“Sabemos
que todo lo que constituye el universo visible, accesible a nuestras
observaciones, procede de lo invisible y de lo impenetrable, de una nada
aparente de donde surge, inagotablemente, toda realidad. Si reflexionamos sobre
este extraño fenómeno, nos sorprenderemos del poder del prejuicio, a la vez
popular y científico, que hace ver a todo el mundo… lo infinitesimal como
insignificante…” (Gabriel Tarde, en
“Las leyes sociales”)
Lo que para nosotros es repetición para el cosmos es hecho, movimiento, giro, estallido, vuelta de un planeta en torno a una estrella, agrupación de estrellas en torno al centro de su galaxia. Nada hay de lo que se pueda decir vuelve a ser, a hacer lo que hacía, a tener lo que tenía. No hay veces en el cosmos de la clase que hay entre nosotros. La ocasión es siempre una particular ocasión, pero nunca la segunda o la que le sigue.
No hay anterior ni posterior en
el cosmos, sencillamente porque lo que está antes o después, adelante o atrás, corresponde
solo a la escala espaciotemporal del hombre. A lo más se puede decir, porque es
necesario aferrarse a algo, que hay antecesor y sucesor, como se dice de los
números. El tiempo del cosmos es tan “grande” que resulta imposible hallar una
referencia a partir de la cual se pueda asegurar que algo se repite. E,
igualmente, el espacio es tan grande que, si algo se repitiera, la identificación
correspondiente sería inobservable.
Solemos considerar lo que se
repite de los hechos, o la repetición de los hechos, por la semejanza. Y, tan
pronto como se establece una diferencia, aparece lo opuesto a la repetición y a
la semejanza. Sin embargo, para un observador omnisciente, la oposición sería absurda,
porque no habría apariencia y por tanto tampoco repetición ni diferencia. Habría
solo hechos y no fenómenos. Para un observador de esa clase no hay puntos de
vista como hay para nosotros; solo hay visión absoluta.
Los
humanos, empero, no somos omniscientes, por lo que para nosotros hay apariencia
y puntos de vista y, en consecuencia, apreciamos los hechos en tanto se repiten
o son únicos y valiéndonos de la semejanza o la desemejanza y en función de la diferencia.
Es así que se presenta un problema que ha ocupado a buena parte de la historia
de la filosofía y que tiene como título repetición y diferencia.
LO INFERIOR
Y SUPERIOR
Siempre empezamos “por arriba”: con lo superior explicamos
lo inferior, por ejemplo, la naturaleza explica la vida y la materia, la vida
explica las especies, la estrellas explican los planetas, la Vía Láctea explica
el Sol, el sistema de galaxias explica la Vía Láctea. En todos los planos se
impone con el mayor poder explicativo lo más grande: el sistema explica el
órgano, éste a los tejidos, los tejidos a las células, éstas a las moléculas y
las moléculas a los átomos. Nos explicamos los fenómenos metiéndolos en algo
más vasto a fin de derivarlos de las propiedades más ostensibles. Así se
superan las dificultades, la transmisión de las propiedades menos perceptibles
o menos deducibles.
La ciencia
teórica y experimental, las ciencias sociales, la historia y la psicología, la
teoría del arte y la literatura suelen proceder sometiendo el objeto de la
investigación a alguna especie de comparecencia ante el todo. El todo, ya esclarecido
por cuenta de la investigación general, es el que clarifica la parte. Significa,
pues, que “la evolución de la ciencia, en cualquier orden de la realidad,
consiste en pasar de lo grande a lo pequeño, de lo vago a lo preciso, de lo
falso o superficial a lo verdadero y profundo, es decir, en descubrir o
imaginar primero una inmensa armonía de conjunto o algunas grandes y vagas
armonías exteriores que se ven sustituidas poco a poco por incontables armonías
interiores, por una cantidad infinita de infinitesimales y fecundas
adaptaciones” (Tarde, 2013, 105)
El poder explicativo está siempre
por encima. Lo que está “arriba” se convierte en la fuente de resolución de los
problemas que están “abajo”, es decir, en el objeto de la indagación. Este es el
modo como entablamos trato con las dudas, curiosidades y necesidad de explicaciones
y comprensión de problemas y misterios en la misma vida común y corriente. Buscamos
siempre lo que está más allá del detalle y de lo minúsculo. Respondemos siempre
con algo que los contiene, los abarca y los determina.
