La esperanza, como la desesperanza, no pertenece a la utopía sino a la
vida real. La realidad “que aún no es como se espera que vaya a ser” existe en la
mente de todos los seres humanos, en cada uno según su particular manera, y
responde a los recursos fundamentales de la inteligencia.
Se
ha dicho que El principio esperanza de Ernst Bloch constituye un tratado
sobre la razón utópica, “una enciclopedia de los deseos y los sueños diurnos
transfiguradores de la historia”, que es la expresión máxima de “una filosofía
crítica y afirmativa del porvenir” (en “Anthropos”, ver referencias), por lo
que es del todo necesario volver a leerlo y a pensarlo. Se ha dicho también que
se trata de un “principio cósmico según el cual la realidad no consiste en ser
todavía lo que se espera que vaya a ser” (José Ferrater Mora, “Bloch”, Diccionario
de filosofía).
“A diferencia de los filósofos de la existencia, que a los
ojos de Bloch parecen haber desembocado en el camino de la desesperación, él,
en cambio, escoge, desde el principio, la calle de la espera y de la esperanza,
haciendo valer, en contra del pasivo ser-para-la muerte del existencialismo, el
constructivo ser-para-la vida del marxismo utópico. Es más, Bloch intenta
extraer lo positivo precisamente de la contraposición dialéctica a lo
negativo.” (Fornero, T. I, 87)
ESPERANZA VICISITUDINARIA
Pero
¿qué tiene la esperanza tras su particular luz que ilumina nada menos que desde
el futuro? Si es toda presente, realización actual, elaboración actuante,
fulguración y alumbramiento, ¿cómo su fuerza puede provenir o alimentarse del
futuro, algo que no existe? Es tan importante en la vida de los hombres que
hasta se la puede concebir como fundamento de una filosofía de vida, o al menos
como uno de los principales ingredientes de una filosofía que, aunque del
espíritu, también y con pujanza es del cuerpo y la vida de ambos.
La utopía en Bloch funciona como “dimensión y horizonte de
su pensamiento” (“Anthropos”, Suplemento), se comprueba como sentimiento que
germina en cualquier persona, que puede llegar a sostener el ánimo en
situaciones límite de pesadumbre y angustia (desesperanza). Pero la realidad
que aún no es como se espera que vaya a ser es la realidad en que
vivimos, a todas luces la única realidad pensable y conceptualizable. Es
pensamiento propio o personal que se hace presente en cualquiera, por lo que la
realidad utópica es una concepción de la “realidad real” o de la realidad
distópica como cualquier otra concepción, aunque la de Bloch se cuenta entre
las más bellas.
Téngase en cuenta que se presenta siempre como ideal, como
algo que puede darse o no darse. En persecución del camino el paso es algo que
va a darse; en la disposición al sueño el sueño es algo que va a suceder; en la
de la lectura cada palabra aparece en una imagen que va a aparecer; en la del
trabajo el trabajo está siempre empezándose. La naturaleza está llena de
ejemplos en los que el fenómeno está siempre iniciándose, como bien lo expresa el
mar de Valéry, el follaje de Thoreau, los días de Vallejo o el río de Heráclito.
El paso dado, el sueño soñado, la palabra leída, el trabajo
realizado, el mar, las hojas, etcétera no pertenecen a ninguna realidad acabada
ni por acabar, en el sentido físico de la palabra. Por el contrario, la
irrealidad a que se aspira en la imaginación viene del pasado, porque siempre
está a punto de aparecer y a desaparecer como ya lo ha hecho en cada instante.
La realidad, que es pura actividad en proceso, flujo y reflujo, a veces se manifiesta
según cambios imperceptibles. Y si no fuera así, la física tendría que dejar de
definir sus objetos como los define, nunca como algo congelado en el tiempo y
el espacio, suspendido de una manera fantasmal entre lo que hay. Y el segundo
principio de la termodinámica se vendría abajo.
