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lunes, 9 de junio de 2025

LOS "PRINCIPIA MATHEMATICA"

 Transcurrieron cuarenta y cuatro años desde la edición española de los Principia Mathematica, obra cumbre de Alfred N. Whitehead y Bertrand Russell. El texto de 1903 pone a punto los avances de Boole, Frege, Dedekind, Peano, Cantor y otros lógicos, y se completa en 1910. Por primera vez en más de dos milenios la lógica de Aristóteles quedaba afuera, aunque sin perder su importancia histórica.

Los libros de lógica están escritos con símbolos (mejor sería decir signos especiales), por lo que la lógica suele llamarse lógica simbólica: “El empleo de signos especiales, en lugar de los símbolos más corrientes que son las palabras, se hace más bien por conveniencia práctica que por una necesidad lógica. No existe ninguna proposición en lógica o en matemática que no se pueda expresar, en último término, con palabras comunes […] Solo que, en la práctica, es imposible progresar mucho en matemática y en lógica sin hacer uso de símbolos apropiados, de la misma manera que es imposible ejercer el comercio en la actualidad sin cheques o sin libro de créditos, o construir puentes modernos sin herramientas especiales.” (Morris, 22) “Puesto que el lenguaje es engañoso, y puesto que es difundido e inexacto cuando se lo aplica a la lógica (para la cual nunca estuvo destinado), el simbolismo lógico es absolutamente necesario para todo tratamiento exacto o completo de nuestro tema”, afirma Bertrand Russell (en Copi, 357).

 

FINALIDAD DE LA LÓGICA

 

Las bases elementales de la teoría lógica (que se presentan en el cuadro adjunto) son sencillas, aunque hay mucho más. Son suficientes para comprender su fundamento formal. La lógica dispone su tarea en un plano en el que los signos representan lo que en el habla y en la escritura es imposible representar: solo la forma de las premisas que cumplen relaciones para derivar otras formas o conclusiones verdaderas o falsas. Así, no representa los sonidos ni las letras del lenguaje sino las entidades mentales que intervienen en los razonamientos.

Los signos de la lógica componen un lenguaje especializado diferente al de la conversación. Si este se ocupa de comunicar y expresar ideas y sentimientos, el de la lógica se ocupa en mostrar cómo se deriva el valor de verdad de una proposición a otra. Las piezas que mueve son solo formas llamadas variables, que pueden corresponderse con cualquier contenido. En su silogística Aristóteles (siglo IV a. C.) introdujo el uso de variables, por lo que se le considera fundador de la lógica formal (Łukasiewicz, 18). Pero el lenguaje lógico usado por Aristóteles es diferente al de la lógica formal moderna, pues se ocupa de los términos de las proposiciones, mientras la lógica moderna trabaja con las mismas proposiciones o afirmaciones en las cuales se atribuye un predicado a un sujeto (ver cuadro adjunto con las diferencias entre la lógica de Aristóteles y la moderna). Los lógicos megáricos, en los siglos III a I a. C. fueron quienes iniciaron la lógica de proposiciones, por lo que se les considera iniciadores del cálculo proposicional.

La lógica, pues, no trasmite ideas ni sentimientos y solo muestra, como el álgebra, operaciones posibles entre variables al aplicar constantes: no (¬), y (˄), o (˅), si… entonces (→), todos (Px), alguno (xP). Su finalidad es encontrar medios con los que se pueda garantizar la certeza de las conclusiones. Debe tenerse presente, sin embargo, que este propósito solo es posible si se cumplen a rajatabla los requisitos de esta ciencia, que parte de axiomas o bases que no requieren demostración. Los tres principios que rigen a todos los demás son: el de identidad a=a (a es igual a sí misma), el de no contradicción ¬ (a ˄ ¬a) (no es posible que a y no a) y el principio del tercero excluido a ˅ ¬a (a o no a)).

Fuera de ese campo axiomático no se puede garantizar ninguna verdad desde el punto de vista lógico. En el mismo cálculo formal es frecuente que aparezcan puntos flojos, incertidumbres y paradojas. Por lo que se ha intentado corregir la teoría introduciendo nuevos conceptos, como la teoría de clases, la teoría de descripciones y la teoría de tipos lógicos. También se ha ampliado el campo estricto de la lógica deductiva y se ha ido más allá de los axiomas derivando las llamadas lógicas extendidas o ampliadas, la lógica modal (cuyos valores son la necesidad y la contingencia), y las lógicas más recientes trivalente (con un valor de verdad intermedio entre verdad y falsedad), polivalente (varios valores de verdad), temporal (con un valor tiempo), deóntica (lo prohibido y lo obligatorio), intuicionista (el valor de verdad es la prueba), inductiva (valor de verdad hipotético), vaga o borrosa (valores de verdad aproximados), y otras lógicas marginales.

            Quede claro que no es una ciencia para desentrañar los misterios de la vida y del mundo, pues no es una ciencia fáctica, empírica ni experimental, ni es filosofía. Solo ofrece cierto respaldo a la ciencia teórica, y una herramienta excepcionalmente útil para las tecnociencias. Se ha asociado siempre con la razón, con las coordenadas dentro de las cuales se establecen ciertos límites a la fantasía y la ilusión que anida en toda subjetividad y en toda tarea humana, de científicos y de toda persona. También es un instrumento ideal para describir el funcionamiento de la matemática y para aplicar y aun solucionar problemas sin solución aparente. Pero ha sido fundamental para concebir, poner en práctica y desarrollar programas computacionales. No encierra ninguna disposición, ninguna verdad, ninguna ley que pudiera suministrar beneficios directos a la humanidad, felicidad o alguna clase de garantía de vida. Es una ciencia ancilar, pero, con toda felicidad, presta un servicio inmenso a nuestra época. Si es una sirvienta del conocimiento, es también un mandatario exigente que da órdenes precisas a la era tecnológica que es la nuestra.


LOS “PRINCIPIA”

 

Los Principia Mathematica constituyen una explicación de conjunto de las relaciones matemáticas mediante la lógica (establecida con simbología más o menos sencilla). Ofrece la posibilidad de rastrear el mayor número de operaciones en el campo de las matemáticas, y desarrolla exhaustivamente un sistema de lógica pretendidamente completo mediante el despliegue de todos los recursos proposicionales y cuantificacionables en un campo estricto de normativa lógica (es de tener en cuenta que no es la única obra con este propósito y tales características). No un tratado de lógica, aunque para los especialistas lo sea, ni el mapa histórico de la lógica (aunque para los historiadores lo sea) ni una introducción a la ciencia de la lógica (aunque sea la obra que introdujo a la lógica en la modernidad histórica).

            Desde 1900 y con Los principios de la matemática (también de 1903) Russell se había abocado a demostrar la identidad entre la aritmética y la lógica pura (Kneale, 610). Para ello necesitaba superar algunas paradojas de la lógica entonces vigente, por lo que inventó la Teoría de los Tipos Lógicos. ¿Cuáles eran las paradojas y en qué consiste la solución de Russell? Citemos un ejemplo famoso y sencillo, la “paradoja del mentiroso”. Se llama así a toda expresión que se niega a sí misma, por ejemplo, “esta oración es falsa” (si es verdadera, entonces es falsa, y si es falsa, entonces es verdadera). Una paradoja famosa es la de un cretense que afirma: “todos los cretenses son mentirosos”. Si todos los cretenses son mentirosos, entonces lo que dice este cretense no puede ser verdadero.

Hacia 1901 Russell se enteró de las contradicciones de la teoría de conjuntos de Georg Cantor, y se propuso resolverlas mediante la remisión a diferentes clases o tipos en los que se puede contener una propiedad: la propiedad de ser el individuo de una clase, las propiedades de un individuo, las propiedades de una propiedad, y así sucesivamente (individuo puede ser cualquier contenido significativo, clase puede ser cualquier conjunto que contenga a un individuo, a varios o a ninguno, clase vacía). Quiso terminar con esos “círculos viciosos” y advertir que “lo que presupone el todo de una colección no debe formar parte de la colección”, dilucidación crucial.

La astucia de esta teoría radica en afirmar el concepto de “clase” entendido como algo matemáticamente indiscutible, sin importar su existencia o estatus ontológico. Así surge que “la clase es de más elevado tipo que sus elementos”, por lo que no se puede atribuir propiedades del elemento a la clase. Es contradictorio atribuir (predicar) a la clase de los mentirosos, por ejemplo, lo que se atribuye a solo uno de los mentirosos. Russell distingue entre clase y concepto-clase; por ejemplo, “hombre” es un concepto, y “hombres” es la clase a la que se refiere el concepto. Pero, se ha dicho que esta teoría es algo vaga y así se ha criticado a Russel y Whitehead, al sostener que procedieron mediante un recurso irreal o imaginario en los Principia (esto es habitual entre los lógicos duros).

No se viene abajo la solidez de los Principia por estas razones, ni mucho menos. El problema es otro y, ha sido señalado por Alfred Tarski, un destacadísimo lógico polaco, exiliado en Estados Unidos a raíz de la invasión nazi. La obra de Russell y Whitehead, afirma Tarski, “Contiene una presentación sistemática y exhaustiva de un extenso sistema de lógica que constituye una base adecuada para los fundamentos de la matemática; sin embargo, el desarrollo no está a la altura de los estrictos requisitos de la metodología actual. El trabajo está preponderantemente escrito en lenguaje simbólico y su extensión es abrumadora. Aunque sólo sea por estas razones técnicas, dudaríamos de persuadir al lector intentar un estudio completo de esta obra (a menos que esté especialmente interesado en el desarrollo histórico de la lógica moderna).” (Tarski, 274)

            Tarski da en el clavo por lo que atañe a un lector no avezado. El texto de los Principia no puede leerse, en el sentido corriente de esta palabra; en realidad, es necesario calcularlo, deducir cada línea de la anterior y, además, estar atento a qué propósito responde cada una, a qué recurso deductivo apela, qué orden de cálculo lógico aplica, qué reglas, definiciones y teoremas. No es para quien sea ajeno al lenguaje de la lógica, a una forma de “leer” que no es la misma que la de leer el diario o un cuento. De todos modos, por dificultades que sean, no vuelven imposible advertir el papel decisivo que le toca en la historia de la lógica, la filosofía y la matemática.

            Los Principia significan la posibilidad de formalizar lógicamente la teoría desarrollada por Georg Cantor entre 1874 y 1897. Aparecía como “una nueva disciplina matemática conocida bajo el nombre de teoría de conjuntos” que “conquistó la apasionada admiración de muchos matemáticos y concitó la apasionada condena de otros tantos” (Kneale, 405). La obra permitió admitir entre los entendidos que la lógica es un sistema deductivo completo. No despreciaba la lógica anterior, pero esta vez se presentaba como un sistema axiomático independiente. Cabe mencionar como antecedente, además de la obra de los europeos mencionados, la vertiente semiótica de Charles Sander Peirce en Estados Unidos.

 

ALGUNAS CONSECUENCIAS

 

Whitehead y Russell fueron los principales, aunque no únicos, responsables de la importante actividad de la lógica formal y deductiva de las primeras décadas del siglo XX. En 1934 el alemán Gerhard Gentzen concibió “un sistema de reglas para la deducción” que consistía en una presentación “más natural que la de Frege, Whitehead y Russell”, aunque incrementaba el número de reglas y axiomas (Kneale, 501).

En p → q, ¿acaso es suficiente con p para inferir o concluir q? Esta pregunta tiene que ver con el surgimiento de nuevas lógicas modales y rectificaciones, como las de Clarence Irving Lewis, o como la objeción de Kurt Gödel según la cual, para decirlo de una manera juguetona, serrucha las patas de la silla en la que se sentaba la lógica deductiva hasta entonces. Gödel llega a demostrar la incompletud de los Principia, y de cualquier sistema deductivo, donde “incompletud” quiere decir imposibilidad de prescindir de algún recurso ajeno al sistema para consagrarlo como estrictamente lógico-deductivo. Gödel estaba preocupado, como cualquier hijo de vecino, por la seguridad del barrio.

