G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: diciembre 2024

lunes, 30 de diciembre de 2024

DON QUIJOTE Y LAS PALABRAS

Leer “Don Quijote de la Mancha”* es vivir la experiencia por la cual es posible vislumbrar lo que somos nada menos que a través de las aventuras de un maníaco, un enajenado o un loco. Y es posible que se deba a que somos en parte maníacos, enajenados y locos, aunque nos cueste reconocerlo y se trate de una especial forma de “perder el sano juicio”.

 

La realidad puede ser inventada por las palabras y sólo por su poder de significar y referir. Es posible construir “un mundo en el que todo es opinable, que existe sólo porque existen las palabras”, afirma José Antonio Pascual comentando el Quijote (edición 2015, p. 1138). Se trata de un mundo que no existe de por sí, que no tiene historia real sino ficticia, irreal, imaginada: historia lingüística.

            Existe también esta clase de construcción en la vida social de muchas colectividades y fuera del mundo de las novelas y la literatura. Se crea un personaje con palabras, sin historia destacada, sin biografía relevante, sin méritos. Es una creación debida a las solas expresiones, como las que Sancho trae a colación para describir a su amo: “flor de la andante caballería”, “luz resplandeciente de las armas”, “honor y espejo de la nación española” (p. 598). Y a otras que describen al héroe que “desface tuertos” y tiene como cometido hacer triunfar la justicia en el mundo socorriendo a los débiles.

Son descripciones que no presentan “a un determinado carácter” sino que erigen “un mito”, señala Francisco Ayala en la misma edición (p. L). Afirma el académico español que tales héroes, como los de Homero o Shakespeare, “existían de antemano, pertenecían a la tradición religiosa, a la historia, a la leyenda, al folklore, incluso a la propia literatura”. Y algo parecido ocurre en los hechos de la vida pública cuando se construyen personajes sin historia propia mediante descripciones y presentaciones que apelan a los estereotipos de una tradición común a todos.

 

LO CONSABIDO

 

Quijote es el típico personaje sin historia propia, y más típico que cualquiera otro posible, sin la historia de tiempo y espacio reales. El caballero de la Triste Figura es el resultado de una etopeya ficticia, ya no atribuible a un relator anónimo sino a una concepción, a una imagen consuetudinaria: un mito conocido por la mayoría de sus contemporáneos. Y de manera parecida, los personajes de la vida pública de cualquier sociedad, que tanto gravitan en la vida de todos, alcanzan su nivel de representatividad y reconocimiento sólo porque se les ha identificado con una función, con una idea general de las figuras públicas que ya tenemos.

            Son figuras que carecen de historia personal conocida, con algunas excepciones. Nosotros mismos solemos atribuir a nuestra historia el signo que distingue a un antecedente honorífico, aunque virtual. El Quijote carece de historia personal, y vamos conociendo su reputación gracias a las estampas del narrador y a las alabanzas que le prodigan los demás personajes, especialmente Sancho Panza. Se va formando en nuestra mente la imagen de un héroe sin antecedentes que lo justifiquen como tal. Es un héroe por las intenciones y propósitos que se le atribuyen y que él mismo proclama, y por pertenecer a la casta de los caballeros andantes, de cuya hidalguía, sentido del servicio y valentía personal nadie duda.

            Quijote no tiene historia triunfante, como tienen los héroes. Su historia está hilada desde una serie ilimitada de supuestos lances, feroces combates, sacrificios y obras de caridad y de justicia que no importa determinar en el tiempo. Es la historia que antecede siempre a los hechos descritos y acontecimientos novelescos en los que el personaje termina molido a palos y rodando por el suelo junto a Rocinante. Lo que podría ser interpretado como derrota no es nada en comparación con su prestigio, con su fama y por sólo poder medirse con adversarios de su misma condición.

            No hace falta que la narración se detenga en cada uno de los hechos que han contribuido en la consagración de su fama. Los tenemos como consabidos porque, ya desde el episodio en el que un labrador azota a su joven criado por haber descuidado la manada de ovejas (cap. IV de la primera parte), ya sabemos de la disposición del personaje a hacer el bien. Imaginamos que haber liberado al muchacho de la crueldad de su amo, aun sin un final feliz, no es más que una de las tantas hazañas que conforman la historia del protector y salvador de los humildes.

 

LAS DOS HISTORIAS

 

El hecho concreto no vale por los resultados sino por los propósitos. Es pura intelección propedéutica, presunción, conjetura del todo probable acerca del éxito. A todo el mundo ocurre en la vida diaria lo que al Quijote. Guardamos una preconcepción del prójimo medio consciente y medio inconsciente; una opinión a medio hacer que sin embargo influye cuando trabamos contacto personal (y que de no producirse genera un vacío que también influye).

