La filosofía uruguaya, con cualidades de primer orden en su historia, fundamentos teóricos originales y destacada erudición, pierde sus cualidades en las últimas décadas del siglo XX y primeras del XXI, con algunas excepciones que no alcanzan gravitación pública.
En el siglo XX gran parte de América Latina se sacude
por la actividad política tensionada, fuertemente dividida y hasta armada.
Después de la Segunda Guerra Mundial y con la Guerra Fría las sociedades suramericanas
quedan bajo la influencia de los dos grandes polos ideológicos prevalecientes. El
pensamiento uruguayo se nutre de las doctrinas que subyacen en estos
acontecimientos y desembarcan aquí para despertar la conciencia política local
hasta entonces medio adormecida.
Acostumbrada a los círculos
políticos o intelectuales, esa conciencia se despliega en las reuniones de
amigos, en los comités partidarios, estudiantiles y obreros, escapa a las
calles y se infiltra hasta en las familias. Ha quedado bien atrás la puja entre
el espiritualismo francés y el positivismo anglosajón, debate
del siglo XIX. El XX registra la otra puja no filosófica sino ideológica entre derecha
e izquierda. Así, la ciudad letrada decide y da el paso
hacia los nuevos tiempos, especialmente mediante el materialismo.
Se consolida la laicidad y los
estrados académicos optan por el espíritu científico. Pero ya no se trata del materialismo
de Herbert Spencer sino de Marx, en tanto la sociología es de Durkheim, la
psicología de Watson, la economía del mercado y la propaganda. El arte acompaña
en la pintura con el no figurativismo, en la música con el atonalismo, en las
letras con la littérature engagée.
Estereotipado por la ortodoxia
internacional, el marxismo es esgrimido antes como imputación al capitalismo
que como sistema político plausible en el aquí y ahora. La mayoría de los
intelectuales es seducida por la acción social, como a veces ocurre y al revés
de lo que se podría esperar, tratándose de ideas: predominan los hechos y la
pregunta “qué hacer”. Arraiga el concepto de “conciencia de clase” en
detrimento de los principios e ideales de la democracia tradicional.
El paso del pensamiento social
del siglo XIX al XX brinca con la asombrosa agilidad de la generación del 900, y
es estudiado, explorado y explicado con solvencia sociológica, historiográfica
y filosófica en la obra de historiadores, filósofos, ensayistas y pedagogos. Luego
de la generación del Centenario las transiciones se vuelven más lentas, y en
los autores del 45 se acusa ya la división en materia ideológica según los
nuevos cánones. Para algunos de ellos el mismo 900 y el pensamiento social de José
Batlle y Ordóñez y Luis Alberto de Herrera son expresiones del conservadurismo
o del reformismo económico al no encajar del todo ni en el liberalismo clásico
ni en el socialismo ortodoxo.
Mientras tanto, quienes rechazan
las implicaciones ideológicas y políticas de los nuevos materialismos, con algunas
excepciones, incurren en la prolongación del pasado sin evolución, en el
consecuente estiramiento de las décadas de quietismo y escasa reflexión, desde
el fin de las guerras civiles. Se generan dos actitudes que parecen ganar a buena
parte de la población más activa y comprometida: todo está bien o todo está
mal, sin mayores términos medios.
EVOLUCIÓN POLÍTICA
Y SOCIAL
Aunque cambian los tiempos, escasean los proyectos de
gran aliento, el país no se vincula a América Latina que, incomunicada, merece el
título de “lacustre” (Fabregat Cúneo, 72). Se impone la alta burocracia que
practica una política de escritorio, dispone los despachos administrativos del
Estado como salas de atención correligionaria; en los cajones vacíos hay sólo tarjetas
de presentación, símbolos del arribismo y del nepotismo.
En el nivel intelectual y profesional
universitario se producen grandes cambios: los jurisconsultos ya no son filósofos,
los notarios ya no son los cultores del idioma que fueron; los arquitectos no proyectan,
los médicos no auscultan, los ingenieros no calculan, los profesores no
profesan. La conciencia nacional y la intelligentsia desvían su atención
hacia la comodidad, los estereotipos tecnológicos, la simplificación de los grandes
problemas despreocupadas de la condición económica nacional casi oculta.