              Se ha dicho que algunas manifestaciones de la lógica formal son fronterizas con la metafísica, incluida la teoría de los Tipos de Russell, aunque quizá no la teoría de las Descripciones (que distingue entre nombre y descripción; descripción es, por ejemplo, “el autor de Los adioses”, nombre es Juan Carlos Onetti). Porque, como lo demuestran cabalmente los Principia, el carácter de logicidad específico (filosófico y científico) radica en el sistema de relaciones de acuerdo a cualquier referencia concreta o abstracta que pueda imaginase. Por lo que el lógico suizo Ferdinand Gonseth habló de la lógica como de “la lógica del objeto cualquiera”.

            “Por lo pronto, Gonseth distingue con todo vigor entre reglas de esa técnica mental y el subsuelo ideológico sobre el cual se construye. El sentido de dichas ideas solo se manifiesta en sus modos de realización; pero es lo informulado lo que informa lo formulado, según su propia terminología. Es decir, la metafísica guía y domina la estructura lógica. De ahí que la comprensión rigurosa de una lógica cualquiera del pasado requiera penetrar ¡difícil tarea!por ese ‘conjunto inextricable, cuya íntegra trasmisión de un siglo a otro es propiamente imposible’. Esta mutua impenetrabilidad espiritual parece contradecir el hecho innegable de la normal permanencia de las reglas.” (Granell, 360)

            Esto quiere decir, y en alguna medida siguiendo los pasos de Gödel, que el fundamento último de la lógica descansa sobre bases no comprobables fehacientemente si el investigador se limita a las herramientas propias de demostración dentro del propio sistema. Uno de los ejemplos más conocidos con lo que se ilustra esta posibilidad es el de la geometría. “Las nociones fundamentales de la geometría afirma Gonsethson abstractos del mundo de los fenómenos físicos, y, sin embargo, no hay una sola que esté realizada en el mundo físico ‘en su pureza’. No hay arista perfectamente recta, superficie suficientemente plana, etcétera, en la naturaleza” (ib., 361).

            El punto al cual conduce la recta trazada desde los Principia de Russell y Whitehead es el de las aplicaciones prácticas de la lógica borrosa (fuzzy logic) que inundó el campo de la tecnología en el siglo pasado y que se perfecciona incesantemente hasta el día de hoy. Se trata, paradójicamente, de una desviación notable del canon defendido en los Principia. En el Prefacio los autores escriben: “hemos rehusado tanto la polémica como la filosofía general, de modo que presentamos nuestras exposiciones de una forma dogmática” (R. & W., 7). Lo que quiere decir que todo el marco teórico de la obra se cierne estrictamente a los principios fundamentales de la lógica deductiva, sin concesiones.

 

UNA AUTOVALORACIÓN

 

Bertrand Russell se ocupa de hacer una revisión de sus ideas en 1959 con estas palabras: “El objeto primario de Principia Mathematica fue mostrar que toda la matemática pura se sigue de premisas puramente lógicas, y que emplea solamente conceptos definibles por medio de términos lógicos […] en el transcurso del tiempo, el libro se desarrolló en dos direcciones distintas. Del lado matemático, nuevos temas completos salieron a luz, que implicaban nuevos algoritmos que hicieran posible el tratamiento simbólico de materias abandonadas antes a la dispersión e inexactitud del lenguaje ordinario. Del lado filosófico, hubo dos desarrollos opuestos: uno agradable y otro desagradable. El agradable fue que el aparato lógico requerido resultó ser menor de lo que yo había supuesto […] El aspecto desagradable fue, sin duda, muy desagradable. Resultaba que, de premisas que todos los lógicos, no importa de qué escuela, habían aceptado siempre, desde los tiempos de Aristóteles, podían deducirse contradicciones, demostrándose en ello que algo estaba fuera de lugar, pero sin hacer indicación de cómo podían enderezarse las cosas. Fue el descubrimiento de una de tales contradicciones lo que puso fin, en la primavera de 1901, a la luna de miel lógica que había venido disfrutando. Comuniqué la desgracia a Whitehead, que no pudo consolarme citando ‘nunca de nuevo una mañana alegre y confiada’.” (Russell, 1976, 76)

            Russell se vio afligido por el descubrimiento de que la teoría de conjuntos de su admirado Cantor, que él recogía en Los principios de la matemática, por entonces en prensa, conducía a paradojas. Se presentaba la necesidad urgente de resolver esas paradojas antes de publicar el libro. Planteó el problema en términos de clases: “una clase es a veces, y a veces no es, un miembro de sí misma”. La clase de las cucharillas no es una cucharilla, pero la clase de las cosas que no son cucharillas tampoco es una cucharilla, lo que resulta una paradoja. “Si es un miembro de sí misma, debe poseer la propiedad definitoria de la clase, que es no ser un miembro de sí misma. Si no es un miembro de sí misma, no debe poseer la propiedad definitoria de la clase, y por tanto debe ser miembro de sí misma. Así, cada alternativa conduce a la contraria, y hay una contradicción” (ib., 77). Este es el final de la luna de miel, cuya causa tratará de enmendar en los Principia.

            En Los principios de la matemática Russell distingue entre la noción de intensión o contenido, que atañe a la filosofía, y la noción de extensión, que atañe a la matemática (todo lo que cae dentro de una clase). Ahora bien, “hay posiciones intermedias entre la intensión y la extensión puras, y es en ellas donde la Lógica simbólica tiene sus lares.” (Russell, 1977, 98) Como ya vimos, es posible diferenciar “hombre” como concepto y “hombres” como la clase a la que se refiere el concepto. Hay un contenido conceptual y una relación cuantitativa comprendida en todos los hombres. Pero, entonces, ¿a cuál de estas distinciones es posible atribuir predicados? Es claro que en lógica y en matemática es de atribuir predicados a las extensiones. Las clases lógicas son clases extensionales, y Russell se había familiarizado con esta certidumbre gracias a Frank P. Ramsey (Russell, 1976, 127), lógico inglés cuya temprana muerte a los 26 años impidió que diera feliz término a sus importantes trabajos.

Russell creía que el conocimiento se basa en la inferencia, y que si no se dispone en base a la inferencia es solo contenido mental, carente de garantías para corresponderse con la verdadera realidad del mundo (Russell, 1950, 273). Es tan lógica la filosofía de Russell que vino a llamarse “empirismo lógico” y también “positivismo lógico” (o neopositivismo). Sin embargo, a lo largo de su desarrollo se atuvo a diferentes posturas y atendió los problemas de la filosofía más allá de la lógica deductiva estricta.

 

FILOSOFÍA DE LA INFERENCIA

 

En los Principia Russell y Whitehead celebran una verdadera fiesta dedicada a la inferencia lógica, la que interviene en todas las operaciones posibles de la lógica de proposiciones y predicados. Se trata de la inferencia deductiva, la que parte de la idea según la cual, si las premisas son verdaderas, y la inferencia es una fórmula bien formada (que cumple estrictamente con las leyes y reglas de la lógica), entonces la conclusión también es verdadera. Es un concepto estudiado en diversos contextos, en el plano de la comunicación corriente y en los terrenos exclusivos de la ciencia, la matemática y la lógica. Es una operación mental por la que se parte de determinados datos para llegar a una conclusión. Pero es necesario especificar cómo se llega a ella. En la lógica actual la inferencia está sujeta a un conjunto de reglas específicas que la gobiernan.

De estas reglas es filosóficamente importante lo siguiente: una inferencia puede ser satisfactoriamente demostrativa de la verdad o falsedad de una conclusión, o solo puede ser medianamente satisfactoria. Esto quiere decir que puede tratarse de una demostración deductiva, cuyo resultado es, una de dos, verdadero o falso, y también puede ser una demostración cuyo resultado es una verdad solo aproximada, con un grado de verdad y otro grado de verdad incierta, hipotética, solo probable.

Al estudiar el uso de la inferencia en los contextos cotidianos, Russell advierte que “todas las inferencias empleadas, tanto por el sentido común como por la ciencia, son de especie distinta a las empleadas por la lógica deductiva, y de tal naturaleza que, cuando las premisas son verdaderas y correcto el razonamiento, la conclusión es solamente probable” (Russell, 1976, 199). De modo que llamó “inferencia no demostrativa” a esa clase de inferencia que no ofrece total garantía en cuanto a su valor de verdad. Por este antecedente se ha entendido que Russell es el “abuelo” de la lógica borrosa, una rama tecnológica de la lógica informal. Sus padres fundadores son varios, entre ellos, Max Black y Lofti Zadeh, pero sólo fue posible a partir de la obra de Jan Łukasiewicz, eminente lógico de la escuela polaca.

Finalmente, se llegó a derivar de la inferencia hipotética las mencionadas lógicas no estrictamente deductivas llamadas divergentes. Hoy son de una enorme importancia para los lenguajes de computación y los lenguajes que gobiernan programas capaces de adaptar la operativa de un dispositivo en el mismo curso de la ejecución, lo que ha facilitado el perfeccionamiento de la inteligencia artificial. De este modo, lo que podría llamarse “mente de un robot”, en gran parte, es el resultado de aplicar programas de lógicas divergentes en un muñeco que imita ciertas conductas humanas. Así como la lógica formal y deductiva da un salto a partir del esfuerzo de Russell, este hombre también facilita la aparición de las lógicas informales cuyas características teóricas vislumbró y anunció luego de consagrados los Principia. Pero, para terminar, digamos dos palabras sobre el fin último de este libro de lógica.

Ningún libro de filosofía tiene una finalidad demasiado precisa, aunque este no sea de filosofía estricta. Sin embargo, este libro de lógica puede ayudar a que las ideas se produzcan en la mente de manera más favorable a los fines del razonamiento, asistir a la intuición “en regiones demasiado abstractas para que la imaginación pueda ofrecer a la mente la verdadera relación que existe entre las ideas empleadas” (W. & R., 1981, 55). Si bien Russell deseaba desembarazarse de las ambigüedades del lenguaje común, también estaba atento a las emergencias de la imaginación y la intuición. Escribe en 1966: “La cuestión de la idea que la gente tiene cuando usa una palabra pertenece a la psicología; por otra parte, hay muy poco en común entre las ideas que dos personas diferentes ligan a una misma palabra, aunque frecuentemente habrá más acuerdo acerca de las ideas que considerarían apropiado unir a las palabras.” (Russell, 1979, 214)

 

 

REFERENCIAS

 

ARISTÓTELES (1981). Tratados de Lógica (el Organon), edición de Fco. Larroyo, México, Porrúa.  

COHEN, Morris R. (1957). Introducción a la lógica, México, FCE.

COPI, Irving M. (1978). Introducción a la lógica, Buenos Aires, EUDEBA.

GRANELL, Manuel (1949). Lógica, Madrid, Revista de Occidente.

KNEALE, William y Martha (1980). El desarrollo de la lógica, Madrid, Tecnos.

ŁUKASIEWICZ, Jan (1977). La silogística de Aristóteles, Madrid, Tecnos.

RUSSELL, Bertrand (1976). La evolución de mi pensamiento filosófico, Madrid, Alianza.

RUSSELL, Bertrand (1977). Los principios de la matemática, Madrid, Espasa-Calpe.

RUSSELL, Bertrand (1979). Ensayos filosóficos, Madrid, Alianza.

RUSSELL, Bertrand (1950). El conocimiento humano, Madrid, Revista de Occidente.

TARSKI, Alfred (1968). Introducción a la lógica y a la metodología de las ciencias deductivas, Madrid, Espasa-Calpe.

WHITEHEAD, A. y RUSSELL, B. (1981). Principia Mathematica (hasta el § 56), Madrid, Paraninfo.

 


 

ANEXO I: EL LENGUAJE DE LA LÓGICA

 

Las proposiciones (oraciones del lenguaje común) en lógica se representan con letras (p, q, x, z, llamadas variables), y las relaciones que pueden guardar entre ellas se representan con signos (llamados constantes), que se corresponden con la igualdad (=), la negación (¬), la conjunción (˄), la disyunción (˅) y la implicación (→). Los símbolos de estas relaciones entre proposiciones se llaman juntores¸ por lo que se llama lógica de juntores o proposicional a esta rama de la lógica.