            Sin darnos cuenta procedemos a asignarle una historia a quienes tratamos, una especie de antecedentes que nos causa simpatía o antipatía, disposición o indisposición, y que no sólo funciona como sentimiento sino también como conocimiento acerca del otro. Construimos una historia a partir de unas pocas impresiones, como las que aparecen al principio de la novela de Cervantes. Todo aquello que leía el hombre era verdad y “no había otra historia más cierta en el mundo” (30).

Por lo que vino a dar en “hacerse caballero andante e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama” (31). Sin duda, esa “historia” que construimos dista mucho de la historia real correspondiente a cada persona. Pero ¿cuál de las dos historias prevalece en nuestra apreciación? Esta pregunta da mucho que pensar, porque no siempre es bien conocida la historia verdadera, sin perjuicio de que se forme una opinión de la persona o al menos una impresión subjetiva que no deja de gravitar en la relación personal.

            Las dos historias se mantendrán paralelas y no siempre dispuestas a dejarse influir entre sí. De lo que puede resultar una permanente sobreposición de pareceres sobre la cual ejercerá su influjo el cambio, las polarizaciones, las mezclas y confusiones. No sería exagerado afirmar que en tales casos jamás predomina una de ellas, y que vivimos en un estado a medio acabar entre la fantasía y la realidad en cuanto a lo que nos parecen nuestros semejantes y a cómo nos manifestamos con ellos.

¿No es esa incertidumbre la que nos embarga al leer el Quijote? ¿Cuánto hay de ficción y cuánto de realidad en esta obra, cuánto de vida creíble y cuánto de imaginación rebosante? ¿De moral y de enseñanzas, de fundamentos de la condición humana y al mismo tiempo de ilusión y fantasía? Las respuestas dependen de las palabras, las del narrador, sea Cervantes o su creación Cide Hamete Benengeli, y las que se ponen en boca de los personajes, especialmente de Sancho.

 

¿CUÁL ES LA HISTORIA QUE VALE?

 

En la vida real, ajena a la literatura, se vuelve nítida la misma o parecida condición de dependencia entre los hechos y las palabras, aunque las configuraciones que armamos en la mente no alcancen el vigor y la contundencia de las palabras dichas o escritas. Todo lo manejamos de acuerdo a una urdimbre que jamás alcanza un orden prevaleciente y susceptible de atenerse a alguna lógica probable. Las palabras, al carecer de referencias concretas relativas a una historia narrada en su cronológico y natural desenvolvimiento, sólo pueden ejercer su función como palabras absolutas, intemporales, indimensionales. Cuasi palabras, correspondientes a la concepción de una historia innominada; no hecha de momentos sino de conjeturas, no de lugares y movimientos sino de invenciones; no de semblanzas ni de memorias sino de conceptos, de estereotipos o prototipos.

            Quijote es un libro escrito con esa clase de palabras: inapresables, irreductibles, inadaptables, es decir, únicas. Atañen a un lenguaje mono significativo, sólo interpretable, no convencional. De lo que se desprende una sugerencia formidable, a saber, que puede ser una clase de lenguaje semejante al que usamos en la vida corriente y sin advertirlo, de uso a gusto. Porque no estamos seguros de cuál es nuestra historia personal, la que se corresponde con las palabras de siempre, ni de qué tanto de realidad y tanto de imaginación se esconde en ella. Qué cuánto de veracidad se contiene en lo que recordamos o de creación imaginativa en lo que rescatamos de los recuerdos.

            ¿Conocemos adecuadamente nuestra historia personal? No la historia acumulada, serial y física, sino, como el mismo concepto de historia lo sugiere, la que nos ha hecho como somos, como resulta para uno mismo y para los demás. ¿La conocemos? Don Quijote no la conoce por sí mismo, a plena conciencia de su pasado, sino por los libros de caballería. Esto se parece a otra fuente de autoconocimiento, a otra vertiente a partir de la cual es posible formarse un juicio acerca de uno mismo. No nos hemos enajenado leyendo libros de caballería, pero nos hemos perdido entre las sombras y los laberintos del tiempo, es decir, de nuestras vicisitudes, múltiples circunstancias, variaciones y en general inesperados acontecimientos que terminan fijando una ruta ineluctable.