Siguiendo este modo de conducirse,
la inteligencia define tanto las objetivaciones como las subjetividades, y desemboca
en la concepción de un dominio explicativo regido por determinadas constantes, diríase
reglas, normas, leyes que, como efecto de su misma fuerza explicativa, se
separan del acontecer humano, desordenado y caótico, y se establecen con una estructura
propia, autónoma, diferente. Por su intermedio se explica el comportamiento de
cada elemento y, así, la función que desempeña en el conjunto, en tanto
disparador de los problemas, pasa definitivamente a un segundo plano. Como si
se dijera que la repetición en el plano inferior se explicaría por las diferencias
en el plano superior.
La dirección de los intereses
cognitivos que va de arriba abajo impone lo elemental con las propiedades de lo
plural, lo particular con las de lo general. Y determina un órgano de leyes
explicativas que dejan de responder a las características de lo indiviso y de
la unicidad de la apariencia. El que corresponde al plano humano de las
conductas masivas es el órgano de la sociología o ciencia de lo social.
La posibilidad de una
sistematización, de contar con un órgano de leyes explicativas acerca del
funcionamiento de la sociedad y en términos de alcance global, ajenos respecto a
la actividad individual, tiene este antecedente si se quiere filosófico: el
movimiento de enmarcar lo particular en lo general. Su extensión en el dominio
de las ciencias sociales no representa sino uno más de los capítulos del
panorama universal de la ciencia. Fue estimulada por variedad de corrientes: materialismos,
positivismos, funcionalismos, filosofía de la acción y, aun, el mismo desarrollo
de la ciencia para la cual son fundamentales las leyes y las teorías perfectamente
consensuadas, como lo ha puesto en claro la filosofía de la ciencia.
LA INADECUADA
FILOSOFÍA DEL “ARRIBA/ABAJO”
No entraremos en el cuerpo de la sociología ni en el
panorama que se abre como efecto de la obra de sistematización de esas leyes y
teorías, la de pioneros como Marx, Comte, Spencer, Durkheim, o los heterodoxos Georg
Simmel o Max Weber. Solo ahondaremos en lo que se opuso a ese cuerpo de teoría,
que en su momento gobernó la sociología y buena parte del amplio territorio de
las ciencias humanas. Lo que condujo a que otras visiones y propuestas alcanzaran
solo una escasa aceptación y fueran calificadas de idealistas.
Nos referiremos
al pensamiento filosófico y sociológico del francés Gabriel Tarde (1843-1904).
Este hombre estaba en completo desacuerdo con la filosofía del “arriba/abajo”,
como podría llamarse para simplificar. Más aun, fue quien puso en claro esas mismas
características filosóficas y antropológicas que definen el criterio según el
cual lo superior define lo inferior, tan influyente en el correr del siglo XX. La
observación de un fenómeno cualquiera de la naturaleza, el cielo estrellado,
por ejemplo, produce sensaciones que en la mente de un científico “sugieren nociones
lógicamente dispuestas, un manojo de fórmulas explicativas” (Tarde, 2013, 45).
“¿Cómo se
ha operado la lenta elaboración de esas sensaciones en nociones y en leyes?”,
se pregunta Tarde. En primer lugar, observa que “La ciencia considera los fenómenos
por el lado de sus repeticiones, lo que no quiere decir que diferenciar no sea
uno de los procedimientos esenciales del espíritu científico: diferenciar,
igual que asimilar, es obrar científicamente, pero solo si lo que se discierne
es un tipo presente en la naturaleza en cierta cantidad de ejemplares y
susceptible de una edición indefinida” (ib., 40). Si lo que se discierne
es propio de un solo individuo y no es capaz de transmitirse a su posteridad,
no interesa al científico sino como asunto anormal.
