G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: septiembre 2024

viernes, 20 de septiembre de 2024

EL GRAN MISTERIO SEGÚN HÖLDERLIN

El gran misterio del mundo y de la vida, el fundamento último de la existencia, de lo humano y del universo, quizá no es el gran misterio propiamente dicho. Jamás ha sido aclarado a pesar de ser objeto de profundas investigaciones y de grandiosas especulaciones a través de la historia. Sin embargo, existe la suposición de que se trata de algo bastante claro y sencillo y al alcance del entendimiento de cualquier persona.

 

El gran problema que presenta el asunto es que para mostrarlo con claridad y sencillez es preciso apelar a una maraña de explicaciones, conceptualizaciones, complejos de ideas y supuestos que oscilan entre las grandes certezas y no menos grandes incertidumbres: creencias, teorías, cálculos, intuiciones y hasta algunos sentimientos que embargan a las creencias y a las teorías y que las vuelven más convincentes. Son necesarios dos trabajos: construir esa maraña de explicaciones y luego explicarla, es decir, ponerla al alcance de todos.

            Es el caso de los grandes sabios que han procurado indagar en las raíces de este problema valiéndose del mero y desnudo pensamiento, prescindiendo de instrumentos tecnológicos como lo que habitualmente asisten a los científicos. También es el caso de otros curiosos sentidores que, sin instrumentos tecnológicos y aun sin la ayuda de conceptos y teorías, gustan incursionar por los senderos que conducen a esos fundamentos últimos y que inquietan y ponen en movimiento a todas las mentes curiosas, observadoras e intelectualmente aventureras.

Hablamos de los científicos, de los filósofos y de los poetas y artistas que transfieren sus inquietudes al dominio de la intelección, de la comprensión y del reconocimiento. Son quienes contemplan el “mundo exterior” desde lo hondo de sus interiores subjetivos, ámbitos únicos en los que reinan la oscuridad y la conciencia. Desde allí esperan descifrar los enigmas de la manera más lúcida, inteligible y diáfana, y en ese puesto de observación empieza el más allá sin límites, el espacio inabarcable y colmado de interrogantes. Mientras tanto el cuerpo puja por poner todo al alcance de la mano, de los ojos, del oído, del olfato, aunque sin lograr la evidencia suprema y aceptando que la respuesta permanezca oculta en lo que más importa: el fundamento, el qué último encerrado no se sabe dónde, la esencia de la verdad que apacigua la sed de saber y calma la inquietud más severa del espíritu.

Esta imponderable inquietud cursa por dentro en compañía de un famoso polizón en la nave humana: el sufrimiento. No nos referimos al sufrimiento o al dolor que causa una herida o una desgracia o un acontecimiento adverso e inesperado. Nos referimos al resultado del simple vivir, del empeño que demanda la vida y que exige expresa aplicación, consumo de energía, preocupación y ocupación, lucha contra la adversidad presente en cada movimiento, en cada paso, en cada operación sutil o elemental del cuerpo, en cada aplicación del pensamiento ante propósitos cualesquiera y resultantes de cubrir lo elemental de la vida cotidiana.

Se trata de la molestia de ser, del pesar o del desconsuelo de no ser más que un ser. Dicho de otra manera, de la angustia por no ser más, por no poseer el don de expansión hacia el más allá de los límites conocidos, por no poder saltar desde la vida, que de alguna manera encadena y enajena, y lanzarse hacia la liberación, hacia un más allá concebido como se quiera, hacia un dominio allende el cuerpo y la mente.

 

SOSTIENE HÖLDERLIN

 

Friedrich Hölderlin (1770-1843), dirigiéndose al “Éter padre”, escribe: “Nosotros, insensatos, damos vueltas en vano / por la tierra. Y como la vid, cuando se ha roto / la estaca que al cielo guiaba sus sarmientos, / también nosotros vagamos por los caminos, / con el deseo incesante de entrar en tus jardines.” (Hölderlin, 2005, “Al Éter”, 43). Siempre aspiró a algo que estaba más allá de su pobre y acuciada existencia, algo que intuía como superior y que le mantenía en la esperanza de escapar de las miserias del mundo y alcanzar al menos un menguado bienestar. Sin poder afianzarse en su vocación de escritor y publicista, enfrentado a una adversidad que le perseguía tenazmente, fue perdiendo su poderosa fuerza espiritual y debilitándose su fe y sus sueños. Ya enfermo se impone la renuncia y el apartamiento.

Como habitualmente se dice cuando incumbe un malestar o un mal que se denuncia en comunidad, “todos somos Hölderlin”, todos simpatizamos con su ideario, aunque no hayamos leído sus poemas y sólo conozcamos su pensamiento filosófico. Alumno de Johann Gottlob Fichte, contemporáneo de Mozart y Hegel, tributario de los ideales de la Revolución Francesa en Alemania, nos sensibiliza por su idea central, honda y sencilla a la vez. Aunque no se sepa a plena conciencia, de acuerdo a Hölderlin nadie deja de aspirar a algo más grande, a esperanzarse en un ideal más ancho y largo, más alto y profundo que el que podamos poseer de entrada en la vida.

