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miércoles, 22 de enero de 2025

LA FILOSOFÍA URUGUAYA COMO PROBLEMA FILOSÓFICO

La filosofía uruguaya, con cualidades de primer orden en su historia, fundamentos teóricos originales y destacada erudición, pierde sus cualidades en las últimas décadas del siglo XX y primeras del XXI, con algunas excepciones que no alcanzan gravitación pública.

 

En el siglo XX gran parte de América Latina se sacude por la actividad política tensionada, fuertemente dividida y hasta armada. Después de la Segunda Guerra Mundial y con la Guerra Fría las sociedades suramericanas quedan bajo la influencia de los dos grandes polos ideológicos prevalecientes. El pensamiento uruguayo se nutre de las doctrinas que subyacen en estos acontecimientos y desembarcan aquí para despertar la conciencia política local hasta entonces medio adormecida.

Acostumbrada a los círculos políticos o intelectuales, esa conciencia se despliega en las reuniones de amigos, en los comités partidarios, estudiantiles y obreros, escapa a las calles y se infiltra hasta en las familias. Ha quedado bien atrás la puja entre el espiritualismo francés y el positivismo anglosajón, debate del siglo XIX. El XX registra la otra puja no filosófica sino ideológica entre derecha e izquierda. Así, la ciudad letrada decide y da el paso hacia los nuevos tiempos, especialmente mediante el materialismo.

Se consolida la laicidad y los estrados académicos optan por el espíritu científico. Pero ya no se trata del materialismo de Herbert Spencer sino de Marx, en tanto la sociología es de Durkheim, la psicología de Watson, la economía del mercado y la propaganda. El arte acompaña en la pintura con el no figurativismo, en la música con el atonalismo, en las letras con la littérature engagée.

Estereotipado por la ortodoxia internacional, el marxismo es esgrimido antes como imputación al capitalismo que como sistema político plausible en el aquí y ahora. La mayoría de los intelectuales es seducida por la acción social, como a veces ocurre y al revés de lo que se podría esperar, tratándose de ideas: predominan los hechos y la pregunta “qué hacer”. Arraiga el concepto de “conciencia de clase” en detrimento de los principios e ideales de la democracia tradicional.

El paso del pensamiento social del siglo XIX al XX brinca con la asombrosa agilidad de la generación del 900, y es estudiado, explorado y explicado con solvencia sociológica, historiográfica y filosófica en la obra de historiadores, filósofos, ensayistas y pedagogos. Luego de la generación del Centenario las transiciones se vuelven más lentas, y en los autores del 45 se acusa ya la división en materia ideológica según los nuevos cánones. Para algunos de ellos el mismo 900 y el pensamiento social de José Batlle y Ordóñez y Luis Alberto de Herrera son expresiones del conservadurismo o del reformismo económico al no encajar del todo ni en el liberalismo clásico ni en el socialismo ortodoxo.

Mientras tanto, quienes rechazan las implicaciones ideológicas y políticas de los nuevos materialismos, con algunas excepciones, incurren en la prolongación del pasado sin evolución, en el consecuente estiramiento de las décadas de quietismo y escasa reflexión, desde el fin de las guerras civiles. Se generan dos actitudes que parecen ganar a buena parte de la población más activa y comprometida: todo está bien o todo está mal, sin mayores términos medios.

 

EVOLUCIÓN POLÍTICA Y SOCIAL

 

Aunque cambian los tiempos, escasean los proyectos de gran aliento, el país no se vincula a América Latina que, incomunicada, merece el título de “lacustre” (Fabregat Cúneo, 72). Se impone la alta burocracia que practica una política de escritorio, dispone los despachos administrativos del Estado como salas de atención correligionaria; en los cajones vacíos hay sólo tarjetas de presentación, símbolos del arribismo y del nepotismo.

En el nivel intelectual y profesional universitario se producen grandes cambios: los jurisconsultos ya no son filósofos, los notarios ya no son los cultores del idioma que fueron; los arquitectos no proyectan, los médicos no auscultan, los ingenieros no calculan, los profesores no profesan. La conciencia nacional y la intelligentsia desvían su atención hacia la comodidad, los estereotipos tecnológicos, la simplificación de los grandes problemas despreocupadas de la condición económica nacional casi oculta.

El arte, el pensamiento y la educación, otrora de gran jerarquía, quedan sin evolución genuina y se estancan. La nueva mentalidad no responde a un nuevo proyecto de sociedad, sino sencillamente a que se deja de atender el único proyecto de vida que había. Entre nosotros se produce también un “camino abandonado” (Hayek, 2022, 51).

Los jóvenes, ansiosos por satisfacer el ideal de libertad que los caracteriza, se sensibilizan ente las calamidades del gran mundo más que por las propias. Para muchos se vuelve perentoria la necesidad de acción, en busca de una modernidad que exonera de todo empeño por la formación personal, los viejos principios éticos, el trabajo más como símbolo de explotación que como fundamento del éxito.

Del embrollo no surge algo nuevo, sino más de lo viejo, lo que en otros tiempos y latitudes sostenía el ideal revolucionario. En las últimas décadas del siglo pasado, calmados los vientos absolutistas, se apaciguan los ánimos, se llenan los anchos vacíos políticos con una revaloración de la democracia o, más exactamente, volviendo a valorar la democracia como régimen de representación general, libre pensamiento y derechos humanos.

Pero no se sondea en los fundamentos del régimen al cual se vuelve después de la dictadura. Se retoma en el mismo estado de evolución en que estaba con anterioridad a 1973, y se vuelve a instalar, con presidentes de gran reputación y experiencia a la cabeza, sin que la inteligencia nacional sienta la necesidad de ahondar en su espíritu, en el fundamento filosófico y social de un sistema que literalmente se había roto

No se profundizan los partidos políticos, la dialéctica del gobierno y la oposición, la función de las organizaciones sociales y laborales. No se siente como necesaria la autocrítica en el nivel teórico y se gasta tiempo y esfuerzo en inculpar al adversario por los males del pasado. El viejo régimen político y económico enfrenta las nuevas turbulencias del mercado internacional casi sobre las mismas bases que regían, dirigían y controlaban los estamentos socioeconómicos de antaño.

Empieza a dibujarse con nitidez lo que hasta entonces permanecía subterráneo, aunque efervescente, impaciente y presto a hacerse conocer. Embarga a la filosofía, a los filósofos y sociólogos, el afán de participar desde el plano de la política y la filosofía social. Al mismo tiempo, se oyen las voces incipientes de las minorías y de los grupos que se expresan a través de las redes sociales. Desplazan o reubican los emblemas, o los depositan en el fondo, mientras que en la superficie aparecen banderas enarboladas en celebración de los necesitados de asistencia. Se perfila una nueva causa de reivindicación, cuyos fundamentos teóricos se van a encontrar, paradójicamente, en las mismas ideologías que habían servido a las viejas aspiraciones.

 

UNA PINTURA QUE SE MANTIENE

 

Carlos Real de Azúa había denunciado “las raíces de la crisis uruguaya” y hablado de la “renuncia a movilizar una ética nacional con exigencias, sacrificios”. Se refería al “ideal no malvado pero sí algo burdo de felicidad”. A “descansar en ese hedonismo de los individuos y los grupos de interés (resorte que a la larga y en verdad, mostraría ser el único capaz de funcionar efectivamente).” (Real de Azúa, 50)

Casi sin advertirlo se comprometió la suerte del país a extremos insospechados debido a la “‘democracia radical de masas’, de tipo francés y su correlativo acento ‘jacobino’, dogmático, intensamente igualitario, secularizador” (ib., 72), atribuido al batllismo, pero creemos trasladable más allá del batllismo y comprendiendo buena parte del pensamiento político uruguayo. El influjo de una “burguesía nacional” (ib., 74), la “desconfianza al elemento individual en la elección política, la primacía del partido afirmada sin cortapisas”, la eterna recurrencia “al caudillaje político de mediano nivel, a exlegisladores y a algunos figurones banderizos o familiares a los que, en porcentaje abrumador, se recurre” (ib., 93).

El cuadro se enmarca en algunas de las particularidades de la “sociedad de masas”, en las “onerosas pautas de simplificación, infantilismo, pasividad, automatismo, superfluidad, contagio mental, anomia, vacío espiritual y fin de todas las ‘fidelidades’ ideológicas y tradicionales. En ese proceso como colectividad estamos, y todo el volumen de la ‘masa media’ prefabricada, todo el estruendoso fracaso de nuestra educación en sus varios niveles lo alimenta” (ib., 101).

Real de Azúa señala dos debilidades: el “móvil filosófico cultural” y la “ceguera al contexto”: el olvido o desprecio de lo que significa para la clase media y obrera la “estructura agraria” uruguaya, la “desatención a los fenómenos y desequilibrios de una situación de marginalidad en un medio cultural tan intensamente europeizado como ya era el nuestro” (ib., 115). Y, todavía, el “inverosímil optimismo”, la “sistemática ceguera a la dureza acechante de la historia” para “una colectividad a la que se acostumbró al constante reclamo […] a la que se aflojó hasta un ritmo de trabajo propio de tiempos idílicos […], a la que se hizo creer que tras el éxito de los primeros esfuerzos, la plenitud del reino, y sus ‘añadiduras’, habían llegado” (ib., 117).

Con escasas excepciones se puede agregar que hoy no hay mucho que cambie en el cuadro, pues, especialmente en cuanto al “móvil filosófico cultural”, no se registra ninguna novedad relevante en el período de las últimas décadas desde la vuelta a la democracia. No hay pistas de un derrotero que oficie como sugerencia general, de enarbolar una bandera distintiva en el concierto de una filosofía social de inspiración propia.

La interpretación del pasado, si bien al principio se esfuerza por el esclarecimiento de los hechos, pronto adopta las estrategias propias de los intereses políticos. La elaboración del duelo se menoscaba por el afán de publicitarlo, promoverlo en procura de la justicia social. La filosofía de la historia, a su vez, en que se apoya buena parte de la historiografía nacional, se muestra renuente a cumplir con lo que a ella más que a ninguna otra ciencia le corresponde: encender la luz que muestre la conexión de los tiempos. No aprovecha la descripción de los acontecimientos para instalarse un paso más allá de modo de prevenir sobre lo que adviene, forjándose más como militancia que como hermenéutica, monologando más que dialogando.

 

FILOSOFÍA POLÍTICA

 

La filosofía uruguaya, adelantada en la región en el marco de la prestigiosa tradición panamericana, se transforma en “filosofía práctica”. Poco tiene que ver con la “crítica de la razón práctica” y se define como actividad intelectual ideologizada, con el propósito de ocupar el lugar del pensamiento filosófico, mientras que el legítimo, el de la filosofía total, práctica pero también teórica, es clausurado.

