G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: febrero 2025

viernes, 21 de febrero de 2025

LA REALIDAD INHUMANA

QUÉ ENTENDEMOS POR REALIDAD EN LA VIDA COMÚN Y CORRIENTE


Llamamos realidad a lo que percibimos en nuestra relación con el mundo y de acuerdo a la suerte que nos toca en la vida. Pero es algo más de lo que registran los sentidos o interpretan las ciencias y la filosofía.

 

Piénsese en el sentido con que impregnamos ciertas exclamaciones sobre la realidad: “la realidad es cruel”, “es capaz de superar a la fantasía”, “es la enemiga de los sueños”, “es la reina del desengaño”, etcétera. La palabra no suele evocarse cuando se piensa en la felicidad, en el solaz, en el bienestar. La realidad es la parte que no entendemos de lo que existe, puesto que rara vez hablamos de ella cuando la vida nos trata bien y complace. Lo real es lo que nos niega o nos daña. Lo demás es pura atribución de nuestra parte, imaginación o ilusión.

            ¿Acaso es real la felicidad? Nos viene a la cabeza la noción de realidad cuando sufrimos, cuando nos desengañamos o fracasamos, cuando se presentan los mayores problemas. No se aplica cuando se trata de un momento agradable, de paz o de bonanza. Exclamamos “¡gracias a la vida!” o “¡detente, tiempo!”, pero raramente cantamos loores a la realidad. Porque viene al caso más bien la noción de prodigio, de maravilla o milagro. Es posible que nos vaya bien en un momento o en una etapa de la vida, que se cumpla un deseo o que logremos consagrar una aspiración personal. Entonces no sentimos el poder, la fuerza incoercible de la realidad.

            Esa fuerza es la adversidad, el palo que se le mete a la rueda de la vida, el no con que chocamos ante toda iniciativa, con que se bloquean nuestros propósitos, aun el más simple. La realidad somos nosotros luchando contra lo que no está dispuesto a cedernos un lugar en el mundo, el mundo que desde que nacemos nos espera y abruma con su ajenidad, sus terribles sorpresas, ironías y coerciones. El mundo que se resiste a que conquistemos al menos la más pequeña de sus infinitas porciones.

 

QUÉ ES LA REALIDAD

 

Es la parte que no entendemos, la parte problemática, como ya fue dicho, puesto que no es necesario que entendamos lo que nos resulta propicio, favorable, conveniente. Lo pródigo no nos parece realidad sino más bien ficción, quimera. No parece real y por eso no hay que bregar por entenderlo porque se explica por sí mismo. Con sólo experimentarlo saciamos la sed de entender. Entender es una cuestión relativa a los que nos convierte en sujetos extraños al mundo, es decir, en problemas. No lo que nos deleita, lo que sabemos que asegura la permanencia en la vida y su continuación no conjeturable.

            El empeño por encontrar la diferencia entre la realidad y la idea se torna innecesaria al descubrirse el uso fundamental que damos a ciertas palabras. El problema de la realidad aparece planteado bajo nuevas preguntas: ¿cuál es la verdad de la realidad? ¿Cuál es la realidad verdadera? Cualquier persona puede ensayar una respuesta si ha vivido una parte importante de su vida. La verdad de la realidad no es exactamente la realidad aprehendida objetivamente ni una interpretación que cumpla a rajatabla con el entendimiento.

La verdad de la realidad es una sola: es la antagonista de la vida. Esta visión surge al vivir con entusiasmo y no con pesimismo las zonas claras y las zonas oscuras de la historia personal. Resulta de vivir bajo el general propósito de descubrir lo verdadero, no con segundas y rebuscadas intenciones. La verdad surge al entender el mundo de la manera más sencilla y a la vez más profunda; a partir de lo cual el entendimiento debería detenerse y entenderse a sí mismo. Explicarse, desmitificarse, volverse una función como la de ver y oír.

            Entender el entendimiento sería empezar a disolver el problema de la apariencia, de la relación entre el sujeto y el objeto. Entender el papel que le cabe a la realidad en el problema de cómo aparece la realidad ante nosotros. ¿Qué función le corresponde a la razón, qué función a la intuición, en fin, a los sentimientos? De a poco nos damos cuenta de que lo verdaderamente real, lo que sin vacilación llamamos realidad, es lo que nos rechaza como comparecientes en el mundo, no lo que comparece ante nuestros sentidos. Lo que nos niega y no lo que debemos discernir entre lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo.

            La realidad es lo que se opone a nuestra existencia. La esencia del ser que somos, pues, no es sino el no-ser, la negación. Si se piensa bien se descubre que esta negación es el verdadero propulsor del ser, su opuesto perfecto y, por tanto, el responsable de que el ser se realice y efectivamente sea. Puesto que deseamos ser, queremos existir, anhelamos prolongarnos sin muertes en el camino por el solo impulso de evitar no ser, la no-existencia. La fuerza que nos impele a desaparecer, esa fuerza invisible e indescriptible, paradójicamente es la fuerza del ser, de la vida toda, de la vida de los humanos. Y, si no hay contrariedad, negación, obstáculo y problema, entonces no hay vida. Si se pudiera aislar, controlar y aprovechar esa fuerza, la fuerza de la nada que impulsa todo, se trataría de la mayor conquista de la historia humana.