El arte, el pensamiento y la
educación, otrora de gran jerarquía, quedan sin evolución genuina y se estancan.
La nueva mentalidad no responde a un nuevo proyecto de sociedad, sino
sencillamente a que se deja de atender el único proyecto de vida que había. Entre
nosotros se produce también un “camino abandonado” (Hayek, 2022, 51).
Los jóvenes, ansiosos por satisfacer
el ideal de libertad que los caracteriza, se sensibilizan ente las calamidades
del gran mundo más que por las propias. Para muchos se vuelve perentoria la
necesidad de acción, en busca de una modernidad que exonera de todo empeño por
la formación personal, los viejos principios éticos, el trabajo más como
símbolo de explotación que como fundamento del éxito.
Del embrollo no surge algo nuevo, sino más de lo viejo,
lo que en otros tiempos y latitudes sostenía el ideal revolucionario. En las últimas décadas del siglo pasado, calmados los vientos
absolutistas, se apaciguan los ánimos, se llenan los anchos vacíos políticos con
una revaloración de la democracia o, más exactamente, volviendo a valorar la
democracia como régimen de representación general, libre pensamiento y derechos
humanos.
Pero no se sondea en los fundamentos del régimen al cual se
vuelve después de la dictadura. Se retoma en el mismo estado de evolución en
que estaba con anterioridad a 1973, y se vuelve a instalar, con presidentes de
gran reputación y experiencia a la cabeza, sin que la inteligencia nacional
sienta la necesidad de ahondar en su espíritu, en el fundamento
filosófico y social de un sistema que literalmente se había roto
No se profundizan
los partidos políticos, la dialéctica del gobierno y la oposición, la función
de las organizaciones sociales y laborales. No se siente como necesaria la
autocrítica en el nivel teórico y se gasta tiempo y esfuerzo en inculpar al
adversario por los males del pasado. El viejo régimen político y económico
enfrenta las nuevas turbulencias del mercado internacional casi sobre las
mismas bases que regían, dirigían y controlaban los estamentos socioeconómicos
de antaño.
Empieza a
dibujarse con nitidez lo que hasta entonces permanecía subterráneo, aunque
efervescente, impaciente y presto a hacerse conocer. Embarga a la filosofía, a
los filósofos y sociólogos, el afán de participar desde el plano de la política
y la filosofía social. Al mismo tiempo, se oyen las voces incipientes de las
minorías y de los grupos que se expresan a través de las redes sociales.
Desplazan o reubican los emblemas, o los depositan en el fondo, mientras que en
la superficie aparecen banderas enarboladas en celebración de los necesitados
de asistencia. Se perfila una nueva causa de reivindicación, cuyos fundamentos
teóricos se van a encontrar, paradójicamente, en las mismas ideologías que habían
servido a las viejas aspiraciones.
UNA
PINTURA QUE SE MANTIENE
Carlos Real de Azúa había denunciado “las
raíces de la crisis uruguaya” y hablado de la “renuncia a movilizar una ética
nacional con exigencias, sacrificios”. Se refería al “ideal no malvado pero sí
algo burdo de felicidad”. A “descansar en ese hedonismo de los individuos y los
grupos de interés (resorte que a la larga y en verdad, mostraría ser el único
capaz de funcionar efectivamente).” (Real de Azúa, 50)
Casi sin advertirlo
se comprometió la suerte del país a extremos insospechados debido a la
“‘democracia radical de masas’, de tipo francés y su correlativo acento
‘jacobino’, dogmático, intensamente igualitario, secularizador” (ib.,
72), atribuido al batllismo, pero creemos trasladable más allá del batllismo y
comprendiendo buena parte del pensamiento político uruguayo. El influjo de una
“burguesía nacional” (ib., 74), la “desconfianza al elemento individual
en la elección política, la primacía del partido afirmada sin cortapisas”, la
eterna recurrencia “al caudillaje político de mediano nivel, a exlegisladores y
a algunos figurones banderizos o familiares a los que, en porcentaje abrumador,
se recurre” (ib., 93).