La filosofía práctica puede contribuir en cantidad de importantes aspectos sociales, pero no en todos. Las sugerencias respecto a los problemas masivos, impersonales o demasiado generales, que precisamente ocupan la atención primordial de la filosofía política, pueden ser oportunos y benéficos y también pueden marginar otros igualmente importantes, ya no políticos, como la desesperanza, el desencanto, la frustración, la angustia, el suicidio.

Esta filosofía, al ocupar el pódium de la filosofía académica, se abroquela tras el modelo de la denuncia y desdeña el análisis, descuida lo que a ella específicamente le corresponde: más que la narración, la reflexión; más que la toma de partido, el análisis de los partidos. No se intenta trazar un nuevo camino sino más bien advertir sobre la inconveniencia de seguir alguno de los que se presentan en el cruce de las sociedades contemporáneas con las ideologías políticas.

De esta manera, la filosofía sigue a la política en sus fundamentos estrictamente ideológicos, al revés de como ocurriera antaño. No es ella la que inspira y mueve la voluntad política sino la que se deja embargar por ella, y la que aspira a levantarse como una herramienta proselitista más, aunque refinada y respaldada en el movimiento afín de orden continental. Se podría decir que, hasta hoy, no ha aparecido la voluntad capaz de impulsar una filosofía de nuevo orden, acompañar a la política y a la cultura convencional con un pensamiento que pudiera inspirarlas y desarrollarlas.

No es posible hoy una crítica confiable de la filosofía de los últimos años, y es suficiente con presentar lo que pueda encontrarse en ella como problema. Se trata de un problema filosófico si de la pregunta se espera no exactamente una respuesta estricta sino, más bien, una aproximación a la respuesta estricta capaz de formular la pregunta de otra manera. Se podría preguntar: ¿cuál ha sido la suerte que ha corrido la filosofía uruguaya en las últimas décadas? La pregunta buscaría establecer, en su pretensión más simple, cómo le ha ido a la filosofía en este país, si bien o mal o regular, como comúnmente le va a cualquier empresa de cualquier naturaleza. Pero, como problema filosófico apenas es posible ensayar nuevas respuestas o aun procurar nuevas preguntas; solo se puede cobrar conciencia al respecto.

Habría quizá una sola pregunta posible, pero no es del todo filosófica: ¿qué ha ocurrido? Es preciso desenrollar este ovillo entre cuyas fibras se desdibuja un drama. Porque se han modificado los ideales de la filosofía, si se puede mencionar con esa palabra la más alta aspiración de la filosofía clásica de Occidente en el caudal correspondiente de historia y geografía. Tal vez es mejor limitarse a la más simple denominación de programa de filosofía: así se podría afirmar que se ha modificado el programa, volviéndolo al servicio de cometidos hoy bastante ajenos a su natural designio.

El “móvil filosófico cultural” ya no es filosófico: es político o es comercial. Está al servicio de las ideologías políticas o de los dividendos que resultan del consumo por parte de una población encandilada a la cual se ha arrebatado la antigua cultura. Una cultura política estándar le ha sido inculcada, ha embargado sus ideas y su reflexión, en detrimento del profundo papel que había desempeñado en su formación colectiva y personal.

Flota en el ambiente una roma filosofía de la cultura incapaz de ofrecer bases para un resurgimiento, para contribuir en una política de resarcimiento histórico. No puede con quien podría caracterizarse como desvalido cultural, que se encuentra en todas las capas sociales, desde la más baja hasta la más alta en la escala de condiciones económicas. Si no hay un desvalido filosófico es poque la filosofía nunca llega a expandirse entre el conjunto de las personas como se expande y afirma una cultura, los sentimientos, la moral y las costumbres.

 

FILOSOFÍA Y CULTURA

 

La filosofía puede servir para algo, y los próceres rioplatenses se encargaron de hacer de ella el fundamento de una educación y de una civilidad inspirada en la prosperidad y en el crecimiento interior de la persona, no solo en el externo que por lo general es inducido interesadamente. La filosofía en el Uruguay ha hecho el tránsito de una filosofía general, de filosofía sin más, a una filosofía social de carácter enunciativo, descriptivo y denunciante. Lo que no significa nada malo si el problema surge al confirmarse como filosofía social de carácter político. No hay nada para reprochar a la filosofía política y, por el contrario, hay para apreciar por su valor intrínseco dentro de su campo de expresión. El problema le cabe en responsabilidad directa a la filosofía cuando se consolida como un programa de acción y proselitismo.  

El problema es filosófico porque, si bien corresponde todo el derecho a quienes desean cultivar una filosofía política de tendencia, se presenta como problema filosófico si se concibe como filosofía sin más, disciplina o “ciencia del espíritu”, principal entre las humanidades. Se trata de la situación intelectual de una cultura estatuida de oficio en el panorama del Uruguay contemporáneo, y que no influye en el plano social como influyó benéficamente en otros tiempos. Centralizada, encerrada en un círculo de hierro, en camino a “oficializarse”, la filosofía pierde libertad y tiende a esquematizarse y a anquilosarse.

Hay también una situación no exactamente intelectual, que aparece en la historia de los pueblos en casi todas las épocas. Pues, de alguna manera, sea por inducción, ósmosis o simple imitación, se produce un deslizamiento empático de esa situación intelectual en el medio ambiente, como filosofía de vida, ya exacerbada sin ayuda de ninguna filosofía alambicada o de sistema.

La doctrina de la praxis generalizada se impone sobre cualquier otro orden de aspiraciones en los campos de la educación y de la promoción cultural por parte de los gobiernos. El resultado es el deterioro de la capacidad de reflexión, fijación de grandes metas, discurso ético y axiológico, la gradual desaparición del carácter orientador de la acción política de las instituciones oficiales y civiles, del espíritu de una política nacional y de las más altas obligaciones de los estadistas y administradores.

Las ideas y los ideales de la mentalidad civilista y autogenerante de fines del siglo XIX y principios del XX se levantan sobre el legado de la tradición, acompañados sin grandes conflictos por los modelos más prestigiosos del pensamiento social europeo y norteamericano. Luego sobreviene una mentalidad desestructurada, la tendencia mental que se pone a cubierto de la tradición en un estado de gozoso conflicto con ella desde que le parece de contenido añoso y en divergencia con la actual marcha del mundo.

En general, esa actitud mental se rinde sin condiciones ante los peores modelos que la globalización desembarca en el país en nombre del pensamiento y el arte. El fenómeno no es privativo de una clase social, ideología política determinada, como bien podría pensarse, de ningún estamento de la fragmentación social ni de ninguna condición intelectual o profesión; es masivo y no carga con responsabilidades específicas.

Se llega pues a dibujar la filosofía uruguaya como una filosofía que pierde su marco legitimante, que se desliza desde lo filosófico hacia lo sociológico, y aun desde lo sociológico hacia lo político. Sin que en su especificidad resulte nada inconveniente, y mucho menos espurio, repetimos, no cuadra con la filosofía como disciplina sin más, como “ciencia del espíritu” o como quiera llamarse el legado que provee la tradición desde los antiguos griegos.

 

FILOSOFÍA SIN ATRIBUTOS

 

La injerencia del pensamiento consuetudinario, en la cual los rasgos culturales ejercen un gran influjo, experimenta una enorme pérdida en lo que es de su exclusiva propiedad: el hallazgo de nuevos puntos de vista y la generación de acciones e ideas originales. Pierde la capacidad de dar con estos hallazgos porque antes pierde la capacidad de procurarlos al empeñarse con todos sus esfuerzos solo en el sentido práctico, y al limitar el empeño en un plano de extremo teleologismo y de solapado proselitismo.

Una variedad de discursos, estampados en libros colectivos o personales y en artículos periodísticos, termina como masiva elaboración sobre diversidad de asuntos que simulan pensamiento filosófico. Expresiones de poca originalidad, no del todo claras e inspiradas en referencias bibliográficas de cajón, sostenidas en muy flojas gramáticas y sospechosos protocolos enrevesados, esperables o previsibles. Se ha dicho al respecto “que el país vivía una crisis de la filosofía, es decir, de la reflexión y el pensamiento” (Arteaga, 288), y hoy se puede seguir afirmando cosa parecida.

La obra de traducción y divulgación de las grandes editoriales, especialmente las multinacionales, ha favorecido el juego de repetición en el ámbito local. Se inclinan por promocionar solo lo ya promocionado y cualificado en el gran espacio virtual del mundo desarrollado. La abundante literatura relacionada con el derecho, especialmente con los derechos humanos, en su mayoría se empeña en hacer a un lado la constelación de coordenadas a las que cualquier deontología se tiene que adscribir si quiere tener el derecho de hablar de derechos: las obligaciones. Esa filosofía del derecho brilla por su ausencia.

Fuere bajo la forma de leyes o reglamentos, de solo ideas o acciones, en el Uruguay predominaron siempre los grandes ideales. La filosofía vino a servir como base racional y moral de esos ideales, no solo como posibilidad práctica o requisito de las aspiraciones y ambiciones personales o grupales. Pese a tales antecedentes, hoy los uruguayos en general ven debilitadas sus aspiraciones a una cultura de superación o, en términos algo más crudos, les resulta difícil superponerla por encima de los intereses inmediatos.

La filosofía podría contribuir a facilitar la aproximación de la voluntad práctica y el pensamiento elaborado, del sentimiento esperanzado y la razón práctica. En los últimos años del siglo XIX y primeros del XX la filosofía uruguaya reacomoda los enfrentamientos y se reconstruye como nueva filosofía, emergente pero prometedora, aunque más tarde fue apagándose. No ocurre algo que se parezca un siglo después.

Si la filosofía abandona su aspiración de contemplar al mundo desde su exclusivo mirador panorámico y metafísico, epistemológico y moral, tenderá a desaparecer envuelta en un cometido completamente insustancial y desenvuelto en un terreno del todo ajeno a su especificidad original. La política no puede incursionar allí donde ella puede y, si corre por su cuenta contribuir en la libertad general, no es idónea en cuanto a la libertad individual como lo es la filosofía.

La filosofía uruguaya se ha mantenido al día respecto al resto del mundo, en parte enriqueciéndose y actualizándose, en parte poniéndose al servicio incondicional de las modas ideológicas. Pero tal fidelidad no ha funcionado como estímulo para generar nuevas ideas, como se supone que desea la filosofía siempre, y menos para promover aspiraciones originales. En su lugar se ha hecho cargo de la reproducción y de la imitación sin objetivos definidos, ha generado “pensamiento débil” y lucido apenas para figurar en el plano de la filosofía mundial.

