QUÉ ENTENDEMOS POR REALIDAD EN LA VIDA COMÚN Y CORRIENTE
Llamamos realidad a lo que percibimos en nuestra relación con el mundo y de acuerdo a la suerte que nos toca en la vida. Pero es algo más de lo que registran los sentidos o interpretan las ciencias y la filosofía.
Piénsese en el
sentido con que impregnamos ciertas exclamaciones sobre la realidad: “la
realidad es cruel”, “es capaz de superar a la fantasía”, “es la enemiga de los
sueños”, “es la reina del desengaño”, etcétera. La palabra no suele evocarse
cuando se piensa en la felicidad, en el solaz, en el bienestar. La realidad es
la parte que no entendemos de lo que existe, puesto que rara vez hablamos de
ella cuando la vida nos trata bien y complace. Lo real es lo que nos niega o
nos daña. Lo demás es pura atribución de nuestra parte, imaginación o ilusión.
¿Acaso es real la felicidad? Nos
viene a la cabeza la noción de realidad cuando sufrimos, cuando nos
desengañamos o fracasamos, cuando se presentan los mayores problemas. No se
aplica cuando se trata de un momento agradable, de paz o de bonanza. Exclamamos
“¡gracias a la vida!” o “¡detente, tiempo!”, pero raramente cantamos loores a la
realidad. Porque viene al caso más bien la noción de prodigio, de maravilla o
milagro. Es posible que nos vaya bien en un momento o en una etapa de la vida,
que se cumpla un deseo o que logremos consagrar una aspiración personal.
Entonces no sentimos el poder, la fuerza incoercible de la realidad.
Esa fuerza es la adversidad, el palo
que se le mete a la rueda de la vida, el no con que chocamos ante toda
iniciativa, con que se bloquean nuestros propósitos, aun el más simple. La
realidad somos nosotros luchando contra lo que no está dispuesto a cedernos un
lugar en el mundo, el mundo que desde que nacemos nos espera y abruma con su
ajenidad, sus terribles sorpresas, ironías y coerciones. El mundo que se
resiste a que conquistemos al menos la más pequeña de sus infinitas porciones.
QUÉ ES LA
REALIDAD
Es la parte que
no entendemos, la parte problemática, como ya fue dicho, puesto que no es
necesario que entendamos lo que nos resulta propicio, favorable, conveniente.
Lo pródigo no nos parece realidad sino más bien ficción, quimera. No parece real
y por eso no hay que bregar por entenderlo porque se explica por sí mismo. Con sólo
experimentarlo saciamos la sed de entender. Entender es una cuestión relativa a
los que nos convierte en sujetos extraños al mundo, es decir, en problemas. No
lo que nos deleita, lo que sabemos que asegura la permanencia en la vida y su
continuación no conjeturable.
El empeño por encontrar la
diferencia entre la realidad y la idea se torna innecesaria al descubrirse el
uso fundamental que damos a ciertas palabras. El problema de la realidad
aparece planteado bajo nuevas preguntas: ¿cuál es la verdad de la realidad?
¿Cuál es la realidad verdadera? Cualquier persona puede ensayar una respuesta
si ha vivido una parte importante de su vida. La verdad de la realidad no es
exactamente la realidad aprehendida objetivamente ni una interpretación que
cumpla a rajatabla con el entendimiento.
La verdad de la realidad es una sola: es la antagonista de la vida. Esta
visión surge al vivir con entusiasmo y no con pesimismo las zonas claras y las
zonas oscuras de la historia personal. Resulta de vivir bajo el general
propósito de descubrir lo verdadero, no con segundas y rebuscadas intenciones. La
verdad surge al entender el mundo de la manera más sencilla y a la vez más
profunda; a partir de lo cual el entendimiento debería detenerse y entenderse a
sí mismo. Explicarse, desmitificarse, volverse una función como la de ver y
oír.
