En sus famosos ensayos “Siete tratados” y “Geometría moral”, en su novela “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”, en sus cinco dramas de “El libro de las pasiones”, Montalvo teje una gran trama literaria considerada por la crítica y la historia de la literatura como expresión del más alto ascendiente estilístico y riqueza idiomática al servicio de su fervor patriótico y americanista.
Juan Montalvo,
que nació en Ambato, Ecuador, en 1832 o 33 y murió en París en 1889, dedica
toda su elocuencia en describir, reflexionar y denunciar asuntos relacionados
con el carácter, la personalidad y la peripecia del ser hispanoamericano. Su
estilo es, con toda seguridad, el de mayor facundia en su lengua durante el
siglo XIX, por su expresión castiza, el giro elegante y la sin par consonancia con
el espíritu del idioma, aunque “se embriagó de arcaísmos”, como nos los revela
Rodó (1957, 595). Ese estilo es también el medio por el cual se expresa un implacable
juez moral, que sin titubeos denuncia las desmesuras y los vicios que prosperan
en los gobiernos, en el clero y en la vida en general de sus paisanos, a
quienes dirige discursos cáusticos y mordientes sobre la realidad en que viven.
Y, pese a la intencionalidad corrosiva, gusta ilustrar y embellecer sus
designios altruistas, políticos, sociales, culturales, patrióticos y
americanistas mediante una estética contigua e inmediata a su ética. Hay algo
particular en la forma en que son presentados tales designios, ya que,
si se lee con atención, se comprueba que no surgen de su intrínseca literatura,
hablando propiamente. Más bien es su literatura la que surge de su preocupación
por el hombre y la sociedad de su tiempo. Montalvo bosqueja un retrato del
hombre y de la sociedad y luego lo completa con su retórica y con su poética; dibuja
y luego colorea; improvisa algunos compases al piano para entonces componer, escribir
la partitura orquestal.
No desarrolla literariamente sus ideas, como otros escritores de su tiempo,
presentando temas y asuntos diversos de carácter social y psicológico. En
cambio, produce literatura adyacente, paralela al cuerpo de sus ideas con el
fin de explicarlas, justificarlas y esclarecerlas mediante un lenguaje puro o,
si se quiere, a puro lenguaje. Una literatura aparte que rinde cuenta de sus
ideas y no una literatura de ideas. Esta sutil diferencia distingue el ensayo de
Montalvo.
No quiere decir que su obra sea fundada y levantada sobre dos grandes
columnas, la de sus ideas éticas, religiosas, psicológicas y sociales, y la de su
estética, la del desarrollo ejemplificante, la de los adornos y complementos o
literatura propiamente dicha. Nada de eso; en su lugar hay una sola construcción
en la que se compaginan armoniosamente los dos propósitos, a veces mediante la
exposición directa y hasta se diría periodística y a veces mediante la gran
digresión, la parábola, la narración mitológica, la evocación de personajes
históricos o de ficción, la leyenda, los relatos, las biografías ejemplarizantes
y sugestivas: la gran prosa.
LO PROPIO DEL
ESTILO
Esta modalidad le
acarrea ciertas dificultades. Sus designios altruistas y patrióticos que
enmarca en la belleza de multitud de crónicas, referencias cultas y anécdotas de
famosos, componen una trama que se desprende del tracto principal en el que suele
presentarlos. Con ello arriesga que todo se autonomice y aísle, lo contrario a
lo que por ejemplo encontramos en las parábolas de José Enrique Rodó, las que
encajan bien en el tronco principal de los Motivos de Proteo, sin
desprenderse o germinar como narraciones propias, aunque puedan leerse en tanto
piezas algo autónomas. En los Siete tratados (1944a) que, según Rodó,
escribió o bosquejó en 1882, en la paz del refugio que halló en la localidad de
Ipiales, Colombia, y en Geometría moral de 1902 (1944b) aparecen relevantes
acotaciones sobre figuras celebérrimas, Lord Byron, entre ellas y su Don
Juan, y el Don Juan Tenorio de José Zorrilla.
