El gran misterio del mundo y de la vida, el fundamento último de la existencia, de lo humano y del universo, quizá no es el gran misterio propiamente dicho. Jamás ha sido aclarado a pesar de ser objeto de profundas investigaciones y de grandiosas especulaciones a través de la historia. Sin embargo, existe la suposición de que se trata de algo bastante claro y sencillo y al alcance del entendimiento de cualquier persona.
El gran problema que presenta el asunto es que
para mostrarlo con claridad y sencillez es preciso apelar a una maraña de
explicaciones, conceptualizaciones, complejos de ideas y supuestos que oscilan
entre las grandes certezas y no menos grandes incertidumbres: creencias,
teorías, cálculos, intuiciones y hasta algunos sentimientos que embargan a las
creencias y a las teorías y que las vuelven más convincentes. Son necesarios
dos trabajos: construir esa maraña de explicaciones y luego explicarla, es decir,
ponerla al alcance de todos.
Es
el caso de los grandes sabios que han procurado indagar en las raíces de este
problema valiéndose del mero y desnudo pensamiento, prescindiendo de
instrumentos tecnológicos como lo que habitualmente asisten a los científicos.
También es el caso de otros curiosos sentidores que, sin instrumentos
tecnológicos y aun sin la ayuda de conceptos y teorías, gustan incursionar por
los senderos que conducen a esos fundamentos últimos y que inquietan y ponen en
movimiento a todas las mentes curiosas, observadoras e intelectualmente
aventureras.
Hablamos de los
científicos, de los filósofos y de los poetas y artistas que transfieren sus
inquietudes al dominio de la intelección, de la comprensión y del reconocimiento.
Son quienes contemplan el “mundo exterior” desde lo hondo de sus interiores subjetivos,
ámbitos únicos en los que reinan la oscuridad y la conciencia. Desde allí esperan
descifrar los enigmas de la manera más lúcida, inteligible y diáfana, y en ese puesto
de observación empieza el más allá sin límites, el espacio inabarcable y
colmado de interrogantes. Mientras tanto el cuerpo puja por poner todo al
alcance de la mano, de los ojos, del oído, del olfato, aunque sin lograr la
evidencia suprema y aceptando que la respuesta permanezca oculta en lo que más
importa: el fundamento, el qué último
encerrado no se sabe dónde, la esencia de la verdad que apacigua la sed de
saber y calma la inquietud más severa del espíritu.
Esta imponderable
inquietud cursa por dentro en compañía de un famoso polizón en la nave humana:
el sufrimiento. No nos referimos al sufrimiento o al dolor que causa una herida
o una desgracia o un acontecimiento adverso e inesperado. Nos referimos al resultado
del simple vivir, del empeño que demanda la vida y que exige expresa
aplicación, consumo de energía, preocupación y ocupación, lucha contra la
adversidad presente en cada movimiento, en cada paso, en cada operación sutil o
elemental del cuerpo, en cada aplicación del pensamiento ante propósitos
cualesquiera y resultantes de cubrir lo elemental de la vida cotidiana.
Se trata de la
molestia de ser, del pesar o del desconsuelo de no ser más que un ser. Dicho de
otra manera, de la angustia por no ser más, por no poseer el don de expansión
hacia el más allá de los límites conocidos, por no poder saltar desde la vida,
que de alguna manera encadena y enajena, y lanzarse hacia la liberación, hacia
un más allá concebido como se quiera, hacia un dominio allende el cuerpo y la
mente.
SOSTIENE
HÖLDERLIN
Friedrich Hölderlin (1770-1843), dirigiéndose
al “Éter padre”, escribe: “Nosotros, insensatos, damos vueltas en vano / por la
tierra. Y como la vid, cuando se ha roto / la estaca que al cielo guiaba sus
sarmientos, / también nosotros vagamos por los caminos, / con el deseo
incesante de entrar en tus jardines.” (Hölderlin, 2005, “Al Éter”, 43). Siempre
aspiró a algo que estaba más allá de su pobre y acuciada existencia, algo que
intuía como superior y que le mantenía en la esperanza de escapar de las miserias
del mundo y alcanzar al menos un menguado bienestar. Sin poder afianzarse en su
vocación de escritor y publicista, enfrentado a una adversidad que le perseguía
tenazmente, fue perdiendo su poderosa fuerza espiritual y debilitándose su fe y
sus sueños. Ya enfermo se impone la renuncia y el apartamiento.