El cuadro se
enmarca en algunas de las particularidades de la “sociedad de masas”, en las
“onerosas pautas de simplificación, infantilismo, pasividad, automatismo,
superfluidad, contagio mental, anomia, vacío espiritual y fin de todas las
‘fidelidades’ ideológicas y tradicionales. En ese proceso como colectividad
estamos, y todo el volumen de la ‘masa media’ prefabricada, todo el estruendoso
fracaso de nuestra educación en sus varios niveles lo alimenta” (ib.,
101).
Real de Azúa
señala dos debilidades: el “móvil filosófico cultural” y la “ceguera al
contexto”: el olvido o desprecio de lo que significa para la clase media y
obrera la “estructura agraria” uruguaya, la “desatención a los fenómenos y
desequilibrios de una situación de marginalidad en un medio cultural tan
intensamente europeizado como ya era el nuestro” (ib., 115). Y, todavía,
el “inverosímil optimismo”, la “sistemática ceguera a la dureza acechante de la
historia” para “una colectividad a la que se acostumbró al constante reclamo
[…] a la que se aflojó hasta un ritmo de trabajo propio de tiempos idílicos […],
a la que se hizo creer que tras el éxito de los primeros esfuerzos, la plenitud
del reino, y sus ‘añadiduras’, habían llegado” (ib., 117).
Con escasas excepciones
se puede agregar que hoy no hay mucho que cambie en el cuadro, pues,
especialmente en cuanto al “móvil filosófico cultural”, no se registra ninguna
novedad relevante en el período de las últimas décadas desde la vuelta a la
democracia. No hay pistas de un derrotero que oficie como sugerencia general,
de enarbolar una bandera distintiva en el concierto de una filosofía social de
inspiración propia.
La interpretación del
pasado, si bien al principio se esfuerza por el esclarecimiento de los hechos,
pronto adopta las estrategias propias de los intereses políticos. La
elaboración del duelo se menoscaba por el afán de publicitarlo, promoverlo en
procura de la justicia social. La filosofía de la historia, a su vez, en que se
apoya buena parte de la historiografía nacional, se muestra renuente a cumplir
con lo que a ella más que a ninguna otra ciencia le corresponde: encender la
luz que muestre la conexión de los tiempos. No aprovecha la descripción de los
acontecimientos para instalarse un paso más allá de modo de prevenir sobre lo
que adviene, forjándose más como militancia que como hermenéutica, monologando
más que dialogando.
FILOSOFÍA
POLÍTICA
La filosofía uruguaya, adelantada en la región
en el marco de la prestigiosa tradición panamericana, se transforma en “filosofía
práctica”. Poco tiene que ver con la “crítica de la razón práctica” y se define
como actividad intelectual ideologizada, con el propósito de ocupar el lugar
del pensamiento filosófico, mientras que el legítimo, el de la filosofía total,
práctica pero también teórica, es clausurado.
La filosofía
práctica puede contribuir en cantidad de importantes aspectos sociales, pero no
en todos. Las sugerencias respecto a los problemas masivos, impersonales o demasiado
generales, que precisamente ocupan la atención primordial de la filosofía
política, pueden ser oportunos y benéficos y también pueden marginar otros
igualmente importantes, ya no políticos, como la desesperanza, el desencanto,
la frustración, la angustia, el suicidio.
Esta filosofía, al
ocupar el pódium de la filosofía académica, se abroquela tras el modelo de la denuncia
y desdeña el análisis, descuida lo que a ella específicamente le corresponde:
más que la narración, la reflexión; más que la toma de partido, el análisis de
los partidos. No se intenta trazar un nuevo camino sino más bien advertir sobre
la inconveniencia de seguir alguno de los que se presentan en el cruce de las
sociedades contemporáneas con las ideologías políticas.
