G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: marzo 2023

miércoles, 29 de marzo de 2023

LAS OBJECIONES DE GABRIEL TARDE

 

“Sabemos que todo lo que constituye el universo visible, accesible a nuestras observaciones, procede de lo invisible y de lo impenetrable, de una nada aparente de donde surge, inagotablemente, toda realidad. Si reflexionamos sobre este extraño fenómeno, nos sorprenderemos del poder del prejuicio, a la vez popular y científico, que hace ver a todo el mundo… lo infinitesimal como insignificante…” (Gabriel Tarde, en “Las leyes sociales”)

Lo que para nosotros es repetición para el cosmos es hecho, movimiento, giro, estallido, vuelta de un planeta en torno a una estrella, agrupación de estrellas en torno al centro de su galaxia. Nada hay de lo que se pueda decir vuelve a ser, a hacer lo que hacía, a tener lo que tenía. No hay veces en el cosmos de la clase que hay entre nosotros. La ocasión es siempre una particular ocasión, pero nunca la segunda o la que le sigue.

No hay anterior ni posterior en el cosmos, sencillamente porque lo que está antes o después, adelante o atrás, corresponde solo a la escala espaciotemporal del hombre. A lo más se puede decir, porque es necesario aferrarse a algo, que hay antecesor y sucesor, como se dice de los números. El tiempo del cosmos es tan “grande” que resulta imposible hallar una referencia a partir de la cual se pueda asegurar que algo se repite. E, igualmente, el espacio es tan grande que, si algo se repitiera, la identificación correspondiente sería inobservable.

Solemos considerar lo que se repite de los hechos, o la repetición de los hechos, por la semejanza. Y, tan pronto como se establece una diferencia, aparece lo opuesto a la repetición y a la semejanza. Sin embargo, para un observador omnisciente, la oposición sería absurda, porque no habría apariencia y por tanto tampoco repetición ni diferencia. Habría solo hechos y no fenómenos. Para un observador de esa clase no hay puntos de vista como hay para nosotros; solo hay visión absoluta.

            Los humanos, empero, no somos omniscientes, por lo que para nosotros hay apariencia y puntos de vista y, en consecuencia, apreciamos los hechos en tanto se repiten o son únicos y valiéndonos de la semejanza o la desemejanza y en función de la diferencia. Es así que se presenta un problema que ha ocupado a buena parte de la historia de la filosofía y que tiene como título repetición y diferencia.

 

LO INFERIOR Y SUPERIOR

Siempre empezamos “por arriba”: con lo superior explicamos lo inferior, por ejemplo, la naturaleza explica la vida y la materia, la vida explica las especies, la estrellas explican los planetas, la Vía Láctea explica el Sol, el sistema de galaxias explica la Vía Láctea. En todos los planos se impone con el mayor poder explicativo lo más grande: el sistema explica el órgano, éste a los tejidos, los tejidos a las células, éstas a las moléculas y las moléculas a los átomos. Nos explicamos los fenómenos metiéndolos en algo más vasto a fin de derivarlos de las propiedades más ostensibles. Así se superan las dificultades, la transmisión de las propiedades menos perceptibles o menos deducibles.

            La ciencia teórica y experimental, las ciencias sociales, la historia y la psicología, la teoría del arte y la literatura suelen proceder sometiendo el objeto de la investigación a alguna especie de comparecencia ante el todo. El todo, ya esclarecido por cuenta de la investigación general, es el que clarifica la parte. Significa, pues, que “la evolución de la ciencia, en cualquier orden de la realidad, consiste en pasar de lo grande a lo pequeño, de lo vago a lo preciso, de lo falso o superficial a lo verdadero y profundo, es decir, en descubrir o imaginar primero una inmensa armonía de conjunto o algunas grandes y vagas armonías exteriores que se ven sustituidas poco a poco por incontables armonías interiores, por una cantidad infinita de infinitesimales y fecundas adaptaciones” (Tarde, 2013, 105)

El poder explicativo está siempre por encima. Lo que está “arriba” se convierte en la fuente de resolución de los problemas que están “abajo”, es decir, en el objeto de la indagación. Este es el modo como entablamos trato con las dudas, curiosidades y necesidad de explicaciones y comprensión de problemas y misterios en la misma vida común y corriente. Buscamos siempre lo que está más allá del detalle y de lo minúsculo. Respondemos siempre con algo que los contiene, los abarca y los determina.