También aparecen Montaigne, Chateaubriand, Lamartine, Goethe, las doncellas
amadas por estos vates y memorialistas, estampas, viñetas, bajorrelieves, grabados
y aguafuertes que nos distraen y pierden en una retórica un poco ajena,
bellísima y excelentemente estructurada, pero que escapa de lo esperado, del Montalvo
que conocemos sólo después de dar la vuelta a esa larga curva, trepar por esa
empinada cuesta que constituye el grueso de su obra principal. El lector actual
se ve obligado a hacer el esfuerzo de escalar ese monte, pero el esfuerzo le
permitirá encumbrarse y contemplar otro mundo desde ese singular mirador idiomático,
aunque se trate del mundo de siempre, un nuevo paisaje que se abre inusitadamente
por el sólo efecto de la escritura admirablemente tratada.
Gusta embellecer sus ideas presentándolas mediante una prosa de exquisita sintaxis
que luego acicala, matiza y aromatiza de manera casi perfecta, logrando lo que no
alcanzaron algunos grandes escritores de su tiempo. Por ejemplo, Juan Valera,
el autor de Pepita Jiménez, que prologó la Geometría moral y que
como él se interesó por la política, o José de Espronceda, o Marcelino Menéndez
Pelayo, o Gaspar Núñez de Arce. Fueron poetas, filólogos, críticos y políticos que
vinieron a fundar una literatura a la vez preciosa, erudita y moralizante.
Montalvo se extiende por un inmenso plano de digresiones, símbolos
ejemplarizantes y leyendas inesperadas con las que se esfuerza por enriquecer sus
revelaciones, críticas, juicios, reprensiones y alegatos sociales que, pese al efecto
abrumador que sin duda producen, resultan en una obra magistral. Puede regresar
al punto de origen y reiniciarse, pero no sin volver una y otra vez a insistir en
narraciones mitológicas, aventuras literarias o históricas, comparaciones o
alegorías que a menudo resultan interminables, porque se desencadenan con tal
soltura que terminan desuniéndose del tronco madre. Elucubraciones sobre
personajes y autores, genealogías, razas, belleza de los cuerpos, blancura y
tersura de la piel, distintivos de negros y mulatos, belleza femenina encantadora,
comidas y banquetes, vestimentas, pasiones vulgares y erotismo, maravillas de
la juventud y limitaciones de la vejez. Una danza ritual que se adiciona a la
labor crítica y analítica y que, aunque no la perjudica, sin embargo, la divide
en dos alas demasiado separadas.
Rodó en su “Montalvo” (R. Monegal, 1957, 573) dice: “Mientras en sus
procedimientos de artífice se manifiesta lo refinado, lo complejo, hay en su
naturaleza de combatiente y de entusiasta mucho de empuje primitivo e indómito,
de heroica y candorosa energía. En la flor del aticismo del humanista
aclimatado, trasciende la crudeza del terruño de América. Y el efecto es una
originalidad sujeta a números y tiempos, pero no domeñada, que como carácter
literario, no tiene semejante en la América de nuestro idioma, y que habrá
ocasión de definir más ampliamente en otras partes de este estudio.”
LOS DOS PRIMEROS TRATADOS
Como expresó
Enrique Anderson Imbert, Montalvo “se distancia del tema mismo sobre el que estaba
escribiendo. Su interés estaba no tanto en las ideas como en la riqueza musical
y plástica de lenguaje” (Tomo I, 334). Su obra hereda nostálgicamente el romanticismo
y a la vez, como se ha dicho, avizora las primicias del modernismo. Es el gran propulsor
del idioma en las etapas que registran su definitiva liberación del primer
clasicismo, el de Góngora y Quevedo, el de Tirso, Lope y Calderón, para no decir
el de Manrique en el siglo XV, el de Santa Teresa de Jesús en el siglo XVI, el
de Cervantes en el siglo XVII o el de Feijoo en el siglo XVIII.
Es testigo y a la vez coautor de la revolución o crisis que lleva a la lengua
literaria española a alcanzar las más destacadas proyecciones que desembocan
con felicidad en el siglo veinte. Montalvo, contemporáneo de José Martí y Rubén
Darío, de José E. Rodó, Leopoldo Lugones y Andrés Bello, sin mencionar a otros
escritores importantes, se levanta por encima de ellos por su pasión, su
lucidez encendida y su militancia batalladora, que sólo iguala en sus
compromisos la de Martí, o se equipara la del peruano González Prada, el maestro
de Mariátegui.