Como habitualmente
se dice cuando incumbe un malestar o un mal que se denuncia en comunidad,
“todos somos Hölderlin”, todos simpatizamos con su ideario, aunque no hayamos
leído sus poemas y sólo conozcamos su pensamiento filosófico. Alumno de Johann Gottlob
Fichte, contemporáneo de Mozart y Hegel, tributario de los ideales de la
Revolución Francesa en Alemania, nos sensibiliza por su idea central, honda y
sencilla a la vez. Aunque no se sepa a plena conciencia, de acuerdo a Hölderlin
nadie deja de aspirar a algo más grande, a esperanzarse en un ideal más ancho y
largo, más alto y profundo que el que podamos poseer de entrada en la vida.
Nadie escapa al
sentimiento de querer, de un querer lo que es especialmente afán de
trascendencia, en el sentido lato, de querer a secas lo que flota en el vacío
gravitacional del espíritu o en la atmósfera masiva de lo corpóreo. El vasto
epistolario de Hölderlin recoge esta idea central en muchas piezas que
denuncian al filósofo tanto como al poeta. Por ejemplo: “cada vez amo más a los
hombres, porque cada vez veo mejor, en lo pequeño y en lo grande de su
actividad y de sus caracteres, el mismo carácter originario, el mismo destino [ Activar la vida, acelerar
la eterna marcha de consumación de la naturaleza, completar hasta el final lo
que encuentra ante sí, idealizar, éste es en todo lugar el afán más propio y
distintivo del hombre, y todas sus artes, actividades, faltas y sufrimientos
surgen de aquél. ¿Por qué tenemos jardines y cultivos? Porque el hombre quiso
mejorar lo que encontró. ¿Por qué tenemos comercios, navegación, ciudades,
estados, con toda su turbulencia, lo bueno y lo malo? Porque el hombre quería
tener una situación mejor de la que se encontró. ¿Por qué tenemos ciencia,
arte, religión? Porque el hombre quiso tener algo mejor de lo que encontró.”
(Hölderlin, 1990, 431).
El
principio número uno de Hölderlin asoma en estas palabras suyas: “En las cartas
filosóficas [cartas que nunca escribió] quiero encontrar el principio que me
explique las escisiones en las que pensamos y existimos, pero que también sea
capaz de hacer desaparecer el antagonismo entre el sujeto y el objeto, entre
nuestro yo y el mundo, esto es, también entre razón y revelación, de modo
teórico, en la intuición intelectual [concepto que le viene de Fichte y
elaborados minuciosamente por Schelling], sin tener que recabar ayuda de
nuestra razón práctica. Para ello precisamos de sentido estético, y llamaré a
mis cartas filosóficas Nuevas cartas sobre la educación estética del hombre.
En ellas también pasaré de la filosofía a la poesía y a la religión.”
(Hölderlin, 1990, 289).
El
poeta escribe unos Ensayos que dicen menos que el epistolario, unos
textos demasiado breves y mal conservados. Son fundamentalmente las cartas
dirigidas a su querido y protegido hermano Karl Gok (descendiente del segundo
esposo de la madre de Hölderlin) las que, sumadas al contenido menos voluminoso
de las enviadas a Hegel y Schelling, son las que ofrecen el grueso de una
reflexión filosófica decisiva en la consolidación del idealismo alemán. Y que
incluso ayudan a entender el origen y el florecimiento sobre fines del siglo
dieciocho y comienzos del diecinueve del sistema filosófico del romanticismo
germano. Los prologuistas de la Correspondencia completa en español,
Helena Cortés y Arturo Leyte, afirman que el poeta transmite a sus amigos Hegel
y Schelling ideas consolidadas “mucho antes de que ellos hubieran construido
sus respectivas filosofías, las cuales iban a seguir caminos muy distintos
después de haber partido de ese origen común: Hölderlin” (ob. cit., 27).