 

 

 

 

LA VERDAD DE LA EXISTENCIA

 

De acuerdo a estas reflexiones ¿cuál es la verdad de la existencia? Se desprende que no hay una verdad única y que la verdad depende de cómo nos vaya en la vida, de qué hacemos con la adversidad o realidad. En lo que la adversidad se pueda volver a nuestro favor radica lo más importante. En cambiarle el signo contrario, en metamorfosearla, en volverla buena depende que se gane nuestra confianza. Podremos confiar en lo que responda a nuestra intervención en el pequeño entorno del mundo que habitamos y que se nos opone.

            Confiar en algo es otorgar verdad a ese algo. Y, al revés, alcanzar la verdad no es más que depositar la confianza en algo. No hay una verdad general para los seres humanos comunes y corrientes, una verdad aplicable a todo, ni la de la ciencia. Hay en cambio una verdad que atribuimos a las cosas y que surge al poder confiar en ellas. ¿Es verdad que existe una galaxia a unos trece mil quinientos millones de años luz de la Tierra? Sí, es verdad, pero no es algo que atañe a la confianza en alguna cosa de la vida cotidiana, sino a lo que unas pocas personas, que confían en su trabajo, luego nos dejan saber a nosotros porque se han preocupado por la verdad de la galaxia HD1. Ellas confían en que es verdad porque confiar es tener fe. Si se tiene fe es porque hay algo que merece la confianza y que, por tanto, pertenece a la realidad. Para el entendimiento ordinario, el que profesa la persona en su vida diaria, sólo existe aquello en que confía, sin menoscabo de todo lo que prescriben las disciplinas del conocimiento.

            No hay verdad para quien no se haya empeñado y no haya luchado por confiar en algo. En otras palabras: no hay verdad sino en torno a los resultados de nuestra participación en el mundo. La realidad surge a medida que luchamos, que nos acechan los éxitos y los fracasos. No hay verdad verdadera para quien no haya vuelto lo imposible en posible. Así, la realidad, en lo que atañe a nuestros anhelos y desesperanzas, alegrías y angustias, depende de nosotros. Aunque no es lo que suele creerse, la realidad es la transformación de la fantasía, de lo que aparece como ilusión, de la incredulidad y el recelo, en vida concreta, acción y realización determinada e indiscutible. Lo demás puede ser realidad, también, pero no es de nuestra incumbencia confirmarla. No nos interesa, porque no parece indestructible o impenetrable y, por el contrario, es benigna y aun tiende a desaparecer, a esfumarse muy pronto.

 

EL VECTOR

 

Vivimos en el supuesto de que el tiempo nos lleva a su antojo, de que los días pasan sin que nos demos cuenta; cuando los que pasamos somos nosotros. ¿Cómo pasamos? A fuerza de cambiar, porque no somos cosas sino procesos, asuntos que no permanecen jamás en un estado único. Los estados únicos son sólo percepciones que entran dentro del espectro del entendimiento humano. Fuera de él las cosas son inimaginables, irreproducibles e indescriptibles. No contienen los hiatos que contienen las percepciones, los razonamientos y los sentimientos, las fronteras que se nos aparecen entre percepción y percepción o entre un sentir y otro.

            Somos el vector que resulta de la convergencia de dos fuerzas aunadas: la del mundo y la de la acción que podemos ejercer sobre el mundo. Si no ejercemos ninguna fuerza, no somos nada, es decir, no somos, o somos sólo una piedra, un cometa, un universo, es decir, algo que no entendemos del todo. ¿Confiamos en este suelo de tierra o arena, en este lodo, en esta piedra o en este pasto en el que se apoyan nuestros pies? Entonces, eso que nos sostiene existe y es verdad. Es lo que se puede decir si se nos interpela a bocajarro, a quemarropa.

            La misma conciencia de que existimos, de que cada uno es aquel que es, que se conoce a sí mismo y que eventualmente se autodefine, ¿no es algo bastante abstracto? ¿Acaso no responde a una subjetividad que puede prescindir olímpicamente de la experiencia y de la historia de vida? Porque no todos se atienen a su historia de vida: más bien, se atienen a la historia colectiva, a la general, la que se presta a sugerir y a facilitar posibles caminos, algunos sospechosos, pero apasionantes, pocas veces el propio. La verdad es la más sospechosa de las convicciones, pero esconde aquello en que confiamos.

            Decimos que lo verdadero es aquello en que confiamos, pero ¿qué se puede decir en contra de esta declaración terminante y grandilocuente? Se puede decir que la verdad, por sobre cualquiera de las concepciones individuales, es el concierto de todas las opiniones, declaraciones y demostraciones del presente y del pasado. Se puede decir que ese concierto es el conocimiento humano, la enciclopedia del conocimiento, las ciencias, la filosofía, la historia, el arte, etcétera. Pero, sin desmedro de ese conocimiento, no es la verdad para el sujeto que se enfrenta a la vida después de nacer en la época y en el lugar que le ha tocado. No son los contenidos de la enciclopedia humana los que le asisten, sino sus solas y solitarias vivencias, las que le han sugerido alternativas y posibilidades, caricias y golpes: la cuna, la miseria o la riqueza, la educación, las actitudes de los demás, lo que le han inculcado, la historia de vida, el momento, el lugar.

 

LA VERDAD APARECE DESNUDA

 

La verdad es lo que enfrentamos cada día, una verdad que empieza por la mañana al levantarnos, la verdad que surge al empezar a movernos, a caminar, a hacer las cosas. La verdad filosófica es una ideología o una quimera, y los filósofos no tienen derecho a postular ninguna verdad que la persona no pueda comprender, que no pueda consignar en su vida por resultar incomparable, imposible de hacer coincidir con la que en su vida surge como confiable.