Siguiendo este modo de conducirse, la inteligencia define tanto las objetivaciones como las subjetividades, y desemboca en la concepción de un dominio explicativo regido por determinadas constantes, diríase reglas, normas, leyes que, como efecto de su misma fuerza explicativa, se separan del acontecer humano, desordenado y caótico, y se establecen con una estructura propia, autónoma, diferente. Por su intermedio se explica el comportamiento de cada elemento y, así, la función que desempeña en el conjunto, en tanto disparador de los problemas, pasa definitivamente a un segundo plano. Como si se dijera que la repetición en el plano inferior se explicaría por las diferencias en el plano superior.

La dirección de los intereses cognitivos que va de arriba abajo impone lo elemental con las propiedades de lo plural, lo particular con las de lo general. Y determina un órgano de leyes explicativas que dejan de responder a las características de lo indiviso y de la unicidad de la apariencia. El que corresponde al plano humano de las conductas masivas es el órgano de la sociología o ciencia de lo social.

La posibilidad de una sistematización, de contar con un órgano de leyes explicativas acerca del funcionamiento de la sociedad y en términos de alcance global, ajenos respecto a la actividad individual, tiene este antecedente si se quiere filosófico: el movimiento de enmarcar lo particular en lo general. Su extensión en el dominio de las ciencias sociales no representa sino uno más de los capítulos del panorama universal de la ciencia. Fue estimulada por variedad de corrientes: materialismos, positivismos, funcionalismos, filosofía de la acción y, aun, el mismo desarrollo de la ciencia para la cual son fundamentales las leyes y las teorías perfectamente consensuadas, como lo ha puesto en claro la filosofía de la ciencia.

 

LA INADECUADA FILOSOFÍA DEL “ARRIBA/ABAJO”

No entraremos en el cuerpo de la sociología ni en el panorama que se abre como efecto de la obra de sistematización de esas leyes y teorías, la de pioneros como Marx, Comte, Spencer, Durkheim, o los heterodoxos Georg Simmel o Max Weber. Solo ahondaremos en lo que se opuso a ese cuerpo de teoría, que en su momento gobernó la sociología y buena parte del amplio territorio de las ciencias humanas. Lo que condujo a que otras visiones y propuestas alcanzaran solo una escasa aceptación y fueran calificadas de idealistas.

            Nos referiremos al pensamiento filosófico y sociológico del francés Gabriel Tarde (1843-1904). Este hombre estaba en completo desacuerdo con la filosofía del “arriba/abajo”, como podría llamarse para simplificar. Más aun, fue quien puso en claro esas mismas características filosóficas y antropológicas que definen el criterio según el cual lo superior define lo inferior, tan influyente en el correr del siglo XX. La observación de un fenómeno cualquiera de la naturaleza, el cielo estrellado, por ejemplo, produce sensaciones que en la mente de un científico “sugieren nociones lógicamente dispuestas, un manojo de fórmulas explicativas” (Tarde, 2013, 45).

            “¿Cómo se ha operado la lenta elaboración de esas sensaciones en nociones y en leyes?”, se pregunta Tarde. En primer lugar, observa que “La ciencia considera los fenómenos por el lado de sus repeticiones, lo que no quiere decir que diferenciar no sea uno de los procedimientos esenciales del espíritu científico: diferenciar, igual que asimilar, es obrar científicamente, pero solo si lo que se discierne es un tipo presente en la naturaleza en cierta cantidad de ejemplares y susceptible de una edición indefinida” (ib., 40). Si lo que se discierne es propio de un solo individuo y no es capaz de transmitirse a su posteridad, no interesa al científico sino como asunto anormal.

