Una de las preguntas más atendidas y estudiadas, y que cuenta con las respuestas más famosas en la historia de la filosofía y la ciencia, es la pregunta por el tiempo. Si no se han dado respuestas contundentes, al menos figuran las de quienes han tenido el valor de pronunciarse al respecto. Lo que sigue es lo que han dicho algunos metafísicos, físicos y filósofos.
“Conviene, primero, plantear correctamente las dificultades sobre el tiempo a fin de determinar, mediante una argumentación exotérica, si hay que incluirlo entre lo que es o entre lo que no es, y estudiar después cuál es su naturaleza”, declara Aristóteles. Pues “si ha de existir algo divisible en partes, entonces será necesario que, cuando exista, existan también las partes, o todas o algunas. Pero, aunque el tiempo es divisible, algunas de sus partes ya han sido, otras están por venir, y ninguna ‛es’. El ahora no es una parte, pues una parte es la medida del todo, y el todo tiene que estar compuesto de partes, pero no parece que el tiempo esté compuesto de ahoras.” (Física, Libro IV, cap. 10, 264-5)
Agrega que “sin cambio no hay tiempo”, que “no hay tiempo
sin movimiento ni cambio”; así, “el tiempo no es movimiento, pero no hay tiempo
sin movimiento” (ib., cap. 11, 269). Según Rovelli, Aristóteles sugiere,
desde que el mundo es un incesante cambiar, que lo importante es el acontecer,
no el ser. “Concebir el mundo como un conjunto de eventos, de procesos, es
el modo que mejor nos permite captarlo, comprenderlo, describirlo. Es el único
modo compatible con la relatividad.” (Rovelli, 76)
El lógico megárico del siglo IV a. C. Diodoro Cronos es
quien incluye al tiempo en la lógica modal. Si A implica B (A → B) en un
momento t, “sea cual sea el momento t, no se da jamás que A sea
verdadera en t y B falsa en t”. Intenta reducir esta lógica a la lógica
del tiempo, lo que se continúa en autores posteriores, como Pedro Hispano en
el siglo XIII y en otros como Bolzano y Stuart Mill en el siglo XIX, tradición
que luego será abandonada, incluso por Russell (Gardies, cap. 1). El tiempo,
pues, preocupa a los lógicos más antiguos y a los más modernos.
¿Tiene principio el mundo? ¿Lo tiene el tiempo? Para Santo
Tomás el mundo ha existido siempre, como ha existido su creador, y así se desprende
de la parábola de San Agustín (en La ciudad de Dios): “Si el pie
estuviese desde toda la eternidad sobre el polvo habría tenido siempre bajo sí
su huella, la cual nadie dudaría de haber sido estampada por el que allí pisara,
así también el mundo ha existido siempre, porque existe siempre el que lo ha
hecho.” Ambos santos miden con una misma vara el mundo y el tiempo. Santo Tomás
recuerda lo que dice Boecio al respecto (en La consolación de la filosofía):
“Aunque hubiese existido el mundo siempre, no por eso sería igual a Dios en
cuanto a la eternidad, porque la existencia divina es toda a un mismo tiempo,
mientras que la del mundo siempre sería sucesiva” (Santo Tomás, 229).
OPINIONES FAMOSAS
Russell
afirma que San Agustín merece un “alto lugar como filósofo”, entre otras cosas
por haber anticipado la teoría kantiana del tiempo (Russell, 13). Agrega que “los
contenidos presentes en mi mente, que por medio de la expectativa se pueden
extender al futuro, se podría llamar tiempo ‛subjetivo’” (ib., 277). El
tiempo es algo en movimiento, y se representa por una línea que sería su trayectoria,
o por una cinta en la que estarían estampados cada uno de sus momentos (problema que se conoce como anisotropía del tiempo,
esto es, que el tiempo parece seguir cierta dirección, que fluye o que discurre
como una flecha).