La relación entre dos proposiciones, por ejemplo, “Si sale el sol iré de paseo”, se puede representar mediante la implicación “si sale el sol (p) entonces (→) iré de paseo (q)”; o con solo la fórmula: p → q. Esto no significa que p sea verdadera; solo significa que, si p es verdadera, q también es verdadera. La lógica se ocupa de establecer cuándo resultan proposiciones verdaderas y cuándo resultan proposiciones falsas al relacionarse secuencialmente unas con otras, pues para ella solo existen dos valores de verdad.

Su tarea no es agrupar las que son verdaderas o falsas, lo que sería una tarea de nunca acabar, sino establecer cuáles son las relaciones o cálculos lógicos que garantizan la verdad o la falsedad. No se ocupa de los contenidos de las proposiciones, es decir, de sus significados, como se ocupa la gramática y la lingüística, sino de las combinaciones posibles que dan lugar a conclusiones verdaderas o falsas; se ocupa solo de la sintaxis.

              También se atiene a los predicados en tanto designan propiedades de los sujetos. Pero no los toma agrupando todas las propiedades posibles, pues sería una tarea sin fin. Solo se ocupa de señalar cuándo un sujeto, que se representa con una letra minúscula, tiene una propiedad que se representa con una letra mayúscula. De modo que P(x) indica que x cumple la propiedad P.

Esta parte de la lógica se llama lógica de predicados o de cuantores. E cuantor llamado generalizador establece que todo x cumple una propiedad P, y el cuantor llamado particularizador, establece que hay al menos un x tal que cumple P. Que “todas las flores son bellas”, por ejemplo, se expresa con P(x), es decir, que todas las x (flores) cumplen P (ser bellas). Esta lógica puede expresar, también, que hay una flor, o al menos una flor, que es bella, y se escribe: (x)P.

 

ANEXO II: ARISTÓTELES Y LA LÓGICA MODERNA

 

La lógica de Aristóteles tiene antecedentes en Platón y en Eudoxo, pero su desarrollo formal o silogística es una novedad en su época, pues introduce la noción de silogismo. Aristóteles explica que “El silogismo es un enunciado en el cual se asientan varias proposiciones deduciendo necesariamente alguna otra proposición diferente de las asentadas, por la sola razón de haber sido asentadas las primeras.” Las proposiciones a la cuales se refiere contienen términos: “Llamo término al elemento de la proposición, es decir, al atributo y al sujeto al cual es atribuido…” (Primeros Analíticos, Libro I, cap. 1, §§ 8 y 7, respectivamente)

              “Todo silogismo aristotélico consta de tres proposiciones llamadas premisas. Una premisa es un enunciado que afirma o deniega algo de algo. En este sentido la conclusión es asimismo una premisa, puesto que establece algo acerca de algo. Los dos elementos involucrados en una premisa son su sujeto y su predicado. Aristóteles les llama términos, definiendo un término como aquello en que se resuelve la premisa.” (Łukasiewicz, 15) Solo resta agregar que cada premisa consta de dos términos, uno de los cuales entre todos no figura en la conclusión. El siguiente es un ejemplo del mismo Aristóteles (Segundos Analíticos, Libro II, cap. 16, § 4):

 

              1ª premisa: Si todas las plantas de hoja ancha son caducas

              2ª premisa: y todas las parras son plantas de hoja ancha,

              Conclusión: entonces todas las parras son caducas.

 

              El silogismo no se aplica a proposiciones que contengan términos singulares (una planta, una parra, una planta de hoja ancha) y solo trabaja con términos universales (todas las plantas, todas las parras). Se debe a que en el silogismo el mismo término es usado como sujeto y también como predicado, y ello solo se puede asegurar cuando los términos son universales (no se puede inferir de “si una planta es de hoja ancha” que “todas las plantas son de hoja ancha”, y no tiene lógica, al revés, afirmar “si todas las plantas son de hoja ancha, entonces hay una planta de hoja ancha”. Esta es una diferencia importante con la lógica moderna, que maneja proposiciones singulares. Además, la moderna establece el cálculo cuantificacional en el cual se atribuyen a los sujetos determinadas propiedades, sean sujetos universales o particulares.

Aristóteles también introduce el uso de variables, una innovación que a él le parece natural y, por lo tanto, no define en ningún lugar. Fue Alejandro de Afrodisia, uno de sus comentaristas antiguos, quien explica el significado de este concepto: “Aristóteles presentó su doctrina a través de letras con el fin de mostrar que no obtenemos la conclusión como consecuencia de la materia de las premisas [de sus significados] sino como consecuencia de su forma y combinación” (Łukasiewicz, 18).

En vez de usar palabras y oraciones del lenguaje, Aristóteles usa letras, simplificando el silogismo y demostrando que las variables pueden referirse a cualquier serie de proposiciones. En el ejemplo de arriba, si A es caduco, B planta de hoja ancha y C parra, el silogismo se representa así: Si A es predicado de todo B y B predicado de todo C, entonces A es predicado de todo C. También, Aristóteles sustituye el “por lo tanto” de la filosofía anterior por el “entonces”, que equivale al moderno “si … entonces…” (implicación), que no es una afirmación indicativa sino un condicional. Además, es notoria otra propiedad de los silogismos: “A tiene que ser predicado de todo C”, en donde la palabra “tiene” es el signo de la necesidad silogística (ib., 20), propiedad fundamental de la lógica antigua y moderna.

Sin embargo, y es la razón de por qué en el siglo XX se desplaza a Aristóteles del centro de interés de la lógica formal, la silogística tiene limitaciones importantes; una ya la señalamos: el solo uso de proposiciones universales. Otra es que no cumple con los requisitos de la formalización lógica. Aristóteles quiere descubrir las leyes del pensamiento, pero no hay tales leyes. La lógica moderna, en cambio, no descubre leyes que puedan gobernar el pensamiento y solo establece leyes para un sistema que sortea contradicciones, ambigüedades y paradojas.

Para Aristóteles “solo pertenecen a la lógica las leyes silogísticas expuestas mediante variables, pero no su aplicación a términos concretos” (ib., 22). No guardan relación estricta con el pensamiento en general. Las proposiciones lógicas no se relacionan entre sí por sus intensiones (con “s” = contenidos, significados) sino por sus extensiones (en qué sujetos cae la predicación). En Aristóteles se reducen a las proposiciones universales. Los términos de las premisas se disponen de diferentes maneras llamadas figuras: primera figura, segunda, tercera, cuarta figura. Estas figuras son rígidas y no abarcan todas las combinaciones posibles entre proposiciones. En la lógica moderna las variables se identifican según representen “individuos” o “clases” de individuos. Una distinción muy importante es la de variable “libre” (ej.: “x es un libro”, donde x es una variable libre), y variable “aparente” (ej.: “para todo x, x es un libro”, donde x es una variable aparente).

 

martes, 3 de junio de 2025

OCTAVIO PAZ

Han transcurrido muchos años desde su desaparición física y el prestigio literario de Octavio Paz (México, 1914-1998) se mantiene en todo su esplendor. Y hasta se ha incrementado en el presente siglo. Su juventud había sido embargada por los sueños libertarios y redentores del socialismo y por el ánimo nacionalista que México heredó de la Revolución iniciada con Madero en 1910, y que Paz supo mantener para sí y para siempre en algún rincón de la sensibilidad más íntima. Pronto su inteligencia, sus conocimientos multidisciplinarios y su profesión de diplomático le hicieron despertar de sus iniciales inclinaciones ideológicas y volver a una realidad personal y social que encontró necesitada de inspección minuciosa y de estudio sistemático.


Su oficio le permitió conocer el mundo y trabar amistad con representantes de las más ilustres generaciones de escritores y artistas de toda América, Europa y aún del Oriente medio y lejano. Su pensamiento y su sensibilidad se desarrollaron de manera muy particular, original, comprometida y valerosa. Las defendió en su vinculación personal con multitud de personas e instituciones, académicas y políticas, y las celebró en sus ensayos y en su poesía de tal manera que fueron reconocidas en su calidad, y siendo muy joven, por los mayores críticos en su país y en el ámbito académico americano.

Definió su ideario político y su concepción de la poesía y de la literatura en general con gran originalidad, fundándose en un liberalismo de convicciones muy firmes sobre la libertad, la justicia, la democracia, la cultura, y el carácter típico del mexicano, que describió con el colorido de un pintor surrealista. Dibujó la figura del “pachuco”, personaje de las “bandas de jóvenes, generalmente de origen mexicano, que viven en las ciudades del Sur y que se singularizan tanto por su vestimenta como por su conducta y su lenguaje”. Y también “las máscaras mexicanas”: “Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación”. A lo que agrega: “Ante la simpatía y la dulzura nuestra respuesta es la reserva, pues no sabemos si esos sentimientos son verdaderos o simulados”. Finalmente, “La extrañeza que provoca nuestro hermetismo ha creado la leyenda del mexicano, ser insondable”, los personajes representativos de su patria caricaturizados como “hijos de la Malinche” (en El laberinto de la soledad).

Levantó el edificio de una obra ensayística y poética descomunal –recopilada en catorce tomos– cuyas primeras manifestaciones tempranamente le posicionaron como figura relevante de las letras del continente. Desde Darío y Montalvo, desde Rodó, Bello y Herrera y Reissig, desde Lugones y especialmente Borges, a quienes se unen Vallejo, Neruda, Huidobro, los narradores del boom, en fin, se habían franqueado ya las fronteras de los países y hasta del idioma. Fue Paz quien despertó el mayor interés por la intrepidez de sus opiniones y porque se difundieron en un medio políticamente transicional, en medio de guerras frías e imperialismos enajenados por las encendidas y frecuentemente sangrientas disputas entre el liberalismo y el socialismo, la esclavitud y la libertad, terrorismos y fascismos, el genocidio nazi, todo lo que se vino a enmascarar bajo los intervencionismos militares y fundamentalismos religiosos que imperan hasta el día de hoy.

Aumenta la gravitación de Octavio Paz en el mundo de las letras actual, y sería extraño que los críticos más sañudos pudieran cuestionar los altos atributos formales y el hondo humanismo de su obra. Es el autor de un escrito único en teoría literaria y filosofía del arte: El arco y la lira, de 1956. Es un ensayo sobre el poema, el lenguaje, el ritmo, el verso, la prosa y la imagen literaria. No tiene el perfil de investigación historiográfica ni de crítica de autores y aun menos de ejercicio filológico o de ensayo sobre versificación. Se diría que responde al cometido de las reflexiones filosófico-sociológicas de la literatura y el arte, al estilo de Lukács, Escarpit, Francastel, Hauser, Fischer o Bloom, que diferenciándose de todos ellos se despliega e incrementa gracias a su estilo luminoso, diferente, exacto en la adjetivación e intrépido en las imágenes, especialmente a través de anotaciones que se descubren como destellos fuera ya de la teoría convencional y de las citas y opiniones más respetadas que también son transcritas.

No se trata sólo de poesía, prosa o música; también entran a tallar el lenguaje íntimo y el lenguaje compartido por todos en la vida común y corriente, con sus secretos lingüísticos, vacilaciones gramaticales y monumentos simbólicos luminosos y sugestivos. Es una gran síntesis de las relaciones por lo general inextricables entre la subjetividad que necesita expresarse y el universo exterior al poeta. La inusitada explicación del fenómeno literario en manos de un provocador, un francotirador que da en el blanco y que penetra la sensibilidad sin que se sepa desde dónde dispara; el descifrador o detective del espíritu, abogado defensor y acusador a la vez, moderador en las esferas de los debates éticos y estéticos, del arte y del gusto, de la erudición y de los cultos populares.

En su disquisición se destaca la palabra, como no podía ser de otra manera en un estudio sobre el poema. Pero no se trata sólo de la palabra convencional ni de la palabra literaria en exclusividad. El tratamiento dado a la forma lingüística es el que la abarca como creadora del mundo, no sólo de significados, sentidos, referencias, nombres y verbos, figuras retóricas, sino especialmente de cosas, seres, vidas, personas, individuos y sociedades. La palabra aparece como la insospechada constructora de la realidad, de una realidad que es capaz de responder a las posibilidades comprensivas de los humanos. Porque sin ella es imposible referirse al mundo, comparecer como seres existentes en él, compartir con los demás seres la experiencia interior, el pulso que se hace consciente y que se expande por dentro mientras no se resigna a mantenerse en cautiverio.