            Para finalizar transcribiremos estas palabras de un filósofo norteamericano: “En ocasiones se puede escuchar afirmaciones de filósofos que defienden la necesidad de una filosofía específica de su propio país o región. Cada nación, dicen, necesita una filosofía propia para dar expresión a su peculiar e incomparable mundo de vida, como también necesita su propio himno y su bandera. Más, si bien es cierto que los compositores de canciones y poetas pueden producir una literatura nacional útil, una literatura en la que los jóvenes pueden encontrar narraciones sobre el origen y la evolución de la nación a la que pertenecen como ciudadanos, dudo mucho de que los filósofos puedan cumplir una tarea de este tipo. Los filósofos tenemos una habilidad en tender puentes entre las naciones y en hacer propuestas de carácter cosmopolita, pero el narrar historias no es nuestro asunto. Cuando contamos historias, generalmente son bastante malas, como las que Hegel y Heidegger contaron a los alemanes sobe ellos mismos. Eran historias sobre la relación destacada que un país determinado tiene con un poder sobrenatural.” (Rorty, 22)

  

OBRAS CITADAS:

 

ARTEAGA, Juan José (2018). Historia contemporánea del Uruguay, Montevideo, E. Cruz del Sur/L&R.

FABREGAT CÚNEO, Roberto (1950). Caracteres sudamericanos, México, UNAM.

HAYEK, Friedrich von (2022). Caminos de servidumbre, Madrid, Alianza

REAL DE AZÚA, Carlos (2007). El impulso y su freno, Montevideo, Banda Oriental.

RORTY, Richard (2008). Filosofía y futuro, Barcelona, Gedisa.

 

lunes, 30 de diciembre de 2024

DON QUIJOTE Y LAS PALABRAS

Leer “Don Quijote de la Mancha”* es vivir la experiencia por la cual es posible vislumbrar lo que somos nada menos que a través de las aventuras de un maníaco, un enajenado o un loco. Y es posible que se deba a que somos en parte maníacos, enajenados y locos, aunque nos cueste reconocerlo y se trate de una especial forma de “perder el sano juicio”.

 

La realidad puede ser inventada por las palabras y sólo por su poder de significar y referir. Es posible construir “un mundo en el que todo es opinable, que existe sólo porque existen las palabras”, afirma José Antonio Pascual comentando el Quijote (edición 2015, p. 1138). Se trata de un mundo que no existe de por sí, que no tiene historia real sino ficticia, irreal, imaginada: historia lingüística.

            Existe también esta clase de construcción en la vida social de muchas colectividades y fuera del mundo de las novelas y la literatura. Se crea un personaje con palabras, sin historia destacada, sin biografía relevante, sin méritos. Es una creación debida a las solas expresiones, como las que Sancho trae a colación para describir a su amo: “flor de la andante caballería”, “luz resplandeciente de las armas”, “honor y espejo de la nación española” (p. 598). Y a otras que describen al héroe que “desface tuertos” y tiene como cometido hacer triunfar la justicia en el mundo socorriendo a los débiles.

Son descripciones que no presentan “a un determinado carácter” sino que erigen “un mito”, señala Francisco Ayala en la misma edición (p. L). Afirma el académico español que tales héroes, como los de Homero o Shakespeare, “existían de antemano, pertenecían a la tradición religiosa, a la historia, a la leyenda, al folklore, incluso a la propia literatura”. Y algo parecido ocurre en los hechos de la vida pública cuando se construyen personajes sin historia propia mediante descripciones y presentaciones que apelan a los estereotipos de una tradición común a todos.

 

LO CONSABIDO

 

Quijote es el típico personaje sin historia propia, y más típico que cualquiera otro posible, sin la historia de tiempo y espacio reales. El caballero de la Triste Figura es el resultado de una etopeya ficticia, ya no atribuible a un relator anónimo sino a una concepción, a una imagen consuetudinaria: un mito conocido por la mayoría de sus contemporáneos. Y de manera parecida, los personajes de la vida pública de cualquier sociedad, que tanto gravitan en la vida de todos, alcanzan su nivel de representatividad y reconocimiento sólo porque se les ha identificado con una función, con una idea general de las figuras públicas que ya tenemos.

            Son figuras que carecen de historia personal conocida, con algunas excepciones. Nosotros mismos solemos atribuir a nuestra historia el signo que distingue a un antecedente honorífico, aunque virtual. El Quijote carece de historia personal, y vamos conociendo su reputación gracias a las estampas del narrador y a las alabanzas que le prodigan los demás personajes, especialmente Sancho Panza. Se va formando en nuestra mente la imagen de un héroe sin antecedentes que lo justifiquen como tal. Es un héroe por las intenciones y propósitos que se le atribuyen y que él mismo proclama, y por pertenecer a la casta de los caballeros andantes, de cuya hidalguía, sentido del servicio y valentía personal nadie duda.

            Quijote no tiene historia triunfante, como tienen los héroes. Su historia está hilada desde una serie ilimitada de supuestos lances, feroces combates, sacrificios y obras de caridad y de justicia que no importa determinar en el tiempo. Es la historia que antecede siempre a los hechos descritos y acontecimientos novelescos en los que el personaje termina molido a palos y rodando por el suelo junto a Rocinante. Lo que podría ser interpretado como derrota no es nada en comparación con su prestigio, con su fama y por sólo poder medirse con adversarios de su misma condición.

            No hace falta que la narración se detenga en cada uno de los hechos que han contribuido en la consagración de su fama. Los tenemos como consabidos porque, ya desde el episodio en el que un labrador azota a su joven criado por haber descuidado la manada de ovejas (cap. IV de la primera parte), ya sabemos de la disposición del personaje a hacer el bien. Imaginamos que haber liberado al muchacho de la crueldad de su amo, aun sin un final feliz, no es más que una de las tantas hazañas que conforman la historia del protector y salvador de los humildes.

 

LAS DOS HISTORIAS

 

El hecho concreto no vale por los resultados sino por los propósitos. Es pura intelección propedéutica, presunción, conjetura del todo probable acerca del éxito. A todo el mundo ocurre en la vida diaria lo que al Quijote. Guardamos una preconcepción del prójimo medio consciente y medio inconsciente; una opinión a medio hacer que sin embargo influye cuando trabamos contacto personal (y que de no producirse genera un vacío que también influye).

            Sin darnos cuenta procedemos a asignarle una historia a quienes tratamos, una especie de antecedentes que nos causa simpatía o antipatía, disposición o indisposición, y que no sólo funciona como sentimiento sino también como conocimiento acerca del otro. Construimos una historia a partir de unas pocas impresiones, como las que aparecen al principio de la novela de Cervantes. Todo aquello que leía el hombre era verdad y “no había otra historia más cierta en el mundo” (30).

Por lo que vino a dar en “hacerse caballero andante e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama” (31). Sin duda, esa “historia” que construimos dista mucho de la historia real correspondiente a cada persona. Pero ¿cuál de las dos historias prevalece en nuestra apreciación? Esta pregunta da mucho que pensar, porque no siempre es bien conocida la historia verdadera, sin perjuicio de que se forme una opinión de la persona o al menos una impresión subjetiva que no deja de gravitar en la relación personal.

            Las dos historias se mantendrán paralelas y no siempre dispuestas a dejarse influir entre sí. De lo que puede resultar una permanente sobreposición de pareceres sobre la cual ejercerá su influjo el cambio, las polarizaciones, las mezclas y confusiones. No sería exagerado afirmar que en tales casos jamás predomina una de ellas, y que vivimos en un estado a medio acabar entre la fantasía y la realidad en cuanto a lo que nos parecen nuestros semejantes y a cómo nos manifestamos con ellos.

¿No es esa incertidumbre la que nos embarga al leer el Quijote? ¿Cuánto hay de ficción y cuánto de realidad en esta obra, cuánto de vida creíble y cuánto de imaginación rebosante? ¿De moral y de enseñanzas, de fundamentos de la condición humana y al mismo tiempo de ilusión y fantasía? Las respuestas dependen de las palabras, las del narrador, sea Cervantes o su creación Cide Hamete Benengeli, y las que se ponen en boca de los personajes, especialmente de Sancho.

 

¿CUÁL ES LA HISTORIA QUE VALE?

 

En la vida real, ajena a la literatura, se vuelve nítida la misma o parecida condición de dependencia entre los hechos y las palabras, aunque las configuraciones que armamos en la mente no alcancen el vigor y la contundencia de las palabras dichas o escritas. Todo lo manejamos de acuerdo a una urdimbre que jamás alcanza un orden prevaleciente y susceptible de atenerse a alguna lógica probable. Las palabras, al carecer de referencias concretas relativas a una historia narrada en su cronológico y natural desenvolvimiento, sólo pueden ejercer su función como palabras absolutas, intemporales, indimensionales. Cuasi palabras, correspondientes a la concepción de una historia innominada; no hecha de momentos sino de conjeturas, no de lugares y movimientos sino de invenciones; no de semblanzas ni de memorias sino de conceptos, de estereotipos o prototipos.

            Quijote es un libro escrito con esa clase de palabras: inapresables, irreductibles, inadaptables, es decir, únicas. Atañen a un lenguaje mono significativo, sólo interpretable, no convencional. De lo que se desprende una sugerencia formidable, a saber, que puede ser una clase de lenguaje semejante al que usamos en la vida corriente y sin advertirlo, de uso a gusto. Porque no estamos seguros de cuál es nuestra historia personal, la que se corresponde con las palabras de siempre, ni de qué tanto de realidad y tanto de imaginación se esconde en ella. Qué cuánto de veracidad se contiene en lo que recordamos o de creación imaginativa en lo que rescatamos de los recuerdos.

            ¿Conocemos adecuadamente nuestra historia personal? No la historia acumulada, serial y física, sino, como el mismo concepto de historia lo sugiere, la que nos ha hecho como somos, como resulta para uno mismo y para los demás. ¿La conocemos? Don Quijote no la conoce por sí mismo, a plena conciencia de su pasado, sino por los libros de caballería. Esto se parece a otra fuente de autoconocimiento, a otra vertiente a partir de la cual es posible formarse un juicio acerca de uno mismo. No nos hemos enajenado leyendo libros de caballería, pero nos hemos perdido entre las sombras y los laberintos del tiempo, es decir, de nuestras vicisitudes, múltiples circunstancias, variaciones y en general inesperados acontecimientos que terminan fijando una ruta ineluctable.

 

LA “QUIJOTADA”

 

La historia que nos ha hecho como somos no la conocemos por testimonios, por el recuerdo de los hechos ni por las imágenes que se acumulan en la memoria; y tampoco por conceptos. No nos es posible reconstruirla ni analizarla. Sus hitos y circunstancias son indeterminables por tratarse de una retahíla de grandes y pequeños sucesos, aquellos que han influido en nosotros y contribuido a formarnos la personalidad, algunos pocos que recordamos con claridad y la mayoría, la importante, que escapa de la conciencia, pero no de la inteligencia. Es una historia vicisitudinaria, poblada de contratiempos y obstáculos que hemos tenido que superar.