EL
SUPUESTO UNIVERSAL
El querer humano se presenta como hilo
conductor de la mayoría de los intentos por describir la realidad primera de la
existencia consciente. Para comprender esta aspiración superior que anida en
los sentimientos de toda persona, sea de la condición que sea, que puja hasta
aflorar en una disposición cualquiera, en las ideas y en la conducta, basta con
dedicar una meditación sencilla y breve referida a los deseos, a las
aspiraciones y esperanzas, pero despojando todo eso de cualquier imagen
concreta en la mente, de aquello que eventualmente ocupa el lugar de lo que no
poseemos y procuramos obtener. ¿Qué aparece por debajo de lo real deseado en
estos casos? Aparece el querer líquido y
limpio, que sostiene todo querer sólido y determinado, el querer absoluto sobre
el cual colocamos los quereres concretos y emocionales.
Se aspira a algo,
de manera humilde o de manera encumbrada, en el juego inevitable de entenderse
a sí mismo, de entender el mundo, a los demás seres y a las cosas. No se trata
sólo de querer algo o de querer hacer algo, sino principalmente de
querer algo más, solo, despojado, latente y presto a convertirse en
realidad. Este querer puede considerarse principio de la
naturaleza humana consciente, y decimos “naturaleza humana consciente” porque
se trata de un principio condicionado por la misma vida, por la característica
básica que permite contemplar el todo, el yo y el mundo, justo en su misma auto
realización, en lo que habitualmente se entiende como condición humana.
Tal
dirección del querer humano lleva a Hermann Hesse a escribir: “Este viento
hacia el cual trepo tiene una maravillosa fragancia de lejanía y de otro mundo,
de aguas divisorias y fronteras lingüísticas, de sur y de montañas. Está lleno
de promesas” (Hesse, 12). Lo que sólo funciona como muestra transparente de un
sentimiento que anima la obra de muchos escritores de los últimos tiempos.
Aspiran a ampliar un mundo que encuentran no fuera sino dentro, en la
subjetividad profunda, siempre en un estado de inexplicable e invisible
expansión. Entre ellos Victor Hugo y Hugo von Hofmannsthal, Juan Ramón Jiménez
y Miguel de Unamuno, Robert Musil y Thomas Mann, y poetas como Friedrich
Hölderlin.
El filósofo francés
Louis Lavelle (1883-1951) llama “Presencia Total” a lo que se oculta a la
inteligencia, expresión en la que “presencia” representa lo aparente, y “total”
la presencia que encierra el todo en su vastedad y en su profundidad a la vez
unificada en una sola intelección intemporal. Encuentra toda la verdad en el ser, porque “el ser es la totalidad de
lo posible”, es decir, lo que no hay ya que buscar porque está ante los ojos
(Lavelle, 75). Pero ser no es fácil, entendido en su cabal hondura, por
lo que dar con la verdad cuesta mucho y reclama un sacrificio y hasta produce
dolor.
Nace el afán de
sobrepasar la visión fragmentada de cada cosa, de ya no tener que andar paso a
paso en busca de pan para obtener mendrugos. La ambición de ser más que el ser
que se es, de disponer de otra forma el vivir que no sea la de sentir parte por
parte, vez por vez, momento por momento. La avidez por apreciar en una sola y
buena ocasión el Todo, el mundo sin enigmas, la apariencia corregida y
ampliada, la existencia desnuda y que en tanto se es vivo se contribuye en
componer. ¡Esos infranqueables límites cuya transgresión ocupa los sueños,
embarga los sentidos y enajena el corazón!