Nadie escapa al sentimiento de querer, de un querer lo que es especialmente afán de trascendencia, en el sentido lato, de querer a secas lo que flota en el vacío gravitacional del espíritu o en la atmósfera masiva de lo corpóreo. El vasto epistolario de Hölderlin recoge esta idea central en muchas piezas que denuncian al filósofo tanto como al poeta. Por ejemplo: “cada vez amo más a los hombres, porque cada vez veo mejor, en lo pequeño y en lo grande de su actividad y de sus caracteres, el mismo carácter originario, el mismo destino [ Activar la vida, acelerar la eterna marcha de consumación de la naturaleza, completar hasta el final lo que encuentra ante sí, idealizar, éste es en todo lugar el afán más propio y distintivo del hombre, y todas sus artes, actividades, faltas y sufrimientos surgen de aquél. ¿Por qué tenemos jardines y cultivos? Porque el hombre quiso mejorar lo que encontró. ¿Por qué tenemos comercios, navegación, ciudades, estados, con toda su turbulencia, lo bueno y lo malo? Porque el hombre quería tener una situación mejor de la que se encontró. ¿Por qué tenemos ciencia, arte, religión? Porque el hombre quiso tener algo mejor de lo que encontró.” (Hölderlin, 1990, 431).

            El principio número uno de Hölderlin asoma en estas palabras suyas: “En las cartas filosóficas [cartas que nunca escribió] quiero encontrar el principio que me explique las escisiones en las que pensamos y existimos, pero que también sea capaz de hacer desaparecer el antagonismo entre el sujeto y el objeto, entre nuestro yo y el mundo, esto es, también entre razón y revelación, de modo teórico, en la intuición intelectual [concepto que le viene de Fichte y elaborados minuciosamente por Schelling], sin tener que recabar ayuda de nuestra razón práctica. Para ello precisamos de sentido estético, y llamaré a mis cartas filosóficas Nuevas cartas sobre la educación estética del hombre. En ellas también pasaré de la filosofía a la poesía y a la religión.” (Hölderlin, 1990, 289).

            El poeta escribe unos Ensayos que dicen menos que el epistolario, unos textos demasiado breves y mal conservados. Son fundamentalmente las cartas dirigidas a su querido y protegido hermano Karl Gok (descendiente del segundo esposo de la madre de Hölderlin) las que, sumadas al contenido menos voluminoso de las enviadas a Hegel y Schelling, son las que ofrecen el grueso de una reflexión filosófica decisiva en la consolidación del idealismo alemán. Y que incluso ayudan a entender el origen y el florecimiento sobre fines del siglo dieciocho y comienzos del diecinueve del sistema filosófico del romanticismo germano. Los prologuistas de la Correspondencia completa en español, Helena Cortés y Arturo Leyte, afirman que el poeta transmite a sus amigos Hegel y Schelling ideas consolidadas “mucho antes de que ellos hubieran construido sus respectivas filosofías, las cuales iban a seguir caminos muy distintos después de haber partido de ese origen común: Hölderlin” (ob. cit., 27).

 

EL SUPUESTO UNIVERSAL

 

El querer humano se presenta como hilo conductor de la mayoría de los intentos por describir la realidad primera de la existencia consciente. Para comprender esta aspiración superior que anida en los sentimientos de toda persona, sea de la condición que sea, que puja hasta aflorar en una disposición cualquiera, en las ideas y en la conducta, basta con dedicar una meditación sencilla y breve referida a los deseos, a las aspiraciones y esperanzas, pero despojando todo eso de cualquier imagen concreta en la mente, de aquello que eventualmente ocupa el lugar de lo que no poseemos y procuramos obtener. ¿Qué aparece por debajo de lo real deseado en estos casos?  Aparece el querer líquido y limpio, que sostiene todo querer sólido y determinado, el querer absoluto sobre el cual colocamos los quereres concretos y emocionales.

Se aspira a algo, de manera humilde o de manera encumbrada, en el juego inevitable de entenderse a sí mismo, de entender el mundo, a los demás seres y a las cosas. No se trata sólo de querer algo o de querer hacer algo, sino principalmente de querer algo más, solo, despojado, latente y presto a convertirse en realidad. Este querer puede considerarse principio de la naturaleza humana consciente, y decimos “naturaleza humana consciente” porque se trata de un principio condicionado por la misma vida, por la característica básica que permite contemplar el todo, el yo y el mundo, justo en su misma auto realización, en lo que habitualmente se entiende como condición humana.

            Tal dirección del querer humano lleva a Hermann Hesse a escribir: “Este viento hacia el cual trepo tiene una maravillosa fragancia de lejanía y de otro mundo, de aguas divisorias y fronteras lingüísticas, de sur y de montañas. Está lleno de promesas” (Hesse, 12). Lo que sólo funciona como muestra transparente de un sentimiento que anima la obra de muchos escritores de los últimos tiempos. Aspiran a ampliar un mundo que encuentran no fuera sino dentro, en la subjetividad profunda, siempre en un estado de inexplicable e invisible expansión. Entre ellos Victor Hugo y Hugo von Hofmannsthal, Juan Ramón Jiménez y Miguel de Unamuno, Robert Musil y Thomas Mann, y poetas como Friedrich Hölderlin.

El filósofo francés Louis Lavelle (1883-1951) llama “Presencia Total” a lo que se oculta a la inteligencia, expresión en la que “presencia” representa lo aparente, y “total” la presencia que encierra el todo en su vastedad y en su profundidad a la vez unificada en una sola intelección intemporal. Encuentra toda la verdad en el ser, porque “el ser es la totalidad de lo posible”, es decir, lo que no hay ya que buscar porque está ante los ojos (Lavelle, 75). Pero ser no es fácil, entendido en su cabal hondura, por lo que dar con la verdad cuesta mucho y reclama un sacrificio y hasta produce dolor.

Nace el afán de sobrepasar la visión fragmentada de cada cosa, de ya no tener que andar paso a paso en busca de pan para obtener mendrugos. La ambición de ser más que el ser que se es, de disponer de otra forma el vivir que no sea la de sentir parte por parte, vez por vez, momento por momento. La avidez por apreciar en una sola y buena ocasión el Todo, el mundo sin enigmas, la apariencia corregida y ampliada, la existencia desnuda y que en tanto se es vivo se contribuye en componer. ¡Esos infranqueables límites cuya transgresión ocupa los sueños, embarga los sentidos y enajena el corazón!