Con esta
sola observación, Tarde, y sin sospecharlo, echa las bases de toda una
corriente de filosofía europea que fragua luego, por ejemplo en las obras de Deleuze,
Vattimo o Derrida. Lo importante, sin embargo, es el fundamento por el cual se niega
a aceptar la filosofía del “arriba/abajo”. El paulatino descaecimiento de los principios
más radicales del positivismo ayudó a que, también de a poco, empezara a
valorarse y compartirse al menos en parte los fundamentos que Tarde esgrimiera
para sostener su doctrina. Se opone francamente a la que, entre otros, defendió
y sistematizó Emil Durkheim.
La
orientación que toma el pensamiento de Tarde es bastante sencilla y,
francamente, asombrosa en su negativa a aceptar los términos de la sociología
naciente. Sostiene que, paralela a la visión “arriba/abajo”: “Veremos también
que la evolución de la realidad, aquí exactamente inversa, como en cualquier
parte, a la del conocimiento, consiste en una incesante tendencia de las
pequeñas armonías interiores a exteriorizarse y amplificarse progresivamente…”
(ib., 105)
Es cuando Tarde incorpora el
concepto darwiniano de adaptación. Lo explica de manera también sencilla,
como el fenómeno por el cual la cuenca de un río reproduce a su manera las
características topográficas y ecosistémicas. Observa que, en el caso de la
vida, la evolución es algo complicada porque la acomodación se produce en forma
recíproca.
“Lamentablemente
[afirma], a fuerza de
desmentidos acumulados por la observación, fue necesario desprenderse de una
idea tan cara y reconocer que sin duda no es en las grandes líneas de la
evolución de los seres, tan ramificada y tan tortuosa, ni tampoco en los
grandes agrupamientos de sus especies diferentes en una fauna o en una flora regional
–pese a la destacable adaptación revelada por lo casos de simbiosis o por las
relaciones de los insectos con las flores de algunas plantas– donde la
naturaleza despliega su maravillosa potencia de armonía, sino sobre todo en los
detalles de cada organismo.” (ib., 110) En el detalle de lo pequeño está
el secreto, según Tarde.
LO PEQUEÑO
EN LEIBNIZ
Esta convicción es la misma que la de Gottfried Leibniz a
comienzos del siglo XVIII: “La fuente, la razón de ser, la razón de lo finito,
de lo distinto, está en lo infinitamente pequeño, en lo imperceptible: tal es
la convicción profunda que ha inspirado a Leibniz” (Tarde, 2006, 30). Ha
seguido a Leibniz, en cuanto a llamar mónada a “lo infinitamente
pequeño” de una manera algo diferente a lo que a primera vista podría
relacionarse con la noción de átomo: “La Mónada de que hablaremos
aquí, no es otra cosa que una substancia simple, que forma parte de los
compuestos; simple, es decir, sin partes”, estampa Leibniz en el inicio de su Monadología
(Leibniz, 1961, proposición 1).
La noción es
metafísica, por lo que se encuadra en la noción clásica de sustancia y, dentro
de esta noción, en la de sustancias simples: “Es necesario que haya substancias
simples, puesto que hay compuestas; porque lo compuesto no es otra cosa que un
montón o aggregatum de simples” (proposición 2). Se caracterizan por no
tener partes, y “Allí donde no hay partes no hay, por consecuencia, ni
extensión, ni figura, ni divisibilidad posibles. Ya estas Mónadas son los
verdaderos Átomos de la Naturaleza y, en una palabra, los Elementos de las
cosas” (pr. 3).
Leibniz
supone que una mónada es imperecedera y que de ella no puede entrar ni salir
nada. En consecuencia, no hay ninguna manera “mediante la cual una sustancia
simple pueda comenzar naturalmente, puesto que no podría ser formada por
composición” (pr. 5). De estas proposiciones deduce una propiedad fundamental,
entre otras que les atribuye: “Por tanto, se puede decir que las Mónadas no
podrían comenzar ni terminar sino de una vez, es decir, no podrían comenzar más
que por creación, y terminar más que por aniquilación; por el contrario,
aquello que está mal compuesto comienza y termina por partes” (pr. 6).
