Leer “Don Quijote de la Mancha”* es vivir la experiencia por la cual es posible vislumbrar lo que somos nada menos que a través de las aventuras de un maníaco, un enajenado o un loco. Y es posible que se deba a que somos en parte maníacos, enajenados y locos, aunque nos cueste reconocerlo y se trate de una especial forma de “perder el sano juicio”.
La realidad puede
ser inventada por las palabras y sólo por su poder de significar y referir. Es
posible construir “un mundo en el que todo es opinable, que existe sólo porque
existen las palabras”, afirma José Antonio Pascual comentando el Quijote
(edición 2015, p. 1138). Se trata de un mundo que no existe de por sí, que no
tiene historia real sino ficticia, irreal, imaginada: historia lingüística.
Existe también esta clase de
construcción en la vida social de muchas colectividades y fuera del mundo de
las novelas y la literatura. Se crea un personaje con palabras, sin historia
destacada, sin biografía relevante, sin méritos. Es una creación debida a las
solas expresiones, como las que Sancho trae a colación para describir a su amo:
“flor de la andante caballería”, “luz resplandeciente de las armas”, “honor y
espejo de la nación española” (p. 598). Y a otras que describen al héroe que
“desface tuertos” y tiene como cometido hacer triunfar la justicia en el mundo
socorriendo a los débiles.
Son descripciones que no presentan “a un determinado carácter” sino que
erigen “un mito”, señala Francisco Ayala en la misma edición (p. L). Afirma el
académico español que tales héroes, como los de Homero o Shakespeare, “existían
de antemano, pertenecían a la tradición religiosa, a la historia, a la leyenda,
al folklore, incluso a la propia literatura”. Y algo parecido ocurre en los
hechos de la vida pública cuando se construyen personajes sin historia propia
mediante descripciones y presentaciones que apelan a los estereotipos de una
tradición común a todos.
LO CONSABIDO
Quijote es el típico
personaje sin historia propia, y más típico que cualquiera otro posible, sin la
historia de tiempo y espacio reales. El caballero de la Triste Figura es el
resultado de una etopeya ficticia, ya no atribuible a un relator anónimo sino a
una concepción, a una imagen consuetudinaria: un mito conocido por la mayoría
de sus contemporáneos. Y de manera parecida, los personajes de la vida pública
de cualquier sociedad, que tanto gravitan en la vida de todos, alcanzan su nivel
de representatividad y reconocimiento sólo porque se les ha identificado con
una función, con una idea general de las figuras públicas que ya tenemos.
Son figuras que carecen de historia
personal conocida, con algunas excepciones. Nosotros mismos solemos atribuir a
nuestra historia el signo que distingue a un antecedente honorífico, aunque
virtual. El Quijote carece de historia personal, y vamos conociendo su
reputación gracias a las estampas del narrador y a las alabanzas que le
prodigan los demás personajes, especialmente Sancho Panza. Se va formando en
nuestra mente la imagen de un héroe sin antecedentes que lo justifiquen como
tal. Es un héroe por las intenciones y propósitos que se le atribuyen y que él
mismo proclama, y por pertenecer a la casta de los caballeros andantes, de cuya
hidalguía, sentido del servicio y valentía personal nadie duda.
Quijote no tiene historia
triunfante, como tienen los héroes. Su historia está hilada desde una serie
ilimitada de supuestos lances, feroces combates, sacrificios y obras de caridad
y de justicia que no importa determinar en el tiempo. Es la historia que
antecede siempre a los hechos descritos y acontecimientos novelescos en los que
el personaje termina molido a palos y rodando por el suelo junto a Rocinante.
Lo que podría ser interpretado como derrota no es nada en comparación con su
prestigio, con su fama y por sólo poder medirse con adversarios de su misma
condición.
No hace falta que la narración se
detenga en cada uno de los hechos que han contribuido en la consagración de su
fama. Los tenemos como consabidos porque, ya desde el episodio en el que un
labrador azota a su joven criado por haber descuidado la manada de ovejas (cap.
IV de la primera parte), ya sabemos de la disposición del personaje a hacer el
bien. Imaginamos que haber liberado al muchacho de la crueldad de su amo, aun
sin un final feliz, no es más que una de las tantas hazañas que conforman la
historia del protector y salvador de los humildes.
LAS DOS HISTORIAS
El hecho concreto
no vale por los resultados sino por los propósitos. Es pura intelección propedéutica,
presunción, conjetura del todo probable acerca del éxito. A todo el mundo
ocurre en la vida diaria lo que al Quijote. Guardamos una preconcepción del
prójimo medio consciente y medio inconsciente; una opinión a medio hacer que
sin embargo influye cuando trabamos contacto personal (y que de no producirse
genera un vacío que también influye).