            Con esta sola observación, Tarde, y sin sospecharlo, echa las bases de toda una corriente de filosofía europea que fragua luego, por ejemplo en las obras de Deleuze, Vattimo o Derrida. Lo importante, sin embargo, es el fundamento por el cual se niega a aceptar la filosofía del “arriba/abajo”. El paulatino descaecimiento de los principios más radicales del positivismo ayudó a que, también de a poco, empezara a valorarse y compartirse al menos en parte los fundamentos que Tarde esgrimiera para sostener su doctrina. Se opone francamente a la que, entre otros, defendió y sistematizó Emil Durkheim.

            La orientación que toma el pensamiento de Tarde es bastante sencilla y, francamente, asombrosa en su negativa a aceptar los términos de la sociología naciente. Sostiene que, paralela a la visión “arriba/abajo”: “Veremos también que la evolución de la realidad, aquí exactamente inversa, como en cualquier parte, a la del conocimiento, consiste en una incesante tendencia de las pequeñas armonías interiores a exteriorizarse y amplificarse progresivamente…” (ib., 105)

Es cuando Tarde incorpora el concepto darwiniano de adaptación. Lo explica de manera también sencilla, como el fenómeno por el cual la cuenca de un río reproduce a su manera las características topográficas y ecosistémicas. Observa que, en el caso de la vida, la evolución es algo complicada porque la acomodación se produce en forma recíproca.

            “Lamentablemente [afirma], a fuerza de desmentidos acumulados por la observación, fue necesario desprenderse de una idea tan cara y reconocer que sin duda no es en las grandes líneas de la evolución de los seres, tan ramificada y tan tortuosa, ni tampoco en los grandes agrupamientos de sus especies diferentes en una fauna o en una flora regional –pese a la destacable adaptación revelada por lo casos de simbiosis o por las relaciones de los insectos con las flores de algunas plantas– donde la naturaleza despliega su maravillosa potencia de armonía, sino sobre todo en los detalles de cada organismo.” (ib., 110) En el detalle de lo pequeño está el secreto, según Tarde.

 

LO PEQUEÑO EN LEIBNIZ

Esta convicción es la misma que la de Gottfried Leibniz a comienzos del siglo XVIII: “La fuente, la razón de ser, la razón de lo finito, de lo distinto, está en lo infinitamente pequeño, en lo imperceptible: tal es la convicción profunda que ha inspirado a Leibniz” (Tarde, 2006, 30). Ha seguido a Leibniz, en cuanto a llamar mónada a “lo infinitamente pequeño” de una manera algo diferente a lo que a primera vista podría relacionarse con la noción de átomo: “La Mónada de que hablaremos aquí, no es otra cosa que una substancia simple, que forma parte de los compuestos; simple, es decir, sin partes”, estampa Leibniz en el inicio de su Monadología (Leibniz, 1961, proposición 1).

            La noción es metafísica, por lo que se encuadra en la noción clásica de sustancia y, dentro de esta noción, en la de sustancias simples: “Es necesario que haya substancias simples, puesto que hay compuestas; porque lo compuesto no es otra cosa que un montón o aggregatum de simples” (proposición 2). Se caracterizan por no tener partes, y “Allí donde no hay partes no hay, por consecuencia, ni extensión, ni figura, ni divisibilidad posibles. Ya estas Mónadas son los verdaderos Átomos de la Naturaleza y, en una palabra, los Elementos de las cosas” (pr. 3).

            Leibniz supone que una mónada es imperecedera y que de ella no puede entrar ni salir nada. En consecuencia, no hay ninguna manera “mediante la cual una sustancia simple pueda comenzar naturalmente, puesto que no podría ser formada por composición” (pr. 5). De estas proposiciones deduce una propiedad fundamental, entre otras que les atribuye: “Por tanto, se puede decir que las Mónadas no podrían comenzar ni terminar sino de una vez, es decir, no podrían comenzar más que por creación, y terminar más que por aniquilación; por el contrario, aquello que está mal compuesto comienza y termina por partes” (pr. 6).