Somos nosotros los humanos quienes suspendemos la realidad
en cuadros más o menos estables y duraderos, la modificamos y le atribuimos una
verdad sólo funcional y aparente. Por lo que la utopía de Bloch no es en verdad
y en último análisis verdadera utopía, salvo en sus connotaciones
ideológicas y políticas que, si se quitaran de raíz en los tres tomos de la
obra no la disminuirían en nada. Es verdad que entre lo que se manifiesta en la
mente de los individuos hay mucho de utópico, deseado pero inalcanzable. Bloch
habla de principio, es decir, de algo que rige la concepción de la
realidad, y no habla de la realidad propiamente dicha. Y tampoco habla de lo
puramente imaginario, de lo fantástico o de la ficción, aunque hable de los
sueños.
Hay que distinguir la materia prima o fuente originaria de
lo que en última instancia reviste como principio. Lo que deriva de principio
puede ser lo que se quiera que sea, pero principio en sí no puede ser
abstracción sino algo relacionado con lo concreto, y no con lo concreto. De lo
contrario sería axioma y no principio, algo relacionado sólo con el mundo
matemático o lógico. Es algo que se cumple en dirección hacia otro algo
y que, como quiere Bloch, y como quisieron Franz Brentano y Edmund Husserl
(también Mauricio Merleau-Ponty y otros), es mitad realidad abstracta o verdad
subjetiva y mitad realidad concreta o verdad objetiva. En pocas palabras, es experiencia
personal o vivencia.
Bloch no es un utópico, un profeta ni un vidente, sino un
filósofo, y su visión es vicisitudinaria, lo que quiere decir que tiene en
cuenta lo incidental, la peripecia, la contingencia, las alternativas, los
dilemas: quereres, deseos, inclinaciones, tendencias e impulsos, lo imaginable
y lo posible en la infancia, en la pubertad, en la vida adulta, en la vida
anómala de los enfermos, en los sueños mientras se duerme y en los sueños de la
vigilia. Extiende su exploración en el pasado desiderativo, en la ciencia, la
magia, el arte y la arquitectura, el mito en todas las épocas y regiones del
mundo, en la filosofía y la literatura, en las religiones de Oriente y de Occidente.
La utopía alcanza sus puntos más altos allí donde “El ser
continúa siendo horroroso, pero la visión es venturosa, muy especialmente en el
‛puro ojo universal del arte’” (Bloch, T. II, 388). Bloch no ve el mundo ya
hecho sino haciéndose, no concibe la vida ya acabada sino naciendo y
desarrollándose; ve la vida no la muerte, como también se ha dicho. De todos
modos, se trata de ajustar a la medida las diferentes interpretaciones, de
hallarles el talle que corresponda a la comprensión cabal de la vida humana y
de la condición humana a la luz de nuevas y sutilísimas sugerencias.
Por lo que se vuelve necesario examinar la calidad de la vicisitud,
de descifrar la visión vicisitudinaria, porque entramos en un terreno en
que las palabras se dirigen hacia diferentes significaciones y pueden
estropearse si estas significaciones se mezclan. Visión vicisitudinaria
es la visión que cualquier individuo humano tiene del mundo en que vive y
conoce, que tiene conciencia de sí y de los demás. “Vicisitudinaria” porque
entiende lo que tiene que entender a través de arduos procesos del entendimiento,
no fáciles ni simples. Pues no hay un entendimiento caído del cielo ni una
prodigalidad de lo innato suficiente para aplicar conocimiento, una forma de
entender que no haya que procurar por diferentes medios, ninguno gratuito ni
fácil.
El entendimiento se forma en la medida en que se vive, y
sólo la vida suministra lo que se necesita para entender, no sólo por lo que se
obtenga desde fuera del fuero íntimo, como por ejemplo el aprendizaje o la
educación. Sin la experiencia de vida, sin procesos, sin historia personal, sin
entornos de posibilidades e imposibilidades, de aspectos favorables y
desfavorables, no hay entendimiento profundo de nada. Los mismos procesos de
aprendizaje, la educación, la adquisición de habilidades, la ampliación y la
profundización de los conocimientos que enriquecen la inteligencia son posibles
en tanto cada individuo los vive como experiencia única. Son incorporados y
asimilados de la misma manera personal los contenidos teóricos, las lecturas,
la transmisión oral a cargo de maestros y profesores: es cuestión que cada uno
experimenta a su manera y exigen a todos aplicación y esfuerzo.