Bergson objeta que el tiempo se mueva a través de esta
línea: “sabíamos que la duración se mide por la trayectoria de una cosa móvil,
y que el tiempo matemático es una línea; pero no habíamos advertido todavía que
esta operación difiere radicalmente de todas las demás operaciones de mensura,
pues no se ejecuta sobre un aspecto o sobre un efecto representativo de lo que
se quiere medir, sino sobre algo que lo excluye. La línea que se mide es inmóvil,
el tiempo es movilidad; la línea está del todo hecha, el tiempo se va haciendo
y hasta es lo que hace que todo se haga”. Así, “jamás la medida del tiempo cae
sobre la duración en cuanto duración; lo que se cuenta es sólo cierto número de
extremidades de intervalos o de momentos, o lo que es lo mismo,
detenciones virtuales del tiempo.” Resumen: “pensamos en la medida de la
duración, no en la duración misma” (Bergson, 10).
Agrega Bergson que cuando se quiere medir el tiempo, como
su esencia es el transcurrir, apenas se presenta una de sus partes cuando
sobreviene la otra; resultando por tanto la superposición de parte a parte, con
el fin de medirlo, imposible, inimaginable, inconcebible […] Pero, en el caso
del tiempo, la idea de superposición implicaría un absurdo, pues todo efecto de
la duración que sea superponible a sí mismo, y por consiguiente mensurable,
tendrá por esencia el no durar […] Pero esta duración, que la ciencia elimina y
que es difícil de concebir y de expresar, se la siente y se la vive. ¿Como
podríamos dar con ella? ¿Cómo se revelaría a una conciencia que sólo quisiera
verla sin medirla, que la sorprendiera sin detenerla, que se tomara, en suma, a
sí misma por objeto, y que, siendo a la vez espectadora y actora, espontánea y
reflexiva, acercara la atención que se fija y el tiempo que huye hasta hacerlos
coincidir juntos?”
Hablar del tiempo, quizá, es hablar de una fantasía, pues sólo
es hablar de mediciones del tiempo, no del tiempo. Nos representamos el tiempo como
algo que se mueve, que pasa y que, en puridad, no tiene presencia (gr. parousia),
o sea, que no existe como existen las cosas, siquiera por un instante (se
presenta y ya desapareció). Eso mismo que permanece a la vista está siempre
cambiando, por lo que, si el tiempo produce el cambio, no puede cumplirse en él
simultáneamente el cambio y la permanencia. Esto es lo que piensa la mayoría de
los autores mencionados.
Como se trata siempre de algo, lo que se considera no es el
pasado ni el presente ni el futuro, sino una cosa, una idea, un hecho, un
proceso, lo que sea, algo que no es tiempo. Se dice, por ejemplo, que un ser o
una cosa pertenece al tiempo, al pasado o al presente. Esa cosa existe, sea en
el estado de la materia que sea, pero de alguna manera existe, aun cuando su
presencia haya cambiado completamente, aunque ya no sea posible percibirla con
los sentidos, aunque sólo sea un conjunto de átomos. Es un hecho que sigue
existiendo, porque nada desaparece y todo se transforma. Entonces, no pertenece
al tiempo, al pasado ni al presente: sólo existe de la manera que disponen los
cambios.
Desde que el tiempo es considerado como “algo que pasa”, cada
conciencia concibe el tiempo como algo en movimiento, en curso, como si fuera
describiendo una trayectoria de atrás hacia adelante, como lo hace un móvil. Y
se llega a imaginar que se podría conocer en el pasado o en el futuro yendo
hacia atrás o hacia adelante. Esto se presta a confusión, porque ¿cómo sería
posible viajar a través de lo que no se sabe qué es? Quizá se quiere decir que
sería posible remontar los cambios mediante un artilugio tecnológico (que no
hay por qué descartar como posible invención de la ciencia) que volviera las
cosas a un estadio diferente en la sucesión. Se trataría de lo mismo cuando se supone
que un vehículo recorrería miles o millones de años luz en el espacio, como la
luz, a una velocidad increíble, o que se cubrirían grandes espacios rápidamente
atajando por un agujero de gusano. En todos estos supuestos se dice “viajar en
el tiempo” como viajar en automóvil, pero, ¿cuál es ese vehículo? ¿O cuál el medio
por el que es posible viajar?
Derrida dice “No se puede pensar el tiempo como nada, más
que según los modos del tiempo, el pasado y el futuro […] Desde el momento que
el ser es sinónimo de presente, decir la nada es decir el tiempo, es lo mismo” (Derrida,
85). Pero, los filósofos han sido indulgentes con esta complicación, la concepción
del tiempo como alguna cosa que se mueve de atrás para adelante y que tiene presencia
sólo en el presente, una presencia discutida por tratarse, más que de
presencia, de apariencia. Todo lo que dice Derrida respecto al tiempo permite pensar
que tenía bien claro el problema, pero no lo hace claro al lector.
