G-SJ5PK9E2MZ SERIE RESCATE: JOSÉ FERRATER MORA. Para una antropología del sentido

lunes, 18 de abril de 2022

JOSÉ FERRATER MORA. Para una antropología del sentido

 Los hechos humanos son humanos porque presentan dos dimensiones: una es la facticidad propia de todos los hechos; otra es la intencionalidad, que no sólo los impulsa y que también les da sentido. El sentido es lo que da personalidad a los hechos. Si cualquier hecho puede tener una causa o un motivo, y puede acompañarse de otro fenómeno que lo alimente o que lo debilite, el hecho humano se acompaña de una dirección hacia algo, de un “mirar” hacia algún lado, hacia un punto cardinal que ayuda a encontrar el camino buscado. Es por ese sentido, por esa tendencia u orientación que anima la actividad humana, que los hechos se consagran o se revierten, se consolidan como naturaleza o se desdoblan en otros hechos o en actividad inútil destinada a desaparecer o a olvidarse.


El sentido, pues, es lo que caracteriza a los hechos humanos. Si no está impreso en los hechos, se tratará de hechos comunes y corrientes, como la caída de una piedra o el curso de una corriente marina. El sentido, y la necesidad de que acompañe a los hechos, suministra vitalidad a la actividad de las personas, llegan a ser personas por el sentido. Constituye las iniciativas, la voluntad y la resolución y disposición a hacer lo que sea. Porque no es humano el individuo si lo caracteriza el hecho cualquiera, como el de la naturaleza inanimada o el de los artificios despojados de sentido.

Había escrito José Ferrater Mora que “cualquier realidad puede ser considerada desde el punto de vista del ‘ser’ y desde el punto de vista del ‘sentido’ (…) Una paloma es un ave que tiene la mandíbula superior abovedada en la punta y los dedos libres. Ésta es su dimensión o disposición ‘ser’. Es, o puede ser, asimismo, un símbolo de paz: ésta es una de sus dimensiones o disposiciones ‘sentido’” (Ferrater Mora, 1985, 171). Este filósofo no se propone una teoría sobre la realidad o sobre el sentido, en particular, sino una teoría sobre los modos tendenciales de la realidad. Un hecho, siguiendo esta idea, especialmente si es de un sujeto humano, puede tender al ser o puede tender al sentido. Si el hecho pertenece a la auténtica vida del hombre individual, si forma parte de sus actos conscientes e integra el abanico de hechos buscados y procurados, en función de aspiraciones, moral, valores, sentimientos, entonces no sólo puede catalogarse como hecho del ser o del hombre sino, también y fundamentalmente, como hecho que hace al hombre. Esta tendencia caracteriza el sentido de los hechos de que hablamos y explica la intencionalidad que otorga el sentido y la coloración humana.

Se desprende que el sentido se opone al quietismo y a la indiferencia y suscita la iniciativa de los actos, su pujanza y su fortaleza. Puede no sólo definir el ser del ser humano sino también definir lo que hace al ser humano. No sólo el “ser” sino “lo que hace al ser”. El ser humano se autorrealiza con trabajo y muy frecuentemente con sacrificio (no se crea completo de manera solo natural), y es humano en tanto sus hechos definen el modo de sus disposiciones. La síntesis de todo esto es que no hay humano si no está aquello que hace al humano. Lo que no quiere decir que no pueda haber ser humano sin el sentido fundamental del que hablamos. Ser este humano a medias es aquello a lo cual basta con ser, a secas y sin más; el sentido humano es aquello que alguien ha logrado formarse para sí mismo a través de sus hechos. Y son los hechos humanos los que generan la autodeterminación, porque nadie se realiza completamente sólo pensando, sintiendo solamente, así como tampoco sólo viviendo cada una de sus circunstancias sin hacer intencionalmente algo con sentido.

¿Qué es hacer algo intencionalmente? Tomar decisiones, fundamentalmente, elegir entre lo que está al alcance de la mano. Tomar decisiones y proceder a elegir aspectos de las vivencias experimentadas en esos actos, resultados esquemáticos o sentidos formularios subyacentes y no siempre memorizados o incorporados como habilidades físicas. No el resultado de todos los actos y circunstancias, sino el de solo algunas experiencias que considera formulables o formalizables. El hecho o fenómeno fáctico se convierte así en una intencionalidad pura, en algo semejante a una unidad de adquisición de conocimiento, algoritmo con finalidad pragmática o concreta, y naturaleza no sólo lógica sino también vicisitudinaria, en estado de potencial aplicación.