Así como “todo ser creado está sujeto al cambio”, también lo está la mónada (pr. 10). Con lo que Leibniz llega a lo siguiente: “los cambios naturales de las Mónadas vienen de un principio interno, puesto que una causa externa no puede influir en su interior” (pr. 11). A este principio interno que realiza el cambio le llama apetición (pr. 15). Como buen hombre de su época, Leibniz atribuye a Dios el origen de las mónadas, esto es, a “la substancia simple originaria” o “Unidad Primitiva”. Y anota que su nacimiento se da “por Fulguraciones de la Divinidad, de momento en momento, limitadas por la receptividad de la criatura, para quien es esencial ser limitada” (pr. 47).

 Las sustancias simples, pues, no pueden actuar unas sobre otras, puesto que son cerradas. Las que actúan son las compuestas, que a su vez “están ligadas con las simples. Porque todo está lleno, lo que hace que toda la materia esté ligada”, sin importar que los cuerpos estén próximos o distantes. “Y, por consiguiente, todo cuerpo se resiente de todo lo que se haga en el universo; de tal modo que aquel que lo ve todo podría leer en cada uno lo que ocurre en todas partes, e, incluso, lo que ocurre y lo que ocurrirá”, etc. (pr. 61).

Como es de apreciar, y si “aquel que lo ve todo podría leer en cada uno lo que ocurre en todas partes”, aquí se encuentra la clave metafísica que interesó a Tarde, el elemento que con mayor poder de convicción podría ser dirigido contra las leyes de la sociedad que serían, como fue postulado por los fundadores de la sociología, independientes del mundo concerniente al individuo. A tal efecto, se limita a practicar una sola operación sobre las mónadas de Leibniz: se propone abrirlas, dotarlas de ventanas.

 

LO PEQUEÑO EN TARDE

Tarde se remite a algunos biólogos, cosmólogos, físicos y químicos de su época que coinciden en que los grandes misterios del universo y de la vida se esconden en lo que solo puede describirse como “lo infinitamente pequeño”. Afirma Tarde que todos los mecanismos físicos, moleculares, biológicos, cósmicos, y también sociales, “son provocados por una condición análoga: sus elementos componentes, soldados de esos diversos regimientos, encarnación temporaria de sus leyes, no pertenecen nunca más que por un costado de su ser, y escapan por los demás costados, al mundo que constituyen. Ese mundo no existiría sin ellos; pero sin él ellos aún serian algo” (Tarde, 2006, 81)

Los atributos de cada uno de esos mecanismos “no forman su entera naturaleza; hay otras inclinaciones, otros instintos que le vienen de regimentaciones diferentes; otros […] le vienen de sus fondos, de él mismo, de la sustancia propia fundamental sobre la cual puede apoyarse para luchar contra la potencia colectiva, más vasta, pero menos profunda, de la que forma parte, y que no es más que un ser artificial, compuesto de flancos y de fachadas de seres. Esta hipótesis es fácil de verificar sobre los elementos sociales. Si no hubiera en ellos nada de social, y especialmente de nacional, se podría afirmar que las sociedades, que las naciones permanecerían eternamente inmutables […] si la sociedad nos hubiera hecho enteramente, ella no nos habría hecho más que sociables […] A decir verdad, no hay de propiamente social más que la imitación de los compatriotas y de los ancestros en el sentido más amplio de la palabra” (ib., 82) Asimilarse, agrega en nota al pie, quiere decir imitar.

Observa Tarde que esta fórmula rescata de la vieja sustancia metafísica todo lo que ahora el concepto de mónada puede sugerir en cuanto a una nueva esencia a considerar: física, psíquica y bioquímica, y también sociológica. Al respecto afirma: “la analogía nos invita a creer que las leyes químicas y astronómicas mismas no se apoyan en el vacío, que ellas se ejercen sobre pequeños seres desde ya caracterizados internamente y dotados de diversidades innatas, en absoluto adecuadas a las particularidades de las máquinas celestes o químicas” (ib., 82). 