La palabra se impone como instrumento del espíritu como se impone el telescopio que es capaz de divisar lo que a simple vista resulta imposible, o el microscopio que revela universos pequeños en los que se inmiscuyen otros más pequeños. Es la detectora de las ondas que escapan del espectro inteligible porque pertenecen al ámbito impenetrable de la sensibilidad intestina y subconsciente, discreta y precavida. Al llegar la palabra, por arte de su magia inextricable, plena de combinaciones felices, figuras bien delineadas, imágenes inesperadas, frases fluidas y coloreadas, períodos musicales, cadencias, metros y acentos agradables, y al inundarse con ella el ánimo, se descubren los ritmos propios, se detecta la vida inconmensurable que yace escondida y que seguramente se desconoce.

Octavio Paz es el orfebre de ese deleite, ese especial refocilo con que logra inundar al lector, satisfacer su necesidad de airearse. La acción interior de salir y saltar al patio de una escritura que, al revelar las relaciones misteriosas entre poesía y expresión común, ritmo y metáfora, verso y prosa, se vale de la prosa poética sin que ningún lirismo inadecuado se inmiscuya. Por el contrario, se podría decir que Paz compone su música gramatical apelando a notas graves y bajos continuos que marcan una y otra vez su analitismo espiritual. Parece una caligrafía sensual, una taquigrafía de los sentimientos, una mecanografía de la vida y el mundo. Se ha dicho que es también el que suscita el florecimiento de la nueva poesía en lengua española.

Su época es la de grandes celebridades, escritores destacadísimos que, huelga decir, Paz no viene a empañar sino sólo a complementar brillantemente, a darles el toque final, a terminar la obra entrañable de, entre otros mexicanos, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet, Alfonso Reyes, Carlos Fuentes, José E. Pacheco y otros tantos. Y a intercambiar opiniones con algunos amigos europeos: Claude Lévi-Strauss, José Gaos, Luis Buñuel, Emil Cioran, Roger Caillois, Saint-John Perse, Jules Supervielle, André Breton y otros tantos.

            A ciento diez años de su nacimiento, la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española dedican su número conmemorativo del año 2024 al poeta y ensayista mexicano bajo el título Corrientes Alternas, un volumen que, como es costumbre de estas ediciones celebratorias, contiene estudios y retratos de calificados conocedores de la obra del escritor. 

sábado, 24 de mayo de 2025

OBJETIVIDAD, SUBJETIVIDAD Y TRAYECTIVIDAD.

Existe una característica principalísima, quizá más importante que la objetividad y la subjetividad, característica por la cual ambas se transforman y obran juntas en el desempeño de la inteligencia. En otros trabajos hemos llamado vecidad al fenómeno que genera el saber a través de la historia personal. Ahora nos referiremos a la trayectividad, neologismo con el que denominamos a la transformación que no nos ha ocupado demasiado hasta ahora por tratarse de una característica muy difícil de captar e imposible de comprobar experimentalmente.

            El conocimiento o función cognitiva se distingue por pertenecer mayormente al domino objetivo, en general asociado a los sentidos del cuerpo humano. Mientras que el subjetivo se distingue por asociarse a las emociones y a los sentimientos. El saber vécico, a su vez, se distingue por relacionarse con la experiencia vicisitudinaria de la historia personal. Por supuesto, la experiencia de vida de por sí se relaciona con la objetividad y la subjetividad, pero no se relaciona tan fácil con lo elaborado por el saber objetivo en colaboración con lo elaborado por la actividad subjetiva sin que medie antes otra función fundamental que se genera en el dominio vécico.

            La vicisitudinariedad o vecidad es el signo característico del conocimiento cuando depende del proceso total de vida. La objetividad y la subjetividad se consolidan por ese proceso como recurso principal y espontáneo del saber. No sólo la subjetividad pura y la objetividad lisa y llana son los dominios en los cuales se desempeña el saber. No es sólo la subjetividad, porque esa probidad del saber se forja en la realidad más cruda, es decir, en la adversidad o historia vécica. Y no es la objetividad solamente, porque lo vivido empírica y fácticamente experimenta el influjo de la vida práctica y concreta que es impensable sin la poderosa intervención de los fenómenos psíquicos: las pasiones, las emociones, los sentimientos de todo tipo, los valores morales y religiosos, etcétera, presentes sobre todo en circunstancias de riesgo, de soledad o desamparo.

 

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El sujeto cognoscente opera desde sí, como yo, y opera desde su entorno, como sujeto social. Quiere decir que opera como sujeto que desde sí comparece ante el mundo, modifica su entorno y el entorno lo modifica a él. Su saber, pues, su concepción acerca del mundo que le rodea, la necesidad de ubicarse y encontrarse en paz en toda clase de circunstancias se debe en parte a las condiciones objetivas en las que media la percepción. Y en parte responde a los estados subjetivos, porque las condiciones le afectan, es decir, le conmueven, le generan emociones y estados de ánimo particulares. Se sigue que ese saber es vécico, porque percibe en el contacto físico con el entorno, aprende después de comparecer en él, y concibe después de que el entorno comparece en él.

            Hay, pues, tres y no dos clases de conocimiento o saber personal. Por subjetivo que sea, no puede considerarse sólo el saber despojado del influjo de las cosas y los hechos; por muy objetivo que resulte, no puede considerarse sólo el conocimiento de las cosas y de los hechos que no han pasado por el proceso elaborador de la mente, que incluye las emociones y los sentimientos. Sólo lo que ha comparecido por fuera y por dentro simultáneamente puede llamarse conocimiento personal o saber. Y aún necesita comparecer ante la constelación total, exclusiva y selecta, personal y dilecta de la experiencia histórica del sujeto, de su mente y de su cuerpo.

            Hay conocimiento o saber objetivo, hay conocimiento o saber subjetivo, y hay conocimiento o saber vécico. Nos inclinamos a pensar que en el sujeto consciente los dos primeros se reducen en el tercero; por lo que hemos de reconocer una diferencia entre conocimiento y saber, reservando esta segunda denominación para la función cognitiva de la persona en su desempeño común y corriente en la vida diaria.

            Hace mucho tiempo que se ha señalado la participación de los fenómenos psíquicos en los desempeños más rigurosos del conocimiento objetivo, que son los de la ciencia. Y también se ha señalado que en los desempeños más destacados de la subjetividad participan destrezas y técnicas físicas, algunas meramente biológicas o instintivas, que son las del arte. Se sabe que se da la integración funcional perfecta en cualquier actividad humana, integración que tiene lugar en un dominio único en el que se comprenden el cuerpo y la mente y cuyo puesto de control es el sistema nervioso central. Pero tal integración incluye la historia personal, en especial la que tiene que ver con los desempeños en los que el individuo ha enfrentado la adversidad en los entornos en los que ha vivido. Por lo demás, no ha sido estudiada esa participación fantasma que, sin embargo, tiene una indudable importancia.

La vecidad no es sólo lo que por lo general se entiende como experiencia, aunque nace a partir de ella. Es, más bien, lo que la vida de una persona selecciona o descarta, aprovecha o desaprovecha de la experiencia en el desempeño de toda clase de actividades en su vida. En ellas se ha visto comprometido con su propia manutención, con la de sus seres queridos, con el trabajo, con las relaciones sociales, en fin, con todo lo que de una manera u otra le ha presentado resistencia y ha tenido que superarla para salir adelante.

            Como resultado de esas vicisitudes no sólo ha adquirido memoria, de lo bueno y de lo malo, memoria que le resultará una gran herramienta para enfrentar el presente y el futuro. Lo importante, tanto como la memoria, es que ha adquirido ciertas pautas mentales y de comportamiento, no sólo imágenes, ideas o conceptos determinados, no sólo habilidades físicas. Ha adquirido patrones que actúan como reglas formales a las cuales se adaptan otros contenidos en otras situaciones y bajo otras condiciones de vida, en las que nuevamente se enfrentan apremios y problemas generalmente en circunstancias que solicitan soluciones en total soledad social y prescindiendo de ayuda o asistencia externa de cualquier clase. No sólo enfrenta peligros de muerte o de enfermedad, por accidentes importantes; enfrenta a diario pequeños problemas que tiene que resolver impostergablemente. Circunstancias relacionadas con asuntos de orden familiar, laboral, de convivencia; pequeños accidentes personales, escenarios en los que se requieren soluciones perentorias, que no se pueden postergar sin antes encontrar o improvisar una salida inmediata.

 

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No se puede relacionar la subjetividad sólo con la imaginación y la fantasía. La fuente de su generación y alimentación es el mundo real, como es también la fuente de la objetividad, algo en que no se ha puesto la debida atención. La fuente de la vecidad, igualmente, es el mundo real, pero sólo en lo que tiene que ver con las características en que se ha implicado operativamente el sujeto a través de su vida. Sabemos que lo objetivo tanto como lo subjetivo funcionan en el individuo en tanto se han experimentado vivencialmente. Pues bien, cuando se han experimentado de esa manera, vivencial, concretamente, mediando la vivencia, es cuando interviene lo vécico y no sólo lo objetivo y lo subjetivo. Esta es la diferencia sustancial entre esas características del saber humano.

            El sujeto no se encuentra en un mundo de percepciones ni en un mundo de imágenes, conceptos o ideas. Ni la expresión “se encuentra” que hemos usado es la apropiada para referirnos a aquello que se tiene como conocimiento ni a aquello de lo que nace ese conocimiento:

 

el sujeto no vive en un mundo de estados de conciencia o de representaciones, desde donde creería poder, por una especia de milagro, actuar sobre las cosas exteriores o conocerlas. Vive en un universo de experiencia; en un medio neutro respecto a las distinciones substanciales entre el organismo, el pensamiento y la extensión; en un comercio directo con los seres las cosas y su propio cuerpo. El ego, como centro del que irradian sus intenciones, el cuerpo que las lleva, los seres y las cosas a las que ellas se dirigen no están confundidos; pero no son más que tres sectores de un campo único (Merleau-Ponty, 264).

 

            Si objetivo es lo que no depende del sujeto que conoce, y subjetivo lo que depende, entonces trayectivo (de “trayecto”, del latín trajectus: “lanzar más allá”, “cruzar”, Joan Corominas, Diccionario filológico de la lengua castellana) es lo que intermedia entre el sujeto que conoce y el objeto que se conoce. Se trata del trayecto que recorre el objeto hacia el sujeto y el sujeto hacia el objeto, si se admite el neologismo, que parece necesario para distinguir con claridad la dinámica del fenómeno. Habría, así, tres características fundamentales del saber personal: la objetividad del objeto, la subjetividad del sujeto y la trayectividad entre el sujeto y el objeto o relación de intermediación y muto intercambio entre la objetividad y la subjetividad.

            La trayectividad, pues, comprendería el saber emergente de los cambios, de la serie de modificaciones y transformaciones en el sujeto y en el objeto en la experiencia de vida, transformaciones captadas y registradas por el cerebro. Se podría decir, en lugar de “experiencia de vida”, “historia de vida”, y nos valemos de esta expresión en general; pero sabiendo que nos referimos al proceso y no al tiempo. Trayectivo es, entonces, el sesgo del conocimiento surgido de la vicisitud; el caudal que aporta la historia en el proceso por el cual el sujeto comparece en su entorno de mundo, activándolo y transformándolo, mientras se activa él también y se transforma como efecto de esa comparecencia. La trayectividad es el carácter del saber resultante, combinación activa de objetividad y subjetividad, es decir, de un saber no dependiente ni independiente del sujeto, sino interdependiente, resultado de confluir la experiencia decantada por las permanentes transformaciones en el campo integral que componen la mente y el cuerpo.