Esa experiencia
nunca es la misma, nunca perfecta, habitual, “normal”, porque no hay cómo
establecer el justo grado de la normalidad. En cambio, la vida es
vicisitudinaria, conflictiva, cambiante, peleada, llena de dificultades y
complicaciones que raras veces se superan o resuelven espontánea y
graciosamente. Aun, se trata de resolver problemas que no se superan y
resuelven con ayuda ajena, pues el individuo se ve obligado a enfrentarlos
valiéndose de sus propios recursos, en la mayoría de los casos, sea porque no
dispone de ayuda o porque los problemas no admiten interposición ni mediación
de extraños.
VISIÓN VICISITUDINARIA
Visión
vicisitudinaria es comprensión a partir de lo experiencial, la que no aplica sólo
la información de los sentidos externos, vista, oído, tacto, etcétera, sino también
la de los sentidos internos, si se puede llamar información, y aunque nunca se
podrá establecer una diferenciación perfecta entre las dos dimensiones.
Entendemos por “provisión de los sentidos internos” la facultad de sentir
en el sentido que corresponde a la subjetividad, a los sentimientos, afectos y
desafectos, emociones, pasiones, religiosidad, conmociones morales,
estipulación de valores, reflexión introspectiva o razonamiento subjetivo,
espontáneo, asistemático.
Ahora bien, esta visión no surge,
como surgen otras, de un resultado final por acumulación o refuerzo, producto
del conjunto de todas las provisiones de la experiencia personal. No la provee sólo
el almacén grabado en la memoria al cual se apela en ocasiones cualesquiera
como un repertorio de soluciones aptas para la ocasión. Tampoco surge de la
prospección de lo que aún no es, de la inspiración en lo que sólo es probable o
posible, de ninguna profecía. La visión vicisitudinaria sólo puede resultar de
la experiencia vuelta facultad cognitiva: actos físicos vueltos acción neural,
circunstancias o vivencias convertidas en algoritmos biológicos incorporados
por la inteligencia para replicarse formalmente ante cualquier circunstancia
nueva conflictiva, dificultad, contratiempo, obstáculo, atolladero.
No hay utopía sino alternativa
actuante, proyección real de la intencionalidad presente, ya no de futuro. El
“impulso de actuación hacia adelante” o “espera activa”, como denomina Bloch a
esta clase de fenómeno (Bloch, T. I, 60-61), diríase sentimiento prospectivo o prospección
sentimental, es plena espera esperanzada, espera ya no necesariamente en
espera, es progresión sin progreso real, carente de planificación y organización.
Es experiencia aleatoria, estocástica, adversativa, realización a través de disyunciones
vitales y que exigen soluciones “que aún no son”.
Lo irrealizado de la esperanza, lo no consumado y que es
propio de la esperanza en espera, surge de lo vicisitudinario, el encuentro del
hombre con la mayor adversidad y del afán de seguir siendo, no, como también afirma
Bloch, del “querer pasivo” o simple anhelo, sino especialmente del deseo de algo
“mejor” o superación de la circunstancia adversa: “La exigencia del deseo
aumenta precisamente con la representación de lo mejor, o incluso de lo
perfecto, en el algo que ha de satisfacerlo” (ib., 30).
Visión vicisitudinaria, pues, es inteligencia,
pero en estado de primera naturaleza, en el esplendor de la creatividad
original y dinámica, no instintiva ni adquirida, no artificial ni imitada sino creada
a partir de la experiencia conflictiva. Por lo que es asimilable a una especie
de domesticación de la voluntad, a un control del instinto, a una especial aplicación
de la inteligencia recreada y reconstruida por la historia personal. Lo humano,
lo entrañablemente humano, como es la esperanza, seguramente resulta del tropiezo
con la adversidad. Ha de haber surgido en el hombre, habitante de la tierra,
como una reacción, como un particular esfuerzo en convertir el problema en
solución, el obstáculo en el instrumento para superarlo, lo adverso en
favorable. Reiteramos la expresión del historiador de la filosofía Giovanni Fornero:
“Bloch intenta extraer lo positivo precisamente de la contraposición dialéctica
a lo negativo.”
Si fuera por Ernst Bloch, y pese a su bellísima exposición
sobre la esperanza, una enjundiosa exposición filosófica sobre la condición humana
no sería posible reunir lo “que aún no es” y “lo que ya es” en una sola unidad
o dimensión que corresponde a la realidad admitida por todos, esa que nos
informa el sentido común. Sin embargo, encontramos que la esperanza, el largo y
amplio universo de Bloch, se corresponde con el universo real, el único que
puede racionalmente corresponderse con lo humano.