ANTROPOLOGÍA NEGATIVA

Se deduce, por consiguiente, una teoría o antropología negativa, es decir, una concepción del hombre que tiende a considerar cierta carencia en la naturaleza de lo humano y que tiene que satisfacer proporcionándosela a sí mismo. Sin embargo, es evidente que, si bien se destaca lo fáctico de todo hecho humano, de cualquier realización, elemental o elaborada, de todas maneras, rompe los ojos la condición de elegir, la facultad de la cual habló José Ortega y Gasset. En función de la electividad llamó homo elegans a la condición del hombre, por su inveterada fruición en elegir entre todo lo que experimenta sólo aquello que pueda resultar en su beneficio, en el sentido u orientación que anima todos sus hechos (Ortega y Gasset, 1979, 375).

Esto imprime un tinte de teoría o antropología positiva a la descripción, lo que obliga a practicar un deslinde fundamental, ajeno a todo historicismo tanto como a todo existencialismo. Este deslinde implica, asimismo, cierta transfiguración del tiempo histórico, desde que se pone entre paréntesis todo acontecer temporal y continuo para centrar la realización del conocimiento en la mutación fenoménica de la experiencia en inteligencia, pero también cierta dialéctica que llevaría al hombre del ser elemental al sentido superior, de la enajenación a la libertad.

Despejando la contundencia de estas referencias (que remiten a momentos claves de la filosofía, cuya glosa se hace innecesaria por su obviedad ) se puede obtener una aproximación en un plano de conceptualización más sencillo, de nociones más vagas pero corrientes, que permiten revelar la antropología del sentido, es decir, no sólo la ciencia que estudia al hombre en su devenir temporal y en su existencia predecesora de su esencia, sino también la ciencia que descubre el sentido que el hombre otorga al tiempo y que modifica el curso del tiempo cronológico. Esto es, revelar el tiempo propio que se realiza en la existencia propia (el tiempo verdadero).

El sentido es la fuente de la que surge una facticidad anterior a toda otra realidad, la que, por ser ajena a las dimensiones del tiempo y el espacio, transfigura el tiempo continuo y el espacio contiguo para consagrar una nueva dimensión, la dimensión humana. Nos distanciamos así de toda reducción historicista, porque nuestros hechos no nos forman sólo por pertenecer a la historia sino también por contraerse a una dimensión vicisitudinaria y electiva en la cual se alcanza el sentido y la realidad última. Esta dimensión vicisitudinaria no es histórica en el sentido de la historia personal o colectiva, porque es vigente, presente, real, existente en el aquí y el ahora.

EL SENTIDO ¿NACE DE ALGO CONCRETO?

Ahora bien, ¿tiene una referencia concreta en el mundo real ese sentido con que el ser humano procura impregnar sus hechos? “Cuando se usan palabras de la manera habitual, aquello de lo que se quiere hablar es su referencia. Pero puede ocurrir también que se quiera hablar de las palabras mismas o de su sentido” (Frege, 1973, 53). ¿Hablamos de las palabras, en este caso, o hablamos del mundo al cual se refieren las palabras? Cabe preguntar si el sentido que imprime el ser humano a sus actos puede designarse por algo concreto, por un referente, por un objeto como aquel que es de lo que se quiere hablar cuando se usan las palabras de manera habitual.

Sin entrar en los muchos niveles y diversas complejidades de la teoría respectiva, conviene tomar en cuenta un resumen. La teoría tiene como propósito dar una respuesta a la pregunta acerca de la relación entre una expresión lingüística y su referente: se trata de lo que “proporciona el modo de presentación del referente” (Searle, 1980, 162). Así, “La referencia existe en virtud del sentido”, por lo que “En la medida en que los hombres tienen un sentido se trata de un sentido impreciso” (García Suárez, 1977, 92). Porque el sentido que el ser humano imprime a sus actos es un sentido impreciso, vago, poco claro, aunque sin dejar de ser un sentido.