Sin darnos cuenta procedemos a
asignarle una historia a quienes tratamos, una especie de antecedentes que nos
causa simpatía o antipatía, disposición o indisposición, y que no sólo funciona
como sentimiento sino también como conocimiento acerca del otro. Construimos
una historia a partir de unas pocas impresiones, como las que aparecen al
principio de la novela de Cervantes. Todo aquello que leía el hombre era verdad
y “no había otra historia más cierta en el mundo” (30).
Por lo que vino a dar en “hacerse caballero andante e irse por todo el
mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo
aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban,
deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde,
acabándolos, cobrase eterno nombre y fama” (31). Sin duda, esa “historia” que
construimos dista mucho de la historia real correspondiente a cada persona.
Pero ¿cuál de las dos historias prevalece en nuestra apreciación? Esta pregunta
da mucho que pensar, porque no siempre es bien conocida la historia verdadera,
sin perjuicio de que se forme una opinión de la persona o al menos una
impresión subjetiva que no deja de gravitar en la relación personal.
Las dos historias se mantendrán
paralelas y no siempre dispuestas a dejarse influir entre sí. De lo que puede
resultar una permanente sobreposición de pareceres sobre la cual ejercerá su
influjo el cambio, las polarizaciones, las mezclas y confusiones. No sería
exagerado afirmar que en tales casos jamás predomina una de ellas, y que
vivimos en un estado a medio acabar entre la fantasía y la realidad en cuanto a
lo que nos parecen nuestros semejantes y a cómo nos manifestamos con ellos.
¿No es esa incertidumbre la que nos embarga al leer el Quijote? ¿Cuánto
hay de ficción y cuánto de realidad en esta obra, cuánto de vida creíble y
cuánto de imaginación rebosante? ¿De moral y de enseñanzas, de fundamentos de
la condición humana y al mismo tiempo de ilusión y fantasía? Las respuestas
dependen de las palabras, las del narrador, sea Cervantes o su creación Cide
Hamete Benengeli, y las que se ponen en boca de los personajes, especialmente
de Sancho.
¿CUÁL ES LA
HISTORIA QUE VALE?
En la vida real,
ajena a la literatura, se vuelve nítida la misma o parecida condición de
dependencia entre los hechos y las palabras, aunque las configuraciones que
armamos en la mente no alcancen el vigor y la contundencia de las palabras
dichas o escritas. Todo lo manejamos de acuerdo a una urdimbre que jamás
alcanza un orden prevaleciente y susceptible de atenerse a alguna lógica
probable. Las palabras, al carecer de referencias concretas relativas a una
historia narrada en su cronológico y natural desenvolvimiento, sólo pueden
ejercer su función como palabras absolutas, intemporales, indimensionales.
Cuasi palabras, correspondientes a la concepción de una historia innominada; no
hecha de momentos sino de conjeturas, no de lugares y movimientos sino de
invenciones; no de semblanzas ni de memorias sino de conceptos, de estereotipos
o prototipos.
Quijote es un libro escrito
con esa clase de palabras: inapresables, irreductibles, inadaptables, es decir,
únicas. Atañen a un lenguaje mono significativo, sólo interpretable, no
convencional. De lo que se desprende una sugerencia formidable, a saber, que
puede ser una clase de lenguaje semejante al que usamos en la vida corriente y
sin advertirlo, de uso a gusto. Porque no estamos seguros de cuál es nuestra
historia personal, la que se corresponde con las palabras de siempre, ni de qué
tanto de realidad y tanto de imaginación se esconde en ella. Qué cuánto de
veracidad se contiene en lo que recordamos o de creación imaginativa en lo que
rescatamos de los recuerdos.
¿Conocemos adecuadamente nuestra
historia personal? No la historia acumulada, serial y física, sino, como el
mismo concepto de historia lo sugiere, la que nos ha hecho como somos, como
resulta para uno mismo y para los demás. ¿La conocemos? Don Quijote no la
conoce por sí mismo, a plena conciencia de su pasado, sino por los libros de
caballería. Esto se parece a otra fuente de autoconocimiento, a otra
vertiente a partir de la cual es posible formarse un juicio acerca de uno
mismo. No nos hemos enajenado leyendo libros de caballería, pero nos hemos
perdido entre las sombras y los laberintos del tiempo, es decir, de nuestras
vicisitudes, múltiples circunstancias, variaciones y en general inesperados
acontecimientos que terminan fijando una ruta ineluctable.
LA “QUIJOTADA”
La historia que
nos ha hecho como somos no la conocemos por testimonios, por el recuerdo de los
hechos ni por las imágenes que se acumulan en la memoria; y tampoco por
conceptos. No nos es posible reconstruirla ni analizarla. Sus hitos y
circunstancias son indeterminables por tratarse de una retahíla de grandes y
pequeños sucesos, aquellos que han influido en nosotros y contribuido a
formarnos la personalidad, algunos pocos que recordamos con claridad y la
mayoría, la importante, que escapa de la conciencia, pero no de la inteligencia.
