengua hispana, estudió en las
universidades de Deusto (Bilbao) y en la Universidad Central de Madrid, en la
que se recibió de Doctor en filosofía en 1904. En los años siguientes realizó estudios
en Alemania, cuyas lengua y filosofía llegó a dominar. Es profesor de
metafísica en 1910 en Madrid. El mismo año se casa con Rosa Spottorno, conocida
por su feminismo, matrimonio del cual nacerán Miguel, Soledad y José. Tuvo una
intensa labor periodística y en 1923 fundó la Revista de Occidente, de
enorme gravitación cultural por su puesta al día de todo lo que se sabía en
filosofía y ciencia en el mundo. Es elegido diputado por la segunda República,
cargo que ejerció por un año y durante el cual no se advino con la orientación
adoptada por el gobierno. En ocasión del golpe de Estado 1936 y el estallido de
la guerra civil, se le exigió firmar un panfleto contra el golpe, estando
Ortega enfermo y en cama: hubo que rectificar los términos, gracias a la
intervención de Soledad, para que Ortega firmara. Ortega huye de España
exiliándose en Francia, Países Bajos, Argentina y Portugal, regresando después
de la guerra en varias ocasiones. Su pleno reconocimiento, sin embargo, se
produjo en Alemania. Murió en Madrid en 1955.
REFERENCIAS
ORTEGA Y GASSET, José (1979).
La idea de principio en Leibniz, Madrid, Alianza [1958].
ORTEGA Y GASSET, José (1982).
En torno a Galileo, Madrid, Alianza [1947].
ORTEGA Y GASSET, José (1986).
Ideas y creencias, Madrid, Alianza [1940].
ORTEGA Y GASSET, José (1987a).
Meditaciones del Quijote, Madrid, Alianza [1914].
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