De esta manera, la
filosofía sigue a la política en sus fundamentos estrictamente ideológicos, al
revés de como ocurriera antaño. No es ella la que inspira y mueve la voluntad
política sino la que se deja embargar por ella, y la que aspira a levantarse
como una herramienta proselitista más, aunque refinada y respaldada en el
movimiento afín de orden continental. Se podría decir que, hasta hoy, no ha
aparecido la voluntad capaz de impulsar una filosofía de nuevo orden, acompañar
a la política y a la cultura convencional con un pensamiento que pudiera inspirarlas
y desarrollarlas.
No es posible hoy una
crítica confiable de la filosofía de los últimos años, y es suficiente con presentar
lo que pueda encontrarse en ella como problema. Se trata de un problema
filosófico si de la pregunta se espera no exactamente una respuesta
estricta sino, más bien, una aproximación a la respuesta estricta capaz de formular
la pregunta de otra manera. Se podría preguntar: ¿cuál ha sido la suerte que ha
corrido la filosofía uruguaya en las últimas décadas? La pregunta buscaría
establecer, en su pretensión más simple, cómo le ha ido a la filosofía en este
país, si bien o mal o regular, como comúnmente le va a cualquier empresa de
cualquier naturaleza. Pero, como problema filosófico apenas es posible
ensayar nuevas respuestas o aun procurar nuevas preguntas; solo se puede cobrar
conciencia al respecto.
Habría quizá una
sola pregunta posible, pero no es del todo filosófica: ¿qué ha ocurrido? Es
preciso desenrollar este ovillo entre cuyas fibras se desdibuja un drama. Porque
se han modificado los ideales de la filosofía, si se puede mencionar con
esa palabra la más alta aspiración de la filosofía clásica de Occidente en el
caudal correspondiente de historia y geografía. Tal vez es mejor limitarse a la
más simple denominación de programa de filosofía: así se podría afirmar
que se ha modificado el programa, volviéndolo al servicio de cometidos hoy
bastante ajenos a su natural designio.
El “móvil
filosófico cultural” ya no es filosófico: es político o es comercial. Está al
servicio de las ideologías políticas o de los dividendos que resultan del consumo
por parte de una población encandilada a la cual se ha arrebatado la antigua
cultura. Una cultura política estándar le ha sido inculcada, ha embargado sus ideas
y su reflexión, en detrimento del profundo papel que había desempeñado en su
formación colectiva y personal.
Flota en el
ambiente una roma filosofía de la cultura incapaz de ofrecer bases para
un resurgimiento, para contribuir en una política de resarcimiento histórico.
No puede con quien podría caracterizarse como desvalido cultural, que
se encuentra en todas las capas sociales, desde la más baja hasta la más alta
en la escala de condiciones económicas. Si no hay un desvalido filosófico es
poque la filosofía nunca llega a expandirse entre el conjunto de las personas
como se expande y afirma una cultura, los sentimientos, la moral y las
costumbres.
FILOSOFÍA Y CULTURA
La filosofía puede servir para algo, y
los próceres rioplatenses se encargaron de hacer de ella el fundamento de una
educación y de una civilidad inspirada en la prosperidad y en el crecimiento
interior de la persona, no solo en el externo que por lo general es inducido interesadamente.
La filosofía en el Uruguay ha hecho el tránsito de una filosofía general, de
filosofía sin más, a una filosofía social de carácter enunciativo,
descriptivo y denunciante. Lo que no significa nada malo si el problema surge
al confirmarse como filosofía social de carácter político. No hay nada para reprochar
a la filosofía política y, por el contrario, hay para apreciar por su valor
intrínseco dentro de su campo de expresión. El problema le cabe en
responsabilidad directa a la filosofía cuando se consolida como un programa de
acción y proselitismo.