            No es un enigma a descifrar sino más bien el mismo fenómeno, la fuente creadora de todos los enigmas, el mismo vivir peliagudo y consciente, el hecho de ser sabiendo que se es. El enigma es la pregunta solitaria que se formula en la inmensidad de un universo originariamente sin preguntas, sin inquisiciones y sólo con energía, con átomos y moléculas. Y hasta sin energía ni átomos ni moléculas, pues ¿qué significa energía para el universo, qué átomo, qué molécula? ¿Quién da nombre a las cosas en una vastedad indiferenciada en la que funciona todo perfectamente sin necesidad de individualizaciones ni particularizaciones inquisitivas? ¿Qué es perfecto o imperfecto fuera de las gruesas paredes en las que se encierra la inteligencia?

            Existe una manifestación de la existencia considerada inabordable: Platón la llamó Idea, Aristóteles primer motor, San Agustín amor, Nicolás de Cusa el ya, el antes y el después, Bacon ídolo, Kant noúmeno, Hegel Absoluto, Schelling fundamento, Schopenhauer voluntad, Marx materia, Heidegger Dasein, Jaspers Circunvalante, Wittgenstein límites del lenguaje, Croce espíritu, Peirce signo, Teilhard de Chardin noósfera, Cassirer símbolo, Bergson intuición, Blondel acción, Nietzsche eterno retorno, Brentano fenómeno psíquico, Husserl intuición eidética, Scheler valor, N. Hartmann fábrica del mundo real, Ardao inteligencia, y se podría seguir.

Fueran cuales fueren las denominaciones filosóficas, entre ellas chispea un denominador común que es comprensible fuera del campo estricto de la filosofía y que puede resultar fecundo y beneficioso para quienes no son filósofos y que igualmente piensan y sienten como piensan y sienten los filósofos, y que es preciso comunicar y divulgar. Es el querer expandirse, el afán por ampliar el dominio sensible en que se manifiesta la vida de las personas, cualesquiera sean. La pretensión de confirmar el sentido de fondo y por encima del simple comparecer como individuos de la especie.

 

OPINIÓN DE SCHELLING

 

Para el amigo dilecto de Hölderlin, Friedrich Wilhem Joseph Schelling (1775-1845), “El ser, en definitiva, es Freisein, ser libre, ser que no viene determinado por nada porque él mismo se autodetermina a partir de su propia esencia que no consiste, por otra parte, sino en querer” (Schelling, 1989, 64). Agrega: “He aquí la inasible base de la realidad de las cosas, el resto que nunca se puede reducir, aquello que ni con el mayor esfuerzo se deje disolver en el entendimiento, sino que permanece eternamente en el fundamento [...] así tenemos que imaginarnos el ansia originaria: dirigiéndose hacia el entendimiento, al que todavía no conoce, de la misma manera en que nosotros, en nuestra ansia, aspiramos hacia un bien desconocido y sin nombre, y moviéndose a la vez que presiente al modo de un mar ondulante y agitado, igual a la materia de Platón, buscando una ley oscura e incierta, incapaz de construir por sí misma algo duradero” (ib., 169 y 171.

            Schelling procura ser claro, no lográndolo siempre, pero aproximándose mucho a lo inmediatamente inteligible: “El mayor mérito del filósofo no es proponer conceptos abstractos e hilvanar con ellos sistemas. Su fin último es el puro ser absoluto; y su mérito supremo es descubrir y develar aquello que ya no se deja explicar, desarrollar ni reducir a conceptos, brevemente: lo indisoluble, lo inmediato, lo simple” (Schelling, 2004, 90). Dígase que “lo absoluto” para Schelling no es lo mismo que para Hegel: lo absoluto para él es lo que no es objeto ni concepto, lo que no es determinado por nada.

            Para lectores en lengua española leer a Hölderlin es un placer sólo semántico, porque se pasa por alto el fervor de un poeta que “jugaba” con el verso en sus leyes clásicas tanto como en sus libertades románticas. Todo en él es pensamiento, en sus poemas sueltos, en tragedias como La muerte de Empédocles o en su novela epistolar Hiperión, ambientada en Grecia y con resonancias políticas inspiradas en la Revolución Francesa y en su amor real por Susette Gontard personificada como Diótima en el texto. El maestro del romanticismo, el hombre del ideal y el aventurero del espíritu ofrece, paradójicamente, la visión más natural del misterio, ese misterio que embarga la curiosidad de la mayoría de las personas: la más clara razón suficiente, la iniciativa que anima a complementar lo dado de la vida, a consagrar el solo impulso de querer.

 

LA OPINIÓN DE HEGEL

 

Wilhem Friedrich Hegel (1770-1831), el más circunspecto y formal de los tres amigos, más conocido y de mayor influencia posterior, también incorpora el querer en su filosofía del espíritu catalogada minuciosamente en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Allí habla de la necesidad humana de “liberar” el saber de todo supuesto y de las abstracciones. Y como todo saber es “determinado” por algo, es decir, por otro saber, el espíritu es “querer, espíritu práctico”. Con lo que quiere decir que el espíritu “quiere inmediatamente y libera su volición de su subjetividad”. De modo que “el espíritu se hace espíritu libre” cuando su unilateralidad es superada” (Hegel, 1944, § 443).