            La vicisitud está en la base de esa interdependencia, fuente del saber vécico. En la subjetividad pura ya está, por supuesto, la impronta de la vicisitud; si bien se refleja allí como huella, no se refleja como imprimación útil para el conocimiento. Porque si se reflejara no sería pura subjetividad ni siquiera propiamente subjetividad. Más bien, sería objetividad o casi objetividad. El neologismo permite superar esa insuficiencia al destacar el influjo de una clase de saber que no es de fuente completamente objetiva ni completamente subjetiva.

Es, en cambio, saber en permanente superación por fuerza de las innumerables modificaciones, afinaciones, elementos aprovechados y elementos desechados, apartados o eliminados en el plano espontáneo de la conciencia inmediata. En ese plano, acotado especialmente en la vivencia, intervienen aprendizajes asistidos, aprendizajes autodidactas, asimilaciones conscientes y subconscientes, comprobaciones prácticas, descubrimientos, etcétera.

            Si el saber subjetivo es fenoménico y el saber objetivo es fáctico, el trayectivo es vécico, es decir, vivencial, histórico, procesal y autónomo. Decimos “fenoménico” respecto a un saber conectado con las emociones y sentimientos, es decir, ligado a los fenómenos psíquicos y a lo que tiene que ver con la intuición (vertiente que nace de la cantidad o acumulación de experiencias). Decimos “fáctico” respecto a un saber conectado con los sentidos u órganos receptores o perceptivos del cuerpo, en directa comunicación con el sistema nervioso central. Y decimos “vécico” respecto a un saber que nace del contacto directo con el entorno en la experiencia de vida (vertiente que surge de la selección o cualidad).

 

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La información “cruza” o “va más allá” en el trayecto de los receptores al cerebro por las vías neurales, y actúa desde el cerebro a los receptores. El sujeto recibe información del objeto, pero también genera condiciones transaccionales de orden electroquímico necesarias para aprehender el objeto. En esto media una compleja estructura nerviosa encargada de transmitir las señales de los receptores del cuerpo que recogen las neuronas y transportan a lo largo de sus axones y sinapsis electroquímicas hasta el cerebro (Damasio, 5, 149). Al final del proceso, y en lo que tiene que ver con el conocimiento, el sujeto tiene lo necesario para tomar plena consciencia de la situación que vive y de formar una idea acerca de lo que tiene para elegir en cuanto a su mente y a su conducta en cualquier situación dada.

            Ahora bien, en ese proceso se forja la verdad, es decir, la impresión de significados que intermedia o trayecta entre el objeto y el sujeto; es decir, entre el medio y el mediador o medianero. Es un término medio entre dos realidades en oposición, oposición debida a la adversidad. La verdad es la respuesta del mundo a la pregunta sobre el mundo o realidad del mundo. Por lo que la verdad no es la realidad del objeto entendida por lo que es en sí (independiente de la apariencia), ni responde a la realidad del sujeto en tanto ente o ser pensante y cognoscente. No es información ni concepto sino trayección de la que surge un estado de cosas en el que se puede confiar. Es una versión necesaria acerca del mundo debida fundamentalmente al saber trayectivo.

            Por intermedio del sujeto el medio proporciona un promedio o término medio de posibilidades de compatibilizar las condiciones de vida con la realidad del entorno de vida. El término medio enfrenta lo favorable y lo desfavorable para la vida humana, la permanencia en el mundo y la posibilidad de supervivencia. El término medio, en el que deposita su confianza y su saber, sólo es medio porque media (trayecta) lo que ha aprendido y lo que le proporciona la vivencia, el contacto dinámico, directo y único con la circunstancia de vida y en aquellas veces en que ha sabido vencer obstáculos, superar inconvenientes, es decir, enfrentar la adversidad que le acecha a cada instante. Confianza y saber, por ende, son las dos facultades que inician la posibilidad de la vida consciente; una facultad ética y una facultad gnoseológica que contribuyen en la constitución de la verdad.

            Se puede decir, pues, que el individuo media en el medio, sean el individuo y el medio que fueren, sea la que fuere la clase de mediación: actividad, empleo, oficio, profesión, trabajo, relaciones cualesquiera por medio de las cuales se sobrelleva la satisfacción de las necesidades primarias y secundarias. La verdad es el resultado posible de “averiguar”, “presentar como verdad” o “verificar” (Joan Corominas, Diccionario) un objeto o complejo de objetos por parte del sujeto cognoscente. Pero la trayección es más bien veri similis o verosimilitud comparada respecto a la comprensión ya firme en la conciencia, es decir, al saber vécico.

 

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“Subjetivo es todo lo que pertenece al sujeto” (Nicola Abbagnano, Diccionario de filosofía). Ahora bien, se puede discernir lo que pertenece al sujeto y lo que es el sujeto. ¿Subjetivo es todo lo que pertenece al sujeto o es en exclusiva lo que el sujeto es en sí, su yo, la facultad de conocerse y reconocerse interiormente y con conciencia independiente del influjo externo? Es lo que pertenece al sujeto en su realidad en sí, o, por el contrario, es lo que la opinión adjudica al sujeto en una realidad fuera del en . Porque el sujeto vive sometido a la imagen fraguada por los demás, de acuerdo a la imagen que el entorno social forma de él, y no tanto por la que él se forma de sí mismo.

La inserción social del sujeto depende de cómo sea interpretada en el contexto que le corresponde en su circunstancia de vida. Depende más de lo que es deducible de ese contexto que de lo que el sujeto es en realidad, y de lo que el sujeto hace procurando ser lo que cree ser. El contexto social es el que opina y aun decide, el que clasifica en términos que no hay cómo negar que son lo objetivo en el caso; porque lo que opina el sujeto al respecto es subjetivo. Lo social es el factor que en definitiva define lo que es el individuo, el autor de la definición objetiva, aunque le atribuya lo que no es ni pertenece al sujeto, sino a lo que sólo aparenta. Lo subjetivo, pues, no es sólo lo que pertenece al sujeto; no es el sujeto en sí. Lo subjetivo y lo objetivo, al menos en el plano social, queda fuera de lo que pueda servir de fundamento para definir al sujeto en cuanto persona, es decir, en cuanto individuo como otros de la especie.

Y en lo que respecta a la colectividad toda, a la sociedad en general, el sujeto es definido como sujeto de derecho, que es una forma de racionalización de las subjetividades fundada en los principios objetivos que rigen la actividad social. En cuanto a lo que no cae dentro de la órbita del derecho, existen normas éticas, reglas del buen vivir a las cuales también el sujeto rinde cuenta. Todos casos en que es lo externo, el consenso, la norma, esto es, lo presumidamente objetivo, lo que define lo subjetivo. Sólo una definición que tuviera en cuenta lo trayectivo podría aunar los planos objetivo y subjetivo fundándose en la historia de vida y salvando la valla de los subjetivo puro. ¿Pero cómo?

            Aunque los entendidos no hablen de modalidades que aúnen lo objetivo y lo subjetivo, lo trayectivo se manifiesta desde siempre y en todos los lugares en que existen y coexisten seres humanos. Se vuelve notorio, especialmente, con los individuos que se destacan entre los demás y en diferentes especialidades y profesiones sin que hubieran recibido una educación esmerada, familiar o formal. También, en aquellas personas que, aunque fuesen formadas en las más avanzadas instituciones de enseñanza, en las que se tuviera el cuidado de trasmitir el conocimiento más riguroso, consensuado y actualizado, descubren aspectos inusitados y jamás trasmitidos por esas instituciones, abren caminos insospechados, inventan ingenios, asuntos todos inalcanzables por vía de la racionalidad pura o de la experimentación guiada y controlada. ¿Cómo proceden o qué es aquello en que se basan, lo objetivo o lo subjetivo?

            Hay una vertiente casi del todo ignorada o, mejor dicho, muy difícil de reconocer en sus detalles. Es la experiencia, pero no la experimentación científica sino lo que muestran los mismos hechos en la vida privada común y corriente. Es aquella experiencia personal colmada de inconvenientes, problemas, misterios y desafíos, pequeños éxitos seguidos de grandes fracasos. Es parcialmente recordada por el sujeto, y queda en el domino subjetivo, aunque a veces no es registrada por la memoria. De cualquier modo, es incorporada al saber personal, a la inteligencia, por vías totalmente desconocidas o que apenas han explorado las neurociencias.

            Se podría decir que obra la única y solitaria experiencia personal, no asistida directamente, o que la experiencia personal logra activar como extraordinaria asociación de todas las fuentes del conocimiento disponibles por un solo individuo, en el cual la integración de la mente y el cuerpo ha funcionado exquisitamente. También se podría decir que en tal caso se estaría en presencia de lo trayectivo. Es posible pensar en la consolidación de lo subjetivo y lo objetivo, de una acción suprema del físico, el pensamiento y el sentimiento ante la adversidad extrema y la desolación.

 

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El poder de superación en el ser humano no se puede definir como se define el poder de una fuerza mecánica, ni como se define el de un cirujano que mediante una intervención salva la vida de un enfermo, o como el de un psicólogo o el de un psiquíatra que cura a un paciente que sufre. El individuo que lucha contra la adversidad no dispone de un poder previamente acomodado a las exigencias de un problema dado; responde con lo que tiene, con el poder que sólo han generado sus solas y propias fuerzas. Pero no hay cómo investigar ese poder, conocer cómo se originaron esas fuerzas y cómo operan. No hay testimonios que muestren cómo un hecho, una situación difícil, una elección crucial en un momento en que hay que decidir entre una sola de dos o más posibilidades pueden terminar enriqueciendo el poder de resolución de problemas del sujeto, y con ellos el poder de superación. No hay nada para comprobar la trayectividad, aunque funcione patentemente y tenga sus resultados provechosos.

            También se manifiesta furtivamente en cada acto de cualquier persona que en una circunstancia dada tiene que resolver problemas. Sin que se pueda descifrar qué vertiente de la sabiduría personal es la que interviene, como se reconoce el procedimiento que da con la incógnita en una ecuación matemática, o el que sirve para hallar los ingredientes de un compuesto químico, la persona encuentra una solución para el problema que traba el libre curso de su vida o de los otros. En ningún caso alcanza con remitir ese poder a los dominios de la objetividad o de la subjetividad. En algunos casos se remite a ambos, explicando que tal o cual solución se ha alcanza haciendo que intervenga todo lo que el sujeto posee como acervo de sus capacidades integradas. Pero no se dice cómo se han integrado ni que ambos son algo muy diferente a compartimentos estancos o partes de un sistema dividido en dos.

            Por lo que sería del caso reconocer una característica del saber que funciona en el dominio subjetivo, pero que está en plena comunicación con el mundo físico y real, como lo está el dominio objetivo del conocimiento. Que se trata de una función que en la intimidad del yo está abierta al influjo directo de lo exterior, y no en una intimidad aislada, hundida en las profundidades oscuras del subconsciente o aun del inconsciente. Que se comunica con el mundo por la actividad de las pasiones, emociones y sentimientos, pero también con el mundo por la actividad personal del individuo, en su presente y en su historia. Que el yo no puede describirse mediante la forma de un embudo que hunde su vértice en lo profundo de la subjetividad, sino mediante la forma de un paraboloide, cuyos extremos se abren, uno al presente actual externo y otro a lo que en definitiva es su presente histórico interno.

            Ese yo abierto al mundo que trasmiten los sentidos en lo actual, y abierto al mundo histórico impreso en el cerebro, sería el responsable del saber vécico, de las habilidades inexplicables, de los genios, de las personas que desarrollan poderes no comunes a raíz de accidentes o enfermedades, de los prodigios que, sin que trasciendan, son capaces de generar todas las personas en sus menesteres hogareños o laborales. Sería el acomodador de la función trayectiva de la inteligencia.

 

 REFERENCIAS:

 DAMASIO, Antonio (2024). El error de Descartes, Barcelona, Planeta.

MERLEAU-PONTY, Mauricio (1976). La estructura del comportamiento, Buenos Aires, Librería Hachette.

sábado, 1 de marzo de 2025

SPINOZA: LA INTEGRACIÓN DEL CONOCIMIENTO

Resultan de especial interés algunas modificaciones que Baruch de Spinoza realizó en el campo de las ideas religiosas y políticas de su país y su tiempo. Se destacan por no resultar demasiado diferentes en ambos planos de la actividad humana y la convivencia. La inteligencia humana para Spinoza no sólo incluía a la razón sino también a las afecciones del alma.