            Hay una verdad para la filosofía y para las ciencias, y es la verdad para todos si de alguna manera puede reflejarse en la vida común y corriente. De lo contrario no se trata exactamente de la verdad sino de una teoría o de un concepto, por ejemplo, la curvatura del espacio. No hay duda de que esta teoría se ha comprobado, que ha sido confirmada por prolijas observaciones, aun por la misma clase de experiencias que tienen las personas en la vida común y corriente. Pero no captamos la curvatura del espacio en que vivimos. La diferencia es bastante clara: hay una verdad en la que se puede confiar porque se la ha experimentado personalmente; y hay una verdad que se puede demostrar, sea cual fuere la experiencia personal de quien la demuestra.

            Hay una verdad vestida y hay una verdad desnuda; una verdad que requiere de ciertos aditamentos, de algunos accesorios imprescindibles, y una verdad que surge de la sola experiencia de vida, sin ninguna clase de añadiduras ni complementos. Si no se tiene en cuenta esta distinción, se puede confundir el verdadero valor del pensamiento humano, de las ciencias y de la filosofía. Cuando se trata de la lucha por la vida, la verdad se presenta con signos diferentes a los de la verdad cuando se trata de la lucha por el conocimiento.

 

LA CONFIANZA SOLA

 

Existe una dimensión intermedia entre la vida común y corriente y la vida vista de acuerdo a la filosofía y las ciencias. Es la dimensión en que el conocimiento humano es aplicado en la vida común y corriente, como se da el caso en la medicina, la abogacía, la ingeniería, las profesiones tecnológicas. En esa dimensión intermedia no se puede hablar de verdad en un sentido preciso, pero tampoco se puede hablar de confianza sin más. Se debe elegir, y entonces intervienen la confianza en la ciencia y la confianza en la confianza.

La confianza en la confianza es la fe, entendiéndola como fe religiosa, pero también como fe sola, emergente de sí misma, de algo concreto o sólo de un pálpito, de un recuerdo o de un presentimiento; también de una emoción. La verdad, entonces, cobra una aureola de misterio, aparece como un sentido y no exactamente como un significado concreto y aprehensible, el que en general tienen las palabras, los conceptos y las teorías. La verdad se despoja de todas las vestiduras y asoma en la conciencia como creación propia, como resultado de la conjunción de un gesto propio y de un resultado externo, ocasionado por el gesto.

La fe, pues, es algo muy amplio y vinculado al conocimiento, de manera opuesta a como en general se considera. Conocimiento y fe ¿pueden concebirse como elementos pertenecientes a la misma clase? Claro que no, pues en las ciencias no se confirma. Pero se confirma en la vida común y corriente cuando el entorno devuelve el producto forjado por nuestra intervención y se refleja en la historia personal. Entonces, y de acuerdo a cómo ha respondido el mundo que nos rodea al intervenirlo voluntariamente, nos hacemos la idea de cómo es, con lo que articulamos nuestra noción de realidad porque confiamos en lo que ha ocurrido, y puesto que nos ha ocurrido a nosotros.

            Fe y confianza son una misma profesión que responde a la conciencia y también a la inconsciencia. La fe se dispara hasta involuntariamente y procede como si huyera, pero sin espanto, de manera serena y sólo para tomar posición en un lugar más alto del que se encuentra la razón. En ese lugar, desde el cual se puede divisar un horizonte más amplio, parece que se pudiera ver todo. Pero la fe no ve nada puesto que su oficio no es ver: ver la distraería y la obnubilaría. Su oficio no es el que corresponde a los sentidos, a la razón, a lo que es esperable como lo es el valor de una expresión lógica cuando se desprende de otra.

Se puede depositar la confianza en el cuerpo, en sus sentidos perceptivos, también en la pura y prometedora razón o en la plurivalente intuición. Se puede depositar la confianza en observaciones que en el presente sugieren cómo va a ser el futuro, en mediciones y estadísticas o en simples corazonadas. Pero en todas estas formas depositamos nuestra confianza en un punto que es de alguna manera concreto (mental o físico), tocable, deducible o de alguna manera “sentible”, un punto de partida que nos queda a la mano: sensible, deductivo inductivo, intuitivo, retroductivo, etcétera. La fe no tiene ese punto de partida o disparador de consecuencias predictivas ni esperanzadoras.  Está sola y, quizá, por el hecho de estar sola encuentra la fuente de donde emerge toda su fuerza.

 

LA RESTA DEL RESTO

 

La realidad no es más que una institución, una organización intelectual y práctica que creamos porque somos incapaces de resolver nuestros problemas en solitario, sin compartir dudas y convicciones con los demás. Como institución tiene un fin específico y propio: la unificación de la mayoría de las visiones del mundo. No la creamos como un conjunto de partes sino como un todo, como una gran generalización y hasta con algunos vestigios y supuestos de tradición y leyenda.

            Es una noción espaciotemporal del orden de las explicaciones y descripciones, aunque nadie esté plenamente y del todo de acuerdo con ella hasta ahora. Pero es algo más que una ilusión, puesto que nos contiene y al mismo tiempo la contenemos. Somos quienes la inventamos un instante antes de meternos en ella, fundando nuestra razón de hacerlo en que sin nosotros no sería nada o sería algo indefinido y confuso. Somos sus elementos constitutivos y también sus elementos constituyentes, la unión de estas dos condiciones infaltables: la de ser pacientes y agentes en el dinamismo del mundo. Ella nos atribuye sus propiedades y nosotros le atribuimos las nuestras. No sabemos si está dentro de nosotros o nosotros dentro de ella, o si las dos cosas.