En los dos primeros tratados se
encaran dos temas que llaman su atención y en cierto sentido despiertan su admiración:
la nobleza y la belleza en el género humano. No porque sea del caso encontrar en
el tratamiento dado la admiración por estos asuntos, que en su tiempo se circunscriben
a los ámbitos cultos y refinados, de los que Montalvo en general no se ocupa. Se
destacan porque se envuelven en torno a una belleza humana que se destila de la
raíz original, la de los colonizadores, la de las mezclas con la sangre indígena
y con la vertiente africana, la de negros y mulatos, así como la combinación
étnica y social que termina en los cholos y rotos (1944a, 130).
Al estilo de las grandes
autobiografías, Montalvo suele introducirse en el discurso, volcar relatos y
experiencias propias y hacer gala de sus contactos con personajes célebres. Uno
de ellos, Lamartine ya anciano, acepta la solicitud de Montalvo para visitarlo durante
su estadía en París, después de que el político y escritor francés rechazara otros
pedidos de algunos estadounidenses. Lamartine simpatiza más con los
hispanoamericanos, a quienes admira. Su opinión sobre Estados Unidos resulta bastante
parecida a la de José Enrique Rodó, y Montalvo la transcribe así: “Quiero mucho
a la raza hispanoamericana: su generosidad, su elevación, sus prendas
caballerescas me cautivan. A la norteamericana, la admiro: habilidad, fuerza,
progreso inaudito; mas tiene para mí defectos que me obligan a mirarla con
tedio. Su divisa es atroz: times
is money, money is God.” (1944a, 89)
La crítica de Montalvo sobre la situación de su país y de Hispanoamérica no
es una crítica ideológica, como se podría calificar actualmente, ni política ni
social: es una crítica –o analítica– historicista e histórica. Historicista
porque su vara de medir es la historia y porque sus veredictos encuentran
justificación en la antigüedad culta. Remite sus alegatos a los fundamentos constituyentes
del espíritu humano y cuyas referencias encuentra en Grecia y en Roma, las que
le parecen modélicas, fuentes para un ideario y que le inspiran proverbialmente.
Histórica o historiográfica porque sigue la línea de los grandes
historiadores, Michelet o Gibbon, tomando de ellos no sólo los ejemplos sino
también los procedimientos ajustados a testimonios y monumentos confiables. Hay
en Montalvo una vinculación muy bien resuelta entre la mitología y la historia
real, una consustanciación casi perfecta entre la realidad y la ficción, las
figuras de carne y hueso de los memorialistas y la pura imaginación literaria: Chateaubriand
o Montaigne y Shakespeare o Cervantes.
EL TERCERO
“Réplica a un
sofista seudocatólico” es un libelo de gran aliento, una enorme e ilustrada indirecta
lanzada contra las pretensiones de la iglesia de su tiempo. Pero que, por el contrario,
termina golpeándola directamente como efecto del disparo de un avezado francotirador.
Desde la lejanía de las letras Montalvo procura adornar su responsabilidad
ofreciendo un banquete de alusiones históricas ejemplificantes y edificantes. Aunque
muestran a un escritor bien leído, de una erudición primorosa, cuya fruición se
satisface en el detalle, en la anécdota, en Sócrates y en Jesús, en Porcia y en
Julio César.
Tales alusiones terminan ganándole la reprobación de la Iglesia y la respectiva
prohibición de los Tratados. Ya se había ganado a un enemigo de gran importancia:
el tirano Gabriel García Moreno, “católico y conservador recalcitrante”, aunque
realizara obras de infraestructura y reformas culturales de importancia en
Ecuador. Este hombre caricaturizó a Montalvo como “el diminuto Voltaire de
Ambato”. Al enterarse de la emboscada y muerte de García Moreno, en 1875,
Montalvo escribió: “lo mató mi pluma”.