Así como “todo ser creado está
sujeto al cambio”, también lo está la mónada (pr. 10). Con lo que Leibniz llega
a lo siguiente: “los cambios naturales de las Mónadas vienen de un principio
interno, puesto que una causa externa no puede influir en su interior” (pr.
11). A este principio interno que realiza el cambio le llama apetición (pr.
15). Como buen hombre de su época, Leibniz atribuye a Dios el origen de las
mónadas, esto es, a “la substancia simple originaria” o “Unidad Primitiva”. Y anota
que su nacimiento se da “por Fulguraciones de la Divinidad, de momento
en momento, limitadas por la receptividad de la criatura, para quien es
esencial ser limitada” (pr. 47).
Las sustancias simples, pues, no pueden actuar
unas sobre otras, puesto que son cerradas. Las que actúan son las compuestas,
que a su vez “están ligadas con las simples. Porque todo está lleno, lo que
hace que toda la materia esté ligada”, sin importar que los cuerpos estén
próximos o distantes. “Y, por consiguiente, todo cuerpo se resiente de todo lo
que se haga en el universo; de tal modo que aquel que lo ve todo podría leer en
cada uno lo que ocurre en todas partes, e, incluso, lo que ocurre y lo que
ocurrirá”, etc. (pr. 61).
Como es de apreciar, y si “aquel
que lo ve todo podría leer en cada uno lo que ocurre en todas partes”, aquí se
encuentra la clave metafísica que interesó a Tarde, el elemento que con mayor
poder de convicción podría ser dirigido contra las leyes de la sociedad que serían,
como fue postulado por los fundadores de la sociología, independientes del
mundo concerniente al individuo. A tal efecto, se limita a practicar una sola operación
sobre las mónadas de Leibniz: se propone abrirlas, dotarlas de ventanas.
LO PEQUEÑO EN
TARDE
Tarde se remite a algunos biólogos, cosmólogos, físicos y
químicos de su época que coinciden en que los grandes misterios del universo y
de la vida se esconden en lo que solo puede describirse como “lo infinitamente
pequeño”. Afirma Tarde que todos los mecanismos físicos, moleculares, biológicos,
cósmicos, y también sociales, “son provocados por una condición análoga: sus
elementos componentes, soldados de esos diversos regimientos, encarnación
temporaria de sus leyes, no pertenecen nunca más que por un costado de su ser,
y escapan por los demás costados, al mundo que constituyen. Ese mundo no
existiría sin ellos; pero sin él ellos aún serian algo” (Tarde, 2006, 81)
Los atributos de cada uno de esos
mecanismos “no forman su entera naturaleza; hay otras inclinaciones, otros
instintos que le vienen de regimentaciones diferentes; otros […] le vienen de
sus fondos, de él mismo, de la sustancia propia fundamental sobre la cual puede
apoyarse para luchar contra la potencia colectiva, más vasta, pero menos
profunda, de la que forma parte, y que no es más que un ser artificial,
compuesto de flancos y de fachadas de seres. Esta hipótesis es fácil de
verificar sobre los elementos sociales. Si no hubiera en ellos nada de social,
y especialmente de nacional, se podría afirmar que las sociedades, que las
naciones permanecerían eternamente inmutables […] si la sociedad nos hubiera
hecho enteramente, ella no nos habría hecho más que sociables […] A decir
verdad, no hay de propiamente social más que la imitación de los
compatriotas y de los ancestros en el sentido más amplio de la palabra” (ib.,
82) Asimilarse, agrega en nota al pie, quiere decir imitar.
Observa Tarde que esta fórmula rescata
de la vieja sustancia metafísica todo lo que ahora el concepto de mónada puede sugerir
en cuanto a una nueva esencia a considerar: física, psíquica y bioquímica, y
también sociológica. Al respecto afirma: “la analogía nos invita a creer que
las leyes químicas y astronómicas mismas no se apoyan en el vacío, que ellas se
ejercen sobre pequeños seres desde ya caracterizados internamente y dotados de
diversidades innatas, en absoluto adecuadas a las particularidades de las
máquinas celestes o químicas” (ib., 82).