Las más decisivas observaciones sobre la imprecisión del sentido vienen de Ludwig Wittgenstein. “Wittgenstein considera que el referente de un nombre propio no es determinado por un criterio único sino por un ‘racimo’ de criterios. Para que un objeto sea el referente de un nombre basta con que satisfaga un número indeterminado de esos criterios, aunque no está fijado de antemano cuántos ha de satisfacer” (García Suárez, ob. cit., 91). Wittgenstein, para citarlo al pie de la letra, llega a comparar el significado con una atmósfera: “Se me dice: ‘¿Entiendes, pues, esta expresión? Pues bien ¾la uso con el significado que tú sabes” ¾Como si el significado fuera una atmósfera que la palabra conllevara y asumiera en todo tipo de empleo.” (Wittgenstein, 1988, § 117, 125)

Agrega Wittgenstein en el mismo lugar: “Si, por ejemplo, alguien dice que la oración ‘Esto está aquí’ (a la vez que apunta a un objeto que hay delante de sí) tiene sentido para él, entonces podría él preguntarse bajo qué especiales circunstancias se emplea efectivamente esta oración. Es en éstas en la que tiene sentido.” Es evidente que aquí cabe una sola interpretación, porque esas “especiales” circunstancias no serían especiales si no le mostraran al sujeto lo que las hace especiales para él, o sea, el sentido. Éste, por lo tanto, es dado por él, encontrado, descubierto o construido. Queremos decir, simplemente, que ya no habrá circunstancia sino elección, que una es fortuita, externa e impuesta y, la otra, provocada, interna y asumida o buscada. En suma, queremos decir que el sentido nace con la elección.

EL RACIMO DE PROBABILIDADES

Cabe igualmente un matiz en esta interpretación, matiz que tiene que ver con la observación acerca del “racimo de criterios”. Tal parece que el ser humano no elige por una razón exactamente determinada, que no adjudica una referencia a su palabra, al nombre o a la expresión de que se vale para significar o para acusar mostrativamente la referencia. Lo hace como aproximación, como racimo de posibilidades que satisface imprecisamente cierto significado de un nombre. Y en el plano concreto de las elecciones, de la actividad en torno a los hechos que tienen que ver con sus preferencias, con lo que encuentra rescatable de las circunstancias y enseguida somete a transfiguración, porque intuye la posibilidad de su aplicación ulterior, de su intervención como aparato de conocimiento, de sensibilidad o de descubrimiento.

El ser humano actúa con arreglo a un conjunto de posibilidades electivas, y se remite a una zona de significaciones probables o de certidumbres borrosas, sin ninguna precisión en el acto de elegir. Justamente, el sentido es fóbico respecto a la precisión y sólo remite a una zona de vaguedad en la cual, sin embargo, puede encontrarse más contacto con la realidad, un contacto aproximativo pero pleno de posibilidades y de realidades. No hay relaciones biunívocas entre los hechos humanos y el mundo.

La referencia de los actos humanos nace con el sentido, pero depende de la elección, la cual termina con la circunstancia. Juan Moreira, en plática solitaria con su amigo Julián Andrade, se lamenta de verlo perseguido “por culpa de mi circunstancia”. Julián le contesta: “No, Juan, no hubo circunstancia, hubo elección” (filme de Leonardo Favio). Los actos y el sujeto de los actos se encuentran, y si todo no se sometiera a electividad permanecería como actos y hechos simples o brutos. Huelga decir que esa electividad es especial, que se realiza las más de las veces en pro de una adquisición de orden cognitivo para la inteligencia.

Si bien la circunstancia (lo que está en derredor sin pertenecernos esencialmente) forma parte de la vida, como ha señalado especialmente José Ortega y Gasset, es claro que lo hace a través de una modificación radical que consiste en, precisamente, cursar el proceso que la convierte de algo externo en algo interno, de algo ajeno a algo que nos pertenece y que a partir de ese acto nos pertenece para siempre. El objeto que persigue el hombre a través de sus actos, a seguir estos razonamientos, consiste en un racimo de posibilidades nunca o casi nunca completamente determinado.

No consiste en una sola cosa, como generalmente se supone, y como el mismo individuo cree la mayoría de las veces en que piensa en su futuro o en su destino en relación a sus deseos y posibilidades de vida. La biografía es un género literario que permite comprobarlo, encontrándose la vida de los grandes hombres casi siempre posesionada por un afán pocas veces definido del todo en sus comienzos. Les mueve una inquietud orientada hacia cierto fin que se descubre como un ramillete de alternativas que se va corporizando o evaporando a medida que los hechos se van definiendo. Se puede decir que tal corporeización surge de los hechos, de la experiencia que recogen, de lo que se despeja y descarta y no por ninguna acumulación.