EL CUARTO
“Del genio” y
“Los héroes de la emancipación de la raza hispano-americana” son dos frescos
que denuncian, apologizan a diestra y siniestra una moral “sin dogmas”. Se
diría que arrojan a la cara de gobiernos y autoridades eclesiásticas una
verdadera lluvia de apóstrofes refinados que su autor sabe modelar inspirándose
en los grandes genios del pasado. Se trata de cierto expresionismo estético que
para su época habría podido tildarse de manierismo. Es un “movimiento
intelectualista y socialmente exclusivo”, como afirma Hauser, de “estilo
refinado, reflexivo, lleno de refracciones y saturado con vivencias culturales”
(1969, 17-18).
“Así como una pintura manierista no
muestra, de ordinario, una composición unitaria, desintegrándose en partes,
escenas, grupos y figuras más o menos independientes, así también una obra
literaria manierista se compone de imágenes que, en cierto sentido, pueden ser
también consideradas y gozadas cada una de por sí”, agrega Hauser (ib.,
20). El concepto de genio significa para Montalvo un “ente sobrenatural que
acompaña a los varones ínclitos y les dirige sus acciones con respecto al mundo
y el género humano, bien favoreciendo los grandes propósitos de sus
benefactores, bien anunciándoles su destino” (Montalvo, 1944a, 275).
Está claro que él es el portador de
tal particularidad, el que exige que aparezca alguien capaz de enseñar cómo es el
mundo y de fijar el destino de los seres humanos, aunque se trate de una
confesión hecha sólo de manera implícita. Juega con esa gran habilidad, pero es
un juego serio, arriesgado por acusar a quienes inicuamente y en definitiva
decretan su desgracia, el exilio y la pobreza. Se ocupa del genio, aunque se
cuida de sugerir que él pueda ser uno.
Es consciente de lo que hace con su arte; sabe cuánto entretienen al lector
sus alegorías edificantes, el escrutinio de nombres célebres de la realidad y
de la ficción, en un proceder que recuerda a De los nombres de Cristo de
Fray Luis de León. Montalvo no habla de sí mismo, pero se refleja en la
escritura como en un espejo. Le ocurre lo que al francés Miguel de Montaigne:
“¿Pensáis que va a hablar de Julio César o del gran Pompeyo? No señor, de
Miguel de Montaigne es de quien habla” (ib., 288).
LOS OTROS TRATADOS
En el siguiente y
quinto tratado sobre los héroes de la emancipación hispanoamericana,
correlaciona a dos genios que, como es su costumbre, uno es real y el otro
mítico: Héctor y Bolívar, el valiente príncipe troyano de los poemas homéricos
y el héroe de la emancipación sudamericana. Afirma “A Aquiles, a Héctor no se
les quiere: se les admira; a Napoleón se le teme; a Washington se le venera; a
Bolívar se le admira y se le teme” (ib., 324). Montalvo dedica este
tratado a componer su quinta sinfonía que podría llamarse “Bolívar”.
Luego tenemos el sexto, “Los banquetes de los filósofos”. Es una historia de
la exuberancia humana, si se puede decir así, de la cultura doméstica, el lujo,
la feracidad, el prodigio de los apetitos humanos cuando son complacidos mediante
la aplicación de una inteligencia natural y sabia. Es la apología, o más bien
la apoteosis, de los manjares servidos en recipientes refinados, la ciencia de
la economía alimentaria cultivada con esmero. He ahí al acaudalado Lúculo, su
huerta, su quinta, su cocina de diletante y el templo gastronómico que describe
Julio Camba en La casa de Lúculo, editado por Espasa Calpe en 1945.
En “El buscapié”, el séptimo tratado, cuyo título alude a algo que se dice para
hacer hablar a los demás, Montalvo se ocupa de Don Quijote, de la
habilidad de amalgamar el mundo real y el mundo ideal. Encuentra en la obra de
Cervantes una ética que sólo la risa puede exhumar de la amargura y de la iniquidad.
Se trata del prólogo a la novela Los capítulos que se le olvidaron a
Cervantes. Dice que Plauto, Cervantes y Molière “han hecho más contra las
malas costumbres que todos los campeones cuya espada ha sido la cólera o las
lágrimas […] La espada de Cervantes fue la risa” (1944a, 457 y 459). Y de
inmediato pasa a Homero, y de inmediato pasa a Sófocles, a Shakespeare, a
Milton, al romántico personaje de las Peregrinaciones de Childe Harold, obra
publicada en 1812 por Lord Byron. La enciclopedia del escritor ecuatoriano se
traslada de biblioteca en biblioteca en busca de esplendor, saltarina y
juguetona como si quisiera acelerar los ritmos de la prosa y fijar un compás de
mayores tiempos.