Tarde
establece una nueva hipótesis a partir de Leibniz y dejando que al paso escape una
fuerte ironía: “como complemento de sus átomos errantes y ciegos, los materialistas
deben invocar las leyes universales o la fórmula única en la cual entrarían
todas esas leyes, suerte de comando místico al cual obedecerían todos los seres
y que no brotaría de ningún ser, suerte de verbo inefable e ininteligible que,
sin haber sido jamás pronunciado por nadie, sería sin embargo escuchado en
todas partes y siempre” (ib., 52).
Se trata,
agrega, de misterios que “comprometen singularmente a la filosofía”. ¿Se puede
esperar resolverlos al concebir mónadas abiertas que se penetran recíprocamente
en lugar de ser exteriores las unas a las otras? Yo lo creo, y observo que, por
ese lado también, los progresos de la ciencia, no digo solamente contemporánea
sino moderna, favorecen la eclosión de una monadología renovada”. Y se vale del
ejemplo newtoniano de la gravitación, de la atracción y acción a distancia de
los elementos materiales, unos sobre otros: “muestra el caso que hay que hacer
respecto a su impenetrabilidad. Cada uno de ellos, antaño visto como un punto,
deviene una esfera de acción indefinidamente amplia (puesto que la analogía
lleva a creer que la gravedad, como todas las demás fuerzas físicas, se propaga
sucesivamente; y todas esas esferas que se entre-penetran son otros tantos
dominios propios de cada elemento, quizá otros tantos espacios distintos,
aunque mezclados, que erróneamente tomamos por un espacio único” (ib.,
53).
Con lo que
consigue dibujar el núcleo de su teoría: el átomo, pues, “deja de ser un átomo;
es un medio universal o aspirante al devenir, un universo en sí,
no solamente, como lo quería Leibniz, un microcosmos, sino el cosmos por
entero conquistado y absorbido por un solo ser”. Todas las leyes del cosmos “habrían
comenzado como nuestras leyes civiles y políticas, por ser proyectos, propósitos
individuales. De este modo sería rechazada de la forma más simple la objeción
fundamental que se puede hacer a toda tentativa atomística o monadológica, de
resolver el continuo fenoménico en discontinuidad elemental [… por lo que…] En el fondo de cada cosa, hay
cualquier cosa real o posible” (ib., 54).
En esta
constelación de nuevas preguntas e inesperadas sugerencias en la época, se
inscribe el primer orden de ideas que compone la sociología de Tarde: “Las
leyes de la imitación”, de 1890. Se ha dicho que en este libro Tarde
“define un grupo social como una colección de individuos que se imitan unos a
otros o que, si bien no se imitan en el momento presente, se parecen entre sí
porque sus rasgos comunes son copias antiguas de un mismo modelo” […] en la naturaleza humana, lo más profundo
coincide con lo más superficial: lo que se muestra a simple vista, que toda
actitud humana es, en alguna medida, una copia de otras actitudes humanas,
heredadas por tradición o captadas al vuelo por el prestigio del instante, es
lo más sustancial que puede decirse del hombre”. Todo se contiene en este
aforismo de Witold Gombrowicz: “Ser hombre significa imitar al hombre” (Toutain,
2020, 146).
LA FILOSOFÍA
DE TARDE
En el año 1895 Emilio Durkheim estampaba, en uno de sus más
afamados libros, afirmaciones como estas: “los hechos sociales deben ser
tratados como cosas” (Durkheim, 1976, 12); “Toda vez que la combinación de
elementos cualesquiera da origen como síntesis a fenómenos nuevos, hay
que concebir a estos fenómenos no como situados en los elementos
sino en el todo formado por su unión” (ib., 14); La vida está en el todo
y no en las partes”; “los estados de la conciencia colectiva son de naturaleza
distinta que los estados de la conciencia individual” (ib., 15); etcétera.