            Creemos que las cosas sobrevienen de una manera y sobrevienen de otra; creemos que todo resulta para mejor, pero todo queda bajo una voluntad adversa y caprichosa. Creemos en el triunfo, pero es algo difícil de lograr. Algunos creen que hay una fuerza mayúscula que nos ayuda a superar todas las dificultades, pero también que la superación depende de nosotros y que la fuerza mayúscula sólo se encarga de la salvación final. Si bien hay quien cree que todo viene para bien, también están los que creen que todo viene para mal. Somos Quijotes supuestamente invencibles, Caballeros de los Leones dotados de una irresistible fuerza en el brazo y que gozan del amparo amoroso de unas doncellas reverenciadas. Pero cualquier Caballero de la Blanca Luna termina con nuestras expectativas y nos vence, es decir, nos quita de nuestra fantasía. Pero, igual, aun vencidos, seguimos siendo los eternos soñadores.

            Las palabras en el Quijote contienen la magia capaz de mostrarnos la otra realidad, la que nos forma. No la que experimentamos en el mundo físico y de la que no siempre surge historia, sino la que surge disimuladamente de ese mundo pletórico en adversidad, en fatalidad y en desventuras. No estamos hechos de sueños sino de sueños rotos, y de las únicas realidades que nos sostienen, que son las que vuelven a componer los sueños y nos convierten en humanos.

 

ESTAMOS HECHOS DE PALABRAS

 

Nos guiamos por las palabras como si fueran señales carreteras que avisan de lo que está más adelante y condicionan nuestra conducta. La misma vida se convierte en una lingüística empírea o semiótica desbordante de signos que interfieren en nuestras decisiones y anulan nuestra voluntad. Otra vida de artificio se adelanta a la real, y toda ella debida a las consabidas fórmulas del lenguaje.

            Estamos hechos de palabras y el mundo responde a lo que ellas dictan. Don Quijote está hecho de las palabras que ha leído: “y como a nuestro aventurero todo cuando pensaba, veía o imaginaba, le parecía ser hecho y pasar al mundo de lo que había leído, luego que vio la venta se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata” (36). Y, al revés, y porque el mundo responde a lo que sugieren las palabras: “Digo que era venta porque Don Quijote la llamó así, fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos” (998).

            Con las palabras construimos y deshacemos el mundo. Si estamos hechos de palabras, también el mundo está hecho de ellas. La realidad es tan variable como son de variables los significados y sentidos de las palabras. Nos enseñan a cuidarnos mucho de ellas, pero deberíamos cuidarlas a ellas, procurar que no nos engañen ni nos hagan daño. Si las hemos inventado es porque las hacemos como nos place, y difícilmente sería de esperar que nos dominaran y redujeran a puros signos de un sistema diabólico.

La historia de cada persona no está hecha de esos signos, y sólo lo inverosímil les responde como a veces quiere responder: “‒Yo te aseguro Sancho ‒dijo Don Quijote‒ que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia, que a los tales no se les encubre nada de lo quieren escribir” (565). Pero ¿cuál extraña voluntad es la que construye nuestra historia? ¿Qué suerte irredimible es la que nos condena y se acompaña de las maquinaciones de los sabios encantadores?

 

LAS PALABRAS Y LAS COSAS

 

¿Qué podemos sacar en limpio de Don Quijote de la Mancha, libro raro y a la vez familiar, engañoso y revelador, complaciente y preocupante? Porque, como diría Sancho, el brujo de la sabiduría popular, “no todo es oro lo que reluce” y “vale más pájaro en mano que ciento volando”. Se trata de determinar qué nos hace como somos, si la ficción, por no llamarla misterio, u otra cosa más difícil de definir. Si lo que nos conforma en base a atribuciones, famas, consignas, repeticiones, embustes o cuentos es lo que somos o si lo que somos es algo oculto, que hay que descifrar con inteligencia.

Planteado de otro modo: que al atenernos a esos fantasmas lingüísticos que nos acompañan en la vida diaria desciframos lo que somos. Si tales fantasmas, que pueden significar muchas cosas a la vez, contribuyen o no al conocimiento de nosotros mismos y de los demás, o si sólo se prestan para confundirnos como caricaturas mal logradas. Si las palabras que usamos en la vida diaria, a la manera en que intervienen en todo tipo de mensajes, correos, etiquetas y carteles que por vía virtual nos asaltan a diario, nos ubican en el mundo real o en el mundo virtual.

En el Quijote responden a un cometido que no responde a la descripción de la apariencia, sino a lo exactamente contrario a lo que informan los sentidos. No significan, exactamente, sino que sólo simbolizan, sólo aluden a una fantasía más poderosa que la realidad, más convincente que el cuadro que pintan la vista, los oídos, el tacto. Pero ¿cómo puede ser más poderosa que la realidad? Lo es, porque esa fantasía está llena de adversidad, de esfuerzos, empeños y sacrificios; porque esa imagen que transmite no está hecha en base a percepciones sino a ridículas estampas en las que encontramos a Don Quijote enfrentado a las más violentas arremetidas de desconocidos caballeros andantes. Porque es molido a palos es porque creemos en él, no por la elocuencia de sus declaraciones, no por alabanzas ni apologías.

Crueles labradores, gigantes o molinos, venteros y cabreros, bellas pastoras, yangüeses, humildes ventas o castillos, princesas o mujeres de la vida, venteros o nobles señores, delincuentes que encadenados se conducen a las galeras o víctimas inocentes. Un duque y su duquesa que no tienen nada para hacer que no sea divertirse con el engaño y la mentira. ¿Estamos libres de estos accidentes y peripecias en la vida real? ¿Acaso las aventuras que se interpolan en la novela no se parecen a las de la vida de las personas? ¿No se conjugan las fantasías con las realidades por el efecto de las palabras?

¿Es Don Quijote quien cae siempre en tales espejismos? ¿O ve realidades cuya transformación corre por cuenta de Sancho o de los duques, como se ha señalado? Don Quijote advierte que los actores que vienen en una carreta no son “Las Cortes de la Muerte”: “así como vi este carro imaginé que alguna grande aventura se me ofrecía”, reconoce enseguida. Es Sancho quien para entonces se convence de la presencia del mismo Diablo. Y no siempre somos nosotros quienes caemos en la trampa por cuenta de nuestra eterna ingenuidad: son los otros quienes a ella nos empujan sin que nos demos cuenta.


EL VUELO DE CLAVILEÑO


Hoy sabemos, como en la época de Alonso Quijano, que no importan los siglos transcurridos, y que caballeros andantes hay en todas las épocas. Que no importa el tiempo, porque el tiempo puede transcurrir sin que pase nada significativo. Que lo que importa es que transcurrimos nosotros, que nos pasan cosas ‒a nosotros, no al tiempo. Podemos decir que todo sigue bastante igual, que no podemos desafiar a nadie ni a nada sin evitar porrazos, molidas a golpes y humillaciones. Esa es la verdad de nuestra historia: lo demás es puro disimulo, defensa de la dignidad o discretos protocolos.

El autor del Quijote sentía que le dolían los huesos, como a su personaje, que le acuciaba el recuerdo de los golpes, como Sancho confiesa que le acuciaban, porque había vivido parecidos incidentes y padecido sus dolorosas consecuencias. Quizá su deseo era sacudirse de los escarnios y la incomprensión, de la fuerza con que el poder de consignas, órdenes, mandatos y eslóganes pretenden dirigir la vida de todos. Fue su afán prevenir contra el desconsuelo, el que sobreviene al chocar ante lo que se opone a nuestros designios. Pues todo fracaso resulta por dentro, en la realidad profunda de la conciencia y que siempre resulta en enseñanzas; un resultado negativo puesto en positivo, unas apariencias engañosas vueltas convicciones confiables.

Y cabalgamos el volador Clavileño cada día, como con los ojos tapados, dejándonos llevar tanto como queriendo tirar de sus riendas para imponer nuestra voluntad y dirigirnos a algún sitio determinado. Pero ¿a dónde vamos, en definitiva? Sólo lo pueden decir las palabras, siempre las palabras. Pregunta Sancho en pleno vuelo: “Señor, ¿cómo dicen éstos que vamos tan altos, si alcanzan acá sus voces y no parecen sino que están hablando aquí junto a nosotros?” Responde Don Quijote: “No repares en eso, Sancho, que como estas cosas y estas volaterías van fuera de los cursos ordinarios, de mil leguas verás y oirás lo que quisieres. Y no me aprietes tanto que me derribas; y en verdad que no sé de qué te turbas ni te espantas, que osaré jurar que en todos los días de mi vida he subido en cabalgadura de paso más llano: no parece sino que no nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo, que, en efecto, la cosa va como ha de ir y el viento llevamos en popa.”

 

·       Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Edición Conmemorativa del IV centenario Cervantes, 2015, Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial, Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española.

                        

viernes, 20 de septiembre de 2024

EL GRAN MISTERIO SEGÚN HÖLDERLIN

El gran misterio del mundo y de la vida, el fundamento último de la existencia, de lo humano y del universo, quizá no es el gran misterio propiamente dicho. Jamás ha sido aclarado a pesar de ser objeto de profundas investigaciones y de grandiosas especulaciones a través de la historia. Sin embargo, existe la suposición de que se trata de algo bastante claro y sencillo y al alcance del entendimiento de cualquier persona.

 

El gran problema que presenta el asunto es que para mostrarlo con claridad y sencillez es preciso apelar a una maraña de explicaciones, conceptualizaciones, complejos de ideas y supuestos que oscilan entre las grandes certezas y no menos grandes incertidumbres: creencias, teorías, cálculos, intuiciones y hasta algunos sentimientos que embargan a las creencias y a las teorías y que las vuelven más convincentes. Son necesarios dos trabajos: construir esa maraña de explicaciones y luego explicarla, es decir, ponerla al alcance de todos.

            Es el caso de los grandes sabios que han procurado indagar en las raíces de este problema valiéndose del mero y desnudo pensamiento, prescindiendo de instrumentos tecnológicos como lo que habitualmente asisten a los científicos. También es el caso de otros curiosos sentidores que, sin instrumentos tecnológicos y aun sin la ayuda de conceptos y teorías, gustan incursionar por los senderos que conducen a esos fundamentos últimos y que inquietan y ponen en movimiento a todas las mentes curiosas, observadoras e intelectualmente aventureras.