Es posible negar ese invisible objeto que cursa tan extraña
trayectoria. Hemos visto cómo algunos importantes filósofos antiguos y modernos
consideran que puede tratarse de una ilusión. En el siglo XVIII, Kant plantea
que el tiempo existe sólo en nuestra mente como facultad habilitante y “a
priori” del conocimiento: “El tiempo no es un concepto empírico extraído de
alguna experiencia. En efecto, tanto la coexistencia como la sucesión no serían
siquiera percibidas si la representación del tiempo no les sirviera de base a
priori.” Añade: “El tiempo no es un concepto discursivo o, como se dice,
universal, sino una forma pura de la intuición sensible (Kant, I, § 4, 74 y 75).
Y ratifica, “el concepto de cambio, y con él el de movimiento (como cambio de
lugar), sólo es posible en la representación del tiempo y a través de ella;
igualmente, que si esta representación no fuese intuición (interna) a priori,
no habría concepto alguno, fuese el que fuese, que hiciera comprensible la
posibilidad de un cambio…”. Porque “El tiempo no es otra cosa que la forma del
sentido interno, esto es, del intuirnos a nosotros mismos y nuestro estado
interno. Pues el tiempo no puede ser una determinación de fenómenos externos…”
(ib., § 6, 76).
OPINIONES IMPORTANTES
Las
opiniones más reconocidas son: 1) el tiempo es una entidad cuya naturaleza no
se conoce, pero es posible medir mediante el movimiento de los astros, 2) el
tiempo es una creación de la mente por la cual es posible entender la realidad,
3) el tiempo no existe, es una ilusión. Se ha supuesto, también, que 4) el
tiempo es algo, una entidad de naturaleza desconocida, pero no fluye sino que forma
parte del mundo como cualquier otro elemento de la naturaleza (el tiempo es el
Todo, puesto que todo está dentro del tiempo, decían los antiguos, una
ingenuidad para Aristóteles).
En todas estas opiniones hay algo en común y que se
atribuye o se niega al tiempo: la sustancia. Es aquello que no puede
faltar al ser para ser lo que es (del latín substare, “estar debajo”).
Entre los antiguos griegos, fundamentalmente Aristóteles, es la ousia, es
decir, aquello que sirve de sujeto a los predicados, lo que se dice de algo (para
Platón la ousia es ideal, concepción que Aristóteles critica). La de
Aristóteles es, seguramente, la mejor definición de todas las que pueden encontrarse
en las fuentes filosóficas y filológicas. No importe si se trata de lo concreto
o de lo abstracto, y es clara ya en el dominio del lenguaje corriente. Por
ejemplo, en “El recuerdo de un ser ausente se ilumina en las tinieblas del
corazón, y cuanto más completamente va desapareciendo, más brilla” (Victor Hugo),
no sabemos a ciencia cierta si el sujeto es concreto o abstracto, pero sabemos
que se le atribuye algo propio del recuerdo, que no puede faltarle si es el de
un ser amado que ya no está. Es sustancia.
Las opiniones más importantes del siglo XVII son las de
Newton y Leibniz. Este último, después de hablar del espacio, dice: “A la
extensión corresponde la duración. Y llamamos momento a una parte de la
duración en la cual no observamos ninguna sucesión de ideas”. No cree en el
tiempo como algo absoluto, independiente de las cosas, sino más bien cree en el
tiempo como relaciones entre percepciones o “serie constante de ideas” (Nuevos
Ensayos, T. I, Libro II, cap. XIV, 131). Newton señala que “El tiempo
absoluto, verdadero y matemático en sí y por su naturaleza y sin relación a
algo externo, fluye uniformemente, y por otro nombre se llama duración; el
relativo, aparente y vulgar, es una medida sensible y externa de cualquier
duración, mediante el movimiento (sea la medida igual o desigual) y de la que
el vulgo usa en lugar del verdadero tiempo; así, la hora, el día, el mes, el
año.” (Principios, Escolio en la Definición VIII, 127)