Las distinciones conceptuales y teorías
perfeccionadas de Gabriel Tarde, mientras tanto (las “Las leyes sociales”
son de 1898) desembocan en una idea más general y de carácter filosófico. Se
trata de su objeción respecto a la tendencia o inclinación de la época a
jerarquizar y a generalizar la idea de sociedad en todos los rubros del
conocimiento, patentizada en las citas de Durkheim anteriormente transcritas. Se
supone “que toda cosa es una sociedad, que todo fenómeno es un hecho social”,
de donde “Todas las ciencias parecen destinadas a devenir ramas de la
sociología”, contesta Tarde.
De parecida manera, “algunos han
sido llevados a ver en las sociedades organismos; pero la verdad es que,
después de la teoría celular, los organismos han devenido, por el contrario,
sociedades de una naturaleza aparte” (ib., 55). “Que un filósofo como
Spencer asimile las sociedades a organismos, no tiene nada de sorprendente y,
en el fondo, nada de nuevo si no es el extraordinario dispendio de erudición
imaginativa puesta en provecho de esa visión. Pero es verdaderamente notable que
un científico, un naturalista como M. Edmond Perrier haya podido ver en la
asimilación de los organismos a las sociedades la clave de los misterios
vivientes y la última fórmula de la evolución.” (Ib., 56)
Luego se verifica cómo “la
ciencia también asimila, y cada vez más, los organismos a los mecanismos, y que
ella reduce la barrera de otro tiempo entre el mundo viviente y el mundo
inorgánico. ¿Por qué entonces la molécula, por ejemplo, no sería una sociedad
tanto como la planta o el animal?” Tarde maneja aquí, y en otros sitios del
texto, el supuesto según el cual el progreso de las sociedades consiste en la mecanización,
el que hoy podría entenderse como tecnificación o computarización.
Tarde
encuentra importantes diferencias entre organismos y sociedades, las cuales son
comparadas y diferenciadas en un largo fragmento de ejemplificaciones y
demostraciones que terminan con la siguiente reflexión; “Lo que hay de
peligroso en las ciencias son las conjeturas rodeadas de cercas, lógicamente
seguidas hasta las últimas profundidades o hasta los últimos precipicios; son
los fantasmas de ideas en estado flotante en el espíritu. El punto de vista
sociológico universal me parece ser uno de esos espectros que acosan el cerebro
de nuestros especulativos contemporáneos” (ib., 62).
El objetivo es subrayar la
funcionalidad imprescindible de cada uno de los individuos en los actos de
todos en una sociedad dada. La necesaria e invisible participación de un gran
número de individuos en la consumación de cualquier acto por parte de cualquier
individuo. El esquema teórico de Tarde, en este sentido, se apoya en “el hecho
fundamental” o “tendencia de las mónadas a reunirse”, lo que explicaría la
misma existencia de las sociedades. Por lo que “Si el yo no es más que una
mónada dirigente entre miríadas de mónadas comensales del mismo cráneo, ¿qué
razón tenemos, en el fondo, para creer en su inferioridad? “ (Ib., 63)
De todos modos, en el pensamiento de
Tarde se dibujan dos de los fenómenos paradójicos en la descripción del hombre
actual. Resultan, por un lado, el de la individualidad descubierta en su
original naturaleza, generadora de la dinámica social; y, por otro y en
oposición, el que parece pertenecer también a esa naturaleza: el de “depositar
la fe en un objeto de opinión […], con el afán de sentirse integrado en un grupo,
mayoritario o minoritario, que preste al sujeto la ilusión de poseer una identidad”
(Toutain, 2020, 147).
REFERENCIAS:
DURKHEIM, Emilio (1976). Las reglas del método sociológico, Buenos Aires, Schapire.
LEIBNIZ, Gottfried (1961). Monadología, Buenos Aires, Aguilar.
TARDE, Gabriel (2006). Monadología y sociología, Buenos Aires, Cactus.
TARDE, Gabriel (2013). Las leyes sociales, Barcelona, Gedisa.
TOUTAIN, Ferran (2020). Imitación del hombre, Barcelona, Malpaso.