            Tarde establece una nueva hipótesis a partir de Leibniz y dejando que al paso escape una fuerte ironía: “como complemento de sus átomos errantes y ciegos, los materialistas deben invocar las leyes universales o la fórmula única en la cual entrarían todas esas leyes, suerte de comando místico al cual obedecerían todos los seres y que no brotaría de ningún ser, suerte de verbo inefable e ininteligible que, sin haber sido jamás pronunciado por nadie, sería sin embargo escuchado en todas partes y siempre” (ib., 52).

            Se trata, agrega, de misterios que “comprometen singularmente a la filosofía”. ¿Se puede esperar resolverlos al concebir mónadas abiertas que se penetran recíprocamente en lugar de ser exteriores las unas a las otras? Yo lo creo, y observo que, por ese lado también, los progresos de la ciencia, no digo solamente contemporánea sino moderna, favorecen la eclosión de una monadología renovada”. Y se vale del ejemplo newtoniano de la gravitación, de la atracción y acción a distancia de los elementos materiales, unos sobre otros: “muestra el caso que hay que hacer respecto a su impenetrabilidad. Cada uno de ellos, antaño visto como un punto, deviene una esfera de acción indefinidamente amplia (puesto que la analogía lleva a creer que la gravedad, como todas las demás fuerzas físicas, se propaga sucesivamente; y todas esas esferas que se entre-penetran son otros tantos dominios propios de cada elemento, quizá otros tantos espacios distintos, aunque mezclados, que erróneamente tomamos por un espacio único” (ib., 53).

            Con lo que consigue dibujar el núcleo de su teoría: el átomo, pues, “deja de ser un átomo; es un medio universal o aspirante al devenir, un universo en sí, no solamente, como lo quería Leibniz, un microcosmos, sino el cosmos por entero conquistado y absorbido por un solo ser”. Todas las leyes del cosmos “habrían comenzado como nuestras leyes civiles y políticas, por ser proyectos, propósitos individuales. De este modo sería rechazada de la forma más simple la objeción fundamental que se puede hacer a toda tentativa atomística o monadológica, de resolver el continuo fenoménico en discontinuidad elemental  [… por lo que…] En el fondo de cada cosa, hay cualquier cosa real o posible” (ib., 54).

            En esta constelación de nuevas preguntas e inesperadas sugerencias en la época, se inscribe el primer orden de ideas que compone la sociología de Tarde: “Las leyes de la imitación”, de 1890. Se ha dicho que en este libro Tarde “define un grupo social como una colección de individuos que se imitan unos a otros o que, si bien no se imitan en el momento presente, se parecen entre sí porque sus rasgos comunes son copias antiguas de un mismo modelo”  […] en la naturaleza humana, lo más profundo coincide con lo más superficial: lo que se muestra a simple vista, que toda actitud humana es, en alguna medida, una copia de otras actitudes humanas, heredadas por tradición o captadas al vuelo por el prestigio del instante, es lo más sustancial que puede decirse del hombre”. Todo se contiene en este aforismo de Witold Gombrowicz: “Ser hombre significa imitar al hombre” (Toutain, 2020, 146).

 

LA FILOSOFÍA DE TARDE

En el año 1895 Emilio Durkheim estampaba, en uno de sus más afamados libros, afirmaciones como estas: “los hechos sociales deben ser tratados como cosas” (Durkheim, 1976, 12); “Toda vez que la combinación de elementos cualesquiera da origen como síntesis a fenómenos nuevos, hay que concebir a estos fenómenos no como situados en los elementos sino en el todo formado por su unión” (ib., 14); La vida está en el todo y no en las partes”; “los estados de la conciencia colectiva son de naturaleza distinta que los estados de la conciencia individual” (ib., 15); etcétera.