COMPROBACIONES EXPERIMENTALES

Pero no es necesario consultar la vida de esos hombres, porque cualquier persona puede comprobar, si tiene algunos años, que constan en el haber mucho más los proyectos borrosos que los propósitos diáfanos y bien definidos desde el principio, siempre y cuando se trate de proyectos de vida, de convicciones o de creencias o planes relacionados con las características de nuestra personalidad y de nuestra vida. Es preciso, pues, responder la pregunta que nos hemos hecho aquí de una manera más clara, no teórica, como resulta hasta ahora. Los intentos de ofrecer conclusiones avasallantes son innumerables, no sólo por parte de la filosofía sino también de las ciencias experimentales, de las religiones, del arte, en fin, de las disciplinas que se ocupan del destino del hombre. Pero, por sobre todas planea la incertidumbre, no porque carezcan de soluciones convincentes y rotundas sino porque en todas se descubre al hombre tanteando en la oscuridad. Pues éste es el objeto de sus hechos: no algo concreto sino algo abstracto, no un objeto sino un ramillete de objetos indefinidos cuya necesidad de ordenar se siente enseguida, no una certeza sino algunas incertidumbres útiles, creencias que podrían tomarse como alivios metafísicos con los cuales intentamos mitigar la angustia que nos produce el misterio de vivir.

Dar sentido a los hechos, he aquí el objeto de los hechos, nunca del todo consagrado. No es sólo la palabra la que parece llevar una atmósfera con ella, para asumir en todo tipo de empleo, como decía Wittgenstein, sino que es el mismo hombre el que arrastra esa atmósfera como señal típica de su humanidad. Algo tan impalpable como la atmósfera, su significado o su sentido vago es el gran referente de los hechos del hombre. Así, pues, la referencia se concreta en virtud del sentido, y “el sentido proporciona el modo de presentación del referente”, modo tan borroso como fértil, tan intangible como practicable, tan azaroso como real.

EL OBJETIVO ES ELEGIR UN OBJETO

Otras palabras para explicar lo mismo serían las siguientes: el objeto de la vida humana es buscar un objeto, porque sin él no es más que el soplar del viento o el viajar de las nubes, es decir, un hecho cualquiera de la naturaleza. Incluso ese hecho cualquiera tiene sentido, si se quiere, por más que esté referido a la estructura del mundo físico, que es diferente a la del mundo humano. Porque quiere llegar siempre a concretar un puñado de hechos, aunque resulten hechos indeterminados, es decir, un puñado (un conjunto) borroso, una línea que se distinga entre las líneas del tiempo, aunque entrecortada, un punto, aunque no contiguo. Como hijo de la naturaleza, el hombre quiere completar un hecho, sólo uno entre todos los hechos de la vida, hecho único y distinguible de los demás.

Solo quiere terminar de comprender una idea, que es un hecho mental, aunque fuera una sola idea entre todas las que están para comprender: tenerla, forjarla, desarrollarla. Ese es el sentido del quehacer humano, sentido jamás siempre aclarado a medias y que va a mezclarse con los demás sentidos del mundo, batallando por prevalecer, pero sin lograrlo del todo. Ese batallar es el objeto, aquel referente que ha encontrado entonces el modo de presentarse. Ese modo es lo que busca el hombre, lo que levanta como objeto de sus afanes existenciales y elige entre todas sus vicisitudes históricas.

Ha de tenerse en cuenta, asimismo, que sería imposible conocer el objeto de nuestro destino, el referente fundamental de los hechos y de la existencia. Objeto y destino que, seguramente, sólo por atender la sabiduría ancestral de sabios, profetas bíblicos, científicos y filósofos sería un objeto externo, un destino independiente del espíritu humano, un fundamental desenlace, espiritual o material, psíquico o físico, que no depende de la voluntad del hombre. Y que, por tanto, no se puede conocer en sí mismo, como sostenía Kant y todos los pensadores que vinieron después de él, y sólo se puede conocer como fenómeno o representación. De manera que, tratándose de nosotros como constructores de nosotros mismos, no podríamos conocer otra cosa en sí misma sino a nosotros, aun cuando se trate de algo que tenemos para construir nosotros, para encontrar y consagrar como fundamental realidad de la vida. Es justo suponer, pues, un haz de relaciones borrosas y no una imagen nítida, por perfecto que pueda parecernos el aparato de percepciones y de conocimiento. Esta es la respuesta nítida para una conclusión imprecisa y sombría, y es el sentido de “sentido”.