Es una historia vicisitudinaria, poblada de contratiempos y obstáculos que
hemos tenido que superar.
Creemos que las cosas sobrevienen de
una manera y sobrevienen de otra; creemos que todo resulta para mejor, pero
todo queda bajo una voluntad adversa y caprichosa. Creemos en el triunfo, pero
es algo difícil de lograr. Algunos creen que hay una fuerza mayúscula que nos
ayuda a superar todas las dificultades, pero también que la superación depende
de nosotros y que la fuerza mayúscula sólo se encarga de la salvación final. Si
bien hay quien cree que todo viene para bien, también están los que creen que
todo viene para mal. Somos Quijotes supuestamente invencibles, Caballeros de
los Leones dotados de una irresistible fuerza en el brazo y que gozan del amparo
amoroso de unas doncellas reverenciadas. Pero cualquier Caballero de la Blanca
Luna termina con nuestras expectativas y nos vence, es decir, nos quita de
nuestra fantasía. Pero, igual, aun vencidos, seguimos siendo los eternos
soñadores.
Las palabras en el Quijote contienen la magia capaz de mostrarnos la otra realidad, la que nos forma. No la que experimentamos en el mundo físico y de la que no siempre surge historia, sino la que surge disimuladamente de ese mundo pletórico en adversidad, en fatalidad y en desventuras. No estamos hechos de sueños sino de sueños rotos, y de las únicas realidades que nos sostienen, que son las que vuelven a componer los sueños y nos convierten en humanos.
ESTAMOS HECHOS DE
PALABRAS
Nos guiamos por
las palabras como si fueran señales carreteras que avisan de lo que está más
adelante y condicionan nuestra conducta. La misma vida se convierte en una
lingüística empírea o semiótica desbordante de signos que interfieren en
nuestras decisiones y anulan nuestra voluntad. Otra vida de artificio se
adelanta a la real, y toda ella debida a las consabidas fórmulas del lenguaje.
Estamos hechos de palabras y el
mundo responde a lo que ellas dictan. Don Quijote está hecho de las palabras
que ha leído: “y como a nuestro aventurero todo cuando pensaba, veía o
imaginaba, le parecía ser hecho y pasar al mundo de lo que había leído, luego
que vio la venta se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y
chapiteles de luciente plata” (36). Y, al revés, y porque el mundo responde a
lo que sugieren las palabras: “Digo que era venta porque Don Quijote la llamó
así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos” (998).
Con las palabras construimos y
deshacemos el mundo. Si estamos hechos de palabras, también el mundo está hecho
de ellas. La realidad es tan variable como son de variables los significados y
sentidos de las palabras. Nos enseñan a cuidarnos mucho de ellas, pero deberíamos
cuidarlas a ellas, procurar que no nos engañen ni nos hagan daño. Si las hemos
inventado es porque las hacemos como nos place, y difícilmente sería de esperar
que nos dominaran y redujeran a puros signos de un sistema diabólico.
La historia de cada persona no está hecha de esos signos, y sólo lo
inverosímil les responde como a veces quiere responder: “‒Yo te aseguro Sancho
‒dijo Don Quijote‒ que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra
historia, que a los tales no se les encubre nada de lo quieren escribir” (565).
Pero ¿cuál extraña voluntad es la que construye nuestra historia? ¿Qué suerte
irredimible es la que nos condena y se acompaña de las maquinaciones de los
sabios encantadores?
LAS PALABRAS Y
LAS COSAS
¿Qué podemos
sacar en limpio de Don Quijote de la Mancha, libro raro y a la vez familiar,
engañoso y revelador, complaciente y preocupante? Porque, como diría Sancho, el
brujo de la sabiduría popular, “no todo es oro lo que reluce” y “vale más
pájaro en mano que ciento volando”. Se trata de determinar qué nos hace como
somos, si la ficción, por no llamarla misterio, u otra cosa más difícil
de definir. Si lo que nos conforma en base a atribuciones, famas, consignas,
repeticiones, embustes o cuentos es lo que somos o si lo que somos es algo
oculto, que hay que descifrar con inteligencia.
Planteado de otro modo: que al atenernos a esos fantasmas lingüísticos que
nos acompañan en la vida diaria desciframos lo que somos. Si tales fantasmas, que
pueden significar muchas cosas a la vez, contribuyen o no al conocimiento de
nosotros mismos y de los demás, o si sólo se prestan para confundirnos como caricaturas
mal logradas. Si las palabras que usamos en la vida diaria, a la manera en que
intervienen en todo tipo de mensajes, correos, etiquetas y carteles que por vía
virtual nos asaltan a diario, nos ubican en el mundo real o en el mundo
virtual.