En tanto vivimos la esperanza como vivimos la espera o la
expectación, la esperanza vive con nosotros, es nuestra compañera de
existencia, es una realidad tan real como nosotros. Aunque responda al deseo de
algo y no a algo, igualmente hace vibrar las cuerdas y las cuerdas son reales.
¿Acaso su vibración no es también real? Sólo habría que examinar si esa
vibración pertenece al futuro, si se vive como se vive la espera de cualquier
acontecimiento aleatorio o que se espera porque se sabe que generalmente vuelve
a producirse. Aunque la esperanza no nos informe acerca de una realidad
concreta, vivimos en ella como si estuviese activo lo que en ella comúnmente
encontramos de inactivo, de todavía no llegado, no generado o nacido o en
estado de sólo posibilidad o probabilidad.
LAS DOS EXISTENCIAS
La
realidad, la vida real, la situación vital, el presente histórico no es lo
único que puede verificarse. Pues no todo es verdadero, “veri-ficado” (= hecho
verdad; ver Severino, 24). ¿Puede negarse la realidad de lo que se mueve y
palpita, conmueve y modifica nuestra existencia, en lo corporal y en lo mental?
¿Acaso es irreal o no existe la sensibilidad interna, el llamado sentir del
espíritu? Si la esperanza modifica el estado de ánimo, entonces, ha dado lugar
a un cambio, y el cambio no es cambio si no se siente, si no se verifica
en el cuerpo. Aparece o figura como percibido, como haz de una realidad
furtiva, de un rincón de la realidad habitualmente inadvertido, marginado por la
percepción de lo inmediato.
Se puede dudar de que algo exista, pero para dudar es
necesario contar con algo acerca de lo que se duda, porque no se duda de la
nada sino siempre de algo. Así lo plantea Emanuele Severino al hablar del cogito
de Descartes. Conocemos la existencia de algo y luego dudamos de ese
conocimiento, pues no hay posibilidad de la duda si no se refiere a alguna
cosa. “Dudamos de todo: de la existencia de la tierra y del cielo, de nuestro
mismo cuerpo… Descartes quiere decir: no estamos seguros de que nuestras representaciones
correspondan a la realidad externa; dudamos de que éstas sean sólo un sueño. Pero
este todo, del cual dudamos, debe ser conocido, para que se pueda dudar de él:
si no fuese conocido, no podríamos dudar de él.” (Severino, 45)
Por tanto, las cosas existen según
las expresamos de dos maneras diferentes. Por lo que el verbo “existir” se
refiere a lo que está fuera de la mente, y también al contenido de la mente (ib.,
46). Dudamos de la existencia de algo porque “no se sabe si le compete una
existencia en la realidad externa o independiente de nuestra mente […] es indudable
porque, justo para poder dudar de ello, le debe competer una existencia
dentro de nuestra mente”. Con la fórmula “Cogito, ergo sum”
Descartes se refiere al ser que existe en nuestra mente. Cogito o pienso
quiere decir, pues, “dudo de todo” porque sólo lo pienso. Se duda de que la
realidad se corresponda con el contenido de la mente (ib., 47).
SE VERIFICA UNA COINCIDENCIA
Ahora
bien, “si la realidad en ella misma es lo que está más allá del pensamiento,
por otra parte, el pensamiento es también, él como tal, una realidad en ella
misma: es la realidad en sí del pensamiento. Esto quiere decir que, considerado
en él mismo, el pensamiento es la certidumbre y a la vez es la verdad: no
la verdad de la realidad, sino su verdad, porque también es una realidad
y no una nada. La certeza respecto a la existencia del pensamiento significa
que, justamente porque está en duda la correspondencia entre la certidumbre y
la verdad, hay un punto —Descartes lo llama ‛punto de Arquímedes’— en el cual
certidumbre y verdad, pensamiento y realidad en sí, coinciden.” (Severino, 48).