Hablamos de los científicos, de los filósofos y de los poetas y artistas que transfieren sus inquietudes al dominio de la intelección, de la comprensión y del reconocimiento. Son quienes contemplan el “mundo exterior” desde lo hondo de sus interiores subjetivos, ámbitos únicos en los que reinan la oscuridad y la conciencia. Desde allí esperan descifrar los enigmas de la manera más lúcida, inteligible y diáfana, y en ese puesto de observación empieza el más allá sin límites, el espacio inabarcable y colmado de interrogantes. Mientras tanto el cuerpo puja por poner todo al alcance de la mano, de los ojos, del oído, del olfato, aunque sin lograr la evidencia suprema y aceptando que la respuesta permanezca oculta en lo que más importa: el fundamento, el qué último encerrado no se sabe dónde, la esencia de la verdad que apacigua la sed de saber y calma la inquietud más severa del espíritu.

Esta imponderable inquietud cursa por dentro en compañía de un famoso polizón en la nave humana: el sufrimiento. No nos referimos al sufrimiento o al dolor que causa una herida o una desgracia o un acontecimiento adverso e inesperado. Nos referimos al resultado del simple vivir, del empeño que demanda la vida y que exige expresa aplicación, consumo de energía, preocupación y ocupación, lucha contra la adversidad presente en cada movimiento, en cada paso, en cada operación sutil o elemental del cuerpo, en cada aplicación del pensamiento ante propósitos cualesquiera y resultantes de cubrir lo elemental de la vida cotidiana.

Se trata de la molestia de ser, del pesar o del desconsuelo de no ser más que un ser. Dicho de otra manera, de la angustia por no ser más, por no poseer el don de expansión hacia el más allá de los límites conocidos, por no poder saltar desde la vida, que de alguna manera encadena y enajena, y lanzarse hacia la liberación, hacia un más allá concebido como se quiera, hacia un dominio allende el cuerpo y la mente.

 

SOSTIENE HÖLDERLIN

 

Friedrich Hölderlin (1770-1843), dirigiéndose al “Éter padre”, escribe: “Nosotros, insensatos, damos vueltas en vano / por la tierra. Y como la vid, cuando se ha roto / la estaca que al cielo guiaba sus sarmientos, / también nosotros vagamos por los caminos, / con el deseo incesante de entrar en tus jardines.” (Hölderlin, 2005, “Al Éter”, 43). Siempre aspiró a algo que estaba más allá de su pobre y acuciada existencia, algo que intuía como superior y que le mantenía en la esperanza de escapar de las miserias del mundo y alcanzar al menos un menguado bienestar. Sin poder afianzarse en su vocación de escritor y publicista, enfrentado a una adversidad que le perseguía tenazmente, fue perdiendo su poderosa fuerza espiritual y debilitándose su fe y sus sueños. Ya enfermo se impone la renuncia y el apartamiento.

Como habitualmente se dice cuando incumbe un malestar o un mal que se denuncia en comunidad, “todos somos Hölderlin”, todos simpatizamos con su ideario, aunque no hayamos leído sus poemas y sólo conozcamos su pensamiento filosófico. Alumno de Johann Gottlob Fichte, contemporáneo de Mozart y Hegel, tributario de los ideales de la Revolución Francesa en Alemania, nos sensibiliza por su idea central, honda y sencilla a la vez. Aunque no se sepa a plena conciencia, de acuerdo a Hölderlin nadie deja de aspirar a algo más grande, a esperanzarse en un ideal más ancho y largo, más alto y profundo que el que podamos poseer de entrada en la vida.

Nadie escapa al sentimiento de querer, de un querer lo que es especialmente afán de trascendencia, en el sentido lato, de querer a secas lo que flota en el vacío gravitacional del espíritu o en la atmósfera masiva de lo corpóreo. El vasto epistolario de Hölderlin recoge esta idea central en muchas piezas que denuncian al filósofo tanto como al poeta. Por ejemplo: “cada vez amo más a los hombres, porque cada vez veo mejor, en lo pequeño y en lo grande de su actividad y de sus caracteres, el mismo carácter originario, el mismo destino [ Activar la vida, acelerar la eterna marcha de consumación de la naturaleza, completar hasta el final lo que encuentra ante sí, idealizar, éste es en todo lugar el afán más propio y distintivo del hombre, y todas sus artes, actividades, faltas y sufrimientos surgen de aquél. ¿Por qué tenemos jardines y cultivos? Porque el hombre quiso mejorar lo que encontró. ¿Por qué tenemos comercios, navegación, ciudades, estados, con toda su turbulencia, lo bueno y lo malo? Porque el hombre quería tener una situación mejor de la que se encontró. ¿Por qué tenemos ciencia, arte, religión? Porque el hombre quiso tener algo mejor de lo que encontró.” (Hölderlin, 1990, 431).

            El principio número uno de Hölderlin asoma en estas palabras suyas: “En las cartas filosóficas [cartas que nunca escribió] quiero encontrar el principio que me explique las escisiones en las que pensamos y existimos, pero que también sea capaz de hacer desaparecer el antagonismo entre el sujeto y el objeto, entre nuestro yo y el mundo, esto es, también entre razón y revelación, de modo teórico, en la intuición intelectual [concepto que le viene de Fichte y elaborados minuciosamente por Schelling], sin tener que recabar ayuda de nuestra razón práctica. Para ello precisamos de sentido estético, y llamaré a mis cartas filosóficas Nuevas cartas sobre la educación estética del hombre. En ellas también pasaré de la filosofía a la poesía y a la religión.” (Hölderlin, 1990, 289).

            El poeta escribe unos Ensayos que dicen menos que el epistolario, unos textos demasiado breves y mal conservados. Son fundamentalmente las cartas dirigidas a su querido y protegido hermano Karl Gok (descendiente del segundo esposo de la madre de Hölderlin) las que, sumadas al contenido menos voluminoso de las enviadas a Hegel y Schelling, son las que ofrecen el grueso de una reflexión filosófica decisiva en la consolidación del idealismo alemán. Y que incluso ayudan a entender el origen y el florecimiento sobre fines del siglo dieciocho y comienzos del diecinueve del sistema filosófico del romanticismo germano. Los prologuistas de la Correspondencia completa en español, Helena Cortés y Arturo Leyte, afirman que el poeta transmite a sus amigos Hegel y Schelling ideas consolidadas “mucho antes de que ellos hubieran construido sus respectivas filosofías, las cuales iban a seguir caminos muy distintos después de haber partido de ese origen común: Hölderlin” (ob. cit., 27).

 

EL SUPUESTO UNIVERSAL

 

El querer humano se presenta como hilo conductor de la mayoría de los intentos por describir la realidad primera de la existencia consciente. Para comprender esta aspiración superior que anida en los sentimientos de toda persona, sea de la condición que sea, que puja hasta aflorar en una disposición cualquiera, en las ideas y en la conducta, basta con dedicar una meditación sencilla y breve referida a los deseos, a las aspiraciones y esperanzas, pero despojando todo eso de cualquier imagen concreta en la mente, de aquello que eventualmente ocupa el lugar de lo que no poseemos y procuramos obtener. ¿Qué aparece por debajo de lo real deseado en estos casos?  Aparece el querer líquido y limpio, que sostiene todo querer sólido y determinado, el querer absoluto sobre el cual colocamos los quereres concretos y emocionales.

Se aspira a algo, de manera humilde o de manera encumbrada, en el juego inevitable de entenderse a sí mismo, de entender el mundo, a los demás seres y a las cosas. No se trata sólo de querer algo o de querer hacer algo, sino principalmente de querer algo más, solo, despojado, latente y presto a convertirse en realidad. Este querer puede considerarse principio de la naturaleza humana consciente, y decimos “naturaleza humana consciente” porque se trata de un principio condicionado por la misma vida, por la característica básica que permite contemplar el todo, el yo y el mundo, justo en su misma auto realización, en lo que habitualmente se entiende como condición humana.

            Tal dirección del querer humano lleva a Hermann Hesse a escribir: “Este viento hacia el cual trepo tiene una maravillosa fragancia de lejanía y de otro mundo, de aguas divisorias y fronteras lingüísticas, de sur y de montañas. Está lleno de promesas” (Hesse, 12). Lo que sólo funciona como muestra transparente de un sentimiento que anima la obra de muchos escritores de los últimos tiempos. Aspiran a ampliar un mundo que encuentran no fuera sino dentro, en la subjetividad profunda, siempre en un estado de inexplicable e invisible expansión. Entre ellos Victor Hugo y Hugo von Hofmannsthal, Juan Ramón Jiménez y Miguel de Unamuno, Robert Musil y Thomas Mann, y poetas como Friedrich Hölderlin.

El filósofo francés Louis Lavelle (1883-1951) llama “Presencia Total” a lo que se oculta a la inteligencia, expresión en la que “presencia” representa lo aparente, y “total” la presencia que encierra el todo en su vastedad y en su profundidad a la vez unificada en una sola intelección intemporal. Encuentra toda la verdad en el ser, porque “el ser es la totalidad de lo posible”, es decir, lo que no hay ya que buscar porque está ante los ojos (Lavelle, 75). Pero ser no es fácil, entendido en su cabal hondura, por lo que dar con la verdad cuesta mucho y reclama un sacrificio y hasta produce dolor.

Nace el afán de sobrepasar la visión fragmentada de cada cosa, de ya no tener que andar paso a paso en busca de pan para obtener mendrugos. La ambición de ser más que el ser que se es, de disponer de otra forma el vivir que no sea la de sentir parte por parte, vez por vez, momento por momento. La avidez por apreciar en una sola y buena ocasión el Todo, el mundo sin enigmas, la apariencia corregida y ampliada, la existencia desnuda y que en tanto se es vivo se contribuye en componer. ¡Esos infranqueables límites cuya transgresión ocupa los sueños, embarga los sentidos y enajena el corazón!

            No es un enigma a descifrar sino más bien el mismo fenómeno, la fuente creadora de todos los enigmas, el mismo vivir peliagudo y consciente, el hecho de ser sabiendo que se es. El enigma es la pregunta solitaria que se formula en la inmensidad de un universo originariamente sin preguntas, sin inquisiciones y sólo con energía, con átomos y moléculas. Y hasta sin energía ni átomos ni moléculas, pues ¿qué significa energía para el universo, qué átomo, qué molécula? ¿Quién da nombre a las cosas en una vastedad indiferenciada en la que funciona todo perfectamente sin necesidad de individualizaciones ni particularizaciones inquisitivas? ¿Qué es perfecto o imperfecto fuera de las gruesas paredes en las que se encierra la inteligencia?