            Se dice que es la suma de todo lo que nos es posible conocer, de todo lo que no depende de nosotros. Pero no es ninguna suma. Por el contrario, es sólo aquello que hemos podido aislar, restar del resto, el resto que nos apabulla y no comprendemos. Restar del resto es nuestra labor, el sumun de nuestra inteligencia. Cada cosa que ganamos como conveniente es una muestra y extracto de todo lo que hemos hecho para procurarla, actos fisiológicos y neuropsicológicos de todo tipo.

            Si no fuera porque necesitamos confiar en la firmeza del suelo que vamos a pisar en el siguiente paso, la realidad no nos importaría. En el paso que estamos ya está toda la vida jugada y no hay nada que hacer que no sea para el futuro. Lo que nos importa a continuación: eso es la realidad. Lo que ya es dado, sea lo que fuere, no se puede restar, por lo que hay que hacer todo de nuevo, y ese hacer es nuestra realidad.

            Cada día descubrimos algo nuevo de la realidad, algo que atribuimos a tiempos remotos en la historia, al mundo de las moléculas o al inframundo de los átomos, al de los planetas y galaxias, etcétera. Con lo que, en cierto sentido, la realidad que ignoramos nos descubre a nosotros. Ambos pasamos a existir en un dominio común en el cual se produce un intercambio de influencias, incluso modificaciones en las dos partes. Según resulten esas modificaciones irá transformándose nuestra idea de la realidad. El mundo tal cual es, en general, no saca mucho provecho de las modificaciones que le propinamos; nosotros sí. Es en lo que terminamos confiando y lo que finalmente entendemos como verdad o saber verdadero.

 

EPÍLOGO

 

Todo esto no significa que debamos desoír a la ciencia, que se ocupa de la realidad sin el apremio de los requerimientos de la supervivencia, aunque sí de una clase especial de adversidad. La ciencia se ocupa de nuestro cuerpo y de nuestra mente, y nosotros nos ocupamos de nosotros. Tampoco significa que al ocuparnos de nosotros no podamos favorecernos con los hallazgos y adelantos de la ciencia. Pero ellos nos ayudan si antes los asimilamos e integramos a la vida como integramos la ayuda que nos presta la experiencia personal.

            La comprensión de la realidad está totalmente impregnada de ciencia cuando nos hemos familiarizado con ella, lo que no es accesible para todos. Por lo que, sin duda, las alegrías y delicias de la vida son también reales, especialmente cuando funcionan como premios a nuestros desvelos. De todos modos, las sentimos como partes de una realidad diferente, bondadosa y amigable, lo que se parece a lo irreal o extraordinario. Sabemos cuánto esfuerzo exige conquistarlas honradamente. Se puede decir, pues, que esos estados son centros gravitacionales de la felicidad, corolarios de la historia personal que de otra manera no se expresarían como se expresan, es decir, como raras consecuencias de la lucha por la vida.

            Por último, digamos que la interrelación entre el individuo y el entorno se da de muy diferentes maneras en las personas, y que, aun, en algunas no se da. A pesar de ser el requisito fundamental de la existencia humana, sin embargo, su plena realización es imposible sin la intervención de la voluntad. De ahí que existan personas que parecen vivir en otro mundo, responder a otra realidad y no a la que en general responden todos. Que parecen vivir en un mundo de fantasía que a la larga sólo les proveerá unos estados de falsa felicidad, efímera o procurada por medios artificiales que conducen a la desgracia.   

lunes, 17 de febrero de 2025

LOS TRATADOS DE JUAN MONTALVO

En sus famosos ensayos “Siete tratados” y “Geometría moral”, en su novela “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”, en sus cinco dramas de “El libro de las pasiones”, Montalvo teje una gran trama literaria considerada por la crítica y la historia de la literatura como expresión del más alto ascendiente estilístico y riqueza idiomática al servicio de su fervor patriótico y americanista.  

 

Juan Montalvo, que nació en Ambato, Ecuador, en 1832 o 33 y murió en París en 1889, dedica toda su elocuencia en describir, reflexionar y denunciar asuntos relacionados con el carácter, la personalidad y la peripecia del ser hispanoamericano. Su estilo es, con toda seguridad, el de mayor facundia en su lengua durante el siglo XIX, por su expresión castiza, el giro elegante y la sin par consonancia con el espíritu del idioma, aunque “se embriagó de arcaísmos”, como nos los revela Rodó (1957, 595). Ese estilo es también el medio por el cual se expresa un implacable juez moral, que sin titubeos denuncia las desmesuras y los vicios que prosperan en los gobiernos, en el clero y en la vida en general de sus paisanos, a quienes dirige discursos cáusticos y mordientes sobre la realidad en que viven.

Y, pese a la intencionalidad corrosiva, gusta ilustrar y embellecer sus designios altruistas, políticos, sociales, culturales, patrióticos y americanistas mediante una estética contigua e inmediata a su ética. Hay algo particular en la forma en que son presentados tales designios, ya que, si se lee con atención, se comprueba que no surgen de su intrínseca literatura, hablando propiamente. Más bien es su literatura la que surge de su preocupación por el hombre y la sociedad de su tiempo. Montalvo bosqueja un retrato del hombre y de la sociedad y luego lo completa con su retórica y con su poética; dibuja y luego colorea; improvisa algunos compases al piano para entonces componer, escribir la partitura orquestal.