Cassirer, ya en el siglo XX, se refiere a algo muy interesante
al respecto cuando dice que Newton se limita a la pura descripción de los
hechos, refiriéndose sólo a las relaciones entre los cuerpos, de un espacio
absoluto que no es posible explicar por la mecánica y que, en definitiva,
demuestra que “es falso que la experiencia constituya el límite en el
que se encierra el contenido de todo nuestro saber”. Los conceptos de Newton
sobre espacio y tiempo serían metafísicos (El problema del conocimiento,
T. II, cap. II, 1, a, 397).
En el siglo XVIII el obispo Berkeley concibe una idea que
en cierta medida es la misma que se afirma en el XX: “me parece que no puede
haber otro movimiento que no sea el relativo; de manera que, para concebir el
movimiento, tienen que concebirse por lo menos dos cuerpos, cuya distancia o
posición de uno con respecto al otro varía” (Berkeley, § 112, 124). No cree en el
espacio absoluto de Newton que “permanece en sí mismo siempre igual e inmóvil”
(ib., § 111, 122). Y tampoco cree en el tiempo absoluto: “como la
continuación de la existencia o la duración en abstracto” (ib., § 97,
113).
“Siempre que intento formarme una idea simple del tiempo
‒confiesa Berkeley‒, prescindiendo de la sucesión de ideas en mi mente,
sucesión que fluye de manera uniforme y de la que participan todos los seres,
me pierdo y me enredo en intrincadas dificultades […] sólo oigo hablar a otros decir
que es infinitamente divisible y hablar de él de manera que me lleva a concebir
extraños pensamientos sobre mi existencia; pues esta doctrina pone a uno
en la necesidad absoluta de pensar, o bien que transcurren innumerables
períodos de tiempo sin un pensamiento, o bien que uno es aniquilado a cada
paso, cosas ambas que parecen igualmente absurdas. Al no ser el tiempo nada
distinto de la sucesión de ideas en nuestra mente, se sigue de ello que la
duración de cualquier espíritu finito tiene que ser estimada por el número de
ideas o acciones que se suceden unas a otras en el mismo espíritu o mente” (ib.,
§ 98, 114). Y Condillac, el fundador del
sensualismo, observa que “Los sentidos no me sabrían desentrañar lo que
las cosas son en sí mismas; sólo me muestran algunas de las relaciones que
existen entre ellas y también algunas de las que tienen conmigo. Si mido el
espacio, el tiempo, el movimiento y la fuerza que lo produce, es porque los
resultados de mis medidas son únicamente relaciones, pues buscar relaciones y
medir es lo mismo.” (Condillac, Primera parte, cap. V, 64)
SUGERENCIAS RELEVANTES
También
en el siglo XVIII, y refiriéndose a los principios de la mecánica, el espacio y
el tiempo, Euler declara: “los metafísicos, lejos de negar estos principios
cuya verdad nos garantiza la mecánica, tratan más bien de deducirlos y
demostrarlos mediante sus ideas. Pero reprochan a los matemáticos el vincular
inadecuadamente estos principios a ideas de espacio y tiempo, que no son sino
imaginarias y carentes de toda realidad.” En nota al pie, aclara que los
matemáticos son Newton y sus partidarios, “los cuales defienden el realismo
espacial y temporal. Los metafísicos son aquellos autores que, como Descartes,
Berkeley, Leibniz y Wolff, defienden una concepción relacional, y no absoluta,
del espacio y del tiempo, más próxima a posiciones idealistas” (Reflexiones,
40). Son reales las cosas que cumplen las leyes de la mecánica: esta es la idea
fundamental de Euler, destacado matemático.