Entender el entendimiento sería
empezar a disolver el problema de la apariencia, de la relación entre el sujeto
y el objeto. Entender el papel que le cabe a la realidad en el problema de cómo
aparece la realidad ante nosotros. ¿Qué función le corresponde a la razón, qué
función a la intuición, en fin, a los sentimientos? De a poco nos damos cuenta
de que lo verdaderamente real, lo que sin vacilación llamamos realidad,
es lo que nos rechaza como comparecientes en el mundo, no lo que comparece ante
nuestros sentidos. Lo que nos niega y no lo que debemos discernir entre lo
verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo.
La realidad es lo que se opone a
nuestra existencia. La esencia del ser que somos, pues, no es sino el no-ser,
la negación. Si se piensa bien se descubre que esta negación es el verdadero
propulsor del ser, su opuesto perfecto y, por tanto, el responsable de que el
ser se realice y efectivamente sea. Puesto que deseamos ser, queremos
existir, anhelamos prolongarnos sin muertes en el camino por el solo impulso de
evitar no ser, la no-existencia. La fuerza que nos impele a desaparecer, esa
fuerza invisible e indescriptible, paradójicamente es la fuerza del ser, de la
vida toda, de la vida de los humanos. Y, si no hay contrariedad, negación,
obstáculo y problema, entonces no hay vida. Si se pudiera aislar, controlar y aprovechar
esa fuerza, la fuerza de la nada que impulsa todo, se trataría de la mayor
conquista de la historia humana.
LA VERDAD DE LA
EXISTENCIA
De acuerdo a
estas reflexiones ¿cuál es la verdad de la existencia? Se desprende que no hay
una verdad única y que la verdad depende de cómo nos vaya en la vida, de qué
hacemos con la adversidad o realidad. En lo que la adversidad se pueda volver a
nuestro favor radica lo más importante. En cambiarle el signo contrario, en
metamorfosearla, en volverla buena depende que se gane nuestra confianza.
Podremos confiar en lo que responda a nuestra intervención en el pequeño
entorno del mundo que habitamos y que se nos opone.
Confiar en algo es otorgar verdad a
ese algo. Y, al revés, alcanzar la verdad no es más que depositar la confianza en
algo. No hay una verdad general para los seres humanos comunes y corrientes, una
verdad aplicable a todo, ni la de la ciencia. Hay en cambio una verdad que
atribuimos a las cosas y que surge al poder confiar en ellas. ¿Es verdad que
existe una galaxia a unos trece mil quinientos millones de años luz de la
Tierra? Sí, es verdad, pero no es algo que atañe a la confianza en alguna cosa
de la vida cotidiana, sino a lo que unas pocas personas, que confían en su
trabajo, luego nos dejan saber a nosotros porque se han preocupado por la
verdad de la galaxia HD1. Ellas confían en que es verdad porque confiar es
tener fe. Si se tiene fe es porque hay algo que merece la confianza y que, por
tanto, pertenece a la realidad. Para el entendimiento ordinario, el que profesa
la persona en su vida diaria, sólo existe aquello en que confía, sin menoscabo
de todo lo que prescriben las disciplinas del conocimiento.
No hay verdad para quien no se haya empeñado
y no haya luchado por confiar en algo. En otras palabras: no hay verdad sino en
torno a los resultados de nuestra participación en el mundo. La realidad surge
a medida que luchamos, que nos acechan los éxitos y los fracasos. No hay verdad
verdadera para quien no haya vuelto lo imposible en posible. Así, la realidad,
en lo que atañe a nuestros anhelos y desesperanzas, alegrías y angustias,
depende de nosotros. Aunque no es lo que suele creerse, la realidad es la
transformación de la fantasía, de lo que aparece como ilusión, de la incredulidad
y el recelo, en vida concreta, acción y realización determinada e indiscutible.
Lo demás puede ser realidad, también, pero no es de nuestra incumbencia confirmarla.
No nos interesa, porque no parece indestructible o impenetrable y, por el
contrario, es benigna y aun tiende a desaparecer, a esfumarse muy pronto.