Puede ser, en efecto, que nos embarquemos en una nave que se aventura en la
diversidad inmensa del océano y más allá de sus cursos habituales, traspasando
la línea del Ecuador que Montalvo conocía de primera mano. Pero no importa que
nos extraviemos, porque es un viaje por el lenguaje y a través de una escritura
cristalina y pura, de profundos azules, olas suaves de espumas que brillan bajo
el sol de mediodía y acordes armoniosos, contrapuntos que se alejan y se
acercan ajustándose con exactitud al confrontarse. El escritor se deja conducir
por corrientes marinas que llevan y traen con un vaivén encantador, en un
danzar que no marea pero que embriaga, que no fatiga, aunque agite el alma, que
parece de antigüedad rancia, pero esconde el movimiento original, la coreografía
que había delineado el ancestro lingüístico.
GEOMETRÍA MORAL
La Geometría
moral es obra que Juan Valera toma como el octavo tratado de Montalvo,
quizá porque mantiene los mismos tonos y caracteres, parecidos argumentos y
disquisiciones a los de 1882. Gira en torno a cometidos que el prologuista compara
con los de Miguel de Montaigne en sus Ensayos. Pero no porque encuentre en
ellos imitación o copia sino porque comprueba, afirma Valera en el Prólogo, “los
mismos soliloquios, divagaciones, dudas y cálculos sobre cuanto al autor se le
ocurre; el mismo ir y venir de una en
otra idea y de uno en otro asunto, y la mismas abundancia de citas, anécdotas,
hechos y dichos tomados por el uno de los autores griegos y latinos, y
suministrados al otro por la asidua y variada lectura de poetas, filósofos,
historiadores, novelistas y eruditos de Inglaterra, Francia, Italia y España”.
Su título apenas se justifica: no es una moral y en sus páginas hay poco de
geometría o de algo que se parezca. Tampoco hay filosofía o filosofía moral, lo
que por lo demás también observa Varela. No hay proposiciones, escolios o
corolarios, demostraciones al estilo de Spinoza, a quien bien puede evocarse al
considerar un título que parece remitir a alguna ciencia axiomática. Montalvo
encuentra una vinculación especial en Don Juan Tenorio, el Don Juan francés y
Lovelace, la de un polígono, “cuerpo de muchos lados”, explica, encontrando que
“con cada uno de ellos aman a una mujer; empero tan fugaz la imagen mal
estampada en ese turbio espejo, el cual, por otra parte, es giratorio, que a
cada vuelta va perdiéndose una y compareciendo la otra” (1944b, 42).
Con el propósito de rendir cuentas del espíritu femenino que subyuga a Don
Juan, Montalvo busca una explicación de sentido común e inteligible. Se afana
por traspasar las barreras metafísicas y místicas del amor, como si se tratara
de una crítica al romanticismo y al racionalismo, aunque para nada quiera configurar
una doctrina. Al mismo tiempo, y a punto y seguido, dice de esa forma geométrica
y poligonal: “Esta figura no es el punto generador del universo, ni el santo
triángulo, símbolo de un misterio; mas antes embolismo [enredo, embrollo] funesto,
donde la Geometría, enmarañada, ofrece sus incógnitas a los espíritus
infernales, muy más inaveriguables y profundos que los enigmas de la esfinge.”
Con lo que se mantiene en un plano místico y religioso.
Una Geometría que se invoca sólo para ahuyentar a los espíritus, no por aplicar
sus instrumentos metodológicos, no por dibujar simples figuras en un plano ni
para calcular ángulos o trigonometrías. La invoca sólo para ilustrar cómo es
posible describir las relaciones amorosas siguiendo el rastro de unas
constantes que rompen las reglas del “amor constante más allá de la muerte” inmortalizado
en el célebre soneto de Quevedo: “Cerrar podrá mis ojos la postrera…” ¿Cómo influimos los varones en las mujeres? “El
vulgo suele llamar destino esas conexiones misteriosas que aproximan a dos
almas por vías no conocidas y las unen con los lazos del amor”, divaga Montalvo.