Baruch de Spinoza (Países Bajos 1632-1677) es un descendiente de judíos españoles y portugueses que huyeron de España en 1492 y se establecieron en Ámsterdam: “si queremos fijar el origen de Spinoza, de acuerdo con el concepto de nacionalidad y el destino que ello supone, diríamos: Spinoza era marrano y su destino está determinado por el hecho de que su nación –como su religión– no fue para él una realidad sino un problema” (Gebhardt, 30).

            Es suficiente para deducir que Holanda y su religión, si bien fueron causa de los mayores problemas para el ciudadano Spinoza, también le acarrearon otros problemas en el plano moral y en el del método filosófico. Pero, veamos quién era el célebre filósofo del siglo XVII para enseguida entrar en su pensamiento. Digamos someramente que pertenecía a una familia acomodada, que nació en una casa espaciosa y que recibió una educación acorde a la de los hijos de familias pudientes. Hablaba portugués y español, y a su lengua holandesa agregó el hebreo y el latín, junto a sus estudios de religión, la Biblia y sobre los comentaristas de la Biblia.

Se interesó por la medicina (se puede decir que fue un médico), la química, la astronomía y en general las ciencias, especialmente la matemática. Sus contemporáneos le reconocieron por sus conocimientos, especialmente por dos de sus obras: la Ética y el Tratado teológico-político. Pero también por un especial carisma que lo distinguió en el trato personal. Vivió austeramente, evitó el tumulto de las muchedumbres, valoró la soledad y poseyó una biblioteca que le permitió el acceso a los clásicos antiguos, griegos y latinos.

Entre los nombres de sus grandes amistades –y más conocidos hoy en día– figuran el político Juan de Witt, también notable matemático, el celebérrimo pintor Rembrandt, el físico Christian Huyghens, el químico Roberto Boyle y el gran Leibniz. En lo filosófico, su época estuvo embargada por la filosofía de Descartes, cuya obra estudió y comentó exhaustivamente, aunque también se interesó por Bacon, Hobbes y Maquiavelo. Algunos pensadores marranos de su cofradía llegan a influirle al principio en una puja entre los sefardíes y los askenazis. Algunos que se destacan son Uriel da Costa, el médico Juan de Prado y el ilustrado humanista y latinista rabino Saúl Levi Morteira (Gebhardt, 34 y ss.).

 

RELIGIÓN Y GOBIERNO

 

No agradaron a Spinoza la religión y los principios y fundamentos de la Iglesia que le trasmitiera su familia desde el nacimiento, y tampoco las formas de gobierno de su país. Había sido expulsado de la comunidad judía en 1856 (escribe su defensa en español), y fue excomulgado por la Iglesia calvinista de Holanda. Su Tratado teológico-político fue prohibido cuatro años después de su aparición en 1670. En el plano político le provocó innumerables conflictos su amistad con Juan de Witt, el influyente Pensionario consejero de Holanda, principal estadista de la república; un liberal que orientaba al partido aristocrático de los regentes, enfrentado a los orangistas que dominaban las jefaturas del ejército nacional.

El apogeo de Juan de Witt corrió en forma paralela a una época de grandes brillos para el país, auge comercial, posición de dominio en Europa, expansión en ultramar y respaldo a la libertad de expresión y de cultos. Los duros enfrentamientos terminaron con su vida en 1672 al ser linchado junto a su hermano por una multitud enfurecida. Este acontecimiento impactó al filósofo que quiso salir de noche a la calle a colgar un letrero de protesta, lo que le hubiera acarreado la muerte si su hospedero no le hubiera aconsejado.

Las ideas religiosas de Spinoza se fundan en la razón, pero de acuerdo a un concepto depurado por él mismo y que se aplica a la religión tanto como a la política. No consiste en obedecer ciegamente los dictámenes de las Escrituras ni las prescripciones de teólogos y autoridades eclesiásticas y políticas, sino en pensar libremente, evitando los prejuicios y trampas que son armadas para dominar con facilidad a las masas. Es una razón inspirada en el orden de la naturaleza, en definitiva, un orden prescrito por Dios.

 

EL TRATADO TEOLÓGICO-POLÍTICO (primera parte teológica)

 

En esta obra Spinoza termina de fundar las bases de lo que llama conocimiento natural y a veces inteligencia natural (2024, II, 137). Su objetivo es denunciar la superstición que predominaba entonces en el pueblo, acabar con el instrumento ideal de quienes interpretaban las Escrituras, orientaban las creencias y las conductas bajo un régimen de estricta obediencia, infundían el temor y amenazaban con el castigo de Dios. Su trabajo crítico y analítico de la Biblia, que para él no es un libro sino un conjunto de manuscritos reunidos a través de los siglos, inaugura una singular hermenéutica, devastadora para los intereses de la institución religiosa. La Iglesia católica había procurado reafirmar su doctrina y sus prácticas convocando al Concilio de Trento en 1545, cuyo destino fue contrarrestar la Reforma de Lutero en Alemania, y en Holanda al calvinismo.

Detengámonos primero en el punto que interesa sobremanera en la filosofía de Spinoza: el método. Tradicionalmente se ha llamado “geométrico” por pura relación con el estilo formal de las más antiguas obras de los griegos y latinos, especialmente de los Elementos de Euclides. Esta obra desarrolla la sistematización de la geometría plana que ha dado lugar a que el método de Spinoza se llame geométrico. Por aplicarse especialmente a la interpretación de las Escrituras, el autor se refiere a él como “verdadero método de interpretar la Escritura” que Domínguez llama método inductivo, antes que deductivo y que perfectamente podría llamarse hermenéutico (en 2024, n. 183, 267). Según Spinoza se trata del procedimiento correcto para interpretar la naturaleza, también llamado por su creador “regla universal para interpretar la Escritura” o “método natural”.

            Es preciso conocer la historia del elemento estudiado, por lo cual: primero, “Debe contener la naturaleza y propiedades de la lengua en la que fueron escritos los libros de la Escritura y que solían hablar sus autores”. Segundo, “Debe recoger las opiniones de cada libro y reducirlas a ciertos temas capitales, a fin de tener a mano todas las que se refieren al mismo asunto”. Tercero, “La historia de la Escritura debe describir, finalmente, los avatares de todos los profetas, de lo que conservamos algún recuerdo […] Debe contar además los avatares de cada libro [y] Una vez que hayamos trazado esta historia […] será el momento de entregarnos a investigar la mente de los profetas y del Espíritu Santo. Pero también para esto se requiere un método y un orden, similar a aquel del que nos servimos para interpretar la naturaleza a partir de su historia”. La exposición incluye un análisis lingüístico de la lengua hebrea, con los problemas que presenta a cualquier interpretación verídica de los textos (2024, VII, 240-260).

Confiado en este procedimiento, Spinoza arremete contra la profecía (2024, I, 95) y denuncia el abuso de la imaginación en la mayoría de los profetas bíblicos (I, 113). Sostiene que Dios nunca se apareció a Cristo, que sólo Cristo ha recibido las revelaciones de Dios, y que, si Moisés habló con Dios “cara a cara”, Cristo se comunicó con Dios “de alma a alma” (I, 103). Afirma sin vacilar que la revelación es algo sumamente dudoso (II, 120), rechaza el antropomorfismo (IV, 176) y aconseja no acreditar la fe que inspiran las historias (IV, 172; V, 203). Insiste en que el poder de Dios y de la naturaleza es el mismo (I, 115; III, 145, etc.) y en el hecho de que la nación hebrea fue elegida por Dios por su organización social y no por su inteligencia (III, 148). No cree que la ley natural exija ceremonias (IV, 173; V, 197) y considera un error pensar a Dios con atributos de la naturaleza humana (IV, 177). Afirma, inclinándose por la democracia, que “La obediencia no tiene cabida en una sociedad cuyo poder está en manos de todos” (V, 194), y que “por el milagro, es decir, por una obra que supera nuestra capacidad, no podemos comprender ni la esencia ni la existencia de Dios, ni nada, en general, acerca de Dios y de la naturaleza” (VI, 215).

Según Gebhardt, las ideas y sentimientos de Spinoza en esta materia contribuyeron a modificar la tradición renacentista que la Contrarreforma había iniciado: “el primer ensayo fundamental para establecer nuevas categorías en reemplazo de las viejas se encuentra, por un lado, en el Tratado teológico-político, en el que Spinoza no se limita a atacar la fe en la revelación con una crítica negativa, sino que la supera con el concepto positivo de la evolución histórica; y, por otro lado, en su Ética, en la que da expresión a la sensibilidad de una nueva época” (Gebhardt, 118).

Si el Renacimiento separa la ciencia de la tradición religiosa, Spinoza intenta unificarlas nuevamente, pero bajo un nuevo sentido. El fundamento de la existencia ya no es para él la materia, su comparecencia y su extensión, sino la actividad vital, la dinámica propia y exclusiva del mundo y la vida, el acto inacabable por el cual se comprueba la verdadera esencia de las cosas. No hay nada estático en el mundo sino infinito acontecer, ilimitada procesión de realizaciones. Lo mismo ocurre en el dominio espiritual: no hay nada en él que sugiera lo inmóvil e invariable.

Spinoza incurre en explicaciones propias de la ciencia en procura de esclarecer los problemas de la mente y el espíritu. En sus definiciones, axiomas, proposiciones y corolarios, que caracterizan un método de investigación llamado geométrico, se resume la convicción determinante de su pensamiento: el rango de todas las cosas es lo ilimitado, en permanente desarrollo y evolución, una propiedad exclusiva de la divinidad, una propiedad de lo infinito; pero no se trata del infinito como lo concibe hoy el saber común o el científico. Es el poder de Dios –y de la naturaleza– que decide una sola vez y para siempre, que asoma apenas en los humanos, pero que forma parte de su condición:

“El alma, ya en cuanto tiene ideas claras y distintas, ya en cuanto las tiene confusas, se esfuerza por perseverar en su ser con una duración indefinida, y es consciente de ese esfuerzo suyo” (Spinoza, 1980, Parte Tercera, proposición IX, 193). La condición humana es, pues, perseverar; no detenerse ni estacionarse en una idea determinada para permanecer en ella sin plena consciencia del devenir ilimitado del pensamiento y de los sentimientos. Esta proposición revolucionaria vale tanto para la filosofía y la ciencia como para la religión. Funciona igualmente como equiparación entre ellas, encuentro entre sus objetivos y planes, metodologías y diferentes ámbitos de realización.

 

PRINCIPIOS EVIDENTES

     

En el escolio que sigue a la citada proposición IX, afirma: “Este esfuerzo, cuando se refiere al alma sola, se llama voluntad, pero cuando se refiere a la vez al alma y al cuerpo, se llama apetito; por ende, éste no es otra cosa que la esencia misma del hombre, de cuya naturaleza se siguen necesariamente aquellas cosas que sirven para su conservación, cosas que, por tanto, el hombre está determinado a realizar.” (Ib., 194) Es posible que le haya influido la noción de apetición de Leibniz, con quien se carteaba. Afirma el filósofo alemán: “La acción del principio interno que realiza el cambio o el paso de una percepción a otra puede llamarse Apetición: es cierto que el apetito no puede alcanzar siempre y por entero toda la percepción a la que tiende, mas siempre consigue algo de ella y alcanza percepciones nuevas.” (Leibniz, 15, 30)

Apetecer, en el buen sentido de desear o querer, pues, es el principio que rige la naturaleza humana: “El deseo es la esencia misma del hombre en cuanto es concebida como determinada a hacer algo en virtud de una afección cualquiera que se da en ella.” (Spinoza, 1980, Parte Tercera, Definiciones de los afectos, 244) Obrar, vivir y conservarse significan lo mismo: “Nadie puede desear ser feliz, obrar bien y vivir bien, si no desea al mismo tiempo ser, obrar y vivir, esto es, existir en acto.” (Ib. Proposición XXI, 287)

 En la Parte Quinta de la Ética, que, bajo el lema de la libertad se ocupa de la potencia de la razón, Spinoza hace una crítica demoledora de Descartes. Es sabido que el filósofo francés atribuía al alma (o ánima) la facultad de determinar las funciones del cuerpo por estar unida al cerebro a través de la que llamó “glándula pineal”. Las afecciones del alma pueden controlarse a voluntad por estar conectadas con esa glándula. Por lo que es posible adquirir “un imperio absoluto sobre nuestras pasiones”. Aquí encontramos en qué difieren las nociones de razón por parte de Spinoza y Descartes.