 

LA “QUIJOTADA”

 

La historia que nos ha hecho como somos no la conocemos por testimonios, por el recuerdo de los hechos ni por las imágenes que se acumulan en la memoria; y tampoco por conceptos. No nos es posible reconstruirla ni analizarla. Sus hitos y circunstancias son indeterminables por tratarse de una retahíla de grandes y pequeños sucesos, aquellos que han influido en nosotros y contribuido a formarnos la personalidad, algunos pocos que recordamos con claridad y la mayoría, la importante, que escapa de la conciencia, pero no de la inteligencia. Es una historia vicisitudinaria, poblada de contratiempos y obstáculos que hemos tenido que superar.

            Creemos que las cosas sobrevienen de una manera y sobrevienen de otra; creemos que todo resulta para mejor, pero todo queda bajo una voluntad adversa y caprichosa. Creemos en el triunfo, pero es algo difícil de lograr. Algunos creen que hay una fuerza mayúscula que nos ayuda a superar todas las dificultades, pero también que la superación depende de nosotros y que la fuerza mayúscula sólo se encarga de la salvación final. Si bien hay quien cree que todo viene para bien, también están los que creen que todo viene para mal. Somos Quijotes supuestamente invencibles, Caballeros de los Leones dotados de una irresistible fuerza en el brazo y que gozan del amparo amoroso de unas doncellas reverenciadas. Pero cualquier Caballero de la Blanca Luna termina con nuestras expectativas y nos vence, es decir, nos quita de nuestra fantasía. Pero, igual, aun vencidos, seguimos siendo los eternos soñadores.

            Las palabras en el Quijote contienen la magia capaz de mostrarnos la otra realidad, la que nos forma. No la que experimentamos en el mundo físico y de la que no siempre surge historia, sino la que surge disimuladamente de ese mundo pletórico en adversidad, en fatalidad y en desventuras. No estamos hechos de sueños sino de sueños rotos, y de las únicas realidades que nos sostienen, que son las que vuelven a componer los sueños y nos convierten en humanos.

 

ESTAMOS HECHOS DE PALABRAS

 

Nos guiamos por las palabras como si fueran señales carreteras que avisan de lo que está más adelante y condicionan nuestra conducta. La misma vida se convierte en una lingüística empírea o semiótica desbordante de signos que interfieren en nuestras decisiones y anulan nuestra voluntad. Otra vida de artificio se adelanta a la real, y toda ella debida a las consabidas fórmulas del lenguaje.

            Estamos hechos de palabras y el mundo responde a lo que ellas dictan. Don Quijote está hecho de las palabras que ha leído: “y como a nuestro aventurero todo cuando pensaba, veía o imaginaba, le parecía ser hecho y pasar al mundo de lo que había leído, luego que vio la venta se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata” (36). Y, al revés, y porque el mundo responde a lo que sugieren las palabras: “Digo que era venta porque Don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos” (998).

            Con las palabras construimos y deshacemos el mundo. Si estamos hechos de palabras, también el mundo está hecho de ellas. La realidad es tan variable como son de variables los significados y sentidos de las palabras. Nos enseñan a cuidarnos mucho de ellas, pero deberíamos cuidarlas a ellas, procurar que no nos engañen ni nos hagan daño. Si las hemos inventado es porque las hacemos como nos place, y difícilmente sería de esperar que nos dominaran y redujeran a puros signos de un sistema diabólico.

La historia de cada persona no está hecha de esos signos, y sólo lo inverosímil les responde como a veces quiere responder: “‒Yo te aseguro Sancho ‒dijo Don Quijote‒ que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia, que a los tales no se les encubre nada de lo quieren escribir” (565). Pero ¿cuál extraña voluntad es la que construye nuestra historia? ¿Qué suerte irredimible es la que nos condena y se acompaña de las maquinaciones de los sabios encantadores?

 

LAS PALABRAS Y LAS COSAS

 

¿Qué podemos sacar en limpio de Don Quijote de la Mancha, libro raro y a la vez familiar, engañoso y revelador, complaciente y preocupante? Porque, como diría Sancho, el brujo de la sabiduría popular, “no todo es oro lo que reluce” y “vale más pájaro en mano que ciento volando”. Se trata de determinar qué nos hace como somos, si la ficción, por no llamarla misterio, u otra cosa más difícil de definir. Si lo que nos conforma en base a atribuciones, famas, consignas, repeticiones, embustes o cuentos es lo que somos o si lo que somos es algo oculto, que hay que descifrar con inteligencia.

Planteado de otro modo: que al atenernos a esos fantasmas lingüísticos que nos acompañan en la vida diaria desciframos lo que somos. Si tales fantasmas, que pueden significar muchas cosas a la vez, contribuyen o no al conocimiento de nosotros mismos y de los demás, o si sólo se prestan para confundirnos como caricaturas mal logradas. Si las palabras que usamos en la vida diaria, a la manera en que intervienen en todo tipo de mensajes, correos, etiquetas y carteles que por vía virtual nos asaltan a diario, nos ubican en el mundo real o en el mundo virtual.