No
es un enigma a descifrar sino más bien el mismo fenómeno, la fuente creadora de
todos los enigmas, el mismo vivir peliagudo y consciente, el hecho de ser
sabiendo que se es. El enigma es la pregunta solitaria que se formula en la
inmensidad de un universo originariamente sin preguntas, sin inquisiciones y
sólo con energía, con átomos y moléculas. Y hasta sin energía ni átomos ni
moléculas, pues ¿qué significa energía para el universo, qué átomo, qué
molécula? ¿Quién da nombre a las cosas en una vastedad indiferenciada en la que
funciona todo perfectamente sin necesidad de individualizaciones ni
particularizaciones inquisitivas? ¿Qué es perfecto o imperfecto fuera de las
gruesas paredes en las que se encierra la inteligencia?
Existe
una manifestación de la existencia considerada inabordable: Platón la llamó Idea,
Aristóteles primer motor, San Agustín amor, Nicolás de
Cusa el ya, el antes y el después, Bacon ídolo, Kant noúmeno,
Hegel Absoluto, Schelling fundamento, Schopenhauer voluntad,
Marx materia, Heidegger Dasein, Jaspers Circunvalante,
Wittgenstein límites del lenguaje, Croce espíritu, Peirce signo,
Teilhard de Chardin noósfera, Cassirer símbolo, Bergson intuición,
Blondel acción, Nietzsche eterno retorno, Brentano fenómeno psíquico,
Husserl intuición eidética, Scheler valor, N. Hartmann fábrica
del mundo real, Ardao inteligencia, y se podría seguir.
Fueran cuales
fueren las denominaciones filosóficas, entre ellas chispea un denominador común
que es comprensible fuera del campo estricto de la filosofía y que puede
resultar fecundo y beneficioso para quienes no son filósofos y que igualmente
piensan y sienten como piensan y sienten los filósofos, y que es preciso
comunicar y divulgar. Es el querer expandirse, el afán por ampliar el
dominio sensible en que se manifiesta la vida de las personas, cualesquiera
sean. La pretensión de confirmar el sentido de fondo y por encima del simple
comparecer como individuos de la especie.
OPINIÓN
DE SCHELLING
Para el amigo dilecto de Hölderlin, Friedrich
Wilhem Joseph Schelling (1775-1845), “El ser, en definitiva, es Freisein,
ser libre, ser que no viene determinado por nada porque él mismo se
autodetermina a partir de su propia esencia que no consiste, por otra parte,
sino en querer” (Schelling, 1989, 64). Agrega: “He aquí la inasible base de la
realidad de las cosas, el resto que nunca se puede reducir, aquello que ni con
el mayor esfuerzo se deje disolver en el entendimiento, sino que permanece
eternamente en el fundamento [...] así tenemos que imaginarnos el ansia
originaria: dirigiéndose hacia el entendimiento, al que todavía no conoce, de
la misma manera en que nosotros, en nuestra ansia, aspiramos hacia un bien
desconocido y sin nombre, y moviéndose a la vez que presiente al modo de un mar
ondulante y agitado, igual a la materia de Platón, buscando una ley oscura e
incierta, incapaz de construir por sí misma algo duradero” (ib., 169 y
171.
Schelling
procura ser claro, no lográndolo siempre, pero aproximándose mucho a lo
inmediatamente inteligible: “El mayor mérito del filósofo no es proponer
conceptos abstractos e hilvanar con ellos sistemas. Su fin último es el puro
ser absoluto; y su mérito supremo es descubrir y develar aquello que ya no se
deja explicar, desarrollar ni reducir a conceptos, brevemente: lo indisoluble,
lo inmediato, lo simple” (Schelling, 2004, 90). Dígase que “lo absoluto” para
Schelling no es lo mismo que para Hegel: lo absoluto para él es lo que no es
objeto ni concepto, lo que no es determinado por nada.