No desarrolla literariamente sus ideas, como otros escritores de su tiempo, presentando temas y asuntos diversos de carácter social y psicológico. En cambio, produce literatura adyacente, paralela al cuerpo de sus ideas con el fin de explicarlas, justificarlas y esclarecerlas mediante un lenguaje puro o, si se quiere, a puro lenguaje. Una literatura aparte que rinde cuenta de sus ideas y no una literatura de ideas. Esta sutil diferencia distingue el ensayo de Montalvo.

No quiere decir que su obra sea fundada y levantada sobre dos grandes columnas, la de sus ideas éticas, religiosas, psicológicas y sociales, y la de su estética, la del desarrollo ejemplificante, la de los adornos y complementos o literatura propiamente dicha. Nada de eso; en su lugar hay una sola construcción en la que se compaginan armoniosamente los dos propósitos, a veces mediante la exposición directa y hasta se diría periodística y a veces mediante la gran digresión, la parábola, la narración mitológica, la evocación de personajes históricos o de ficción, la leyenda, los relatos, las biografías ejemplarizantes y sugestivas: la gran prosa.

 

LO PROPIO DEL ESTILO

 

Esta modalidad le acarrea ciertas dificultades. Sus designios altruistas y patrióticos que enmarca en la belleza de multitud de crónicas, referencias cultas y anécdotas de famosos, componen una trama que se desprende del tracto principal en el que suele presentarlos. Con ello arriesga que todo se autonomice y aísle, lo contrario a lo que por ejemplo encontramos en las parábolas de José Enrique Rodó, las que encajan bien en el tronco principal de los Motivos de Proteo, sin desprenderse o germinar como narraciones propias, aunque puedan leerse en tanto piezas algo autónomas. En los Siete tratados (1944a) que, según Rodó, escribió o bosquejó en 1882, en la paz del refugio que halló en la localidad de Ipiales, Colombia, y en Geometría moral de 1902 (1944b) aparecen relevantes acotaciones sobre figuras celebérrimas, Lord Byron, entre ellas y su Don Juan, y el Don Juan Tenorio de José Zorrilla.

También aparecen Montaigne, Chateaubriand, Lamartine, Goethe, las doncellas amadas por estos vates y memorialistas, estampas, viñetas, bajorrelieves, grabados y aguafuertes que nos distraen y pierden en una retórica un poco ajena, bellísima y excelentemente estructurada, pero que escapa de lo esperado, del Montalvo que conocemos sólo después de dar la vuelta a esa larga curva, trepar por esa empinada cuesta que constituye el grueso de su obra principal. El lector actual se ve obligado a hacer el esfuerzo de escalar ese monte, pero el esfuerzo le permitirá encumbrarse y contemplar otro mundo desde ese singular mirador idiomático, aunque se trate del mundo de siempre, un nuevo paisaje que se abre inusitadamente por el sólo efecto de la escritura admirablemente tratada.

Gusta embellecer sus ideas presentándolas mediante una prosa de exquisita sintaxis que luego acicala, matiza y aromatiza de manera casi perfecta, logrando lo que no alcanzaron algunos grandes escritores de su tiempo. Por ejemplo, Juan Valera, el autor de Pepita Jiménez, que prologó la Geometría moral y que como él se interesó por la política, o José de Espronceda, o Marcelino Menéndez Pelayo, o Gaspar Núñez de Arce. Fueron poetas, filólogos, críticos y políticos que vinieron a fundar una literatura a la vez preciosa, erudita y moralizante.

Montalvo se extiende por un inmenso plano de digresiones, símbolos ejemplarizantes y leyendas inesperadas con las que se esfuerza por enriquecer sus revelaciones, críticas, juicios, reprensiones y alegatos sociales que, pese al efecto abrumador que sin duda producen, resultan en una obra magistral. Puede regresar al punto de origen y reiniciarse, pero no sin volver una y otra vez a insistir en narraciones mitológicas, aventuras literarias o históricas, comparaciones o alegorías que a menudo resultan interminables, porque se desencadenan con tal soltura que terminan desuniéndose del tronco madre. Elucubraciones sobre personajes y autores, genealogías, razas, belleza de los cuerpos, blancura y tersura de la piel, distintivos de negros y mulatos, belleza femenina encantadora, comidas y banquetes, vestimentas, pasiones vulgares y erotismo, maravillas de la juventud y limitaciones de la vejez. Una danza ritual que se adiciona a la labor crítica y analítica y que, aunque no la perjudica, sin embargo, la divide en dos alas demasiado separadas.

Rodó en su “Montalvo” (R. Monegal, 1957, 573) dice: “Mientras en sus procedimientos de artífice se manifiesta lo refinado, lo complejo, hay en su naturaleza de combatiente y de entusiasta mucho de empuje primitivo e indómito, de heroica y candorosa energía. En la flor del aticismo del humanista aclimatado, trasciende la crudeza del terruño de América. Y el efecto es una originalidad sujeta a números y tiempos, pero no domeñada, que como carácter literario, no tiene semejante en la América de nuestro idioma, y que habrá ocasión de definir más ampliamente en otras partes de este estudio.”

 

LOS DOS PRIMEROS TRATADOS

 

Como expresó Enrique Anderson Imbert, Montalvo “se distancia del tema mismo sobre el que estaba escribiendo. Su interés estaba no tanto en las ideas como en la riqueza musical y plástica de lenguaje” (Tomo I, 334). Su obra hereda nostálgicamente el romanticismo y a la vez, como se ha dicho, avizora las primicias del modernismo. Es el gran propulsor del idioma en las etapas que registran su definitiva liberación del primer clasicismo, el de Góngora y Quevedo, el de Tirso, Lope y Calderón, para no decir el de Manrique en el siglo XV, el de Santa Teresa de Jesús en el siglo XVI, el de Cervantes en el siglo XVII o el de Feijoo en el siglo XVIII.