Declara terminantemente el primero: “Tales son las opiniones de este preclarísimo varón (según puedo conjeturarlas por sus palabras), y difícilmente hubiera podido creer que provenían de un hombre tan eminente, si no fuesen tan ingeniosas. Verdaderamente, no puede dejar de asombrarme que un filósofo que había decidido firmemente no deducir nada sino de principios evidentes por sí, ni afirmar nada que no percibiese clara y distintamente, y que había censurado tantas veces a los escolásticos el que hubieran querido explicar cosas oscuras mediante cualidades ocultas, parta de una hipótesis más oculta que cualquier cualidad oculta. Pues ¿qué entiende, me pregunto, por ‛unión del alma y el cuerpo’.” (Ib., Parte Quinta, prefacio, 355)

 

LA RAZÓN EN SPINOZA

 

Spinoza funda una nueva idea de razón en la larga historia sobre un concepto que ha inquietado a generaciones enteras de filósofos de todas las épocas. No sólo porque le preocupaba el problema teórico de este concepto sino, principalmente, porque la preocupación se extendía al plano práctico desde que se pretendía mediar con ella en la política y en la religión. La idea de Spinoza es compatible con la noción de razón de nuestro tiempo, según la cual se perfila como una función de la inteligencia y no como el gobierno absoluto del entendimiento. Spinoza llama modo a las diferentes formas en que la razón desemboca en los múltiples dominios en los que es aplicada.

            No sabemos por qué la historia de la filosofía ha resaltado tan poco esta nueva y revolucionaria razón que en nuestro tiempo fertiliza las investigaciones lógicas y sobre las ciencias teóricas y experimentales. Koyré, por ejemplo, aunque observe las inexactitudes científicas de Descartes, Leibniz y Spinoza, no advierte esta gran corrección en la historia del pensamiento humano, aunque en su lugar atribuye a Pascal la apreciación de la geometría de los griegos con resultados provechosos para su filosofía (Koyré, 352).

A estos modos, o para decir mejor, a esta manera –o maniera– filosófica, Gebhardt llama “barroco”. “El estilo de una época es la expresión visible de las fuerzas morfogénicas que han moldeado esa época. En este sentido, el espinocismo, como auténtica expresión de su tiempo, es barroco […] El Renacimiento es la época de la forma y del límite […] El estilo barroco es la negación de la limitación: la exaltación de lo amorfo […] Si la infinitud ha de hallar expresión no sólo en la fantasmagoría de los interiores de las iglesias sino también en cada uno de sus elementos, sólo puede ser representada potencialmente; no cuantitativa, sino cualitativamente, no como extensión, sino como fuerza. Por eso el estilo barroco es dinámico.” (Gebhardt, 119)

Con acierto Gilles Deleuze caracteriza a esos modos como “expresionismo”. La expresión, declara este autor, “es un concepto propiamente filosófico, de contenido inmanente, que se inmiscuye en los conceptos trascendentes de una teología emanativa o creacionista. Trae consigo el peligro propiamente filosófico: el panteísmo o la inmanencia, inmanencia de la expresión en lo que se expresa, y de lo expresado en la expresión” (Deleuze, 320)

 

RAZÓN Y RELIGIÓN

 

La idea de razón en Spinoza, y en los demás filósofos de su tiempo, descansa en Dios. Es Dios quien tiene la razón primera y última; no exactamente porque “la tenga", sostiene el filósofo, sino porque “es”, porque Dios es la razón. Que no haya relaciones entre la divinidad y lo humano, sino unidad determinada por la razón, es una particularidad exclusiva del espinocismo (o espinosismo). Para la escolástica, la razón se desprendía de Dios, pero no era Dios. Según Santo Tomás, el entendimiento y la cosa entendida se identifican en Dios, pero no son Dios (Santo Tomás, “Suma contra los gentiles”, IV, c. 11, 261). “Dios quiere que el hombre tenga razón para que sea hombre” (ib., I, c. 86), pero no para que sea Dios.

La relación entre la divinidad y lo humano en Spinoza adquiere cualidades especiales: la determina la espiritualidad personal, no la autoridad eclesiástica o rabínica. La razón comprende toda la actividad humana y no es restringida por las constricciones de la lógica medieval ni por las nuevas leyes de la ciencia renacentista. No hacen mella los nuevos criterios de experimentación de Galileo, el Nuevo Organon de Bacon ni las reglas aplicadas al arte por León Battista Alberti. Spinoza no niega nada de esto; todo lo contrario, hace la apología de la razón aun en el terreno de la religión y de los sentimientos; pero rechaza la idea de que solas estas nociones puedan servir de asiento a la nueva fe por él fundada. La fuerza de su expresión y la estructura lógica de la Ética dan lugar a una nueva filosofía, así como implican una teología renovada.

Esto ocurre sólo tres siglos después de que Tomás de Aquino fundara las suyas valiéndose de Aristóteles, y con mucha carga de San Agustín, Boecio y Platón. Spinoza funda una filosofía y una teología con conceptos que serán valorados solo con el advenimiento de la Ilustración. Criticó el teísmo incondicional y se adelantó a los esfuerzos de D’Alambert por demostrar el valor de la ciencia para la comprensión del mundo y de la vida, y aun de Voltaire por combatir el fanatismo, pero sin correr el riesgo de ateísmo como corrió el francés.

           

RAZÓN Y POLÍTICA

 

Lo político para Spinoza es un “ámbito natural conformado por un juego dinámico de pasiones y de razones, de conflictos y de concordancias, de servidumbre y de libertad; una composición de potencias cuyo despliegue se opera en virtud de pasiones comunes –o más bien de afectos comunes– y de nociones comunes que serán la sustancia misma de la comunidad” (Tatián, 199). La razón política, pues, si se puede llamar así, y también la razón en general, es una razón afectiva.

            Los Estados se fundan en el derecho, pero con sólo el derecho no basta para que el Estado permanezca incólume, afirma Spinoza: “Porque el alma del estado son los derechos. Y, por tanto, si éstos se conservan, se conserva necesariamente el Estado. Pero los derechos no pueden mantenerse incólumes, a menos que sea defendidos por la razón y por el común afecto de los hombres; de lo contrario, es decir, si sólo se apoyan en la ayuda de la razón, resultan ineficaces y fácilmente son vencidos.” (Spinoza, 1986, cap. X, § 9, 217)

            No es posible manejarse exclusivamente en base a la razón, obrar en plena libertad incluso cuando es preciso esforzarse por conservar el ser. Ahora bien, la naturaleza “no está encerrada dentro de las leyes de la razón humana que tan sólo buscan la verdadera utilidad y la conservación de los hombres”. En cambio, “se rige por infinitas otras [leyes], que se orientan al orden eterno de toda la naturaleza, de la que el hombre es una partícula, y cuya necesidad es lo único que determina a todos los individuos a existir y a obrar de una forma fija. Por consiguiente, cuanto nos parece ridículo, absurdo o malo en la naturaleza, se debe a que sólo conocemos parcialmente las cosas y a que ignoramos casi por completo el orden y la coherencia de toda la naturaleza y a que queremos que todo sea dirigido tal como ordena nuestra razón” (ib., cap. II, § 8, 89).

La posición política de Spinoza, pues, responde a un criterio propio de organización social, de acuerdo a la voluntad de los ciudadanos de la comunidad toda, y difiere de la concepción tradicional fundada en el derecho natural y en prescripciones radicales de la razón: “Por consiguiente, un Estado cuya salvación depende de la buena fe de alguien y cuyos negocios sólo son bien administrados, si quienes los dirigen quieren hacerlo con honradez, no será en absoluto estable. Por el contrario, para que pueda mantenerse, sus asuntos públicos deben estar organizados de tal modo que quienes los administran, tanto si se guían por la razón como por la pasión, no puedan sentirse inducidos a ser desleales o a actuar de mala fe. Pues para la seguridad del Estado no importa qué impulsa a los hombres a administrar bien las cosas, con tal que sean bien administradas. En efecto, la libertad de espíritu o fortaleza es una virtud privada, mientras que la virtud del Estado es la seguridad.” (Spinoza, 1986, cap. I, § 6, 82)

El Estado democrático no tiene salvación sin la lealtad de los gobernantes, sin su honradez y probidad y, lo más decisivo, sin la capacidad crítica y selectiva de los ciudadanos. Así como su mecanismo fundamental depende de la voluntad de todos, su eficacia, su permanencia y su futuro también depende de todos. Esto no siempre es bien entendido. No solamente porque todos gozan de los derechos del elector sino especialmente porque ese derecho se corresponde íntimamente con la seriedad, el compromiso –de los gobernantes y de los gobernados– y una ética aplicada con esmero y por encima de los intereses particulares que tiendan hacia la desmesura y el egoísmo. Si los deshonestos conocieran las ventajas de la honradez, procederían honradamente sólo para saciar sus apetitos deshonestos.

            Se debe a estas particularidades del régimen republicano el hecho de que Spinoza encuentre el estrecho lazo entre la política y la religión, disponiéndose a investigarlo en el Tratado teológico-político de 1670. No hay Estado, colectividad organizada racionalmente, si no hay individuos conscientes y sensibles, racionales y además afectivos. Las prioridades doctrinarias, institucionales, jurídicas, administrativas, de los poderes públicos, marchan en forma imprescindiblemente paralelas a las éticas, al punto que lo ético las comprende a todas las demás. Por esta razón Spinoza había concentrado su pensamiento de fondo en una Ética y no en una Metafísica o en una Política.

 

LAS IDEAS Y LAS COSAS

 

Spinoza equipara a Dios con la naturaleza, y algunos intérpretes han asimilado esta ecuación a un supuesto panteísmo. “En Dios está la plenitud del ser; a su esencia pertenece la existencia, es decir, es la causa de sí mismo; es infinito, porque en la infinitud reside sin más la afirmación de la existencia; como toda realidad se manifiesta en atributos que expresan su esencia, Dios es la esencia que consiste en infinitos atributos”, afirma Gebhardt. Pero “Naturaleza” en Spinoza “no significa, de ningún modo, el mundo visible, sino la total plenitud del ser” (Gebhardt, 129). El panteísmo en él es algo que no está completamente configurado.

            La más famosa de todas las proposiciones de la Ética formula la equiparación del pensamiento y el mundo o realidad de la manera en que podría haberlo hecho el primer Wittgenstein en el siglo XX: “El orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas” (1980, Parte Segunda, VII, 114). Pero Spinoza no dice que las ideas reproduzcan las cosas como reflejos o imágenes de una manera coordinada y exacta –y tampoco que las cosas sean reflejos de las ideas, como podría decirlo el idealismo radical. No dice que las ideas se correspondan con las cosas, sino que el orden que guardan entre sí es el mismo. El estudio razonado de este orden es su objetivo principal, la formulación de carácter rigurosamente deductivo o “geométrico”, como el de Euclides y sus Elementos.

            Encuentra algo común entre el pensamiento y las cosas o, en otras palabras, un modo de ser que es el mismo. Es el modo lo que le interesa porque permite inteligir cómo se forman las ideas acerca de las cosas. Spinoza nos había dicho que “Por modo entiendo las afecciones de una substancia, o sea, aquello que es en otra cosa, por medio de la cual es también concebido” (1980, Parte Primera, Definición V, 51). Mundo conocido y pensamiento, en consecuencia, están unidos por los modos.