EL VECTOR
Vivimos en el
supuesto de que el tiempo nos lleva a su antojo, de que los días pasan sin que
nos demos cuenta; cuando los que pasamos somos nosotros. ¿Cómo pasamos? A
fuerza de cambiar, porque no somos cosas sino procesos, asuntos que no
permanecen jamás en un estado único. Los estados únicos son sólo percepciones
que entran dentro del espectro del entendimiento humano. Fuera de él las cosas
son inimaginables, irreproducibles e indescriptibles. No contienen los hiatos
que contienen las percepciones, los razonamientos y los sentimientos, las
fronteras que se nos aparecen entre percepción y percepción o entre un sentir y
otro.
Somos el vector que resulta de la
convergencia de dos fuerzas aunadas: la del mundo y la de la acción que podemos
ejercer sobre el mundo. Si no ejercemos ninguna fuerza, no somos nada, es
decir, no somos, o somos sólo una piedra, un cometa, un universo, es
decir, algo que no entendemos del todo. ¿Confiamos en este suelo de tierra o
arena, en este lodo, en esta piedra o en este pasto en el que se apoyan
nuestros pies? Entonces, eso que nos sostiene existe y es verdad. Es lo que se
puede decir si se nos interpela a bocajarro, a quemarropa.
La misma conciencia de que
existimos, de que cada uno es aquel que es, que se conoce a sí mismo y que eventualmente
se autodefine, ¿no es algo bastante abstracto? ¿Acaso no responde a una
subjetividad que puede prescindir olímpicamente de la experiencia y de la
historia de vida? Porque no todos se atienen a su historia de vida: más bien,
se atienen a la historia colectiva, a la general, la que se presta a sugerir y a
facilitar posibles caminos, algunos sospechosos, pero apasionantes, pocas veces
el propio. La verdad es la más sospechosa de las convicciones, pero esconde
aquello en que confiamos.
Decimos que lo verdadero es aquello
en que confiamos, pero ¿qué se puede decir en contra de esta declaración terminante
y grandilocuente? Se puede decir que la verdad, por sobre cualquiera de las
concepciones individuales, es el concierto de todas las opiniones,
declaraciones y demostraciones del presente y del pasado. Se puede decir que ese
concierto es el conocimiento humano, la enciclopedia del conocimiento, las
ciencias, la filosofía, la historia, el arte, etcétera. Pero, sin desmedro de
ese conocimiento, no es la verdad para el sujeto que se enfrenta a la vida
después de nacer en la época y en el lugar que le ha tocado. No son los
contenidos de la enciclopedia humana los que le asisten, sino sus solas y
solitarias vivencias, las que le han sugerido alternativas y posibilidades,
caricias y golpes: la cuna, la miseria o la riqueza, la educación, las actitudes
de los demás, lo que le han inculcado, la historia de vida, el momento, el lugar.
LA VERDAD APARECE
DESNUDA
La verdad es lo
que enfrentamos cada día, una verdad que empieza por la mañana al levantarnos,
la verdad que surge al empezar a movernos, a caminar, a hacer las cosas. La
verdad filosófica es una ideología o una quimera, y los filósofos no tienen
derecho a postular ninguna verdad que la persona no pueda comprender, que no
pueda consignar en su vida por resultar incomparable, imposible de hacer
coincidir con la que en su vida surge como confiable.
Hay una verdad para la filosofía y
para las ciencias, y es la verdad para todos si de alguna manera puede
reflejarse en la vida común y corriente. De lo contrario no se trata
exactamente de la verdad sino de una teoría o de un concepto, por ejemplo, la curvatura
del espacio. No hay duda de que esta teoría se ha comprobado, que ha sido
confirmada por prolijas observaciones, aun por la misma clase de experiencias que
tienen las personas en la vida común y corriente. Pero no captamos la curvatura
del espacio en que vivimos. La diferencia es bastante clara: hay una verdad en
la que se puede confiar porque se la ha experimentado personalmente; y hay
una verdad que se puede demostrar, sea cual fuere la experiencia
personal de quien la demuestra.
Hay una verdad vestida y hay una
verdad desnuda; una verdad que requiere de ciertos aditamentos, de algunos
accesorios imprescindibles, y una verdad que surge de la sola experiencia de
vida, sin ninguna clase de añadiduras ni complementos. Si no se tiene en cuenta
esta distinción, se puede confundir el verdadero valor del pensamiento humano,
de las ciencias y de la filosofía. Cuando se trata de la lucha por la vida, la
verdad se presenta con signos diferentes a los de la verdad cuando se trata de
la lucha por el conocimiento.