            A su vez, las inclinaciones y pasiones de la interioridad subjetiva están sujetas a las mismas determinaciones que los sentimientos prácticos, sujetas a accidentes semejantes, por lo que quieren ser libres (ib., § 476). Y, si bien quieren ser libres, como cualquier impulso que se proyecta en la realidad práctica (ib., § 477), sin embargo, el “querer subjetivo y accidental” no es sino “el proceso en que se distrae y suprime una inclinación o goce mediante otro, y se contenta con no contentarse, mediante un nuevo contentamiento, hasta el infinito (ib., § 478). Por lo que se descubre el retorno interminable de un querer a secas, del querer sin objeto, liberado de toda particularidad y de toda cosa concreta que pueda desearse.

            Hegel llama apetencia a ese querer despojado de objetos, al “carácter originario” que para Hölderlin consiste en “activar la vida”, en la obra de “completar hasta el final lo que encuentra ante sí”, como habíamos visto. La explicación en el autor de la Fenomenología del Espíritu viene escrita en su lengua, la misma que lo caracteriza al suspender su ramaje conceptual del más intrincado plan que conozca la filosofía. No obstante, y si no nos desviamos de su propósito central, se puede descifrar una concepción del querer semejante a la que mantienen en común Hölderlin y Schelling.

Hegel habla de un ahora que de inmediato deja de ser ahora para entrar a ser otro, en la negación de una verdad informada por la percepción que se vuelve sobre sí misma según una dialéctica interior. Negación de la que se vuelve a través de un nuevo ahora y de ahoras que se repiten hasta el infinito en virtud de un “fuerza”, observa Hegel, que “replegada sobre sí misma necesita exteriorizarse”, y que conduce al entendimiento (Hegel, 1971, 82 a 86). La fuerza del querer: “La vida es el objeto de la apetencia”, afirma, contribuyendo no poco en aclarar su pensamiento. Así, pues, para Hegel la negación o bien la alteridad es la base de afirmación de la autoconciencia (ib., 112).  

 

EL LENGUAJE VAGO

 

Como se puede apreciar, y aunque las relaciones entre poesía y filosofía hayan sido objeto de severos análisis a veces tolerantes y otras intransigentes, en casi todos los casos se reserva una zona intermedia para ambas, zona infranqueable, de contenidos no intercambiables, diferentes y hasta opuestos. Suele distinguirse lo propio del pensamiento y lo propio del sentimiento, en el entendido del pensar sin sentimiento y del sentir sin pensamiento, actividades entendidas en sus significados estrictos y correspondientes a las respectivas semánticas de las denotaciones y de las connotaciones, de las objetividades y de las subjetividades.

            Pero, todo esto resulta bien relativo, borroso y hasta indemostrable si se piensa en el medio de expresión común, el lenguaje. En toda la extensión de sus posibilidades y usos, el lenguaje es metafórico, responde y se adapta a las intenciones del usuario de manera plástica, por lo que los propósitos de fondo del hablante, filosóficos o poéticos, inevitablemente se mezclan. Hay siempre una apertura hacia la inexactitud y la plena libertad alegórica, figurativa o simbólica. Piénsese en el ápeiron de Anaximandro, en los átomos de Demócrito, en las Ideas de Platón, en el tiempo de San Agustín, en los ídolos de Bacon, en la utopía de Moro, en las mónadas de Leibniz. Véanse los noctámbulos de Arthur Koestler, los tres mundos de Karl Popper, la aldea global de McLuhan, el vacío de Lipovetsky, los no-lugares de Marc Augé, la licuefacción de la vida de Bauman.

Son casos colmados por una radical asistencia del lenguaje metafórico, impreciso, borroso, sugerente, y que contribuye en su indefinición terminológica y suma flexibilidad semántica en la creación y fragua de un pensamiento del todo convincente, explorador y heurístico. Incluso en aquellos casos en que se cumple el inveterado afán de revelar los misterios. El más estricto y consensuado de los conceptos de la ciencia esconde un reflejo indeleble de la intuición sensible y de la impresión emocional, fenómenos que nos sugieren las metáforas, como las de gravedad y movimiento, las de masa y magnetismo.

¡Qué decir de la matemática y de la lógica! Por ejemplo, de las ecuaciones en las que caben solitarias incógnitas cuyos valores se deducen de proporciones abstractas o de principios convencionales inextricables (uno por cero es igual a cero, la raíz cuadrada de menos uno). ¿Qué decir de la lógica, el cálculo en el cual variables de cualquier tipo se someten a unas pocas constantes relacionales e implicatorias? Una ciencia que el suizo Ferdinand Gonseth llamó “física del objeto cualquiera” y describió como “técnica mental en constante devenir y orientada a una finalidad práctica”, concepción que marca “el total alejamiento de la concepción clásica” (Granell, 359).

Querer decir es un querer complicado, aunque parezca que lo que decimos surge sencillamente, sin riesgos de malas interpretaciones o de significaciones ajenas a nuestros propósitos. Pero no habría vida si no hubiera decir, y si el decir no respondiera al apetecer de la comunicación, a la invitación inexcusable del relacionamiento y el intercambio. El gran misterio, quizá, es el mismo querer, su porqué, la necesidad de obedecerlo, de consentirlo sin ponerle condiciones ni hacerle preguntas.

 

REFERENCIAS:

GRANELL, Manuel (1949). Lógica, Madrid, Revista de Occidente.

HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich (1944). Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Buenos Aires, Claridad.

HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich (1971). Fenomenología del espíritu, México, FCE.

HESSE, Hermann (1981). El caminante, Barcelona, Editorial Bruguera.

HÖLDERLIN, Friedrich (1990). Correspondencia completa¸ Madrid, Hiperión.

HÖLDERLIN, Friedrich (2005). Poesía completa, Barcelona, Ediciones 29.