            Existe una manifestación de la existencia considerada inabordable: Platón la llamó Idea, Aristóteles primer motor, San Agustín amor, Nicolás de Cusa el ya, el antes y el después, Bacon ídolo, Kant noúmeno, Hegel Absoluto, Schelling fundamento, Schopenhauer voluntad, Marx materia, Heidegger Dasein, Jaspers Circunvalante, Wittgenstein límites del lenguaje, Croce espíritu, Peirce signo, Teilhard de Chardin noósfera, Cassirer símbolo, Bergson intuición, Blondel acción, Nietzsche eterno retorno, Brentano fenómeno psíquico, Husserl intuición eidética, Scheler valor, N. Hartmann fábrica del mundo real, Ardao inteligencia, y se podría seguir.

Fueran cuales fueren las denominaciones filosóficas, entre ellas chispea un denominador común que es comprensible fuera del campo estricto de la filosofía y que puede resultar fecundo y beneficioso para quienes no son filósofos y que igualmente piensan y sienten como piensan y sienten los filósofos, y que es preciso comunicar y divulgar. Es el querer expandirse, el afán por ampliar el dominio sensible en que se manifiesta la vida de las personas, cualesquiera sean. La pretensión de confirmar el sentido de fondo y por encima del simple comparecer como individuos de la especie.

 

OPINIÓN DE SCHELLING

 

Para el amigo dilecto de Hölderlin, Friedrich Wilhem Joseph Schelling (1775-1845), “El ser, en definitiva, es Freisein, ser libre, ser que no viene determinado por nada porque él mismo se autodetermina a partir de su propia esencia que no consiste, por otra parte, sino en querer” (Schelling, 1989, 64). Agrega: “He aquí la inasible base de la realidad de las cosas, el resto que nunca se puede reducir, aquello que ni con el mayor esfuerzo se deje disolver en el entendimiento, sino que permanece eternamente en el fundamento [...] así tenemos que imaginarnos el ansia originaria: dirigiéndose hacia el entendimiento, al que todavía no conoce, de la misma manera en que nosotros, en nuestra ansia, aspiramos hacia un bien desconocido y sin nombre, y moviéndose a la vez que presiente al modo de un mar ondulante y agitado, igual a la materia de Platón, buscando una ley oscura e incierta, incapaz de construir por sí misma algo duradero” (ib., 169 y 171.

            Schelling procura ser claro, no lográndolo siempre, pero aproximándose mucho a lo inmediatamente inteligible: “El mayor mérito del filósofo no es proponer conceptos abstractos e hilvanar con ellos sistemas. Su fin último es el puro ser absoluto; y su mérito supremo es descubrir y develar aquello que ya no se deja explicar, desarrollar ni reducir a conceptos, brevemente: lo indisoluble, lo inmediato, lo simple” (Schelling, 2004, 90). Dígase que “lo absoluto” para Schelling no es lo mismo que para Hegel: lo absoluto para él es lo que no es objeto ni concepto, lo que no es determinado por nada.

            Para lectores en lengua española leer a Hölderlin es un placer sólo semántico, porque se pasa por alto el fervor de un poeta que “jugaba” con el verso en sus leyes clásicas tanto como en sus libertades románticas. Todo en él es pensamiento, en sus poemas sueltos, en tragedias como La muerte de Empédocles o en su novela epistolar Hiperión, ambientada en Grecia y con resonancias políticas inspiradas en la Revolución Francesa y en su amor real por Susette Gontard personificada como Diótima en el texto. El maestro del romanticismo, el hombre del ideal y el aventurero del espíritu ofrece, paradójicamente, la visión más natural del misterio, ese misterio que embarga la curiosidad de la mayoría de las personas: la más clara razón suficiente, la iniciativa que anima a complementar lo dado de la vida, a consagrar el solo impulso de querer.

 

LA OPINIÓN DE HEGEL

 

Wilhem Friedrich Hegel (1770-1831), el más circunspecto y formal de los tres amigos, más conocido y de mayor influencia posterior, también incorpora el querer en su filosofía del espíritu catalogada minuciosamente en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Allí habla de la necesidad humana de “liberar” el saber de todo supuesto y de las abstracciones. Y como todo saber es “determinado” por algo, es decir, por otro saber, el espíritu es “querer, espíritu práctico”. Con lo que quiere decir que el espíritu “quiere inmediatamente y libera su volición de su subjetividad”. De modo que “el espíritu se hace espíritu libre” cuando su unilateralidad es superada” (Hegel, 1944, § 443).

            A su vez, las inclinaciones y pasiones de la interioridad subjetiva están sujetas a las mismas determinaciones que los sentimientos prácticos, sujetas a accidentes semejantes, por lo que quieren ser libres (ib., § 476). Y, si bien quieren ser libres, como cualquier impulso que se proyecta en la realidad práctica (ib., § 477), sin embargo, el “querer subjetivo y accidental” no es sino “el proceso en que se distrae y suprime una inclinación o goce mediante otro, y se contenta con no contentarse, mediante un nuevo contentamiento, hasta el infinito (ib., § 478). Por lo que se descubre el retorno interminable de un querer a secas, del querer sin objeto, liberado de toda particularidad y de toda cosa concreta que pueda desearse.

            Hegel llama apetencia a ese querer despojado de objetos, al “carácter originario” que para Hölderlin consiste en “activar la vida”, en la obra de “completar hasta el final lo que encuentra ante sí”, como habíamos visto. La explicación en el autor de la Fenomenología del Espíritu viene escrita en su lengua, la misma que lo caracteriza al suspender su ramaje conceptual del más intrincado plan que conozca la filosofía. No obstante, y si no nos desviamos de su propósito central, se puede descifrar una concepción del querer semejante a la que mantienen en común Hölderlin y Schelling.

Hegel habla de un ahora que de inmediato deja de ser ahora para entrar a ser otro, en la negación de una verdad informada por la percepción que se vuelve sobre sí misma según una dialéctica interior. Negación de la que se vuelve a través de un nuevo ahora y de ahoras que se repiten hasta el infinito en virtud de un “fuerza”, observa Hegel, que “replegada sobre sí misma necesita exteriorizarse”, y que conduce al entendimiento (Hegel, 1971, 82 a 86). La fuerza del querer: “La vida es el objeto de la apetencia”, afirma, contribuyendo no poco en aclarar su pensamiento. Así, pues, para Hegel la negación o bien la alteridad es la base de afirmación de la autoconciencia (ib., 112).  

 

EL LENGUAJE VAGO

 

Como se puede apreciar, y aunque las relaciones entre poesía y filosofía hayan sido objeto de severos análisis a veces tolerantes y otras intransigentes, en casi todos los casos se reserva una zona intermedia para ambas, zona infranqueable, de contenidos no intercambiables, diferentes y hasta opuestos. Suele distinguirse lo propio del pensamiento y lo propio del sentimiento, en el entendido del pensar sin sentimiento y del sentir sin pensamiento, actividades entendidas en sus significados estrictos y correspondientes a las respectivas semánticas de las denotaciones y de las connotaciones, de las objetividades y de las subjetividades.

            Pero, todo esto resulta bien relativo, borroso y hasta indemostrable si se piensa en el medio de expresión común, el lenguaje. En toda la extensión de sus posibilidades y usos, el lenguaje es metafórico, responde y se adapta a las intenciones del usuario de manera plástica, por lo que los propósitos de fondo del hablante, filosóficos o poéticos, inevitablemente se mezclan. Hay siempre una apertura hacia la inexactitud y la plena libertad alegórica, figurativa o simbólica. Piénsese en el ápeiron de Anaximandro, en los átomos de Demócrito, en las Ideas de Platón, en el tiempo de San Agustín, en los ídolos de Bacon, en la utopía de Moro, en las mónadas de Leibniz. Véanse los noctámbulos de Arthur Koestler, los tres mundos de Karl Popper, la aldea global de McLuhan, el vacío de Lipovetsky, los no-lugares de Marc Augé, la licuefacción de la vida de Bauman.

Son casos colmados por una radical asistencia del lenguaje metafórico, impreciso, borroso, sugerente, y que contribuye en su indefinición terminológica y suma flexibilidad semántica en la creación y fragua de un pensamiento del todo convincente, explorador y heurístico. Incluso en aquellos casos en que se cumple el inveterado afán de revelar los misterios. El más estricto y consensuado de los conceptos de la ciencia esconde un reflejo indeleble de la intuición sensible y de la impresión emocional, fenómenos que nos sugieren las metáforas, como las de gravedad y movimiento, las de masa y magnetismo.

¡Qué decir de la matemática y de la lógica! Por ejemplo, de las ecuaciones en las que caben solitarias incógnitas cuyos valores se deducen de proporciones abstractas o de principios convencionales inextricables (uno por cero es igual a cero, la raíz cuadrada de menos uno). ¿Qué decir de la lógica, el cálculo en el cual variables de cualquier tipo se someten a unas pocas constantes relacionales e implicatorias? Una ciencia que el suizo Ferdinand Gonseth llamó “física del objeto cualquiera” y describió como “técnica mental en constante devenir y orientada a una finalidad práctica”, concepción que marca “el total alejamiento de la concepción clásica” (Granell, 359).

Querer decir es un querer complicado, aunque parezca que lo que decimos surge sencillamente, sin riesgos de malas interpretaciones o de significaciones ajenas a nuestros propósitos. Pero no habría vida si no hubiera decir, y si el decir no respondiera al apetecer de la comunicación, a la invitación inexcusable del relacionamiento y el intercambio. El gran misterio, quizá, es el mismo querer, su porqué, la necesidad de obedecerlo, de consentirlo sin ponerle condiciones ni hacerle preguntas.

 

REFERENCIAS:

GRANELL, Manuel (1949). Lógica, Madrid, Revista de Occidente.

HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich (1944). Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Buenos Aires, Claridad.

HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich (1971). Fenomenología del espíritu, México, FCE.

HESSE, Hermann (1981). El caminante, Barcelona, Editorial Bruguera.

HÖLDERLIN, Friedrich (1990). Correspondencia completa¸ Madrid, Hiperión.

HÖLDERLIN, Friedrich (2005). Poesía completa, Barcelona, Ediciones 29.

LAVELLE, Louis (1961). La Presencia Total, Buenos Aires, Troquel.

SCHELLING, F. W. J. (1989). Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad, Barcelona, Anthropos.

SCHELLING, F. W. J. (2004). Del Yo como principio de la filosofía, Madrid, Trotta.

 

 

sábado, 7 de septiembre de 2024

EL ARTE DE LA PERSUASIÓN


El Tratado de la argumentación. La nueva retórica, de Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca, es hoy objeto de gran atención quizá por su vinculación con las técnicas de comunicación y sugestión, encantamiento, seducción y persuasión masivas grandemente desarrolladas en las últimas décadas.