LA CONFIANZA SOLA
Existe una
dimensión intermedia entre la vida común y corriente y la vida vista de acuerdo
a la filosofía y las ciencias. Es la dimensión en que el conocimiento humano es
aplicado en la vida común y corriente, como se da el caso en la medicina, la
abogacía, la ingeniería, las profesiones tecnológicas. En esa dimensión
intermedia no se puede hablar de verdad en un sentido preciso, pero tampoco se
puede hablar de confianza sin más. Se debe elegir, y entonces intervienen la
confianza en la ciencia y la confianza en la confianza.
La confianza en la confianza es la fe, entendiéndola como fe religiosa,
pero también como fe sola, emergente de sí misma, de algo concreto o sólo de un
pálpito, de un recuerdo o de un presentimiento; también de una emoción. La
verdad, entonces, cobra una aureola de misterio, aparece como un sentido y no
exactamente como un significado concreto y aprehensible, el que en general
tienen las palabras, los conceptos y las teorías. La verdad se despoja de todas
las vestiduras y asoma en la conciencia como creación propia, como resultado de
la conjunción de un gesto propio y de un resultado externo, ocasionado por el
gesto.
La fe, pues, es algo muy amplio y vinculado al conocimiento, de manera
opuesta a como en general se considera. Conocimiento y fe ¿pueden concebirse
como elementos pertenecientes a la misma clase? Claro que no, pues en las
ciencias no se confirma. Pero se confirma en la vida común y corriente cuando
el entorno devuelve el producto forjado por nuestra intervención y se refleja en
la historia personal. Entonces, y de acuerdo a cómo ha respondido el mundo que
nos rodea al intervenirlo voluntariamente, nos hacemos la idea de cómo es, con
lo que articulamos nuestra noción de realidad porque confiamos en lo que ha
ocurrido, y puesto que nos ha ocurrido a nosotros.
Fe y confianza son una misma
profesión que responde a la conciencia y también a la inconsciencia. La fe se
dispara hasta involuntariamente y procede como si huyera, pero sin espanto, de
manera serena y sólo para tomar posición en un lugar más alto del que se
encuentra la razón. En ese lugar, desde el cual se puede divisar un horizonte
más amplio, parece que se pudiera ver todo. Pero la fe no ve nada puesto que su
oficio no es ver: ver la distraería y la obnubilaría. Su oficio no es el que
corresponde a los sentidos, a la razón, a lo que es esperable como lo es el
valor de una expresión lógica cuando se desprende de otra.
Se puede depositar la confianza en el cuerpo, en sus sentidos perceptivos, también
en la pura y prometedora razón o en la plurivalente intuición. Se puede
depositar la confianza en observaciones que en el presente sugieren cómo va a
ser el futuro, en mediciones y estadísticas o en simples corazonadas. Pero en
todas estas formas depositamos nuestra confianza en un punto que es de alguna
manera concreto (mental o físico), tocable, deducible o de alguna manera
“sentible”, un punto de partida que nos queda a la mano: sensible, deductivo
inductivo, intuitivo, retroductivo, etcétera. La fe no tiene ese punto de
partida o disparador de consecuencias predictivas ni esperanzadoras. Está sola y, quizá, por el hecho de estar sola
encuentra la fuente de donde emerge toda su fuerza.
LA RESTA DEL
RESTO
La realidad no es
más que una institución, una organización intelectual y práctica que creamos
porque somos incapaces de resolver nuestros problemas en solitario, sin
compartir dudas y convicciones con los demás. Como institución tiene un fin
específico y propio: la unificación de la mayoría de las visiones del mundo. No
la creamos como un conjunto de partes sino como un todo, como una gran
generalización y hasta con algunos vestigios y supuestos de tradición y leyenda.