Es testigo y a la vez coautor de la revolución o crisis que lleva a la lengua literaria española a alcanzar las más destacadas proyecciones que desembocan con felicidad en el siglo veinte. Montalvo, contemporáneo de José Martí y Rubén Darío, de José E. Rodó, Leopoldo Lugones y Andrés Bello, sin mencionar a otros escritores importantes, se levanta por encima de ellos por su pasión, su lucidez encendida y su militancia batalladora, que sólo iguala en sus compromisos la de Martí, o se equipara la del peruano González Prada, el maestro de Mariátegui.

            En los dos primeros tratados se encaran dos temas que llaman su atención y en cierto sentido despiertan su admiración: la nobleza y la belleza en el género humano. No porque sea del caso encontrar en el tratamiento dado la admiración por estos asuntos, que en su tiempo se circunscriben a los ámbitos cultos y refinados, de los que Montalvo en general no se ocupa. Se destacan porque se envuelven en torno a una belleza humana que se destila de la raíz original, la de los colonizadores, la de las mezclas con la sangre indígena y con la vertiente africana, la de negros y mulatos, así como la combinación étnica y social que termina en los cholos y rotos (1944a, 130).

            Al estilo de las grandes autobiografías, Montalvo suele introducirse en el discurso, volcar relatos y experiencias propias y hacer gala de sus contactos con personajes célebres. Uno de ellos, Lamartine ya anciano, acepta la solicitud de Montalvo para visitarlo durante su estadía en París, después de que el político y escritor francés rechazara otros pedidos de algunos estadounidenses. Lamartine simpatiza más con los hispanoamericanos, a quienes admira. Su opinión sobre Estados Unidos resulta bastante parecida a la de José Enrique Rodó, y Montalvo la transcribe así: “Quiero mucho a la raza hispanoamericana: su generosidad, su elevación, sus prendas caballerescas me cautivan. A la norteamericana, la admiro: habilidad, fuerza, progreso inaudito; mas tiene para mí defectos que me obligan a mirarla con tedio. Su divisa es atroz: times is money, money is God.” (1944a, 89)

La crítica de Montalvo sobre la situación de su país y de Hispanoamérica no es una crítica ideológica, como se podría calificar actualmente, ni política ni social: es una crítica –o analítica– historicista e histórica. Historicista porque su vara de medir es la historia y porque sus veredictos encuentran justificación en la antigüedad culta. Remite sus alegatos a los fundamentos constituyentes del espíritu humano y cuyas referencias encuentra en Grecia y en Roma, las que le parecen modélicas, fuentes para un ideario y que le inspiran proverbialmente.

Histórica o historiográfica porque sigue la línea de los grandes historiadores, Michelet o Gibbon, tomando de ellos no sólo los ejemplos sino también los procedimientos ajustados a testimonios y monumentos confiables. Hay en Montalvo una vinculación muy bien resuelta entre la mitología y la historia real, una consustanciación casi perfecta entre la realidad y la ficción, las figuras de carne y hueso de los memorialistas y la pura imaginación literaria: Chateaubriand o Montaigne y Shakespeare o Cervantes.

 

EL TERCERO

 

“Réplica a un sofista seudocatólico” es un libelo de gran aliento, una enorme e ilustrada indirecta lanzada contra las pretensiones de la iglesia de su tiempo. Pero que, por el contrario, termina golpeándola directamente como efecto del disparo de un avezado francotirador. Desde la lejanía de las letras Montalvo procura adornar su responsabilidad ofreciendo un banquete de alusiones históricas ejemplificantes y edificantes. Aunque muestran a un escritor bien leído, de una erudición primorosa, cuya fruición se satisface en el detalle, en la anécdota, en Sócrates y en Jesús, en Porcia y en Julio César.

Tales alusiones terminan ganándole la reprobación de la Iglesia y la respectiva prohibición de los Tratados. Ya se había ganado a un enemigo de gran importancia: el tirano Gabriel García Moreno, “católico y conservador recalcitrante”, aunque realizara obras de infraestructura y reformas culturales de importancia en Ecuador. Este hombre caricaturizó a Montalvo como “el diminuto Voltaire de Ambato”. Al enterarse de la emboscada y muerte de García Moreno, en 1875, Montalvo escribió: “lo mató mi pluma”.

           

EL CUARTO

 

“Del genio” y “Los héroes de la emancipación de la raza hispano-americana” son dos frescos que denuncian, apologizan a diestra y siniestra una moral “sin dogmas”. Se diría que arrojan a la cara de gobiernos y autoridades eclesiásticas una verdadera lluvia de apóstrofes refinados que su autor sabe modelar inspirándose en los grandes genios del pasado. Se trata de cierto expresionismo estético que para su época habría podido tildarse de manierismo. Es un “movimiento intelectualista y socialmente exclusivo”, como afirma Hauser, de “estilo refinado, reflexivo, lleno de refracciones y saturado con vivencias culturales” (1969, 17-18).

            “Así como una pintura manierista no muestra, de ordinario, una composición unitaria, desintegrándose en partes, escenas, grupos y figuras más o menos independientes, así también una obra literaria manierista se compone de imágenes que, en cierto sentido, pueden ser también consideradas y gozadas cada una de por sí”, agrega Hauser (ib., 20). El concepto de genio significa para Montalvo un “ente sobrenatural que acompaña a los varones ínclitos y les dirige sus acciones con respecto al mundo y el género humano, bien favoreciendo los grandes propósitos de sus benefactores, bien anunciándoles su destino” (Montalvo, 1944a, 275).