LAVELLE, Louis (1961). La Presencia Total, Buenos Aires, Troquel.

SCHELLING, F. W. J. (1989). Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad, Barcelona, Anthropos.

SCHELLING, F. W. J. (2004). Del Yo como principio de la filosofía, Madrid, Trotta.

 

 

sábado, 7 de septiembre de 2024

EL ARTE DE LA PERSUASIÓN


El Tratado de la argumentación. La nueva retórica, de Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca, es hoy objeto de gran atención quizá por su vinculación con las técnicas de comunicación y sugestión, encantamiento, seducción y persuasión masivas grandemente desarrolladas en las últimas décadas.


Hacia el año 1952 Chaïm Perelman (1912-1984), joven polaco radicado en Bélgica en 1925, país en el cual desarrolló su carrera como lógico y filósofo del derecho, tuvo la idea de rescatar la antigua retórica, desdeñada desde hacía siglos por la filosofía debido principalmente a que se consideraba fuera del estricto canon regido por la racionalidad o el logos y cuyo tradicional modelo se remitía inevitablemente a Aristóteles. El mismo Aristóteles, sin embargo, había reservado un lugar especial en su lógica para todas las expresiones que no se ajustaran estrictamente a ese canon (en la Retórica y en los Tópicos del “Organon”). En 1958 Perelman publicó, en colaboración con Lucie Olbrechts-Tyteca, el Traité de l’argumentation, al cual agregó el subtítulo “La nueva retórica”.

La idea era semejante a la de lógicos como Bertrand Russell, quien en 1944 reconocía que muchas proposiciones de la filosofía y de la vida corriente no se ajustan a los principios más caros de la lógica matemática: “Me di cuenta de que todas las inferencias empleadas, tanto por el sentido común como por la ciencia, son de especie distinta a las empleadas por la lógica deductiva, y de tal naturaleza que, cuando las premisas son verdaderas y correcto el razonamiento, la conclusión es solamente probable.”

 “Vi que se había dado excesivo énfasis a la experiencia”, afirma Russell en La evolución de mi pensamiento filosófico de 1959. Llamó “inferencia no demostrativa” a esta clase de proposición. Hacia 1921 John Maynard Keynes se ocupó de la probabilidad, un aspecto fundamental en el campo de la economía que tiene que ver con los futuros posibles y efectos deseables que se procuran a partir de decisiones y medidas específicas previas, y que alcanzaría un importante desarrollo matemático unos diez años después. Russell sólo aparece en el Tratado con un texto que sirve para ejemplificar cierto tipo de argumentación (§ 58, 394), y Keynes figura al paso al tratar la probabilidad, (§ 59, 399).

Para entender el propósito de fondo de Perelman es necesario apreciar y distinguir una zona intermedia entre la argumentación propiamente dicha y el entorno de la argumentación. Esto es, entre la argumentación o argumento (en tanto formulación de lenguaje aplicada a los efectos de convencer sobre la verdad o la falsedad de una idea, hipótesis o teoría), y el complejo psicológico y social, ético y estético, ideológico, jurídico, moral y religioso al cual queda sometida generalmente la argumentación cuando funciona ante un auditorio con la intención de persuadir (diccionario: “Hacer con razones que alguien acabe por creer cierta cosa”, y también “convencer, decidir, inducir”), o cuando es escrita con el fin de buscar adherentes, más allá de la búsqueda de la verdad o de la falsedad de una o más ideas contenidas en una expresión de lenguaje. Es del caso, entonces, resaltar el uso del concepto “argumentación” ligado al de persuasión, y del concepto “razonamiento” generalmente asociado a la construcción de tipo lógico. Sólo falta discutir si la argumentación queda al servicio de la persuasión simple o al servicio de la verdad, filosófica o científica, discusión que no se da en esta obra.

Si bien el Tratado (Barcelona, 2022, Gredos, traducción al español de Julia Sevilla Muñoz, original de 1958) estipula la diferencia crucial entre la proposición asertórica y la proposición probabilística, el orden apodíctico (irrefutable, innegable) y el orden de lo sólo posible (discutible, dudoso), no se ocupa en distinguir la afirmación en su figura lingüística y semiolingüística caracterizada por la lógica según sus múltiples posibilidades –modales, divergentes, inductivas, temporales. Se encarga específicamente de la proposición en tanto recurso modificado con el fin de poner al lenguaje al servicio de la persuasión, en la sinceridad o en el engaño.

Se especializa en enumerar extensiva e intensivamente los recursos de la vieja retórica y los específicos del género literario (§ 41). Y amplía el panorama con la detallada exposición y ejemplificación de otros que descubre en base al estudio de innumerables ejemplos tomados de célebres textos y de declaraciones orales memorables. En verdad, constituye el más amplio y minucioso estudio que se conozca sobre el tema, hasta donde podemos saber. Estudio que va sobradamente más allá del campo de la vieja retórica, incluso proponiendo nuevos conceptos, como los de tema y foro, que enriquecen y profundizan el estudio de la “analogía” y que, a su vez, elucidan en forma lógica la estructura de la metáfora (§ 82, 571). Por vieja retórica entiéndase la de los antiguos que le dedicaron obras, entre ellos Aristóteles, el autor de la Retórica a Herenio, Quintiliano, Cicerón, el Pseudo-Longino, y que en el siglo diecisiete el francés Nicolás Boileau recapitulará y pondrá a la altura de los tiempos, con lo que se convertirá en una referencia ineludible entre los escritores clásicos.