Como se ve, hay una fina distinción en la declaración de
Euler: “Las ideas de espacio y de tiempo han corrido casi siempre la misma
suerte, de modo que aquellos que han negado la realidad de una de ellas, han
negado también la de la otra y recíprocamente. No será, pues, sorprendente que,
al establecer la realidad del espacio, reconozcamos también el tiempo como algo
real, que no subsiste únicamente en nuestro espíritu
sino que fluye realmente sirviendo de medida a la duración de las cosas. Tenemos
una idea muy clara del tiempo y admito que nos la formamos a partir de las
sucesiones de los cambios que observamos. Desde este punto de vista, estoy de
acuerdo en que la idea de tiempo no existe más que en nuestra imaginación. Pero
cabe preguntarse si la idea de tiempo y el tiempo mismo no son cosas diferentes
entre sí. Me parece que los metafísicos, al destruir la realidad del tiempo,
han confundido el tiempo mismo con la idea que de él tenemos.” (ib., 49)
Deduce la realidad del tiempo del mismo principio que le
aporta la realidad del espacio, el principio del movimiento de los cuerpos: “un
cuerpo puesto en movimiento debe continuar con la misma velocidad en la misma
dirección”. Desde que “el movimiento uniforme describe espacios iguales en
tiempos iguales”, pregunta “qué significa ‛espacios iguales’, y “¿cómo se haría
inteligible la igualdad de los tiempos?” Las preguntas son incisivas, y agrega:
“Se pretende que cada ser del mundo está sujeto a cambios continuos y que es la
sucesión de estos cambios la que origina el tiempo. Según esta explicación, dos
tiempos deberían ser iguales, ¿a partir de qué cambios o a partir de qué cuerpo
hay que juzgar la igualdad de estos dos tiempos?”
Según Euler “Nos veremos obligados a reconocer, como ha
sucedido con relación al espacio, que el tiempo es algo que subsiste fuera de
nuestro espíritu, o que el tiempo es algo real, lo mismo que el espacio. Me
dirijo aquí a esos metafísicos que conceden aún cierta realidad a los cuerpos y
al movimiento…” (ib., 51) La posición
de Euler, que es la de un matemático, físico y cosmólogo notable, y aunque
prefiera inclinarse por la realidad del tiempo, de todas maneras deja entrever
que es una realidad de medida, ya que el tiempo “no subsiste únicamente en
nuestro espíritu sino que fluye realmente sirviendo de medida a la duración de
las cosas”.
Van Fraassen hace la siguiente precisión: “La pregunta ‛¿qué
es el tiempo?’ tiene un presupuesto: que existe una cosa a la que llamamos tiempo”,
y se podría rechazar esta pregunta en tanto la respuesta pudiera ser “el tiempo
es…”. Se refiere a que las respuestas dadas, incluida la de Aristóteles, se
refieren al orden temporal y no al tiempo. Así, se puede preguntar: “¿es una
entidad mental o podría existir con independencia del tiempo?” Después de
declarar que la respuesta del estagirita no es del todo clara, advierte que es
más clara la de Santo Tomás cuando, en el Commentarium a la Metafísica,
afirma “si no hay quien numere, entonces no hay nada numerable” (van Fraassen,
117).
Evoca algunas de las más importantes opiniones sobre el
tiempo: “Maimónides mantenía con firmeza que la existencia del tiempo depende
de la existencia del movimiento. Avicena, sin embargo, argumentaba que el
tiempo no existe sino en la mente, ya que las relaciones antes y después son de
tal naturaleza que sólo son posibles por la memoria y la expectación. Duns
Escoto intentó una síntesis: en cuanto el tiempo es un aspecto del movimiento
es independiente de la mente, ya que el movimiento es; en cuanto es una medida,
su existencia depende de la existencia de un ser capaz de medir. Descartes y
Spinoza sostuvieron que la distinción entre movimiento y tiempo es una mera
distinción de razón, y el tiempo es sólo un ‛modo del pensamiento’. Barrow y
Newton fueron al extremo opuesto.” (Ib., 118)
EVOLUCIÓN DEL CONCEPTO
La
concepción científica del espacio y del tiempo de Newton experimenta un cambio importante
en el siglo XIX a partir las investigaciones de Gauss, Faraday y Ampère. Por las
ecuaciones de Maxwell se unifican las leyes del electromagnetismo, se logra
establecer la naturaleza física y la velocidad de la luz, que fue medida por
Fizau en 1849 y ajustada por Michelson y Morley en 1887. La luz se desplaza a
una velocidad constante, sea cual fuere la fuente y el sistema de referencia
desde el cual se mida. Ya en el XX las transformaciones de Lorentz describen matemáticamente
el espaciotiempo, es decir, el único campo tetradimensional correspondiente a la
teoría de la relatividad.
El espacio absoluto de Newton, la concepción del tiempo y, sin
duda, el conocimiento de la realidad física última, experimentan un cambio
radical. La velocidad de la luz es una constante universal, lo que quiere decir
que, cualquiera sea el estado inercial desde el cual se mida, el resultado será
el mismo. Este avance representa una extensión de la física clásica. Quiere decir
que “las leyes de la física son idénticas en todos los sistemas inerciales”
(van Fraassen, 182).