            Está claro que él es el portador de tal particularidad, el que exige que aparezca alguien capaz de enseñar cómo es el mundo y de fijar el destino de los seres humanos, aunque se trate de una confesión hecha sólo de manera implícita. Juega con esa gran habilidad, pero es un juego serio, arriesgado por acusar a quienes inicuamente y en definitiva decretan su desgracia, el exilio y la pobreza. Se ocupa del genio, aunque se cuida de sugerir que él pueda ser uno.

Es consciente de lo que hace con su arte; sabe cuánto entretienen al lector sus alegorías edificantes, el escrutinio de nombres célebres de la realidad y de la ficción, en un proceder que recuerda a De los nombres de Cristo de Fray Luis de León. Montalvo no habla de sí mismo, pero se refleja en la escritura como en un espejo. Le ocurre lo que al francés Miguel de Montaigne: “¿Pensáis que va a hablar de Julio César o del gran Pompeyo? No señor, de Miguel de Montaigne es de quien habla” (ib., 288). 

 

LOS OTROS TRATADOS

 

En el siguiente y quinto tratado sobre los héroes de la emancipación hispanoamericana, correlaciona a dos genios que, como es su costumbre, uno es real y el otro mítico: Héctor y Bolívar, el valiente príncipe troyano de los poemas homéricos y el héroe de la emancipación sudamericana. Afirma “A Aquiles, a Héctor no se les quiere: se les admira; a Napoleón se le teme; a Washington se le venera; a Bolívar se le admira y se le teme” (ib., 324). Montalvo dedica este tratado a componer su quinta sinfonía que podría llamarse “Bolívar”.

Luego tenemos el sexto, “Los banquetes de los filósofos”. Es una historia de la exuberancia humana, si se puede decir así, de la cultura doméstica, el lujo, la feracidad, el prodigio de los apetitos humanos cuando son complacidos mediante la aplicación de una inteligencia natural y sabia. Es la apología, o más bien la apoteosis, de los manjares servidos en recipientes refinados, la ciencia de la economía alimentaria cultivada con esmero. He ahí al acaudalado Lúculo, su huerta, su quinta, su cocina de diletante y el templo gastronómico que describe Julio Camba en La casa de Lúculo, editado por Espasa Calpe en 1945.

En “El buscapié”, el séptimo tratado, cuyo título alude a algo que se dice para hacer hablar a los demás, Montalvo se ocupa de Don Quijote, de la habilidad de amalgamar el mundo real y el mundo ideal. Encuentra en la obra de Cervantes una ética que sólo la risa puede exhumar de la amargura y de la iniquidad. Se trata del prólogo a la novela Los capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Dice que Plauto, Cervantes y Molière “han hecho más contra las malas costumbres que todos los campeones cuya espada ha sido la cólera o las lágrimas […] La espada de Cervantes fue la risa” (1944a, 457 y 459). Y de inmediato pasa a Homero, y de inmediato pasa a Sófocles, a Shakespeare, a Milton, al romántico personaje de las Peregrinaciones de Childe Harold, obra publicada en 1812 por Lord Byron. La enciclopedia del escritor ecuatoriano se traslada de biblioteca en biblioteca en busca de esplendor, saltarina y juguetona como si quisiera acelerar los ritmos de la prosa y fijar un compás de mayores tiempos.

Puede ser, en efecto, que nos embarquemos en una nave que se aventura en la diversidad inmensa del océano y más allá de sus cursos habituales, traspasando la línea del Ecuador que Montalvo conocía de primera mano. Pero no importa que nos extraviemos, porque es un viaje por el lenguaje y a través de una escritura cristalina y pura, de profundos azules, olas suaves de espumas que brillan bajo el sol de mediodía y acordes armoniosos, contrapuntos que se alejan y se acercan ajustándose con exactitud al confrontarse. El escritor se deja conducir por corrientes marinas que llevan y traen con un vaivén encantador, en un danzar que no marea pero que embriaga, que no fatiga, aunque agite el alma, que parece de antigüedad rancia, pero esconde el movimiento original, la coreografía que había delineado el ancestro lingüístico.

 

GEOMETRÍA MORAL

 

La Geometría moral es obra que Juan Valera toma como el octavo tratado de Montalvo, quizá porque mantiene los mismos tonos y caracteres, parecidos argumentos y disquisiciones a los de 1882. Gira en torno a cometidos que el prologuista compara con los de Miguel de Montaigne en sus Ensayos. Pero no porque encuentre en ellos imitación o copia sino porque comprueba, afirma Valera en el Prólogo, “los mismos soliloquios, divagaciones, dudas y cálculos sobre cuanto al autor se le ocurre; el mismo ir y venir  de una en otra idea y de uno en otro asunto, y la mismas abundancia de citas, anécdotas, hechos y dichos tomados por el uno de los autores griegos y latinos, y suministrados al otro por la asidua y variada lectura de poetas, filósofos, historiadores, novelistas y eruditos de Inglaterra, Francia, Italia y España”.

Su título apenas se justifica: no es una moral y en sus páginas hay poco de geometría o de algo que se parezca. Tampoco hay filosofía o filosofía moral, lo que por lo demás también observa Varela. No hay proposiciones, escolios o corolarios, demostraciones al estilo de Spinoza, a quien bien puede evocarse al considerar un título que parece remitir a alguna ciencia axiomática. Montalvo encuentra una vinculación especial en Don Juan Tenorio, el Don Juan francés y Lovelace, la de un polígono, “cuerpo de muchos lados”, explica, encontrando que “con cada uno de ellos aman a una mujer; empero tan fugaz la imagen mal estampada en ese turbio espejo, el cual, por otra parte, es giratorio, que a cada vuelta va perdiéndose una y compareciendo la otra” (1944b, 42).