 

OBJETIVO DEL TRATADO

 

No hay empeño por distinguir entre el razonamiento y el pseudo-razonamiento, resultando este último sólo descrito en su cometido de persuadir o convencer. Tal empeño corresponde, más bien, a la epistemología, en general, y al lenguaje de la moral. En la entrada Argumento de su Diccionario de filosofía, José Ferrater Mora observa que “es difícil distinguir entre prueba estricta o demostración y argumento [...] Con frecuencia se usan indistintamente los mismos términos [...] También es difícil distinguir entre argumento y sofisma”. Y en la entrada Persuasión recuerda la distinción de Platón en el Fedro entre falsa persuasión y persuasión verdadera y legítima. Y agrega: “Esta última no es un mero bregar verbalmente con el oyente o el interlocutor, sino un intento de conducir su alma por la vía de la verdad.” Observamos esta característica con el fin de advertir sobre lo implícito en el Tratado, esto es, la desatención respecto al problema de la verdad en el sentido filosófico.

            Pero no es del caso atribuir desdén o desinterés de parte de sus autores por el problema de la verdad, en un sentido filosófico o científico o en el que sea. El Tratado no abraza el objetivo de estudiar los discursos relacionados con los significados de la verdad, sino con la verdad formal de los discursos, sean los que fueren. Esta evidencia se confirma en la Conclusión, en la que se alude a la estrechez de concebir el progreso del conocimiento sólo según el ideal de claridad y distinción, lo que ha llevado a considerar la argumentación como un recurso “superfluo por completo”. Por lo que “No resulta sorprendente que este estado de ánimo haya alejado a los lógicos y a los filósofos del estudio de la argumentación, considerado indigno de sus inquietudes, con lo que se dejaría dicho estudio a los especialistas de la publicidad y la propaganda, que se destacan por la falta de escrúpulos y constante oposición a cualquier búsqueda sincera de la verdad.” (768)

La teoría de la argumentación versa sobre todo lo que se puede hacer con el lenguaje a los efectos de persuadir (convencer, disuadir, mover a hacer algo o a hacer creer algo). No se interesa por el lenguaje en sí ni por los problemas derivados del uso del lenguaje, cotidiano, literario o filosófico, como se interesaron, antes y después de Perelman, los lingüistas, lógicos y filósofos de diferentes escuelas, especialmente los de fines del siglo diecinueve y principios del veinte (filosofía analítica, Círculo de Viena, lógica de Varsovia, círculo lingüístico de Praga, estructuralistas rusos, pragmatismo estadounidense, etcétera). En el Prólogo ya se advierte que “a la teoría de la argumentación le importan, más que las proposiciones, la adhesión, con intensidad variable, del auditorio a ellas. Y tal es el objeto de la retórica o arte de persuadir como lo concibió Aristóteles y, tras él, la antigüedad clásica” (24).

La advertencia se reitera: “Esa adhesión de los espíritus es de intensidad variable, no depende de la verdad, probabilidad o evidencia de la tesis. Por eso, distinguir en los razonamientos lo relativo a la verdad y lo relativo a la adhesión es esencial para la teoría de la argumentación” (25). Como existen auditorios comunes y auditorios ilustrados, “cada retórica ha de valorarse según el auditorio al que se dirige” (26). En la Introducción se lee: “el objeto de esta teoría es el estudio de las técnicas discursivas que permiten provocar o aumentar la adhesión de las personas a las tesis presentadas para su asentimiento” (34). Aun, “Es un buen método no confundir, al principio, los aspectos del razonamiento relativos a la verdad y los que se refieren a la adhesión: se deben estudiar por separado” (35); “toda argumentación se desarrolla en función de un auditorio” (36); “La teoría de la argumentación que pretende, gracias al discurso, influir de modo eficaz en las personas, hubiera podido estudiarse como una rama de la psicología” (41). Y ya en la primera Parte se lee: “toda argumentación pretende la adhesión de los individuos y, por tanto, supone la existencia de un contacto intelectual” (48). Se declara que “En la argumentación, lo importante no está en saber lo que el mismo orador considera verdadero o convincente, sino cuál es la opinión de aquellos a quienes va dirigida la argumentación” (61). Se pasa por alto, o no se le atribuye gran importancia, a la diferencia, capital en la comunicación, entre persuasión honesta y deshonesta.

 

NATURALEZA DE LA OBRA

 

Así, pues, no se trata de una obra filosófica, de filosofía del lenguaje o de filosofía de la lógica, sino del conjunto de instrucciones que un expositor, orador o escritor, debe conocer y tener en cuenta en cualquier circunstancia en que se dirija a una persona o a un grupo de personas con ánimo de transferir sus ideas para que sean aceptadas. Si bien las filosofías interesadas en el lenguaje incluyen el estudio del conocimiento, las formas por las cuales es posible que el conocimiento escape a las trampas que le tiende el lenguaje –y así liberarlo de ellas–, la teoría de la argumentación estudia cómo preparar al lenguaje para convertirlo en un instrumento de imposición de las ideas y por tanto del conocimiento.

Sin embargo, denuncia con toda oportunidad la tradición que ha gobernado la mayoría de los esfuerzos filosóficos en actitud indiferente ante el argumento sólo probable o verdadero a medias. Censura la indiferencia de muchos filósofos respecto del argumento sólo probable, indiferencia debida al inveterado respeto por el orden lógico clásico al que se someten tradicionalmente los razonamientos filosóficos. Pero no se ocupa del pensamiento de las personas en el auditorio luego de ser persuadidas. No hay filosofía en la dirección de la ética del lenguaje del tipo que ha ocupado a filósofos como G. E. Moore o R. M. Hare, quienes estudiaron las palabras relacionadas con la ética (“bien”, “debe”). Y es curioso que no profundice en las lógicas divergentes que ya hacia 1920 despuntaban como lógicas de tres valores (el tercero intermedio entre la verdad y la falsedad), los argumentos no demostrativos de Bertrand Russell, aunque menciona a Max Black, el pionero de la lógica vaga o borrosa.