En contra de la opinión de Valera, parece ser Chateaubriand quien más influye
en el ecuatoriano, no tanto por el detalle minucioso de la intimidad y la probidad
de la confesión características en el autor de los Ensayos, sino más
bien por la disimulada irresolución, por cierta vacilación al explicar el amor:
si por obra de una veneración incondicional y aun del miedo o por la admiración
apasionada y la fascinación. En el Chateaubriand de Memorias de ultratumba se
percibe esa dualidad, no sólo en el amor sino también en la ideología y la política,
y aun en la moral: si el amor eterno o el fugaz; si el espíritu de la nobleza o
el que se esconde tras el horror de la revolución jacobina; si honrar al
consenso en toda circunstancia u honrar los principios entrañables; si honrar a
Luis XVI o a Napoleón.
En la Geometría moral Montalvo parece oscilar en el péndulo de cierto
dualismo. A veces se inclina por la razón y el sentido común, a veces por el
misterio, lo que no puede ser explicado ni expresado. El enigma de la
inteligencia es un ejemplo: “El más desgraciado de todos es el que no puede ser
comprendido a causa de la superioridad de su alma: a los que como éste los
aborrecemos, ya porque nos lastima su grandeza, que nosotros calificamos de
orgullo, ya porque nos irritan sus virtudes, las cuales pesan sobre nosotros y
nos abruman. ¿Cuántos hombres superiores no son locos para el vulgo, o para los
que los rodean, a causa de que él no puede bajar hasta ellos, ni ellos subir
hasta él?” (1944b, 77)
Habría dos principios contarios, uno que inspira el amor puro, la entrega
sin condiciones, la obediencia con respecto a las revelaciones del alma, y otro
que acata las pulsiones que enciende la pasión y la carne. No porque Montalvo
se ocupe del problema del alma y del cuerpo sino porque le atrae la diversidad
de los sentimientos más importantes, especialmente éste, el del amor. Es el sentimiento
que no sólo conmueve sino que también estremece, el que transforma a la persona
e incluso define su destino. No escribió un tratado sobre el amor sino sobre
Don Juan, poniendo el acento en el de Lord Byron.
Es el personaje en el que encuentra suficiente pretexto para explayarse en sus
convicciones y experiencias, ensayar divagaciones sobre el tema y sobre las
mujeres. Por momentos las dibuja al estilo romántico, por su belleza, el
encanto de las formas, la sensualidad, por ser la razón que motiva el ser del
varón, en fin, por entender que rescatarlas de su histórico olvido es la tarea
más importante. Pero no hay una visión de su inteligencia, particularidad que ensombrece
la ética geométrica de alguien tan sensible ante la femineidad y que también
fue poeta.
Los cinco dramas que su autor denominó Libro de las pasiones figuran
las pasiones, así como en los tratados, si exceptuamos el primero, “La
leprosa”. Luego es de su autoría “Jara”, que trata de la venganza; “El
descomulgado” sobre el amor de dos mujeres por el mismo hombre; “Granja” con el
problema de los celos; y “El dictador” y la pasión política, cuyo desenlace, la
muerte del dictador a manos del pueblo, recuerda la muerte de Luis XVI en Francia.
REFERENCIAS:
ANDERSON IMBERT, Enrique (1967). Historia de la
literatura hispanoamericana, México, FCE Breviarios.
HAUSER, Arnold (1969). Literatura y manierismo,
Madrid, Guadarrama.
MONTALVO, Juan (1944a). Siete tratados, Buenos
Aires, Americalee.
MONTALVO, Juan (1944b). Geometría moral, Buenos
aires, Americalee.
MONTALVO, Juan (1935). El libro de las pasiones,
La Habana, Cultural S.A. (rev. de la Universidad de La Habana, T.III).
RODÓ, José Enrique (1957). “Montalvo” en “El
mirador de Próspero”, Obras completas, ed. Emir Rodríguez Monegal,
Madrid, Aguilar.
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