"Serán ceniza, pero tendrán sentido" (Quevedo)
Cuando se dice "casa" o "cielo" o "frazada", no sabemos por qué esas palabras nos transportan un poco más allá de lo que por lo común significan. Hasta en el uso cotidiano nos despiertan casi sin que lo notemos una relación con algo íntimo, con cierto matiz familiar. Algunos de los más severos significados nos llegan acompañados de una nota más dulce que hemos oído por dentro. "Muerte", por ejemplo, aunque su sentido sea imposible de captar y, obviamente, no lo hayamos experimentado en carne propia, esconde algo muy dentro nuestro, sea lo que fuere, pero algo.
Una palabra que es de todos, por momentos se vuelve propia, única, entrañable. La envolvemos en un áurea que corona nuestra vida, la vida toda, no sólo la del momento sino la de todos los momentos. Porque nadie dice algo u oye algo contando sólo con el aire que lo trasmite, los sonidos del decir y del oír. Están todas las trasmisiones, todas las veces en que las palabras nos han invitado a pensar, a hablar, a escuchar. Por lo demás, ese aire es el mismo aire que trasmiten las palabras de siempre, o el mismo papel o la misma pantalla que sustituye al papel.
La propiedad de poder formar parte de
la intimidad de cada interlocutor pertenece especialmente a la palabra del
poeta, de esta poeta. El poder de hacer despertar algunas sensaciones
exclusivas, diferentes pero inconfundibles, de hacer vibrar algunas cuerdas
interiores y lograr que resuenen en la caja última de la subjetividad con ecos
que emocionan vivamente. Sabe reunir sus destellos conjugándolos, uniéndolos,
seleccionándolos, con lo que se produce una relación nueva. Una analogía que
vuelve más acendrada la sensibilidad, más aguzada la intuición de algunas
imágenes y memorias que escapan del momento. Inesperadamente, suelen ir a otro
momento que no está formado de tiempo sino de la vida toda fulgurada en un
instante infinitesimal.
La sintaxis que reúne esos destellos no
sólo expresa una significación convencional, una frase o cualquier oración.
Envuelve el sonido real, o la música inducida por las palabras, en una
filigrana que convierte los signos en pequeños cristales de sentido. Y esos
cristales, en sus repiqueteos, entran a sonar en otro idioma. Quien los oye o
lee recibe entonces otros mensajes, otros llamados, otras invocaciones que
trascienden las de la vida común y corriente.
Al buen lector nunca escapa esa
traducción milagrosa, que nos pone en contacto con algo más hondo, no tan
perceptible, pero que necesitamos "tocar" como si fuera una piel
amada que acariciáramos. Es el milagro por el cual una palabra cualquiera,
insustituible en el mundo sensible de los cuerpos, como "amo" o
"extraño", o un verso como "no te veré morir", se vuelve
alas con las cuales volamos más allá y logramos alcanzar el otro amor, la otra
extrañeza, la otra muerte, que no podemos concebir mediante un nombre o una
expresión vulgar: el amor y la muerte de la esperanza.
Su verso, pues, ese pequeño cuerpo de
palabras que pueden servir para describir una cosa cualquiera, narrar cualquier
acontecimiento, expresar cualquier sentimiento, se vuelve un instrumento
armónico, es decir, el medio por el cual es posible presentir notas de fondo,
que abundan en una sonoridad que al principio las palabras no tenían. Las que
sirven para rendir cuenta del mundo aparente, en esta poesía sirven para
despertar el mundo que se vive bajo la piel, que corre por la sangre. Las que
se quedaban en la sola descripción, en la narración, en una explicación
razonada y organizada, son las mismas que en sus versos se corresponden con lo
indescriptible e inefable.
Este es el detalle que revela el
profundo sentido de esta poesía de doble tránsito, la poesía de amor,
especialmente, y que suele leerse siguiendo uno solo. Por cierto, la dirección
a flor de piel es del todo sentida, comprensible, humana desde la raíz. Pero la
más honda explica la de arriba, siguiendo una jerarquía que se corresponde con
las dignidades literarias y filosóficas, humanas en general. Es la que da vida
a la letra que llega al lector, la que está en el primer impulso, en la
voluntad primera de escribir. Es la que anida en el impulso de vivir, impulso
inusitadamente fuerte, pero que no quiere volcarse en un mundo rechazado hasta
con náuseas.
¿Qué hay en esos versos teologales,
apocalípticos, en ese pequeño salterio de desgarros y renuncias, de
invocaciones a la nada, de fe perdida, de encendido amor frustrado? No tienen
un referente, son anárquicos, cantan a un imposible, a una presencia nunca
encontrada, a una entelequia, aunque de carne y hueso. En la voz de una heroína
imposible se quejan de una pena imaginaria, renuncian a un ideario sin ideas.
Sin embargo, son el dolor de verdad, el más auténtico, el dolor de sentir el
vacío de la vida.
No se encontrará en ellos una sola
señal de reconciliación, de reconocimiento; un saludo amigable hacia el mundo.
Sólo pequeñas naderías, simples acontecimientos de la intimidad que poco tienen
que ver con la fuerza que los recrea en el papel. Son el gesto de una
maravillosa impotencia, la belleza sin igual que disimula el drama. Versos
duros como la piedra en su exquisita candidez y en la apacible angustia que
provocan. Es preciso de una vez dar con la savia que circula por estos tejidos
sombríos de la mejor poesía latinoamericana de los últimos tiempos. Una savia
amarga que, por su realismo vivencial y su vehemente verdad da lugar a diversas
interpretaciones: el amor, la soledad, la más íntegra femineidad, y también la
angustia. El dolor que enajena, pero no mata cuando es refrendado por la
belleza y la pasión.
Jorge Liberati
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