Es una noción espaciotemporal del
orden de las explicaciones y descripciones, aunque nadie esté plenamente y del
todo de acuerdo con ella hasta ahora. Pero es algo más que una ilusión, puesto
que nos contiene y al mismo tiempo la contenemos. Somos quienes la inventamos
un instante antes de meternos en ella, fundando nuestra razón de hacerlo en que
sin nosotros no sería nada o sería algo indefinido y confuso. Somos sus
elementos constitutivos y también sus elementos constituyentes, la unión de
estas dos condiciones infaltables: la de ser pacientes y agentes en el
dinamismo del mundo. Ella nos atribuye sus propiedades y nosotros le atribuimos
las nuestras. No sabemos si está dentro de nosotros o nosotros dentro de ella,
o si las dos cosas.
Se dice que es la suma de todo lo
que nos es posible conocer, de todo lo que no depende de nosotros. Pero no es
ninguna suma. Por el contrario, es sólo aquello que hemos podido aislar, restar
del resto, el resto que nos apabulla y no comprendemos. Restar del resto es
nuestra labor, el sumun de nuestra inteligencia. Cada cosa que ganamos
como conveniente es una muestra y extracto de todo lo que hemos hecho para procurarla,
actos fisiológicos y neuropsicológicos de todo tipo.
Si no fuera porque necesitamos
confiar en la firmeza del suelo que vamos a pisar en el siguiente paso, la
realidad no nos importaría. En el paso que estamos ya está toda la vida jugada
y no hay nada que hacer que no sea para el futuro. Lo que nos importa a
continuación: eso es la realidad. Lo que ya es dado, sea lo que fuere, no se
puede restar, por lo que hay que hacer todo de nuevo, y ese hacer es nuestra
realidad.
Cada día descubrimos algo nuevo de
la realidad, algo que atribuimos a tiempos remotos en la historia, al mundo de
las moléculas o al inframundo de los átomos, al de los planetas y galaxias,
etcétera. Con lo que, en cierto sentido, la realidad que ignoramos nos descubre
a nosotros. Ambos pasamos a existir en un dominio común en el cual se produce un
intercambio de influencias, incluso modificaciones en las dos partes. Según
resulten esas modificaciones irá transformándose nuestra idea de la realidad.
El mundo tal cual es, en general, no saca mucho provecho de las modificaciones
que le propinamos; nosotros sí. Es en lo que terminamos confiando y lo que
finalmente entendemos como verdad o saber verdadero.
EPÍLOGO
Todo esto no
significa que debamos desoír a la ciencia, que se ocupa de la realidad sin el
apremio de los requerimientos de la supervivencia, aunque sí de una clase
especial de adversidad. La ciencia se ocupa de nuestro cuerpo y de nuestra
mente, y nosotros nos ocupamos de nosotros. Tampoco significa que al ocuparnos
de nosotros no podamos favorecernos con los hallazgos y adelantos de la
ciencia. Pero ellos nos ayudan si antes los asimilamos e integramos a la vida
como integramos la ayuda que nos presta la experiencia personal.
La comprensión de la realidad está
totalmente impregnada de ciencia cuando nos hemos familiarizado con ella, lo
que no es accesible para todos. Por lo que, sin duda, las alegrías y delicias
de la vida son también reales, especialmente cuando funcionan como premios a
nuestros desvelos. De todos modos, las sentimos como partes de una realidad
diferente, bondadosa y amigable, lo que se parece a lo irreal o extraordinario.
Sabemos cuánto esfuerzo exige conquistarlas honradamente. Se puede decir, pues,
que esos estados son centros gravitacionales de la felicidad, corolarios de la
historia personal que de otra manera no se expresarían como se expresan, es
decir, como raras consecuencias de la lucha por la vida.
Por último, digamos que la
interrelación entre el individuo y el entorno se da de muy diferentes maneras
en las personas, y que, aun, en algunas no se da. A pesar de ser el requisito
fundamental de la existencia humana, sin embargo, su plena realización es
imposible sin la intervención de la voluntad. De ahí que existan personas que
parecen vivir en otro mundo, responder a otra realidad y no a la que en general
responden todos. Que parecen vivir en un mundo de fantasía que a la larga sólo les
proveerá unos estados de falsa felicidad, efímera o procurada por medios
artificiales que conducen a la desgracia.
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