Para
lectores en lengua española leer a Hölderlin es un placer sólo semántico,
porque se pasa por alto el fervor de un poeta que “jugaba” con el verso en sus
leyes clásicas tanto como en sus libertades románticas. Todo en él es
pensamiento, en sus poemas sueltos, en tragedias como La muerte de
Empédocles o en su novela epistolar Hiperión, ambientada en Grecia y
con resonancias políticas inspiradas en la Revolución Francesa y en su amor
real por Susette Gontard personificada como Diótima en el texto. El maestro del
romanticismo, el hombre del ideal y el aventurero del espíritu ofrece, paradójicamente,
la visión más natural del misterio, ese misterio que embarga la curiosidad de
la mayoría de las personas: la más clara razón suficiente, la iniciativa que
anima a complementar lo dado de la vida, a consagrar el solo impulso de querer.
LA
OPINIÓN DE HEGEL
Wilhem Friedrich Hegel (1770-1831), el más
circunspecto y formal de los tres amigos, más conocido y de mayor influencia
posterior, también incorpora el querer en su filosofía del espíritu
catalogada minuciosamente en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas.
Allí habla de la necesidad humana de “liberar” el saber de todo supuesto y de
las abstracciones. Y como todo saber es “determinado” por algo, es decir, por
otro saber, el espíritu es “querer, espíritu práctico”. Con lo que quiere decir
que el espíritu “quiere inmediatamente y libera su volición de su
subjetividad”. De modo que “el espíritu se hace espíritu libre” cuando su
unilateralidad es superada” (Hegel, 1944, § 443).
A
su vez, las inclinaciones y pasiones de la interioridad subjetiva están sujetas
a las mismas determinaciones que los sentimientos prácticos, sujetas a
accidentes semejantes, por lo que quieren ser libres (ib., § 476). Y, si
bien quieren ser libres, como cualquier impulso que se proyecta en la realidad
práctica (ib., § 477), sin embargo, el “querer subjetivo y accidental”
no es sino “el proceso en que se distrae y suprime una inclinación o goce
mediante otro, y se contenta con no contentarse, mediante un nuevo
contentamiento, hasta el infinito (ib., § 478). Por lo que se descubre
el retorno interminable de un querer a secas, del querer sin objeto,
liberado de toda particularidad y de toda cosa concreta que pueda desearse.
Hegel
llama apetencia a ese querer despojado de objetos, al “carácter
originario” que para Hölderlin consiste en “activar la vida”, en la obra de
“completar hasta el final lo que encuentra ante sí”, como habíamos visto. La
explicación en el autor de la Fenomenología del Espíritu viene escrita
en su lengua, la misma que lo caracteriza al suspender su ramaje conceptual del
más intrincado plan que conozca la filosofía. No obstante, y si no nos
desviamos de su propósito central, se puede descifrar una concepción del querer
semejante a la que mantienen en común Hölderlin y Schelling.
Hegel habla de un ahora
que de inmediato deja de ser ahora para entrar a ser otro, en la negación
de una verdad informada por la percepción que se vuelve sobre sí misma según
una dialéctica interior. Negación de la que se vuelve a través de un nuevo ahora
y de ahoras que se repiten hasta el infinito en virtud de un “fuerza”, observa
Hegel, que “replegada sobre sí misma necesita exteriorizarse”, y que conduce al
entendimiento (Hegel, 1971, 82 a 86). La fuerza del querer: “La vida es el
objeto de la apetencia”, afirma, contribuyendo no poco en aclarar su
pensamiento. Así, pues, para Hegel la negación o bien la alteridad es la base
de afirmación de la autoconciencia (ib., 112).
EL
LENGUAJE VAGO
Como se puede apreciar, y aunque las
relaciones entre poesía y filosofía hayan sido objeto de severos análisis a
veces tolerantes y otras intransigentes, en casi todos los casos se reserva una
zona intermedia para ambas, zona infranqueable, de contenidos no
intercambiables, diferentes y hasta opuestos. Suele distinguirse lo propio del
pensamiento y lo propio del sentimiento, en el entendido del pensar sin
sentimiento y del sentir sin pensamiento, actividades entendidas en sus
significados estrictos y correspondientes a las respectivas semánticas de las
denotaciones y de las connotaciones, de las objetividades y de las
subjetividades.