Con el propósito de rendir cuentas del espíritu femenino que subyuga a Don Juan, Montalvo busca una explicación de sentido común e inteligible. Se afana por traspasar las barreras metafísicas y místicas del amor, como si se tratara de una crítica al romanticismo y al racionalismo, aunque para nada quiera configurar una doctrina. Al mismo tiempo, y a punto y seguido, dice de esa forma geométrica y poligonal: “Esta figura no es el punto generador del universo, ni el santo triángulo, símbolo de un misterio; mas antes embolismo [enredo, embrollo] funesto, donde la Geometría, enmarañada, ofrece sus incógnitas a los espíritus infernales, muy más inaveriguables y profundos que los enigmas de la esfinge.” Con lo que se mantiene en un plano místico y religioso.

Una Geometría que se invoca sólo para ahuyentar a los espíritus, no por aplicar sus instrumentos metodológicos, no por dibujar simples figuras en un plano ni para calcular ángulos o trigonometrías. La invoca sólo para ilustrar cómo es posible describir las relaciones amorosas siguiendo el rastro de unas constantes que rompen las reglas del “amor constante más allá de la muerte” inmortalizado en el célebre soneto de Quevedo: “Cerrar podrá mis ojos la postrera…”  ¿Cómo influimos los varones en las mujeres? “El vulgo suele llamar destino esas conexiones misteriosas que aproximan a dos almas por vías no conocidas y las unen con los lazos del amor”, divaga Montalvo.

En contra de la opinión de Valera, parece ser Chateaubriand quien más influye en el ecuatoriano, no tanto por el detalle minucioso de la intimidad y la probidad de la confesión características en el autor de los Ensayos, sino más bien por la disimulada irresolución, por cierta vacilación al explicar el amor: si por obra de una veneración incondicional y aun del miedo o por la admiración apasionada y la fascinación. En el Chateaubriand de Memorias de ultratumba se percibe esa dualidad, no sólo en el amor sino también en la ideología y la política, y aun en la moral: si el amor eterno o el fugaz; si el espíritu de la nobleza o el que se esconde tras el horror de la revolución jacobina; si honrar al consenso en toda circunstancia u honrar los principios entrañables; si honrar a Luis XVI o a Napoleón.

En la Geometría moral Montalvo parece oscilar en el péndulo de cierto dualismo. A veces se inclina por la razón y el sentido común, a veces por el misterio, lo que no puede ser explicado ni expresado. El enigma de la inteligencia es un ejemplo: “El más desgraciado de todos es el que no puede ser comprendido a causa de la superioridad de su alma: a los que como éste los aborrecemos, ya porque nos lastima su grandeza, que nosotros calificamos de orgullo, ya porque nos irritan sus virtudes, las cuales pesan sobre nosotros y nos abruman. ¿Cuántos hombres superiores no son locos para el vulgo, o para los que los rodean, a causa de que él no puede bajar hasta ellos, ni ellos subir hasta él?” (1944b, 77)

Habría dos principios contarios, uno que inspira el amor puro, la entrega sin condiciones, la obediencia con respecto a las revelaciones del alma, y otro que acata las pulsiones que enciende la pasión y la carne. No porque Montalvo se ocupe del problema del alma y del cuerpo sino porque le atrae la diversidad de los sentimientos más importantes, especialmente éste, el del amor. Es el sentimiento que no sólo conmueve sino que también estremece, el que transforma a la persona e incluso define su destino. No escribió un tratado sobre el amor sino sobre Don Juan, poniendo el acento en el de Lord Byron.

Es el personaje en el que encuentra suficiente pretexto para explayarse en sus convicciones y experiencias, ensayar divagaciones sobre el tema y sobre las mujeres. Por momentos las dibuja al estilo romántico, por su belleza, el encanto de las formas, la sensualidad, por ser la razón que motiva el ser del varón, en fin, por entender que rescatarlas de su histórico olvido es la tarea más importante. Pero no hay una visión de su inteligencia, particularidad que ensombrece la ética geométrica de alguien tan sensible ante la femineidad y que también fue poeta.

Los cinco dramas que su autor denominó Libro de las pasiones figuran las pasiones, así como en los tratados, si exceptuamos el primero, “La leprosa”. Luego es de su autoría “Jara”, que trata de la venganza; “El descomulgado” sobre el amor de dos mujeres por el mismo hombre; “Granja” con el problema de los celos; y “El dictador” y la pasión política, cuyo desenlace, la muerte del dictador a manos del pueblo, recuerda la muerte de Luis XVI en Francia.

 

 

 

REFERENCIAS:

 

ANDERSON IMBERT, Enrique (1967). Historia de la literatura hispanoamericana, México, FCE Breviarios.

HAUSER, Arnold (1969). Literatura y manierismo, Madrid, Guadarrama.

MONTALVO, Juan (1944a). Siete tratados, Buenos Aires, Americalee.

MONTALVO, Juan (1944b). Geometría moral, Buenos aires, Americalee.

MONTALVO, Juan (1935). El libro de las pasiones, La Habana, Cultural S.A. (rev. de la Universidad de La Habana, T.III).

RODÓ, José Enrique (1957). “Montalvo” en “El mirador de Próspero”, Obras completas, ed. Emir Rodríguez Monegal, Madrid, Aguilar.

 

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