 

QUÉ SE PUEDE HACER CON EL LENGUAJE

 

Perelman y Olbrechts-Tyteca (P&OT) tienen en cuenta buena parte de todo lo concerniente a la historia del argumento. Convienen en que la argumentación esconde, en sí, en su analogía, en su sintaxis y en su semántica, lo que sin duda es latente e intencional en quien se vale de ella conscientemente y lo condensa de mil maneras en el plano de la forma estrictamente lingüística y en el contenido respectivo. Sin embargo, el orden apofántico de las oraciones o proposiciones del lenguaje (que se ocupan de afirmar o de negar algo y pertenecientes al género que P&OT refieren como género epidíctico) no contiene forma alguna cuyo fin específico sea el de influir sobre el receptor de manera decisiva. Por lo que no hay signos gramaticales específicos destinados a tal función y sólo se satisface mediante la modificación por parte del hablante del orden usual de la oración.

Tampoco hay un lenguaje para cada clase de auditorio, y se usa el mismo para todos los casos. Ganar la adhesión del auditorio, según P&OT, significa apelar a un complejo de recursos que consiste en manipular el lenguaje, en domesticarlo, en apelar a todas las posibilidades que habían sido objeto de estudio por parte de la antigua Retórica y que ahora se reivindican y se amplían considerablemente. La argumentación, pues, sería el nombre de ese lenguaje más psicológico que lógico. No hay formas de la expresión usual destinadas por sí mismas a convencer o a persuadir sino modos de encaminar las de uso para lograr propósitos específicos. El Tratado, pues, no nos habla de la argumentación en el sentido del razonamiento sino de lo que se hace con el razonamiento en función de diferentes propósitos.

Si se quiere establecer la adhesión a una idea teniendo en cuenta quién o quiénes la van a recepcionar, favorablemente o no, en muchos casos habrá que modificar la argumentación de tal manera que dejaría de ser argumentación (en el sentido de razonamiento o de inferencia) para convertirse en un paralogismo o en una paradoja. No sabemos si a esto se le puede llamar como le llaman P&OT, pero tampoco sabemos si se le puede llamar razonamiento en sentido estricto y si hay un sentido estricto para este concepto. Todos los componentes del lenguaje son estudiados por la lingüística, la psicolingüística, la semántica, la semántica filosófica, la semiolingüística, pero la teoría de la argumentación los estudia también a todos y con una finalidad práctica. El Tratado es una inigualada recopilación de todos los aspectos relacionados con la retórica y con los mecanismos lingüísticos involucrados en lograr efecto mediante proposiciones sobre receptores o auditorios.

 

OBJETIVOS PRINCIPALES

 

No estaría de más insistir en que la teoría de P&OT va más allá de lo que podría considerarse estructura usual del lenguaje, en su manifestación conversacional y cotidiana y aun en el plano de la explicación científica y de la reflexión filosófica. Queremos decir que se investigan los usos más forzados de la expresión gramatical y de las asociaciones lógicas, aquellos que responden a propósitos interesados al margen de la claridad, de la fidelidad y de la verdad.

Se debe tener en cuenta lo que es posible modificar en la estructura convencional sujeto-predicado en los casos en que, si A es B, si A tiene B, o si B está en A, en los casos en que A hace algo, corre, viaja, lee, se enferma o se rompe, se expresan los infinitos predicados posibles en que A es sujeto de B y B predicado de A, no hay nada más que lo que la oración dice, expresa o afirma. Luego vienen los imponderables, el orden sintáctico lógico-gramatical, que puede ser directo o envolvente, pasivo o activo. El orden verbal, los tiempos, sus modos y sus aspectos, los complementos verbales y nominales. Lo lógico gramatical con la coordinación y la subordinación de oraciones, con las conjunciones, disyunciones, implicaciones, preposiciones, pronombres, artículos y nexos gramaticales que cambian los significados de lo sintagmas de acuerdo a cómo se usan. Y lo de género literario con las comparaciones, metáforas y demás figuras retóricas, términos connotativos. Y lo prosódico, el énfasis en la emisión, el tempo, el tono. Se supone que se da un plano estricto de expresión o plano semiolingüístico y planos que se suman o que se asocian y que influyen sobre el primero, de orden emocional, exclamativo, interrogativo, admirativo, suspensivo, etcétera.

Por lo que es preciso distinguir la expresión sujeto-predicado, sin más, y la expresión compleja, y atribuir polisemia al uso de la expresión compleja, es decir, corregida y aumentada –acicalada, arreglada– con todo tipo de modificaciones sintácticas, simbólicas, semánticas, y acompañada mediante ardides gestuales, movimientos corporales funcionales a la intencionalidad del locutor ante un auditorio. Así, el Tratado llama argumentación a toda clase de proposición, concomitante a una lógica ortodoxa o a una lógica abierta que sobrepasa los límites o principios de la tradición clásica, se trate de la verdad o de la falsedad. Tiene el mérito de rescatar lo que, aun escapando de toda certeza en cuanto a verdad o falsedad últimas, funciona con valor de aproximación a una o a otra y, fundamentalmente, como instrumento al servicio de quien, sean cuales fueren sus intenciones, reclama comparecencia ante sus dichos. Sería demasiado gasto enumerar aquí la variedad de ingenios persuasivos que revelan y explican P&OT pormenorizadamente.