En el Quijote responden a un cometido que no responde a la descripción de la apariencia, sino a lo exactamente contrario a lo que informan los sentidos. No significan, exactamente, sino que sólo simbolizan, sólo aluden a una fantasía más poderosa que la realidad, más convincente que el cuadro que pintan la vista, los oídos, el tacto. Pero ¿cómo puede ser más poderosa que la realidad? Lo es, porque esa fantasía está llena de adversidad, de esfuerzos, empeños y sacrificios; porque esa imagen que transmite no está hecha en base a percepciones sino a ridículas estampas en las que encontramos a Don Quijote enfrentado a las más violentas arremetidas de desconocidos caballeros andantes. Porque es molido a palos es porque creemos en él, no por la elocuencia de sus declaraciones, no por alabanzas ni apologías.

Crueles labradores, gigantes o molinos, venteros y cabreros, bellas pastoras, yangüeses, humildes ventas o castillos, princesas o mujeres de la vida, venteros o nobles señores, delincuentes que encadenados se conducen a las galeras o víctimas inocentes. Un duque y su duquesa que no tienen nada para hacer que no sea divertirse con el engaño y la mentira. ¿Estamos libres de estos accidentes y peripecias en la vida real? ¿Acaso las aventuras que se interpolan en la novela no se parecen a las de la vida de las personas? ¿No se conjugan las fantasías con las realidades por el efecto de las palabras?

¿Es Don Quijote quien cae siempre en tales espejismos? ¿O ve realidades cuya transformación corre por cuenta de Sancho o de los duques, como se ha señalado? Don Quijote advierte que los actores que vienen en una carreta no son “Las Cortes de la Muerte”: “así como vi este carro imaginé que alguna grande aventura se me ofrecía”, reconoce enseguida. Es Sancho quien para entonces se convence de la presencia del mismo Diablo. Y no siempre somos nosotros quienes caemos en la trampa por cuenta de nuestra eterna ingenuidad: son los otros quienes a ella nos empujan sin que nos demos cuenta.


EL VUELO DE CLAVILEÑO


Hoy sabemos, como en la época de Alonso Quijano, que no importan los siglos transcurridos, y que caballeros andantes hay en todas las épocas. Que no importa el tiempo, porque el tiempo puede transcurrir sin que pase nada significativo. Que lo que importa es que transcurrimos nosotros, que nos pasan cosas ‒a nosotros, no al tiempo. Podemos decir que todo sigue bastante igual, que no podemos desafiar a nadie ni a nada sin evitar porrazos, molidas a golpes y humillaciones. Esa es la verdad de nuestra historia: lo demás es puro disimulo, defensa de la dignidad o discretos protocolos.

El autor del Quijote sentía que le dolían los huesos, como a su personaje, que le acuciaba el recuerdo de los golpes, como Sancho confiesa que le acuciaban, porque había vivido parecidos incidentes y padecido sus dolorosas consecuencias. Quizá su deseo era sacudirse de los escarnios y la incomprensión, de la fuerza con que el poder de consignas, órdenes, mandatos y eslóganes pretenden dirigir la vida de todos. Fue su afán prevenir contra el desconsuelo, el que sobreviene al chocar ante lo que se opone a nuestros designios. Pues todo fracaso resulta por dentro, en la realidad profunda de la conciencia y que siempre resulta en enseñanzas; un resultado negativo puesto en positivo, unas apariencias engañosas vueltas convicciones confiables.

Y cabalgamos el volador Clavileño cada día, como con los ojos tapados, dejándonos llevar tanto como queriendo tirar de sus riendas para imponer nuestra voluntad y dirigirnos a algún sitio determinado. Pero ¿a dónde vamos, en definitiva? Sólo lo pueden decir las palabras, siempre las palabras. Pregunta Sancho en pleno vuelo: “Señor, ¿cómo dicen éstos que vamos tan altos, si alcanzan acá sus voces y no parecen sino que están hablando aquí junto a nosotros?” Responde Don Quijote: “No repares en eso, Sancho, que como estas cosas y estas volaterías van fuera de los cursos ordinarios, de mil leguas verás y oirás lo que quisieres. Y no me aprietes tanto que me derribas; y en verdad que no sé de qué te turbas ni te espantas, que osaré jurar que en todos los días de mi vida he subido en cabalgadura de paso más llano: no parece sino que no nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo, que, en efecto, la cosa va como ha de ir y el viento llevamos en popa.”

 

·       Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Edición Conmemorativa del IV centenario Cervantes, 2015, Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial, Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española.

                        

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