Hacia el año 1952 Chaïm Perelman (1912-1984), joven polaco radicado en Bélgica en 1925, país en el cual desarrolló su carrera como lógico y filósofo del derecho, tuvo la idea de rescatar la antigua retórica, desdeñada desde hacía siglos por la filosofía debido principalmente a que se consideraba fuera del estricto canon regido por la racionalidad o el logos y cuyo tradicional modelo se remitía inevitablemente a Aristóteles. El mismo Aristóteles, sin embargo, había reservado un lugar especial en su lógica para todas las expresiones que no se ajustaran estrictamente a ese canon (en la Retórica y en los Tópicos del “Organon”). En 1958 Perelman publicó, en colaboración con Lucie Olbrechts-Tyteca, el Traité de l’argumentation, al cual agregó el subtítulo “La nueva retórica”.

La idea era semejante a la de lógicos como Bertrand Russell, quien en 1944 reconocía que muchas proposiciones de la filosofía y de la vida corriente no se ajustan a los principios más caros de la lógica matemática: “Me di cuenta de que todas las inferencias empleadas, tanto por el sentido común como por la ciencia, son de especie distinta a las empleadas por la lógica deductiva, y de tal naturaleza que, cuando las premisas son verdaderas y correcto el razonamiento, la conclusión es solamente probable.”

 “Vi que se había dado excesivo énfasis a la experiencia”, afirma Russell en La evolución de mi pensamiento filosófico de 1959. Llamó “inferencia no demostrativa” a esta clase de proposición. Hacia 1921 John Maynard Keynes se ocupó de la probabilidad, un aspecto fundamental en el campo de la economía que tiene que ver con los futuros posibles y efectos deseables que se procuran a partir de decisiones y medidas específicas previas, y que alcanzaría un importante desarrollo matemático unos diez años después. Russell sólo aparece en el Tratado con un texto que sirve para ejemplificar cierto tipo de argumentación (§ 58, 394), y Keynes figura al paso al tratar la probabilidad, (§ 59, 399).

Para entender el propósito de fondo de Perelman es necesario apreciar y distinguir una zona intermedia entre la argumentación propiamente dicha y el entorno de la argumentación. Esto es, entre la argumentación o argumento (en tanto formulación de lenguaje aplicada a los efectos de convencer sobre la verdad o la falsedad de una idea, hipótesis o teoría), y el complejo psicológico y social, ético y estético, ideológico, jurídico, moral y religioso al cual queda sometida generalmente la argumentación cuando funciona ante un auditorio con la intención de persuadir (diccionario: “Hacer con razones que alguien acabe por creer cierta cosa”, y también “convencer, decidir, inducir”), o cuando es escrita con el fin de buscar adherentes, más allá de la búsqueda de la verdad o de la falsedad de una o más ideas contenidas en una expresión de lenguaje. Es del caso, entonces, resaltar el uso del concepto “argumentación” ligado al de persuasión, y del concepto “razonamiento” generalmente asociado a la construcción de tipo lógico. Sólo falta discutir si la argumentación queda al servicio de la persuasión simple o al servicio de la verdad, filosófica o científica, discusión que no se da en esta obra.

Si bien el Tratado (Barcelona, 2022, Gredos, traducción al español de Julia Sevilla Muñoz, original de 1958) estipula la diferencia crucial entre la proposición asertórica y la proposición probabilística, el orden apodíctico (irrefutable, innegable) y el orden de lo sólo posible (discutible, dudoso), no se ocupa en distinguir la afirmación en su figura lingüística y semiolingüística caracterizada por la lógica según sus múltiples posibilidades –modales, divergentes, inductivas, temporales. Se encarga específicamente de la proposición en tanto recurso modificado con el fin de poner al lenguaje al servicio de la persuasión, en la sinceridad o en el engaño.

Se especializa en enumerar extensiva e intensivamente los recursos de la vieja retórica y los específicos del género literario (§ 41). Y amplía el panorama con la detallada exposición y ejemplificación de otros que descubre en base al estudio de innumerables ejemplos tomados de célebres textos y de declaraciones orales memorables. En verdad, constituye el más amplio y minucioso estudio que se conozca sobre el tema, hasta donde podemos saber. Estudio que va sobradamente más allá del campo de la vieja retórica, incluso proponiendo nuevos conceptos, como los de tema y foro, que enriquecen y profundizan el estudio de la “analogía” y que, a su vez, elucidan en forma lógica la estructura de la metáfora (§ 82, 571). Por vieja retórica entiéndase la de los antiguos que le dedicaron obras, entre ellos Aristóteles, el autor de la Retórica a Herenio, Quintiliano, Cicerón, el Pseudo-Longino, y que en el siglo diecisiete el francés Nicolás Boileau recapitulará y pondrá a la altura de los tiempos, con lo que se convertirá en una referencia ineludible entre los escritores clásicos.

 

OBJETIVO DEL TRATADO

 

No hay empeño por distinguir entre el razonamiento y el pseudo-razonamiento, resultando este último sólo descrito en su cometido de persuadir o convencer. Tal empeño corresponde, más bien, a la epistemología, en general, y al lenguaje de la moral. En la entrada Argumento de su Diccionario de filosofía, José Ferrater Mora observa que “es difícil distinguir entre prueba estricta o demostración y argumento [...] Con frecuencia se usan indistintamente los mismos términos [...] También es difícil distinguir entre argumento y sofisma”. Y en la entrada Persuasión recuerda la distinción de Platón en el Fedro entre falsa persuasión y persuasión verdadera y legítima. Y agrega: “Esta última no es un mero bregar verbalmente con el oyente o el interlocutor, sino un intento de conducir su alma por la vía de la verdad.” Observamos esta característica con el fin de advertir sobre lo implícito en el Tratado, esto es, la desatención respecto al problema de la verdad en el sentido filosófico.

            Pero no es del caso atribuir desdén o desinterés de parte de sus autores por el problema de la verdad, en un sentido filosófico o científico o en el que sea. El Tratado no abraza el objetivo de estudiar los discursos relacionados con los significados de la verdad, sino con la verdad formal de los discursos, sean los que fueren. Esta evidencia se confirma en la Conclusión, en la que se alude a la estrechez de concebir el progreso del conocimiento sólo según el ideal de claridad y distinción, lo que ha llevado a considerar la argumentación como un recurso “superfluo por completo”. Por lo que “No resulta sorprendente que este estado de ánimo haya alejado a los lógicos y a los filósofos del estudio de la argumentación, considerado indigno de sus inquietudes, con lo que se dejaría dicho estudio a los especialistas de la publicidad y la propaganda, que se destacan por la falta de escrúpulos y constante oposición a cualquier búsqueda sincera de la verdad.” (768)

La teoría de la argumentación versa sobre todo lo que se puede hacer con el lenguaje a los efectos de persuadir (convencer, disuadir, mover a hacer algo o a hacer creer algo). No se interesa por el lenguaje en sí ni por los problemas derivados del uso del lenguaje, cotidiano, literario o filosófico, como se interesaron, antes y después de Perelman, los lingüistas, lógicos y filósofos de diferentes escuelas, especialmente los de fines del siglo diecinueve y principios del veinte (filosofía analítica, Círculo de Viena, lógica de Varsovia, círculo lingüístico de Praga, estructuralistas rusos, pragmatismo estadounidense, etcétera). En el Prólogo ya se advierte que “a la teoría de la argumentación le importan, más que las proposiciones, la adhesión, con intensidad variable, del auditorio a ellas. Y tal es el objeto de la retórica o arte de persuadir como lo concibió Aristóteles y, tras él, la antigüedad clásica” (24).

La advertencia se reitera: “Esa adhesión de los espíritus es de intensidad variable, no depende de la verdad, probabilidad o evidencia de la tesis. Por eso, distinguir en los razonamientos lo relativo a la verdad y lo relativo a la adhesión es esencial para la teoría de la argumentación” (25). Como existen auditorios comunes y auditorios ilustrados, “cada retórica ha de valorarse según el auditorio al que se dirige” (26). En la Introducción se lee: “el objeto de esta teoría es el estudio de las técnicas discursivas que permiten provocar o aumentar la adhesión de las personas a las tesis presentadas para su asentimiento” (34). Aun, “Es un buen método no confundir, al principio, los aspectos del razonamiento relativos a la verdad y los que se refieren a la adhesión: se deben estudiar por separado” (35); “toda argumentación se desarrolla en función de un auditorio” (36); “La teoría de la argumentación que pretende, gracias al discurso, influir de modo eficaz en las personas, hubiera podido estudiarse como una rama de la psicología” (41). Y ya en la primera Parte se lee: “toda argumentación pretende la adhesión de los individuos y, por tanto, supone la existencia de un contacto intelectual” (48). Se declara que “En la argumentación, lo importante no está en saber lo que el mismo orador considera verdadero o convincente, sino cuál es la opinión de aquellos a quienes va dirigida la argumentación” (61). Se pasa por alto, o no se le atribuye gran importancia, a la diferencia, capital en la comunicación, entre persuasión honesta y deshonesta.

 

NATURALEZA DE LA OBRA

 

Así, pues, no se trata de una obra filosófica, de filosofía del lenguaje o de filosofía de la lógica, sino del conjunto de instrucciones que un expositor, orador o escritor, debe conocer y tener en cuenta en cualquier circunstancia en que se dirija a una persona o a un grupo de personas con ánimo de transferir sus ideas para que sean aceptadas. Si bien las filosofías interesadas en el lenguaje incluyen el estudio del conocimiento, las formas por las cuales es posible que el conocimiento escape a las trampas que le tiende el lenguaje –y así liberarlo de ellas–, la teoría de la argumentación estudia cómo preparar al lenguaje para convertirlo en un instrumento de imposición de las ideas y por tanto del conocimiento.

Sin embargo, denuncia con toda oportunidad la tradición que ha gobernado la mayoría de los esfuerzos filosóficos en actitud indiferente ante el argumento sólo probable o verdadero a medias. Censura la indiferencia de muchos filósofos respecto del argumento sólo probable, indiferencia debida al inveterado respeto por el orden lógico clásico al que se someten tradicionalmente los razonamientos filosóficos. Pero no se ocupa del pensamiento de las personas en el auditorio luego de ser persuadidas. No hay filosofía en la dirección de la ética del lenguaje del tipo que ha ocupado a filósofos como G. E. Moore o R. M. Hare, quienes estudiaron las palabras relacionadas con la ética (“bien”, “debe”). Y es curioso que no profundice en las lógicas divergentes que ya hacia 1920 despuntaban como lógicas de tres valores (el tercero intermedio entre la verdad y la falsedad), los argumentos no demostrativos de Bertrand Russell, aunque menciona a Max Black, el pionero de la lógica vaga o borrosa.