 

LO QUE SE ESPERA DEL TRATADO

 

Si bien son tomados en cuenta algunos teóricos del lenguaje contemporáneos, pioneros de la filosofía del lenguaje –semiolingüística y filosofía analítica europea, semiótica estadounidense–, se omiten otras importantes vertientes relacionadas con la argumentación, a saber, las de lógicos, lingüistas estructurales, conductistas, generativistas, neopositivistas, analíticos, pragmatistas y pragmaticistas y otros tantos. Se trata de teorías que de alguna manera han delineado la pragmática del lenguaje, campo de investigaciones adyacente a la argumentación, la sociología del lenguaje, la gramática generativa, la energética del lenguaje (forma “interior” del lenguaje), la psicodinámica de la oralidad, la gramatología, la simbología y la teoría de los signos aplicada a la comunicación de masas, en fin, teorías que también estudian la relación entre el pensamiento y el lenguaje desde puntos de vista tan importantes como el de la argumentación.

“Nos negamos a separar, en el discurso, la forma del fondo –afirman P&OT–, a estudiar las estructuras y las figuras de estilo independientemente del objetivo que deben cumplir en la argumentación (231). Se proponen mezclar lo oracional con lo extra oracional, en lo que cabe todo: el orden lógico de la oración, el quiebre de ese orden, los prosodemas (entonación, intensidad, acentos, duración). Y, principalmente, y es mostrado con erudito lujo de detalle, los componentes del orden comunicacional: auditorio universal, presunciones, valores, jerarquías, lugares, acuerdos prestablecidos, selección de datos, nociones, técnicas argumentativas, argumento pragmático, analogía y otros interesantes componentes que el orador experto tiene en cuenta e incorpora a su discurso.

Sin duda, todo funciona en conjunto y a la vez en la argumentación. Pero, se trate del discurso que sea, esconde casi siempre una intencionalidad que va más allá de la sola persuasión, y que también se esconde en los laberintos y en las marañas del lenguaje. Es así que el hablante procura siempre envolver su discurso en un manto de claridad y de buenas intenciones, que también compete a la retórica. Que las destrezas en el uso del lenguaje se aplican igualmente en los casos en que nadie quiere persuadir sino sólo trasmitir su pensamiento sin intríngulis o intenciones solapadas. Es asunto que el Tratado pellizca (§ 90, 633) desaprovechando la oportunidad de profundizarlo, al expedirse sobre la pareja “apariencia-realidad”.

Se mezcla inteligentemente lo lógico con lo no lógico, lo que se presenta como una conquista: el fin de todo criterio lógico como fundamento del razonamiento filosófico, lo que es sin duda fecundo y prometedor. Se puede comprobar que este formidable ir más allá de lo esperado, más allá del uso común y corriente de la lengua, no se logra sin una estratégica intervención subliminal sobre “el lenguaje, combinando el componente razonable con el componente no razonable, el componente lingüístico con la intervención capaz de romper las reglas lingüísticas convencionales o de uso. A pesar de que argumentación y argumento son términos casi sinónimos de razonamiento (inferencia o cálculo en la lógica, estructura sujeto-predicado en la gramática), el concepto argumentación ha cobrado el valor que se le da en el Tratado, el de expresión sólo probable destinada a persuadir.

 

INTERÉS ACTUAL POR LA ARGUMENTACIÓN

 

La monumental obra o gran archivo comentado y explicado en todos sus ingredientes imaginables, y que componen la argumentación y las estrategias del discurso persuasivo, desnuda toda inteligencia aplicada a las técnicas de la oratoria y deja a la vista sus más ocultos pero rescatables recursos, fueren justificados o no desde el punto de vista de la verdad y en cuanto la verdad tenga que ver con la filosofía, con la moral e incluso con el afán de comunicar algo con plena sencillez y sinceridad.

Transparenta la trama que generalmente encontramos en los textos consagrados de los más encumbrados escritores. No porque su uso responda necesariamente a maledicencias de algún tipo, sino porque en toda escritura anida siempre la fruición por apelar a las más variadas flexiones, a los más alucinantes colores, recónditas sonoridades y sorprendentes formas de sugerir sensaciones táctiles, olfativas y gustativas destinadas a conquistar al lector.

El Tratado se dirige especialmente a las sutilezas que son propias de abogados y fiscales en juicios en los que es difíciles dirimir justicia, habituales en algunos políticos que en sus campañas electorales apelan a toda clase de sofismas para ganar adeptos, y hasta comunes en ciertos religiosos dispuestos a aumentar su feligresía recurriendo a lo que en lo personal no creen. Muy especialmente, estas sutilezas son frecuentes en los profesionales de la propaganda y de la mercadotecnia, dominios en los cuales es preciso apelar a toda clase de recursos para convencer, persuadir, promover las ventas.

Los elementos para una nueva retórica incluyen los “acuerdos”, la “elección y la interpretación de los datos” que componen la argumentación (Segunda Parte). Y se completan con las “técnicas argumentativas”, los “argumentos casi lógicos”, otros argumentos “basados en la estructura de lo real”, pero también con la “analogía”, la “disociación de las nociones” y la “interacción de los argumentos”, el “exordio” como inicio del discurso (Tercera Parte).

En razón de tales aportaciones, indiscutiblemente novedosas para su época y para la nuestra, la teoría de la argumentación goza hoy de gran aprobación y ha cobrado importantes impulsos, entre ellos el del español Luis Vega-Reñón, catedrático emérito de Lógica e Historia de la Lógica de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), autor entre otras importantes obras de una Introducción a la teoría de la argumentación, de 2015. El profesor José Seoane, titular de Lógica y Filosofía de la Lógica en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República, es en Uruguay uno de los más reconocidos referentes en el campo de esta disciplina.

 

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