Dice Descartes: “Para mover el globo terrestre de su lugar
y trasladarlo a otro, Arquímedes no pedía sino un punto fijo y seguro. Así
tendría yo derecho a concebir grandes esperanzas si fuese lo bastante
afortunado como para encontrar algo cierto e indudable.” (Descartes, 223) Por
lo que el conocimiento de algo se registra objetiva y subjetivamente, y
coinciden en cuanto a certidumbre y verdad si se tiene en cuenta que uno se
refiere a lo externo y otro a lo interno. Las “normas de verdad o certeza”
buscadas afanosamente por los filósofos y reñidas con el sentido común y el
idealismo (Popper, 69), no sólo son atribuibles al conocimiento objetivo: lo
son también al subjetivo. Sólo el primero dispone de la verificación, del
hecho-verdad, pero el subjetivo también se refiere a hechos. Por lo
tanto, ambos nacen en el acontecer de la existencia.
No hay cómo negar que son conocimientos confiables, en los
que se puede confiar, dignos de confianza o fe, en los que es posible fiar-se
(del latín fidare). Se deposita una fe en uno de ellos porque existe
como contenido del pensamiento, y se deposita una fe en el otro porque existe
fuera de la mente como realidad en sí. De modo que la esperanza, en tanto
contenido del pensamiento, pertenece a la realidad de la mente, y forma
parte de la duda en tanto certidumbre implicada en el pensamiento. La esperanza
se corresponde con la duda, con el pensamiento que piensa sobre su más allá
exterior, pero, sea por su grado de confiabilidad o por su grado de fe, es el
punto en que certidumbre y certeza, pensamiento y realidad, están más próximos
y prestos a coincidir.
LA ESPERANZA ¿ES VICISITUDINARIA?
Hemos
dicho que la esperanza, en tanto contenido del pensamiento, pertenece a la
realidad de la mente, y sólo falta examinar si esta realidad, en su “más
allá exterior”, es atribuible a lo que aún no es o a otra fuente no enmarcada
en el tiempo cronológico, ni a lo “que aún no es como se espera que vaya a
ser”. Enseguida intentaremos este examen.
El algo de que se duda en la
esperanza es casi el algo en que se fía; en otras palabras, la esperanza es el
punto en que tienden a coincidir el pensamiento y la realidad, aunque no
coincidan nunca plenamente. Ese no coincidir nunca plenamente es lo que suministra
una fuerza más poderosa que la que separa la duda de lo indudable. Se
manifiesta como una sola pulsión, una misma disposición ante cualquier acto a
realizarse o pensamiento a predisponerse para la acción, y depende del grado de
importancia que tenga para la conciencia.
Puede tratarse de un acto sencillo, por ejemplo,
encaminarse rumbo a un lugar alejado de donde se está y con un cometido
cualquiera. Para entonces, habrá una implícita objetivación del pensamiento
proyectada hacia lo venidero o, más exactamente, la consagración o la intención
de consagrar un acto que implica un cambio, una modificación del estado en que
se está con el fin de adecuarse al estado de situación que adviene. También
puede tratarse de algo más complejo o más complicado, por ejemplo, tener que
optar por una de dos o más alternativas, decisivas o perentorias. Para
entonces, la relación entre el pensamiento y la realidad tenderán a separarse y
en el extremo bordearán el escepticismo o la incredulidad.
Siempre dudamos, aunque no nos demos cuenta. Y
frecuentemente nos encontramos próximos al “punto de Arquímedes” (Descartes, 223),
ese punto “en el cual certidumbre y verdad se identifican”. Pero Severino
señala que la verdad originaria, según Descartes, y que está en el fundamento
del saber, “no es algo encontrado por el pensamiento, sino algo que se
impone al pensamiento sólo en el acto en el cual el pensamiento piensa, o sea
sólo en el acto en el cual el pensamiento se produce”. De modo que “hay un
punto –la existencia del pensamiento– en el cual la certidumbre es idéntica a
la verdad”. Y, aunque “se trata sólo de un punto”, según Descartes, si se trata
de “certidumbres auténticas”, son idénticas a la verdad (Severino, 48).