El problema es
filosófico porque, si bien corresponde todo el derecho a quienes desean
cultivar una filosofía política de tendencia, se presenta como problema
filosófico si se concibe como filosofía sin más, disciplina o “ciencia del
espíritu”, principal entre las humanidades. Se trata de la situación intelectual
de una cultura estatuida de oficio en el panorama del Uruguay contemporáneo,
y que no influye en el plano social como influyó benéficamente en otros tiempos.
Centralizada, encerrada en un círculo de hierro, en camino a “oficializarse”,
la filosofía pierde libertad y tiende a esquematizarse y a anquilosarse.
Hay también una
situación no exactamente intelectual, que aparece en la historia de los pueblos
en casi todas las épocas. Pues, de alguna manera, sea por inducción, ósmosis o
simple imitación, se produce un deslizamiento empático de esa situación intelectual
en el medio ambiente, como filosofía de vida, ya exacerbada sin ayuda de
ninguna filosofía alambicada o de sistema.
La doctrina de la
praxis generalizada se impone sobre cualquier otro orden de aspiraciones en los
campos de la educación y de la promoción cultural por parte de los gobiernos.
El resultado es el deterioro de la capacidad de reflexión, fijación de grandes
metas, discurso ético y axiológico, la gradual desaparición del carácter orientador
de la acción política de las instituciones oficiales y civiles, del espíritu de
una política nacional y de las más altas obligaciones de los estadistas y
administradores.
Las ideas y los
ideales de la mentalidad civilista y autogenerante de fines del siglo XIX y
principios del XX se levantan sobre el legado de la tradición, acompañados sin
grandes conflictos por los modelos más prestigiosos del pensamiento social
europeo y norteamericano. Luego sobreviene una mentalidad desestructurada, la
tendencia mental que se pone a cubierto de la tradición en un estado de gozoso
conflicto con ella desde que le parece de contenido añoso y en divergencia con
la actual marcha del mundo.
En general, esa
actitud mental se rinde sin condiciones ante los peores modelos que la
globalización desembarca en el país en nombre del pensamiento y el arte. El
fenómeno no es privativo de una clase social, ideología política determinada,
como bien podría pensarse, de ningún estamento de la fragmentación social ni de
ninguna condición intelectual o profesión; es masivo y no carga con
responsabilidades específicas.
Se llega pues a
dibujar la filosofía uruguaya como una filosofía que pierde su marco
legitimante, que se desliza desde lo filosófico hacia lo sociológico, y aun
desde lo sociológico hacia lo político. Sin que en su especificidad resulte
nada inconveniente, y mucho menos espurio, repetimos, no cuadra con la
filosofía como disciplina sin más, como “ciencia del espíritu” o como quiera
llamarse el legado que provee la tradición desde los antiguos griegos.
FILOSOFÍA
SIN ATRIBUTOS
La injerencia del pensamiento consuetudinario,
en la cual los rasgos culturales ejercen un gran influjo, experimenta una
enorme pérdida en lo que es de su exclusiva propiedad: el hallazgo de nuevos
puntos de vista y la generación de acciones e ideas originales. Pierde la
capacidad de dar con estos hallazgos porque antes pierde la capacidad de procurarlos
al empeñarse con todos sus esfuerzos solo en el sentido práctico, y al limitar
el empeño en un plano de extremo teleologismo y de solapado proselitismo.
Una variedad de
discursos, estampados en libros colectivos o personales y en artículos
periodísticos, termina como masiva elaboración sobre diversidad de asuntos que simulan
pensamiento filosófico. Expresiones de poca originalidad, no del todo claras e
inspiradas en referencias bibliográficas de cajón, sostenidas en muy flojas
gramáticas y sospechosos protocolos enrevesados, esperables o previsibles. Se
ha dicho al respecto “que el país vivía una crisis de la filosofía, es decir,
de la reflexión y el pensamiento” (Arteaga, 288), y hoy se puede seguir
afirmando cosa parecida.