Las distinciones conceptuales y teorías perfeccionadas de Gabriel Tarde, mientras tanto (las “Las leyes sociales” son de 1898) desembocan en una idea más general y de carácter filosófico. Se trata de su objeción respecto a la tendencia o inclinación de la época a jerarquizar y a generalizar la idea de sociedad en todos los rubros del conocimiento, patentizada en las citas de Durkheim anteriormente transcritas. Se supone “que toda cosa es una sociedad, que todo fenómeno es un hecho social”, de donde “Todas las ciencias parecen destinadas a devenir ramas de la sociología”, contesta Tarde.

De parecida manera, “algunos han sido llevados a ver en las sociedades organismos; pero la verdad es que, después de la teoría celular, los organismos han devenido, por el contrario, sociedades de una naturaleza aparte” (ib., 55). “Que un filósofo como Spencer asimile las sociedades a organismos, no tiene nada de sorprendente y, en el fondo, nada de nuevo si no es el extraordinario dispendio de erudición imaginativa puesta en provecho de esa visión. Pero es verdaderamente notable que un científico, un naturalista como M. Edmond Perrier haya podido ver en la asimilación de los organismos a las sociedades la clave de los misterios vivientes y la última fórmula de la evolución.” (Ib., 56)

Luego se verifica cómo “la ciencia también asimila, y cada vez más, los organismos a los mecanismos, y que ella reduce la barrera de otro tiempo entre el mundo viviente y el mundo inorgánico. ¿Por qué entonces la molécula, por ejemplo, no sería una sociedad tanto como la planta o el animal?” Tarde maneja aquí, y en otros sitios del texto, el supuesto según el cual el progreso de las sociedades consiste en la mecanización, el que hoy podría entenderse como tecnificación o computarización.  

            Tarde encuentra importantes diferencias entre organismos y sociedades, las cuales son comparadas y diferenciadas en un largo fragmento de ejemplificaciones y demostraciones que terminan con la siguiente reflexión; “Lo que hay de peligroso en las ciencias son las conjeturas rodeadas de cercas, lógicamente seguidas hasta las últimas profundidades o hasta los últimos precipicios; son los fantasmas de ideas en estado flotante en el espíritu. El punto de vista sociológico universal me parece ser uno de esos espectros que acosan el cerebro de nuestros especulativos contemporáneos” (ib., 62).

            El objetivo es subrayar la funcionalidad imprescindible de cada uno de los individuos en los actos de todos en una sociedad dada. La necesaria e invisible participación de un gran número de individuos en la consumación de cualquier acto por parte de cualquier individuo. El esquema teórico de Tarde, en este sentido, se apoya en “el hecho fundamental” o “tendencia de las mónadas a reunirse”, lo que explicaría la misma existencia de las sociedades. Por lo que “Si el yo no es más que una mónada dirigente entre miríadas de mónadas comensales del mismo cráneo, ¿qué razón tenemos, en el fondo, para creer en su inferioridad? “ (Ib., 63)

            De todos modos, en el pensamiento de Tarde se dibujan dos de los fenómenos paradójicos en la descripción del hombre actual. Resultan, por un lado, el de la individualidad descubierta en su original naturaleza, generadora de la dinámica social; y, por otro y en oposición, el que parece pertenecer también a esa naturaleza: el de “depositar la fe en un objeto de opinión […], con el afán de sentirse integrado en un grupo, mayoritario o minoritario, que preste al sujeto la ilusión de poseer una identidad” (Toutain, 2020, 147).            



REFERENCIAS:

DURKHEIM, Emilio (1976). Las reglas del método sociológico, Buenos Aires, Schapire.
LEIBNIZ, Gottfried (1961). Monadología, Buenos Aires, Aguilar.
TARDE, Gabriel (2006). Monadología y sociología, Buenos Aires, Cactus.
TARDE, Gabriel (2013). Las leyes sociales, Barcelona, Gedisa.
TOUTAIN, Ferran (2020). Imitación del hombre, Barcelona, Malpaso.

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