Pero,
todo esto resulta bien relativo, borroso y hasta indemostrable si se piensa en
el medio de expresión común, el lenguaje. En toda la extensión de sus
posibilidades y usos, el lenguaje es metafórico, responde y se adapta a las
intenciones del usuario de manera plástica, por lo que los propósitos de fondo
del hablante, filosóficos o poéticos, inevitablemente se mezclan. Hay siempre
una apertura hacia la inexactitud y la plena libertad alegórica, figurativa o
simbólica. Piénsese en el ápeiron de Anaximandro, en los átomos de
Demócrito, en las Ideas de Platón, en el tiempo de San Agustín, en los ídolos
de Bacon, en la utopía de Moro, en las mónadas de Leibniz. Véanse los
noctámbulos de Arthur Koestler, los tres mundos de Karl Popper, la aldea global
de McLuhan, el vacío de Lipovetsky, los no-lugares de Marc Augé, la
licuefacción de la vida de Bauman.
Son casos colmados
por una radical asistencia del lenguaje metafórico, impreciso, borroso,
sugerente, y que contribuye en su indefinición terminológica y suma
flexibilidad semántica en la creación y fragua de un pensamiento del todo
convincente, explorador y heurístico. Incluso en aquellos casos en que se
cumple el inveterado afán de revelar los misterios. El más estricto y
consensuado de los conceptos de la ciencia esconde un reflejo indeleble de la
intuición sensible y de la impresión emocional, fenómenos que nos sugieren las
metáforas, como las de gravedad y movimiento, las de masa y magnetismo.
¡Qué decir de la
matemática y de la lógica! Por ejemplo, de las ecuaciones en las que caben
solitarias incógnitas cuyos valores se deducen de proporciones abstractas o de
principios convencionales inextricables (uno por cero es igual a cero, la raíz
cuadrada de menos uno). ¿Qué decir de la lógica, el cálculo en el cual
variables de cualquier tipo se someten a unas pocas constantes relacionales e
implicatorias? Una ciencia que el suizo Ferdinand Gonseth llamó “física del
objeto cualquiera” y describió como “técnica mental en constante devenir
y orientada a una finalidad práctica”, concepción que marca “el total
alejamiento de la concepción clásica” (Granell, 359).
Querer decir es un
querer complicado, aunque parezca que lo que decimos surge sencillamente, sin
riesgos de malas interpretaciones o de significaciones ajenas a nuestros
propósitos. Pero no habría vida si no hubiera decir, y si el decir no
respondiera al apetecer de la comunicación, a la invitación inexcusable del
relacionamiento y el intercambio. El gran misterio, quizá, es el mismo querer,
su porqué, la necesidad de obedecerlo, de consentirlo sin ponerle condiciones
ni hacerle preguntas.
REFERENCIAS:
GRANELL, Manuel (1949). Lógica, Madrid, Revista de Occidente.
HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich (1944). Enciclopedia
de las ciencias filosóficas, Buenos Aires, Claridad.
HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich (1971). Fenomenología del espíritu,
México, FCE.
HESSE, Hermann (1981). El caminante, Barcelona, Editorial
Bruguera.
HÖLDERLIN, Friedrich (1990). Correspondencia completa¸ Madrid,
Hiperión.
HÖLDERLIN, Friedrich (2005). Poesía completa,
Barcelona, Ediciones 29.
LAVELLE, Louis (1961). La Presencia Total, Buenos Aires,
Troquel.
SCHELLING, F. W. J. (1989). Investigaciones filosóficas sobre la
esencia de la libertad, Barcelona, Anthropos.
SCHELLING, F. W. J. (2004). Del Yo como principio de la filosofía,
Madrid, Trotta.