            Por esta razón define enseguida dos conceptos perfectamente relacionados: la libertad y la necesidad. Dice: “Se llama libre a aquella cosa que existe en virtud de la sola necesidad de su naturaleza y es determinada por sí sola a obrar”, “y necesaria, o mejor compelida, la que es determinada por otra cosa a existir y operar, de cierta y determinada manera” (ib., VII). Es claro que Spinoza no redacta un diccionario de filosofía, que todas sus definiciones vienen a introducir su reacción ante el estado de cosas. El objetivo es contrarrestar el influjo de la tradición filosófico-teológica que remitía todo a la trascendencia, dejando para el hombre sólo el sometimiento y la obediencia. Dios, piensa Spinoza, concede al hombre la posibilidad de la libertad a través del modo, se diría de la manera en que Dios es en el hombre.

 

LOS AFECTOS

 

“La mayor parte de los que han escrito acerca de los afectos y la conducta humana parecen tratar no de cosas naturales que siguen las leyes ordinarias de la naturaleza, sino de cosas que están fuera de ésta […] Pues creen que el hombre perturba, más bien que sigue, el orden de la naturaleza, que tiene una absoluta potencia sobre sus acciones y que sólo es determinado por sí mismo” (1980, Parte Tercera, Prefacio, 181). “Por afectos entiendo las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo, y entiendo, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones” (ib., def. III, 183).

El hombre cuenta con la posibilidad de la libertad, pero es una posibilidad condicionada por la necesidad, es decir, por las constricciones a las que nos somete la vida. Las afecciones del cuerpo, y de las ideas de esas afecciones, componen un todo y no la entelequia de dos partes separadas. Hay en Spinoza una teoría de la libertad que vincula a Dios con el hombre, la religión con el diario vivir, la fe con la razón. Acota Gebhardt: “Con tal fin Spinoza no se eleva al espacio rarificado de la abstracción, sino que se queda en el terreno de la experiencia. En su teoría formula una dinámica de los afectos que hasta hoy es considerada ejemplar” (Gebhardt, 142).

Spinoza no desdeña la razón, como podría desprenderse por la importancia que otorga a los afectos. Por el contrario, y como ya se dijo, entiende por razón algo diferente a como era de uso entenderla de acuerdo a los cánones cartesianos. No redacta una teoría específica al respecto y prefiere mostrarla sólo observando que la razón de nada sirve si no se acompaña por las afecciones del cuerpo que son también las del alma. Y hay algo más en esa asociación: “si podemos ser causa adecuada de alguna de esas afecciones, entonces entiendo por ‛afecto’ una acción, en los otros casos, una pasión” (Spinoza, ib., def. III).

Entra a tallar la actividad, un principio fundamental relativo a la dinámica que no distingue razón, afección y acción. Todo es una misma substancia que se manifiesta a través de esos diferentes modos. Se da la plena razón a Gebhardt cuando dice que Spinoza “se queda en el terreno de la experiencia”. Quizá, por primera vez en la historia de la filosofía se intenta dar solución al antiguo problema de las dos dimensiones, que Descartes había separado.

 

LA REFORMA DEL ENTENDIMIENTO

 

Spinoza expone rigurosamente su método en otra obra: el Tratado de la reforma del entendimiento, publicado unos meses después de su muerte. Dice Atilano Domínguez que la Ética y el Tratado político “se limitan a señalar que también el mundo de las pasiones humanas forma parte del orden universal y que, por lo mismo, puede ser estudiado con el rigor del método matemático. En cuanto al Tratado teológico-político recuerda sus principios a fin de aplicarlos al estudio crítico de las Escrituras, que él concibe como un fenómeno puramente natural” (Spinoza, 2022, Introducción general por A.D, 12).

            ¿Cuál es el propósito del autor de este libro, que para colmo está sin terminar? El plan intenta encontrar el “camino que debe seguir la mente para comenzar correctamente, el cual consiste en efectuar la investigación conforme a leyes fijas y siguiendo la norma de cualquier idea verdadera dada” (2022, I, 119). La “idea verdadera” es el fundamento del método de Spinoza; “reformar el entendimiento” consiste en encontrar el mejor “modo de percepción” y, el mejor es comparar con la naturaleza, observar cómo pueden encadenarse los hechos, incluso los del hombre, aquellos por los cuales fue asentándose su conocimiento, sus técnicas y sus ideas: cómo evolucionaronEsta es la forma de dar con la esencia de las cosas.

            Spinoza aplica al barrer principios, tipos de inferencias y fórmulas de la ciencia teórica de su tiempo, a la cual añade componentes de la vida psíquica o fenómenos psíquicos, como los llamó Franz Brentano dos siglos más tarde. Inaugura esta oportuna combinación, sin duda vaga, aunque no hay cómo evitar porque es la que se descubre en todas las expresiones del conocimiento, ciencias fácticas y del espíritu; incluso en la física, como lo anunció después Henri Poincaré, y hasta en la lógica, como lo estableció Jan Łukasiewicz en el siglo XX.

El hombre, “usando instrumentos innatos”, consigue fabricar “objetos fáciles”; luego confecciona otros “más difíciles con menos esfuerzo y más perfección”. De modo que “avanzando gradualmente”, de lo más simple a lo más complejo, los hombres “consiguieron efectuar con poco trabajo tantas cosas y tan difíciles; así también el entendimiento, con su fuerza natural, se forja instrumentos intelectuales, con los que adquiere nuevas fuerzas para realizar otras obras intelectuales y con éstas consigue nuevos instrumentos, es decir, el poder de llevar más lejos la investigación, y sigue así progresivamente, hasta conseguir la cumbre de la sabiduría” (ib., I, 111).

            El plan de Spinoza es encontrar el vínculo entre el conocimiento, las leyes de la naturaleza y el poder que surge de la revelación. No son dimensiones opuestas y mucho menos fuerzas que tiendan a eliminarse entre sí, puesto que todas y cada una a su modo proporcionan habilidad para la supervivencia, conocimiento acerca del mundo y la vida y finalmente consolación. Lamentablemente, su obra no fue comprendida y el hecho lo pagó recibiendo una severa humillación que para nada merecía el más piadoso e inteligente de los creyentes.

 

EL TRATADO TEOLÓGICO-POLÍTICO (segunda parte política)

 

A partir del capítulo XVI Spinoza se ocupa del Estado sin dejar de relacionar sus reflexiones sobre este tema con las implicaciones religiosas, morales y políticas de la acción de los gobiernos. El hombre ha intuido el poder de Dios, pero sin mantener con él una comunicación directa. Moisés, por ejemplo, había recibido el don de establecer esa comunicación, y era el que gobernaba y no el pueblo. Dios demanda obediencia, pero no reina; por lo que es preciso erigir el Estado –en un sentido amplio–, que reúne las condiciones para recibir y comunicar el mandato divino. Quienes reinan, pues, son los que poseen y ejercen el poder del Estado.

            Con posterioridad a Moisés, el pueblo encuentra el don de Dios en la voz de los profetas, pero Spinoza se ocupa de demostrar, a través de una minuciosa investigación filológico-hermenéutica de las Escrituras, que la mayoría de ellos sólo imaginaba. Confronta, pues, la profecía con la “luz natural” o razón. Para Spinoza, este concepto responde al sólo orden de la naturaleza, y no se diferencia en mucho de la concepción de Descartes, de Hobbes o de Bacon, el conocimiento desprendido del saber interesado de los gobernantes y los escritores que convirtieron los libros sagrados en un instrumento al servicio de la persuasión, del dominio ideológico y moral de los inexpertos. Vislumbra Spinoza un orden diferente, y en algunos aspectos opuesto, al de los autores, intérpretes y comentadores bíblicos. Y demuestra que estos libros fueron escritos en diferentes épocas, por un numeroso grupo de escritores de todas las categorías y que se manejaron en diferentes lenguas.

            De una manera poco frecuente en el siglo XVII, Spinoza defiende el sistema democrático ante las tiranías, las monarquías y las teocracias, sin para nada dejar de profesar su fe y la correspondiente profesión religiosa y teológica, aun respetando la libertad de cultos. No importa, afirma, “cómo haya sido revelado tal culto, con tal que adquiera la categoría de derecho supremo y se convierta en la máxima ley para los hombres” (2024, XIX, 482).      

            Ha sido necesario que ellos renunciaran al derecho natural para mancomunarse de acuerdo al derecho divino y en beneficio de todos. Pues, bajo el derecho natural todos tienen derecho a todo y por lo tanto propenderán al caos y a la anarquía: “la justicia y, en general, todas las enseñanzas de la verdadera razón y, por tanto, la caridad hacia el prójimo, sólo adquieren fuerza de derecho y de mandato por el derecho estatal, es decir, por decisión de quienes poseen el derecho del Estado. Y como el reino de Dios sólo consiste en el derecho de la justicia y la caridad o de la verdadera religión, se sigue, como queríamos, que Dios no ejerce ningún reinado sobre los hombres, sino por aquellos que detentan el derecho del Estado” (ib., XIX, 483; obsérvese que el traductor escribe “detentan” no sabemos si consciente del correcto significado de la palabra; más adelante traduce “poseen”).

            Es concluyente la demostración de estos supuestos: “La misma experiencia lo confirma, puesto que el sello de la justicia divina sólo se halla donde reinan los justos, mientras que (por repetir las palabras de Salomón) vemos que la misma suerte recae sobre el justo y el injusto, sobre el puro y el impuro” (ib., XIX, 486). Comprobamos, pues, que Spinoza somete el problema de la injusticia entre los hombres a un análisis ajeno al espíritu de las Escrituras al dejar que la responsabilidad recaiga sobre los hombres y no sobre Dios. El propósito, empero, no pasa por excusar a Dios sino por descargar su doctrina en la mente de las personas de la manera más convincente, ajena a las invenciones de la imaginación y la superstición, de los intereses de sacerdotes y levitas y de la influencia de las autoridades religiosas y políticas.

            Hay una revisión exhaustiva del Antiguo Testamento de la cual sorprende la concepción de Spinoza sobre la salvación. Es una noción íntimamente emparentada con la supervivencia (ib., I, 102 y 107; III, 143; V, 205; VII, 260), aunque no utilice ese término. La razón o luz natural no rinde cuenta de la obediencia como único camino hacia la salvación. Por lo que tiene lugar la revelación, esto es, “una singular gracia de Dios” inalcanzable para la fuente natural de la razón. De esto “se sigue que la Escritura ha traído a los mortales un inmenso consuelo (ib., XV, 404). La distinción entre luz natural y revelación fundamental en el método y se confirma en numerosos pasajes del tratado (ib., XII, 362; XIV, 383; XV, 399, etc.).

            Entiende que la salvación es la suprema ley del Estado y del gobierno, pero “del pueblo y no del que manda” (ib., XVI, 417). “De esta doctrina se sigue, pues, que la salvación del pueblo es la suprema ley a la que deben responder todas las demás, tanto humanas como divinas” (ib., XIX, 488). Lo que viene a confirmar plenamente la idea de salvación de Spinoza, y al respecto se puede confirmar igualmente el poco trato dispensado a la culpa. En relación al pecado, entiende que, más que la desobediencia directa del mandato de Dios es, ante todo, la contravención del precepto y de la ley; porque “sin precepto y ley no hay pecado” (ib., III, 158). Lo que ilustra sobre el designio de consolidar la fe y el derecho como entidades complementarias y no contradictorias.

             

 

 

REFERENCIAS:

 

DELEUZE, Gilles (1996). Spinoza y el problema de la expresión, Barcelona, Muchnik.

GEBHARDT, Carl (2007). Spinoza, Buenos Aires, Losada.

KOYRÉ, Alexandre (1997). Estudios de historia del pensamiento científico, México, Siglo XXI.

LEIBNIZ (1961). Monadología, Buenos Aires, Aguilar.

SANTO TOMÁS DE AQUINO (2003). El orden del ser, Antología Filosófica, Madrid, Tecnos.

SPINOZA, Baruch (1980). Ética, edición de Vidal Peña, Madrid, Editora Nacional.

SPINOZA, Baruch (2022). Tratado de la reforma del entendimiento, edición de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza.

SPINOZA, Baruch (1986). Tratado político, edición de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza.

SPINOZA, Baruch (2024). Tratado teológico-político, edición de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza.

TATIÁN, Diego (2001). La cautela del salvaje. Pasiones y política en Spinoza, Buenos Aires, Adriana Hidalgo.

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