La obra de
traducción y divulgación de las grandes editoriales, especialmente las multinacionales,
ha favorecido el juego de repetición en el ámbito local. Se inclinan por
promocionar solo lo ya promocionado y cualificado en el gran espacio virtual
del mundo desarrollado. La abundante literatura relacionada con el derecho,
especialmente con los derechos humanos, en su mayoría se empeña en hacer a un
lado la constelación de coordenadas a las que cualquier deontología se tiene
que adscribir si quiere tener el derecho de hablar de derechos: las
obligaciones. Esa filosofía del derecho brilla por su ausencia.
Fuere bajo la forma
de leyes o reglamentos, de solo ideas o acciones, en el Uruguay predominaron siempre
los grandes ideales. La filosofía vino a servir como base racional y
moral de esos ideales, no solo como posibilidad práctica o requisito de las
aspiraciones y ambiciones personales o grupales. Pese a tales antecedentes, hoy
los uruguayos en general ven debilitadas sus aspiraciones a una cultura de
superación o, en términos algo más crudos, les resulta difícil superponerla por
encima de los intereses inmediatos.
La filosofía
podría contribuir a facilitar la aproximación de la voluntad práctica y el pensamiento
elaborado, del sentimiento esperanzado y la razón práctica. En los últimos años
del siglo XIX y primeros del XX la filosofía uruguaya reacomoda los
enfrentamientos y se reconstruye como nueva filosofía, emergente pero
prometedora, aunque más tarde fue apagándose. No ocurre algo que se parezca un
siglo después.
Si la filosofía
abandona su aspiración de contemplar al mundo desde su exclusivo mirador
panorámico y metafísico, epistemológico y moral, tenderá a desaparecer envuelta
en un cometido completamente insustancial y desenvuelto en un terreno del todo
ajeno a su especificidad original. La política no puede incursionar allí donde
ella puede y, si corre por su cuenta contribuir en la libertad general, no es
idónea en cuanto a la libertad individual como lo es la filosofía.
La filosofía
uruguaya se ha mantenido al día respecto al resto del mundo, en parte enriqueciéndose
y actualizándose, en parte poniéndose al servicio incondicional de las modas
ideológicas. Pero tal fidelidad no ha funcionado como estímulo para generar nuevas
ideas, como se supone que desea la filosofía siempre, y menos para promover aspiraciones
originales. En su lugar se ha hecho cargo de la reproducción y de la imitación
sin objetivos definidos, ha generado “pensamiento débil” y lucido apenas para figurar
en el plano de la filosofía mundial.
Para
finalizar transcribiremos estas palabras de un filósofo norteamericano: “En
ocasiones se puede escuchar afirmaciones de filósofos que defienden la
necesidad de una filosofía específica de su propio país o región. Cada nación,
dicen, necesita una filosofía propia para dar expresión a su peculiar e
incomparable mundo de vida, como también necesita su propio himno y su bandera.
Más, si bien es cierto que los compositores de canciones y poetas pueden
producir una literatura nacional útil, una literatura en la que los jóvenes
pueden encontrar narraciones sobre el origen y la evolución de la nación a la
que pertenecen como ciudadanos, dudo mucho de que los filósofos puedan cumplir
una tarea de este tipo. Los filósofos tenemos una habilidad en tender puentes
entre las naciones y en hacer propuestas de carácter cosmopolita, pero el
narrar historias no es nuestro asunto. Cuando contamos historias,
generalmente son bastante malas, como las que Hegel y Heidegger contaron a los
alemanes sobe ellos mismos. Eran historias sobre la relación destacada que un país
determinado tiene con un poder sobrenatural.” (Rorty, 22)
OBRAS CITADAS:
ARTEAGA, Juan José (2018). Historia contemporánea del Uruguay, Montevideo, E. Cruz del Sur/L&R.
FABREGAT CÚNEO, Roberto (1950). Caracteres sudamericanos,
México, UNAM.
HAYEK, Friedrich von (2022). Caminos de servidumbre, Madrid, Alianza
REAL DE AZÚA, Carlos (2007). El impulso y su freno, Montevideo,
Banda Oriental.
RORTY, Richard (2008). Filosofía y futuro, Barcelona, Gedisa.