SITUACIONES LÍMITE

La búsqueda como búsqueda de sentido, como finalidad, o como impregnación orientada hacia una finalidad que en definitiva no importa, porque la sola búsqueda satisface el afán y la pregunta, puede ponerse en duda desde un particular punto de vista. Se trata de las situaciones límite, del apremio que puede cancelar toda deliberación, que vuelve insuficiente el tiempo imprescindible de cualquier electividad; la distancia entre el avistamiento de lo necesario y el cumplimiento o satisfacción. La urgencia que se impone en tantas circunstancias, puede argumentarse, parece limitar toda posibilidad de reflexión previa, el gesto inmediato previo a cualquier decisión consciente, por instantáneo que pueda resultar el proceso de su elaboración.

Los mismos dilemas morales, los problemas de naturaleza espiritual que requieren decisiones inmediatas y que responden a mecanismos incompatibles con todo tratamiento racional y con todo análisis y que, igualmente, no hacen lugar al ensayo y error y no admiten dilaciones de ninguna clase, ¿no impugnan esta teoría? ¿No se presentan como definitivas excepciones que no comprueban ninguna regla? Considérese la tortura, por ejemplo, ¿qué puede decidir? ¿Qué puede elegir la víctima? Su recurso de supervivencia más caro, ¿a qué puede atinar? Su inteligencia en la versión más potente de todas sus facultades, ¿qué tiene para activar en medio del horror más íntimo, solitario, desvalido? Considérese el internamiento en un campo de concentración, la vida de quien no sabe si vivirá unos minutos, unos días más o unas semanas, y cuyas condiciones de existencia diaria no satisfacen ni siquiera la más paupérrima de las necesidades humanas, ¿qué puede elegir el hombre, si en esa situación todavía puede llamarse hombre?

“El prisionero de un campo de concentración tenía un miedo brutal a tomar decisiones o a adoptar cualquier tipo de iniciativa. Era la consecuencia del fuerte sentimiento de saberse un juguete del destino, como si el destino irremediablemente se hubiese apoderado de uno; era mejor no pretender interferir y dejarle seguir su propio curso. Cuéntese, además, con la típica apatía que paralizaba el ánimo de los prisioneros. No obstante, a veces, era necesario tomar decisiones apresuradas, rápidas, que podían implicar la vida o la muerte, aunque quizá el prisionero hubiera preferido que el destino eligiera por él. Este querer zafarse de la responsabilidad de decidir se manifestaba especialmente si al prisionero se le presentaba la ocasión de evadirse: ¿fugarse o no fugarse del campo? En aquellos escasos minutos para reflexionar y decidir ¾y siempre era cuestión de unos pocos minutos¾, sufría las infernales torturas de la indecisión. ¿Debía intentar escapar? ¿Resultaba razonable correr ese riesgo?” (Frankl, 2012, 82).

“Puedo contestar a las preguntas anteriores desde la óptica de la experiencia y también con arreglo a los principios. Las experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre mantiene su capacidad de elección. Los ejemplos son abundantes, algunos heroicos; también se comprueba cómo algunos eran capaces de superar la apatía y la irritabilidad. El hombre puede conservar un reducto de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en aquellos crueles estados de tensión psíquica y de indigencia física. Los supervivientes de los campos de concentración aún recordamos a algunos hombres que visitaban los barracones consolando a los demás y ofreciéndoles su único mendrugo de pan. Quizá no fuesen muchos, pero esos pocos representaban una muestra irrefutable de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas -la elección de la actitud personal que debe adoptar frente al destino- para decidir su propio camino.” (Frankl, ob. cit., 90).

“¿Quién es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es.” (Frankl, ob. cit., 110)


REFERENCIAS:

FERRATER MORA, José (1985). Fundamentos de filosofía, Madrid, Alianza.
FRANKL, Viktor (2012). El hombre en busca del sentido, Barcelona, Herder.
FREGE, Gottlob (1973). Estudios de semántica, Barcelona, Ariel
GARCÍA SUÁREZ, Alfonso (1977). Modos de significar, Madrid, Tecnos.
ORTEGA Y GASSET, José (1979). La idea de principio en Leibniz, Madrid, Revista de Occidente/Alianza.
SEARLE, John (1980). Actos de habla, Madrid, Cátedra.
WITTGENSTEIN, Ludwig (1988). Investigaciones filosóficas, Barcelona, Crítica.

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