Pero el debate no cesa y, mientras hay filósofos que niegan
la existencia del tiempo, por ejemplo el inglés John McTaggart (Unreality of
Time, 1908), algunos físicos teóricos, por el contrario, llegan a
considerar el tiempo como paquetes de partículas, a la manera como se
consideran los fotones de la luz o los gravitones de la gravedad. Para
algunos no existe y para otros existe. Una posición singular es la que atribuye
al tiempo las propiedades de los llamados campos, como el
electromagnético o el gravitacional.
Pero no era todo y, entrado el siglo XX, Einstein modifica
o, más bien, revoluciona la física. Imaginemos una fuente de luz a 300 mil km de
la Tierra, y una nave espacial que se ha alejado de esa fuente otros 300 mil km
(la nave está a 300 mil km de la Tierra y a 600 mil km de la fuente). La luz de
la fuente, que viaja a 300 mil kilómetros por segundo, demora un segundo en
llegar a la Tierra, y al cabo de ese tiempo allí es captada simultáneamente por
cualquier observador (llega a todos al mismo tiempo). En la nave, en cambio, es
captada después de dos segundos. Así, el famoso fluir del tiempo,
supuestamente constante, depende del espacio, las distancias lo modifican,
por lo que su percepción es relativa a cada observador. No es registrable a escala
humana, pero se comprueba en el espacio cósmico cuyas distancias son tan
enormes que la misma luz tarda en recorrerlas.
¿Qué se puede decir sobre el tiempo después de este
imponente descubrimiento? Se sigue tras la pista del tiempo, pero esa pista permanece
fuera de la comprensión sensible, de la percepción física tanto como de la intelección
pensable (como exige la vieja máxima “ver para creer”, aunque sea posible registrar
el hecho mediante instrumentos). La nueva realidad no se puede percibir, como no
se puede percibir el tiempo, y debe deducirse mediante las herramientas de la
física matemática, aunque, al respecto, se ha observado que “las ecuaciones
fundamentales no incluyen una variable tiempo” (Rovelli, 76).
Lo que se ha dicho rinde cuenta del problema acerca de la medición
del tiempo y en torno a conceptos como masa, energía o velocidad de la luz al
cuadrado. Pero, la pregunta no es sobre qué es igual a qué sino sobre qué
es tal cosa. En el día en que escribimos estas líneas, Google reproduce la
opinión del físico italiano Guido Tonelli, para quien “el espacio y el tiempo
se nos presentan como un par inseparable; no es un concepto abstracto, sino una
sustancia material […] es un elemento material que ocupa todo el universo, que
vibra, oscila y se deforma […] una especie de campo que permea todo el cosmos”
(eluniverso.com). Pero, ¿qué es esta sustancia? Podemos desplazarnos en el
espacio y por tanto “verificarlo” por la experiencia; la gravedad nos permite “corroborar”
la masa; igualmente, “percibimos” la energía a escala macro, y hasta “vemos” la
luz. Pero, ¿y el tiempo? El envejecimiento de los seres orgánicos y el desgaste
de los inorgánicos, ¿es suficiente prueba del paso del tiempo? ¿No son pura transformación,
cambio, metamorfosis?
La palabra qué, con acento escrito, representa un
verdadero tormento para la ciencia y para la filosofía. La pregunta de fondo
sería ¿qué es el qué? ¿A qué se refiere? No lo sabemos, y quizá la
pregunta por el qué es un desliz histórico, un gran error en algún momento inmiscuido
en el conocimiento humano, sin correspondencia con la racionalidad. Porque, en
definitiva, nunca es posible descifrar lo último de una cosa, la naturaleza o
esencia, el quid, aquello que lo explica todo de algo, la sustancia última
o como quiera que se llame. La palabra qué permanece envuelta en el
célebre aforismo de Nietzsche: “Peligro del lenguaje para la libertad
intelectual ‒toda palabra es un prejuicio.”
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CONDILLAC, Étienne (1982). Lógica, Buenos
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FRAASSEN, Bas C. van (1978). Introducción a la
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LEIBNIZ, G. W. (1976). Nuevos ensayos sobre el
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ROVELLI, Carlo (2018). El orden del tiempo,
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contemporáneo, Buenos Aires, S. Rueda.
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