 

QUÉ SE PUEDE HACER CON EL LENGUAJE

 

Perelman y Olbrechts-Tyteca (P&OT) tienen en cuenta buena parte de todo lo concerniente a la historia del argumento. Convienen en que la argumentación esconde, en sí, en su analogía, en su sintaxis y en su semántica, lo que sin duda es latente e intencional en quien se vale de ella conscientemente y lo condensa de mil maneras en el plano de la forma estrictamente lingüística y en el contenido respectivo. Sin embargo, el orden apofántico de las oraciones o proposiciones del lenguaje (que se ocupan de afirmar o de negar algo y pertenecientes al género que P&OT refieren como género epidíctico) no contiene forma alguna cuyo fin específico sea el de influir sobre el receptor de manera decisiva. Por lo que no hay signos gramaticales específicos destinados a tal función y sólo se satisface mediante la modificación por parte del hablante del orden usual de la oración.

Tampoco hay un lenguaje para cada clase de auditorio, y se usa el mismo para todos los casos. Ganar la adhesión del auditorio, según P&OT, significa apelar a un complejo de recursos que consiste en manipular el lenguaje, en domesticarlo, en apelar a todas las posibilidades que habían sido objeto de estudio por parte de la antigua Retórica y que ahora se reivindican y se amplían considerablemente. La argumentación, pues, sería el nombre de ese lenguaje más psicológico que lógico. No hay formas de la expresión usual destinadas por sí mismas a convencer o a persuadir sino modos de encaminar las de uso para lograr propósitos específicos. El Tratado, pues, no nos habla de la argumentación en el sentido del razonamiento sino de lo que se hace con el razonamiento en función de diferentes propósitos.

Si se quiere establecer la adhesión a una idea teniendo en cuenta quién o quiénes la van a recepcionar, favorablemente o no, en muchos casos habrá que modificar la argumentación de tal manera que dejaría de ser argumentación (en el sentido de razonamiento o de inferencia) para convertirse en un paralogismo o en una paradoja. No sabemos si a esto se le puede llamar como le llaman P&OT, pero tampoco sabemos si se le puede llamar razonamiento en sentido estricto y si hay un sentido estricto para este concepto. Todos los componentes del lenguaje son estudiados por la lingüística, la psicolingüística, la semántica, la semántica filosófica, la semiolingüística, pero la teoría de la argumentación los estudia también a todos y con una finalidad práctica. El Tratado es una inigualada recopilación de todos los aspectos relacionados con la retórica y con los mecanismos lingüísticos involucrados en lograr efecto mediante proposiciones sobre receptores o auditorios.

 

OBJETIVOS PRINCIPALES

 

No estaría de más insistir en que la teoría de P&OT va más allá de lo que podría considerarse estructura usual del lenguaje, en su manifestación conversacional y cotidiana y aun en el plano de la explicación científica y de la reflexión filosófica. Queremos decir que se investigan los usos más forzados de la expresión gramatical y de las asociaciones lógicas, aquellos que responden a propósitos interesados al margen de la claridad, de la fidelidad y de la verdad.

Se debe tener en cuenta lo que es posible modificar en la estructura convencional sujeto-predicado en los casos en que, si A es B, si A tiene B, o si B está en A, en los casos en que A hace algo, corre, viaja, lee, se enferma o se rompe, se expresan los infinitos predicados posibles en que A es sujeto de B y B predicado de A, no hay nada más que lo que la oración dice, expresa o afirma. Luego vienen los imponderables, el orden sintáctico lógico-gramatical, que puede ser directo o envolvente, pasivo o activo. El orden verbal, los tiempos, sus modos y sus aspectos, los complementos verbales y nominales. Lo lógico gramatical con la coordinación y la subordinación de oraciones, con las conjunciones, disyunciones, implicaciones, preposiciones, pronombres, artículos y nexos gramaticales que cambian los significados de lo sintagmas de acuerdo a cómo se usan. Y lo de género literario con las comparaciones, metáforas y demás figuras retóricas, términos connotativos. Y lo prosódico, el énfasis en la emisión, el tempo, el tono. Se supone que se da un plano estricto de expresión o plano semiolingüístico y planos que se suman o que se asocian y que influyen sobre el primero, de orden emocional, exclamativo, interrogativo, admirativo, suspensivo, etcétera.

Por lo que es preciso distinguir la expresión sujeto-predicado, sin más, y la expresión compleja, y atribuir polisemia al uso de la expresión compleja, es decir, corregida y aumentada –acicalada, arreglada– con todo tipo de modificaciones sintácticas, simbólicas, semánticas, y acompañada mediante ardides gestuales, movimientos corporales funcionales a la intencionalidad del locutor ante un auditorio. Así, el Tratado llama argumentación a toda clase de proposición, concomitante a una lógica ortodoxa o a una lógica abierta que sobrepasa los límites o principios de la tradición clásica, se trate de la verdad o de la falsedad. Tiene el mérito de rescatar lo que, aun escapando de toda certeza en cuanto a verdad o falsedad últimas, funciona con valor de aproximación a una o a otra y, fundamentalmente, como instrumento al servicio de quien, sean cuales fueren sus intenciones, reclama comparecencia ante sus dichos. Sería demasiado gasto enumerar aquí la variedad de ingenios persuasivos que revelan y explican P&OT pormenorizadamente.

 

LO QUE SE ESPERA DEL TRATADO

 

Si bien son tomados en cuenta algunos teóricos del lenguaje contemporáneos, pioneros de la filosofía del lenguaje –semiolingüística y filosofía analítica europea, semiótica estadounidense–, se omiten otras importantes vertientes relacionadas con la argumentación, a saber, las de lógicos, lingüistas estructurales, conductistas, generativistas, neopositivistas, analíticos, pragmatistas y pragmaticistas y otros tantos. Se trata de teorías que de alguna manera han delineado la pragmática del lenguaje, campo de investigaciones adyacente a la argumentación, la sociología del lenguaje, la gramática generativa, la energética del lenguaje (forma “interior” del lenguaje), la psicodinámica de la oralidad, la gramatología, la simbología y la teoría de los signos aplicada a la comunicación de masas, en fin, teorías que también estudian la relación entre el pensamiento y el lenguaje desde puntos de vista tan importantes como el de la argumentación.

“Nos negamos a separar, en el discurso, la forma del fondo –afirman P&OT–, a estudiar las estructuras y las figuras de estilo independientemente del objetivo que deben cumplir en la argumentación (231). Se proponen mezclar lo oracional con lo extra oracional, en lo que cabe todo: el orden lógico de la oración, el quiebre de ese orden, los prosodemas (entonación, intensidad, acentos, duración). Y, principalmente, y es mostrado con erudito lujo de detalle, los componentes del orden comunicacional: auditorio universal, presunciones, valores, jerarquías, lugares, acuerdos prestablecidos, selección de datos, nociones, técnicas argumentativas, argumento pragmático, analogía y otros interesantes componentes que el orador experto tiene en cuenta e incorpora a su discurso.

Sin duda, todo funciona en conjunto y a la vez en la argumentación. Pero, se trate del discurso que sea, esconde casi siempre una intencionalidad que va más allá de la sola persuasión, y que también se esconde en los laberintos y en las marañas del lenguaje. Es así que el hablante procura siempre envolver su discurso en un manto de claridad y de buenas intenciones, que también compete a la retórica. Que las destrezas en el uso del lenguaje se aplican igualmente en los casos en que nadie quiere persuadir sino sólo trasmitir su pensamiento sin intríngulis o intenciones solapadas. Es asunto que el Tratado pellizca (§ 90, 633) desaprovechando la oportunidad de profundizarlo, al expedirse sobre la pareja “apariencia-realidad”.

Se mezcla inteligentemente lo lógico con lo no lógico, lo que se presenta como una conquista: el fin de todo criterio lógico como fundamento del razonamiento filosófico, lo que es sin duda fecundo y prometedor. Se puede comprobar que este formidable ir más allá de lo esperado, más allá del uso común y corriente de la lengua, no se logra sin una estratégica intervención subliminal sobre “el lenguaje, combinando el componente razonable con el componente no razonable, el componente lingüístico con la intervención capaz de romper las reglas lingüísticas convencionales o de uso. A pesar de que argumentación y argumento son términos casi sinónimos de razonamiento (inferencia o cálculo en la lógica, estructura sujeto-predicado en la gramática), el concepto argumentación ha cobrado el valor que se le da en el Tratado, el de expresión sólo probable destinada a persuadir.

 

INTERÉS ACTUAL POR LA ARGUMENTACIÓN

 

La monumental obra o gran archivo comentado y explicado en todos sus ingredientes imaginables, y que componen la argumentación y las estrategias del discurso persuasivo, desnuda toda inteligencia aplicada a las técnicas de la oratoria y deja a la vista sus más ocultos pero rescatables recursos, fueren justificados o no desde el punto de vista de la verdad y en cuanto la verdad tenga que ver con la filosofía, con la moral e incluso con el afán de comunicar algo con plena sencillez y sinceridad.

Transparenta la trama que generalmente encontramos en los textos consagrados de los más encumbrados escritores. No porque su uso responda necesariamente a maledicencias de algún tipo, sino porque en toda escritura anida siempre la fruición por apelar a las más variadas flexiones, a los más alucinantes colores, recónditas sonoridades y sorprendentes formas de sugerir sensaciones táctiles, olfativas y gustativas destinadas a conquistar al lector.

El Tratado se dirige especialmente a las sutilezas que son propias de abogados y fiscales en juicios en los que es difíciles dirimir justicia, habituales en algunos políticos que en sus campañas electorales apelan a toda clase de sofismas para ganar adeptos, y hasta comunes en ciertos religiosos dispuestos a aumentar su feligresía recurriendo a lo que en lo personal no creen. Muy especialmente, estas sutilezas son frecuentes en los profesionales de la propaganda y de la mercadotecnia, dominios en los cuales es preciso apelar a toda clase de recursos para convencer, persuadir, promover las ventas.

Los elementos para una nueva retórica incluyen los “acuerdos”, la “elección y la interpretación de los datos” que componen la argumentación (Segunda Parte). Y se completan con las “técnicas argumentativas”, los “argumentos casi lógicos”, otros argumentos “basados en la estructura de lo real”, pero también con la “analogía”, la “disociación de las nociones” y la “interacción de los argumentos”, el “exordio” como inicio del discurso (Tercera Parte).

En razón de tales aportaciones, indiscutiblemente novedosas para su época y para la nuestra, la teoría de la argumentación goza hoy de gran aprobación y ha cobrado importantes impulsos, entre ellos el del español Luis Vega-Reñón, catedrático emérito de Lógica e Historia de la Lógica de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), autor entre otras importantes obras de una Introducción a la teoría de la argumentación, de 2015. El profesor José Seoane, titular de Lógica y Filosofía de la Lógica en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República, es en Uruguay uno de los más reconocidos referentes en el campo de esta disciplina.

 

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