La esperanza no puede corresponderse
sino con ese punto de Arquímedes que permite mover el mundo. Es inútil negar
una fundamental participación de la subjetividad, la flor y nata del sentido
común, en el conocimiento científico y en las demás manifestaciones del saber,
sea la intuición o las diferentes modalidades de la inferencia, deducción,
inducción, retroducción, prospección o probabilidad. No es inoportuno
diferenciar estas metodologías, pero sí lo es procurar el desprestigio de
algunas o sobrevalorar alguna de ellas. Se debe tener en cuenta una especie de
secuela probabilística que no puede ser mensurada ni catalogada como
inferencia: la esperanza.
SÍ, LA ESPERANZA ES VICISITUDINARIA
Es
necesario especificar a qué clase de esperanza se puede atribuir el arduo
perfil del conocimiento, sea de la naturaleza que fuere, certidumbre,
duda, augur, probabilidad, etcétera. Aquel que participa en el mundo abraza
siempre la esperanza, ajeno a la razón estricta, respaldado en la fe, religiosa
o no. Algo así como un saber de lo que todavía no es que funciona como un saber
concreto y actuante aplicado a lo que ya es. Ese saber de lo que todavía no es,
y que a veces nunca llega a ser, presenta diferentes grados de creencia y
confianza, por lo que hay más de una clase de esperanza. Sin duda, la que
importa es la que dispone de una operatividad consuetudinaria, pragmática,
defectible y espontánea.
Habíamos afirmado que la esperanza
pertenece a la realidad de la mente, de lo que se desprende que también es
real, aunque referida a un “más allá exterior”. Pero ¿de qué más allá se trata?
¿Es exterior a la mente? ¿Es un más allá temporal, como lo sugiere el
principio esperanza? Un examen minucioso del asunto sugiere que, aunque se
trata de un estado mental correspondiente al despertar de la esperanza en la
conciencia, o en el subconsciente, el más allá en cuestión no puede resultar
sino de la elaboración genuina procesada en la experiencia. Pues no nacemos con
la esperanza, aunque sí con pulsiones de la talla del deseo y el amor.
Por lo que se deduce que la
esperanza participa de la gran operación por la que el individuo humano se
convierte en un solucionador de problemas y en un revelador de misterios. Se
comprueba que forma parte del conocimiento vicisitudinario, el que se refrenda
en la experiencia y la adversidad. Se comprueba en tanto este saber emplaza a
la realidad acorralándola en el mundo, modificándola y volviéndola a su favor,
convirtiendo el orden del problema en la solución del problema. Con lo que ha
logrado que la certidumbre y la verdad, el pensamiento y la realidad coincidan.
Así, pues, la esperanza es eminentemente una fe vicisitudinaria. Y, mientras la
utopía se refiere a lo inexistente (lugar que no existe, de acuerdo al
término forjado por Tomás Moro), la esperanza se refiere a algo que existe pues
se corrobora en el ánimo de la persona.
Eso no modifica para nada ni le hace
la más mínima mella al principio esperanza. Por el contrario, lo complementa,
despeja cualquier misterio que pueda presentarse, allana cualquier clase de
duda o sospecha sobre un asunto del todo complejo, profundo y arduo. La
esperanza tiene su verdadero asiento en el ser y no en el tiempo, su natural
arraigo en el presente y no en el futuro, su más encendido fervor en lo
biológico y neurológico y no en lo que lo histórico tiene de premonitorio. Lo
histórico interviene en cuanto a lo que atañe a la persona, a la historia de la
persona. Y de esa historia, lo que ha sido su nervio central, la experiencia
metamorfoseada en inteligencia.
REFERENCIAS:
“ANTHROPOS”, Revista de documentación científica de la cultura, Números 146-147, Barcelona, julio-agosto de 1993, Ernst Bloch, la razón utópica.
“ANTHROPOS Suplementos”, Barcelona, Número 41,
noviembre de 1993, Ernst Bloch.
BLOCH, Ernst (1977). El principio esperanza,
Madrid, Aguilar.
DESCARTES, (1980). Obras escogidas,
“Meditaciones metafísicas”, Segunda meditación, Buenos Aires, Charcas.
FORNERO, Giovanni (1996). “La filosofía
contemporánea”, en Nicolas Abbagnano, Historia de la filosofía,
Barcelona, Hora, volumen IV.
POPPER, Karl R. (1974). Conocimiento objetivo,
Madrid, Tecnos.
SEVERINO, Emanuele (1986). La filosofía moderna,
Barcelona, Ariel.