En el Quijote responden a un cometido que no responde a la
descripción de la apariencia, sino a lo exactamente contrario a lo que informan
los sentidos. No significan, exactamente, sino que sólo simbolizan,
sólo aluden a una fantasía más poderosa que la realidad, más convincente que el
cuadro que pintan la vista, los oídos, el tacto. Pero ¿cómo puede ser más
poderosa que la realidad? Lo es, porque esa fantasía está llena de adversidad, de
esfuerzos, empeños y sacrificios; porque esa imagen que transmite no está hecha
en base a percepciones sino a ridículas estampas en las que encontramos a Don
Quijote enfrentado a las más violentas arremetidas de desconocidos caballeros
andantes. Porque es molido a palos es porque creemos en él, no por la
elocuencia de sus declaraciones, no por alabanzas ni apologías.
Crueles labradores, gigantes o molinos, venteros y cabreros, bellas
pastoras, yangüeses, humildes ventas o castillos, princesas o mujeres de la
vida, venteros o nobles señores, delincuentes que encadenados se conducen a las
galeras o víctimas inocentes. Un duque y su duquesa que no tienen nada para hacer
que no sea divertirse con el engaño y la mentira. ¿Estamos libres de estos
accidentes y peripecias en la vida real? ¿Acaso las aventuras que se interpolan
en la novela no se parecen a las de la vida de las personas? ¿No se conjugan las
fantasías con las realidades por el efecto de las palabras?
¿Es Don Quijote quien cae siempre en tales espejismos? ¿O ve realidades
cuya transformación corre por cuenta de Sancho o de los duques, como se ha
señalado? Don Quijote advierte que los actores que vienen en una carreta no son
“Las Cortes de la Muerte”: “así como vi este carro imaginé que alguna grande
aventura se me ofrecía”, reconoce enseguida. Es Sancho quien para entonces se
convence de la presencia del mismo Diablo. Y no siempre somos nosotros quienes
caemos en la trampa por cuenta de nuestra eterna ingenuidad: son los otros
quienes a ella nos empujan sin que nos demos cuenta.
EL VUELO DE CLAVILEÑO
Hoy sabemos, como en la época de Alonso Quijano, que no importan los siglos transcurridos, y que caballeros andantes hay en todas las épocas. Que no importa el tiempo, porque el tiempo puede transcurrir sin que pase nada significativo. Que lo que importa es que transcurrimos nosotros, que nos pasan cosas ‒a nosotros, no al tiempo. Podemos decir que todo sigue bastante igual, que no podemos desafiar a nadie ni a nada sin evitar porrazos, molidas a golpes y humillaciones. Esa es la verdad de nuestra historia: lo demás es puro disimulo, defensa de la dignidad o discretos protocolos.
El autor del Quijote sentía que le dolían los huesos, como a su
personaje, que le acuciaba el recuerdo de los golpes, como Sancho confiesa que
le acuciaban, porque había vivido parecidos incidentes y padecido sus dolorosas
consecuencias. Quizá su deseo era sacudirse de los escarnios y la
incomprensión, de la fuerza con que el poder de consignas, órdenes, mandatos y
eslóganes pretenden dirigir la vida de todos. Fue su afán prevenir contra el
desconsuelo, el que sobreviene al chocar ante lo que se opone a nuestros
designios. Pues todo fracaso resulta por dentro, en la realidad profunda de la
conciencia y que siempre resulta en enseñanzas; un resultado negativo puesto en
positivo, unas apariencias engañosas vueltas convicciones confiables.
Y cabalgamos el volador Clavileño cada día, como con los ojos tapados, dejándonos
llevar tanto como queriendo tirar de sus riendas para imponer nuestra voluntad
y dirigirnos a algún sitio determinado. Pero ¿a dónde vamos, en definitiva?
Sólo lo pueden decir las palabras, siempre las palabras. Pregunta Sancho en
pleno vuelo: “Señor, ¿cómo dicen éstos que vamos tan altos, si alcanzan acá sus
voces y no parecen sino que están hablando aquí junto a nosotros?” Responde Don
Quijote: “No repares en eso, Sancho, que como estas cosas y estas volaterías
van fuera de los cursos ordinarios, de mil leguas verás y oirás lo que
quisieres. Y no me aprietes tanto que me derribas; y en verdad que no sé de qué
te turbas ni te espantas, que osaré jurar que en todos los días de mi vida he
subido en cabalgadura de paso más llano: no parece sino que no nos movemos de
un lugar. Destierra, amigo, el miedo, que, en efecto, la cosa va como ha de ir
y el viento llevamos en popa.”
·
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha,
Edición Conmemorativa del IV centenario Cervantes, 2015, Barcelona, Penguin
Random House Grupo Editorial, Real Academia Española, Asociación de Academias
de la Lengua Española.
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